lunes, 29 de enero de 2018

SANTÍSIMA TRINIDAD, UN SOLO DIOS.



LETANÍAS LAURETANAS. 

Hi tres unum sunt.
Estos tres son una misma cosa.


CONSIDERACION I.

   Figurémonos a la letra A como símbolo de la Santísima Trinidad, porque así como esta letra aunque es triangular, con todo es y se llama una sola letra, así la Santísima Trinidad consiste en tres personas divinas; pero estas tres personas son un solo Dios, de tal suerte que del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo se dice con toda verdad: estos tres son uno solo; esto es, según la divinidad.


CONSIDERACION II.


   Igualmente la sobredicha letra A, según el sagrado texto, denota a Dios, como que de sí mismo dice: ego sum Alpha, yo soy A, o lo que es lo mismo, principio de todas las cosas: porque del mismo modo que la letra A es la primera y principio de todas las letras, así Dios es el principio, pero sin principio, como que existe, ab eterno. De aquí se infiere que al considerar el Santísimo Misterio de la Trinidad, no debe investigarse mucho sino cautivar el entendimiento en obsequio de la fe y decir con Jeremías: ¡A, a, a, Dios y Señor mío! he aquí que no sé hablar.


CONSIDERACION III.


   Del mismo modo que después de la letra A, al punto sigue la letra B, de suerte que esta con verdad se dice es la próxima a la primera, así la bienaventurada Virgen que puede entenderse denotada por la letra B, es la próxima a la Santísima Trinidad; y como Hija de Dios Padre, Madre de Dios Hijo, y Esposa del Espíritu Santo, excede a todas las criaturas en honor, esta elevadísima en gloria e incomparablemente las aventaja en dignidad.


ORACION.


   ¡Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espirita Santo! Ya indignísima criatura te adoro rendido, Dios Trino en las personas, y con un íntimo suspiro del corazón digo tres veces ¡A, A, A! Dios y Señor mío quiere decir que por tres veces con un corazón contrito suspiro Ah! Ah! Ah! ojalá y nunca te hubiese ofendido! Ah! ojalá y a mi primer llanto A, se hubiesen juntado estas otras dos letras M, y O, y hubiese dicho al instante en la cuna AMO! Mas lo que no hice hasta aquí, concédeme lo haga en adelante. A la verdad, en esta palabra AMO hay tres letras; luego amándote te adoro como trino; más para que se radique y conforte mi propósito, imploro la divina gracia, rogándote por María santísima.

   Santísima Trinidad un solo Dios, ten misericordia de nosotros.


P. FRANCISCO JAVIER DORNN
DEAN Y PREDICADOR DE PRIDBER

(1834).    

sábado, 20 de enero de 2018

“LA VERDADERA HISTORIA DE FÁTIMA”




Una narración completa de las Apariciones de Fátima. 


Contada por el Padre  John de Marchi, I.M.C. 


Capítulo III:  La primera Aparición

   Al mes de mayo, mes de las flores sigue las largas lluvias de abril que lavan la cara de la Tierra después de su largo sueño invernal. Es en ese momento que Dios cubre el mundo con joyas más hermosas que piedras preciosas. ¿Quién es más bella que las primorosas y caprichosas flores de mayo?
   Fue un hermoso domingo día 13 de mayo, en al año 1917, a mediados de la Primera Guerra Mundial, que Dios envió a la Tierra la más radiante Flor del Cielo, Su propia linda Madre, María Santísima, a quien invocamos como Reina de Mayo. En ese día los pastorcitos fueron temprano a Misa. “Líbrenos Dios”, decía la Señora Marto, “de dejar pasar un domingo sin Misa. Aunque fuera preciso tener que ir a Boleiros, a Atounguia, o hasta Santa Catalina, que dista casi 9 kilómetros, lloviese o tronase, nunca me acuerdo haber faltado a Misa, aun teniendo criaturas en mantillas. Me levantaba temprano y lo dejaba todo a cuenta de mi marido, que iba a Misa más tarde. Con las criaturas nunca íbamos a la Iglesia. Ni se oye Misa, ni se deja oír a los demás. Se lleva a un angelito, así se piensa y es verdad, pero también un diablillo”. Terminada la Misa la madre preparó el almuerzo para los niños y les encaminó a las afueras con las ovejas.
   Ese día Lucía y sus primitos se encontraron, como de ordinario, en el pantano fuera del lugarejo llamado el Barreiro, camino a Gouveira, donde después atravesaron sin prisa el sendero hacia Cova da Iría. La dificultad del piso pedregoso y a veces erizado de cardos alargaron sensiblemente el camino, de manera que no llegaron con el rebaño al referido lugar sino hasta cerca del mediodía. Cuando oían las campanas de la iglesia de Fátima que tocaban a Misa les decían que era mediodía. Abrieron sus paquetes de provisiones y comieron, dejando un poco para más tarde. Terminada la merienda, se apresuraron en el rezo de su Rosario y después encaminaron enseguida a las ovejas más para el alto. Su juego para hoy sería la construcción, haciendo castillos con las piedras. Francisco era el arquitecto y constructor, Lucía y Jacinta, los ayudantes.
   Mientras estaban así ocupados, he aquí que un reflejo vivísimo de una luz que los pastorcitos, a falta de otro término más apropiado, llaman relámpago (1), viene a estorbar sus construcciones. Asustados (2), abandonan sus piedras, se miran primero uno al otro, después al cielo y no se ve la más tenue nube que empañe la inmensidad del firmamento; no sopla el más leve viento, ni hay el más mínimo indicio de temporal. Deciden que deben volver a casa antes que lloviere. Rápidamente recogen las ovejas y empiezan a bajar la cuesta. A mediados de su descenso, al momento en que están pasando un alto roble, otra claridad más fuerte, más intensa, les priva del movimiento. Avanzan unos pasos y, movidos sin saber por qué, espontánea y simultáneamente, se vuelven a la derecha, y allí sobre la copa de una pequeña encina (3), ven una Señora hermosísima.
   “Era una Señora vestida de blanco”, escribe Lucía, “más brillante que el sol, derramando…


NOTA:(1) “Los relámpagos tampoco eran propiamente relámpagos, sino el reflejo de una luz que se aproximaba. Por ver esta luz es por lo que decíamos a veces que veíamos venir a Nuestra Señora; pero a Nuestra Señora propiamente sólo la distinguíamos en esa luz cuando estaba ya sobre la encina. El no sabernos explicar o el querer y evitar preguntas fue lo que dio lugar a que algunas veces decíamos que la veíamos venir; otras que no. Cuando decíamos que sí, que la veíamos venir, nos referíamos a que veíamos aproximarse esa luz que al final era Ella. Y cuando decíamos que no la veíamos venir, nos referíamos a que Nuestra Señora sólo la veíamos propiamente cuando estaba ya sobre la encina”. (Las Memorias de Lucía)
(2) El miedo que sentíamos, no fue propiamente de Nuestra Señora, sino de la tormenta que supusimos iba a venir, y de la cual queríamos huir. Las apariciones de Nuestra Señora no infunden miedo o temor, pero sí sorpresa. (Las Memorias de Lucía)
(3) Se encuentran dos especies de robles en Portugal, la azinheira y la carrasqueira. La azinheira es el Quercus ilex, famoso en la literatura clásica. Es uno de los robles más ornamentales, compacto y regular en forma, hermoso en su follaje lustroso y perenne. Sus bellotas son de un tipo europeo que es comestible. La carrasqueira es el Quercus coccifera. Es un pequeño hojas perennes con altura más o menos de un metro con follaje lustroso y cortante, y no dar bellotas. Era por encima de una carrasqueira que Nuestra Señora apareció en Fátima.

…una luz más clara e intensa que un globo de cristal lleno de agua cristalina atravesado por los rayos más ardientes del sol”.
   ¡“No temáis!, dice la Señora, “yo no os hago mal.”
   ¿“De dónde es Ud.”? Lucía se atreve preguntar.
   “Soy del Cielo”, la Señora hermosa contesta, alzando la mano hacia el horizonte distante.
   ¿“Y qué es lo que Ud. quiere de mí”? Pregunta Lucía humildemente.
   “Vengo a pediros que vengáis aquí seis meses seguidos, el día 13, a esta misma hora. Después diré quién soy y lo que quiero. Y volveré aquí todavía por séptima vez”.
   “Y yo, ¿iré al Cielo?” Lucía pregunta.
   “Sí, irás”, la Señora le asegura.
   “Y, ¿Jacinta”?
   “También”.
   “Y ¿Francisco”?
   “También irá; pero tendrá que rezar muchos Rosarios”, la Señora responde.
   Lucía le pregunta más cosas. Habían fallecido recientemente dos jovencitas de Aljustrel que frecuentaban su casa para aprender a coser y tejer con sus hermanas.
   “Y ¿María del Rosario, hija de José de las Nieves - está en el Cielo”?
   “Sí, está”, responde la Señora.
   “Y, ¿Amelia”?
   “Está aún en el Purgatorio”
   Y los ojos de Lucía se llenaron de lágrimas. ¡Qué pena, que su amiga Amelia estaba sufriendo en los fuegos del purgatorio! Después la Señora dice a los niños:
   “¿Queréis ofreceros a Dios para soportar todos los sufrimientos que Él quiera mandaros, en reparación por los pecados con que es ofendido y como súplica por la conversión de los pecadores?”
   A lo que responde Lucía en nombre de todos, con decisión y sinceridad:
   “Sí, ¡queremos!”
   “Tendréis, pues, mucho que sufrir, pero la gracia de Dios os confortará”, promete la Señora.
   “Al pronunciar estas palabras”, atestiguó Lucía, “abrió las manos, comunicándonos una luz muy intensa – como un reflejo que de ella salía, penetrando en nuestro pecho y en lo más íntimo del alma y haciendo que nos viéramos en Dios, que era esa luz, más claramente que en un espejo. Entonces, movidos por un impulso interior, también comunicado, caímos de rodillas y repetimos íntimamente:
   “‘Oh Santísima Trinidad, yo os adoro. ¡Dios mío, Dios mío; os amo en el Santísimo Sacramento’”!
   La señora les habla otra vez: “Rezad el Rosario todos los días para alcanzar la paz al mundo y el fin de la guerra”.
   “Comenzó entonces”, continuó Lucía, “a elevarse serenamente en dirección al oriente, hasta desaparecer en la inmensidad del espacio, rodeada de una luz muy viva que iba como abriéndole camino en el círculo de los astros”.
   Los niños quedaron algún tiempo con la mirada clavada en el cielo, en el punto por donde desapareció Nuestra Señora. Cuando gradualmente volvieron en sí y miraron alrededor, buscando las ovejas, las vieron pastando bajo la sombra de las encinas. ¡Cuál no fue su alegría al ver que las plantaciones verdes estaban intactas y que las ovejas sólo comían de las hierbas crecidas entre el maíz, y por eso serían perdonados de ser castigados en casa! Pero su alegría era inmensa y más allá de toda descripción por haber visto la exquisitamente hermosa Madre de Dios. ¡Era tan maravillosa, tan encantadora! Sentían la misma alegría interior, la misma paz y felicidad ahora como cuando el Ángel les había visitado, pero cuando el Ángel vino sentían una especie de aniquilamiento ante su presencia; pero con Nuestra Señora recibieron fortaleza y ánimo. “En vez de este abatimiento físico, [sentíamos] una cierta agilidad expansiva”, Lucía describió su reacción. “En vez de este anonadamiento en la divina presencia, un exultar de alegría, en vez de esta dificultad en hablar, un cierto entusiasmo comunicativo”.
   Los pastorcitos pasaron la tarde en aquella Cova bendita, recordando y saboreando los más insignificantes detalles de aquel extraordinario acontecimiento. Se sentían tan supremamente alegres, aunque mezclado con una solicitud profunda. Nuestra Señora les parecía triste sobre algo e intentaron comprender el significativo de cada una de Sus palabras. Mientras tanto, Francisco insistía con las niñas preguntando para enterarse de todo lo que había dicho. Le contaron todo. Cuando le dijeron que Nuestra Señora prometió que él iría al cielo, exuberante de alegría, cruzó las manos sobre el pecho y exclamó con voz alta, “Oh mi Señora, ¡rezaré todos los Rosarios que Tú quieras”!
   Lucía pensó que sería prudente para ellos que guardasen la visión en sigilo. Estaba bastante madura para darse cuenta de cuán incrédula la gente es sobre tales cosas, y más que eso, ya lo había experimentado amargamente cuando las niñas que habían visto primero al Ángel, difundieron las noticias a través del lugarejo. Tanto Francisco como Jacinta estuvieron de acuerdo con la sugerencia de Lucía. Pero en la voz de Jacinta, extraordinariamente expansiva, ya se podía prever cuán frágil había de ser su propósito. La cara de la niña brillaba con alegría y diría frecuentemente “Ay, ¡qué Señora tan linda!”
   “Sé que tú lo dirás a todos”, Lucía amonesta a Jacinta.
   “En verdad, no lo diré a nadie”, asegura Jacinta.
   Y más de una vez Lucía, llevando el dedo a los labios repite:
   “Pshiu!... ¡ni a la madre!”
   “¡Pues sí!”, le asegura nuevamente Jacinta.
   “Lo mantendremos en secreto” concuerdan todos.
   ¿Pero cómo era que la pequeña Jacinta podría mantenerlo en secreto, cuando había visto una Señora tan hermosa?
   Cuando Lucía llegó a casa, no dijo ni una palabra a nadie sobre la Visitante Celeste. Después de la cena y las oraciones, escuchó la lectura del Nuevo Testamento y se acostó inmediatamente. ¡Que diferente era la situación en el hogar de sus primos! Los Martos habían ido al mercado ese día para comprar una cerdita. No estaban en casa cuando Francisco y Jacinta volvieron de los campos. Francisco, en el entretanto, se ocupaba en el jardín, pero Jacinta esperaba en la puerta la arriba de sus padres. Había parecido olvidarse por completo ya la advertencia solemne de Lucía: “Pshiu!... ¡ni a la madre!” Jacinta nunca guardaba secreto alguno a su madre, y hoy, cuando había sucedido la cosa más maravillosa en todo el mundo, ¿cómo sería, que no pudiese contarlo a su madre?
   Finalmente, su madre y padre llegaban, la madre caminando por delante, su padre guiando la cerdita. “La pequeña corrió a mi encuentro”, su madre describió la escena, “se me agarró a las piernas, cosa que nunca había hecho antes de tal forma. ¡‘Madre’! me gritó toda alborozada, ¡‘Hoy he visto en Cova da Iría a Nuestra Señora!’ ‘Lo creo, hija. ¡Buena Santa estás tú para ver a Nuestra Señora’! le respondí.
“Ella se quedó triste, acobardada, y mientras me acompañaba a casa iba repitiendo: ‘Pues ¡la he visto’! Y comenzó a contarme lo ocurrido. Me habló del relámpago… del miedo que tuvieron... de la luz… de la Señora… tan linda... de la Señora con tanta luz que no se podía mirar, que cegaba… del Rosario que había que rezar todos los días.
Pero yo no daba crédito a las palabras de la niña, ni le prestaba atención. Le dije, ‘eres muy tontiña, ¡Ni que Nuestra Señora se te vaya a aparecer a ti!’”
   “Fui entonces a preparar un poco de comida para la cerdita. Mi hombre estaba todavía en el corral, comparando la cerdita que había traído con los que teníamos en casa. Repartida la comida al ganado y visto que todo estaba bien, nos retiramos a casa. Mi Manuel entró en la cocina y se puso a cenar. Se encontraba también allí Antonio da Silva, su cuñado, y creo que todos mis hijos que eran ocho. Dije entonces bajo a Jacinta: ‘Oye, Jacinta, cuenta cómo ha sido eso de Nuestra Señora en Cova da Iría’. Y ella se puso a contar las cosas con la mayor sencillez del mundo:
   “‘Era una Señora muy linda, muy linda… Tenía un vestido blanco, y un cordón de oro al cuello hasta el pecho… La cabeza la tenía cubierta con un manto blanco, también muy blanco, no sé, más blanco que la leche… Y le tapaba hasta los pies… Era todo bordado en oro… ¡Ay qué bonito!... Tenía las manos juntas, así’ – y la pequeña se levantaba del banquillo, y juntaba las manos a la altura del pecho para imitar a la Visión. ‘Entre los dedos tenía el Rosario. ¡Qué lindo Rosario el que tenía! todo de oro, brillante como las estrellas de la noche, y un Crucifijo, que lucía… que lucía… Ay, ¡qué linda Señora!... Habló mucho con Lucía, pero nada conmigo, ni con Francisco… Yo escuchaba todo lo que decían. ¡Ay, madre, hay que rezar el Rosario todos los días!... Se lo ha dicho la Señora a Lucía... Y ha dicho también que a los tres nos llevaría al Cielo, a Lucía, a Francisco y a mí… Y ha dicho otras muchas cosas que yo no sé, pero que las sabe Lucía… Cuando Ella entró en el Cielo las puertas se cerraron con tanta prisa que parecía que los pies quedaban fuera cogidos por ellas”.
   Francisco confirmaba las declaraciones de Jacinta. Las hermanas oían con interés, pero los hermanos se reían de ella, haciendo eco las palabras de su madre. ¡“Buena santita estás tú para que se te aparezca Nuestra Señora”! Antonio da Silva intentó dar su explicación: “Si los niños han visto a una Mujer vestida de blanco, ¿quién podía ser sino Nuestra Señora”?
   El padre, mientras tanto, iba rumiándolo en la mente, intentado vincular los principios religiosos que se implicaban. Finalmente dijo: “Desde el principio del mundo Nuestra Señora se ha aparecido muchas veces, de diversas maneras. Lo cual quiere decir: qué si el mundo está malo, peor estaría si no se hubiesen dado casos como estos… ¡El poder de Dios es grande! No sabemos lo que es, pero algo debe de ser... Sea lo que Dios quiera”. Más tarde confesó, “Formé juicio de que era verdad lo que los niños decían casi inmediatamente… Sí, lo creí pronto”. Más tarde confesó, “Pensaba que los niños no tenían instrucción ninguna. Si no les hubiera auxiliado la Santa Providencia, ellos no hubieran afirmado eso. ¿Mentir los niños?... ¡Ay, Jesús, Francisco, y más Jacinta, nunca se avenían a ello!” Cuando más tarde el Obispo de Leiria publicó su decisión oficial sobre el asunto, no haría más que desarrollar los mismos argumentos avanzados por Tío Marto mientras comía su cazuela de coles. Finalmente, todos se acostaron, teniendo el consejo del padre de que deberían encomendarlo a las manos de Dios.
   Despuntó el nuevo día y la madre de Jacinta contó a las vecinas, tomándolo a broma, las confidencias de su hija. El hecho era tan sensacional, que pronto fue corriendo de boca en boca por todo Aljustrel, llegando también a los oídos de la familia de Lucía.
   María de los Ángeles fue la primera en oír las noticias. “Lucía”, dijo a su hermanita, “he oído decir que habéis visto a Nuestra Señora en Cova da Iría. ¿Es verdad?”
   ¿“Quién te lo ha dicho”? Lucía estaba tan espantada de lo que las noticias habían soltado. Después de detenerse un poco a pensar, tartamudeó, “Y ¡tanto como yo le supliqué que no lo dijera a nadie”!
   “¿Por qué”?
   “Porque no sé si era Nuestra Señora. Era una mujercita muy bonita”.
   “Y ¿qué es lo que os ha dicho esa mujercita”?
   “Que quería que fuésemos seis meses seguidos a Cova da Iría y que después nos diría Quién era y lo que quería”.
   “¿No le preguntaste Quién era”?
   “Le pregunté de dónde era y Ella entonces me dijo así: ‘Soy del Cielo’”.
   Lucía se quedó callada. Parecía que no quería decir más; pero María de los Ángeles tanto la apremió que se lo contó todo.
   Lucía se puso muy triste. Llegó entonces Francisco y confirmó la sospecha de Lucía de que fue Jacinta quien se había sido la de la lengua-ligera. Inicialmente la señora María Rosa se río de todo aquello. Pero cuando su hija más vieja le dijo lo que Lucía había contado, cayó en la cuenta de que algo serio estaba sucediendo. Llamando a Lucía en seguida, le hizo repetir toda la historia. ¡El rumor estaba cierto! Desde entonces una terrible duda comenzó a atormentar a la señora María Rosa, duda que muy pronto había de cambiarse en certeza: ¡Su hija se había vuelto mentirosa!
   La tarde del día catorce, los pastorcitos, como de costumbre, salieron con sus rebaños. Lucía, asustada por la incredulidad de su madre, se mantenía silenciosa. Jacinta, a su vez, estaba también pensativa, avergonzada por haber roto su promesa a Lucía. La alegría que la Visión les había causado estaba recibiendo un rudo golpe por la irrisión e incredulidad ante su sincera descripción de Ella. Finalmente, llegados a Cova da Iría, Jacinta se sentó en una piedra, callada y muy triste. A Lucía le daba pena esta desacostumbrada actitud de su prima y por eso se acercó a ella y le dijo con una sonrisa forzada,
   “Jacinta, vamos a jugar”.
   “Hoy no quiero jugar”.
   “¿Por qué”?
   “Porque estoy pensando que la Señora nos dijo que recemos el Rosario y hagamos sacrificios por la conversión de los pecadores. Ahora, cuando recemos el Rosario, tenemos que rezar todas las palabras del Ave María y del Padre Nuestro”.
   “Sí”, Lucía acordó, “Y los sacrificios ¿cómo los haremos”?
   “Podemos dar nuestro almuerzo a las ovejas”, sugirió Francisco.
   La propuesta fue aceptada. Y al mediodía, aunque era difícil, los niños con el estómago ya deseoso de comida, regalaron a las ovejas el pan y queso que sus madres les habían preparado. Como pasaban los días, pensaron que, en vez de dar las meriendas a las ovejas, sería más del agrado de Nuestra Señora remediar el hambre de unos niños pobres. Cuando al cabo del día el hambre se hacía sentir aún más, Francisco se subía a coger bellotas a las encinas, a pesar de estar verdes. Pero para Jacinta, esto no era un sacrificio suficiente. Pensaba que sería mejor comer cardos porque eran más amargos.
   “Y aquella primera tarde”, recuerda Lucía, “saboreamos ese delicioso manjar. Otras veces nuestro sustento era piñones, raíces de campanillas (florecitas amarillas que tienen en la raíz una bolita del tamaño de la aceituna), moras, champiñones y unas cosas que cogíamos en las raíces de los pinos y no me acuerdo cómo se llaman, o fruta si había cerca en alguna propiedad perteneciente a nuestros padres”.
   Aquellos días les costaba pasar más que los otros porque faltaban los cánticos y el ánimo despreocupado que hasta entonces les aligeraba las horas. Los sufrimientos mayores, sin embargo, les vendrían de parte de sus propias familias. A Lucía, sobre todo, le esperaba un verdadero martirio. Vecinos y amigas, madre y hermanas, todo contribuía a martirizarla. El único que no se preocupaba de ello era el padre. Encogiéndose de hombros lo llamó apenas “historias de mujeres”. No obstante, aunque él fuese indiferente, la madre de Lucía se preocupaba mucho sobre el asunto. “Qué lejos estaba de pensar lo que me esperaba. Aún me faltaba esto para lo que me queda de vida”, decía ella, “Yo que siempre he andado con el cuidado de que no me dijesen mentiras, ahora me viene aquella, con una de éstas”.
   Y la señora María Rosa no se contentaba apenas con lamentos; llegaba a las obras para intentar detener este mal comportamiento de su hija. “Un día”, nos dice Lucía, “antes de salir con el rebaño quiso obligarme a confesar que había mentido. No perdonó, para ello, cariños, amenazas, ni siquiera la escoba. No obtuvo otra respuesta que un mudo silencio, o la confirmación de lo que ya había dicho. Me mandó sacar el rebaño y que pensase bien durante el día, que, si nunca había consentido una mentira en sus hijos, mucho menos consentiría una de esa especie; que a la noche me obligaría a ir donde las personas a quienes había engañado a pedirles perdón después de confesar que había mentido. Y me fui con mis ovejitas. Aquel día me esperaban ya mis compañeros y al verme llorar, corrieron a preguntarme la causa. Les conté lo que había pasado y añadí: “Ahora decidme qué voy hacer. Mi madre quiere a todo trance que diga que he mentido: y ¿cómo lo he de decir?”
   Entonces Francisco dijo a Jacinta: “Ves, tú tienes la culpa, ¿para qué lo dijiste?
   Jacinta, llorando, se puso de rodillas con las manos en alto, y pidió perdón. “He hecho mal,” decía, “pero ya nunca más he de decir nada a nadie”.
   Al atardecer, la madre de Lucía, viéndose incapaz de arrancar de labios de la hija la tan deseada confesión, resolvió llevarla al Párroco. “En cuanto llegues allí”, dijo a Lucía con aspecto amenazador, “te pones de rodillas y le dices que has mentido y le pides perdón ¿has oído? Dale las vueltas que quieras; o desengañas a la gente, confesando que has mentido, o te encierro en un cuarto donde no puedas ver la luz del sol. Siempre conseguí que mis hijos dijesen la verdad y ahora ¿he de dejar pasar una cosa de éstas en la más pequeña? ¡Todavía si fuese una cosa de poca importancia!” Pero ¿cómo podría decir la niña que no había visto lo que en verdad vio? Se estaban verificando al pie de la letra las palabras de la Señora: “Tendréis que sufrir mucho, pero la gracia de Dios os confortará”. 




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