Una narración completa de las Apariciones de Fátima.
Contada por el Padre
John de Marchi, I.M.C.
Capítulo III: La primera Aparición
Al mes de mayo, mes de las flores sigue las
largas lluvias de abril que lavan la cara de la Tierra después de su largo
sueño invernal. Es en ese momento que Dios cubre el mundo con joyas más
hermosas que piedras preciosas. ¿Quién es más bella que las primorosas y caprichosas
flores de mayo?
Fue un hermoso domingo día 13 de mayo, en al año 1917, a
mediados de la Primera Guerra Mundial, que Dios envió a la Tierra la más
radiante Flor del Cielo, Su propia linda Madre, María Santísima, a quien
invocamos como Reina de Mayo. En
ese día los pastorcitos fueron temprano a Misa. “Líbrenos Dios”, decía la
Señora Marto, “de dejar pasar un domingo sin Misa. Aunque fuera preciso
tener que ir a Boleiros, a Atounguia, o hasta Santa Catalina, que dista casi 9
kilómetros, lloviese o tronase, nunca me acuerdo haber faltado a Misa, aun
teniendo criaturas en mantillas. Me levantaba temprano y lo dejaba todo a
cuenta de mi marido, que iba a Misa más tarde. Con las criaturas nunca íbamos a
la Iglesia. Ni se oye Misa, ni se deja oír a los demás. Se lleva a un angelito,
así se piensa y es verdad, pero también un diablillo”. Terminada la
Misa la madre preparó el almuerzo para los niños y les encaminó a las afueras
con las ovejas.
Ese día Lucía
y sus primitos se encontraron, como de ordinario, en el pantano fuera del lugarejo llamado el Barreiro, camino a Gouveira, donde después atravesaron sin
prisa el sendero hacia Cova da Iría.
La dificultad del piso pedregoso y a veces erizado de cardos alargaron
sensiblemente el camino, de manera que no llegaron con el rebaño al referido
lugar sino hasta cerca del mediodía. Cuando oían las campanas de la iglesia de Fátima que tocaban a Misa
les decían que era mediodía. Abrieron sus paquetes de provisiones y comieron,
dejando un poco para más tarde. Terminada la merienda, se apresuraron en el
rezo de su Rosario y después encaminaron enseguida a las ovejas más para el
alto. Su juego para hoy sería la construcción, haciendo castillos con las
piedras. Francisco era el arquitecto
y constructor, Lucía y Jacinta, los
ayudantes.
Mientras estaban así ocupados, he aquí que
un reflejo vivísimo de una luz que los pastorcitos, a falta de otro término más
apropiado, llaman relámpago (1),
viene a estorbar sus construcciones. Asustados (2), abandonan sus piedras, se miran primero uno al otro, después al
cielo y no se ve la más tenue nube que empañe la inmensidad del firmamento; no
sopla el más leve viento, ni hay el más mínimo indicio de temporal. Deciden que
deben volver a casa antes que lloviere. Rápidamente recogen las ovejas y
empiezan a bajar la cuesta. A mediados de su descenso, al momento en que están
pasando un alto roble, otra claridad más fuerte, más intensa, les priva del
movimiento. Avanzan
unos pasos y, movidos sin saber por qué, espontánea y simultáneamente, se
vuelven a la derecha, y allí sobre la copa de una pequeña encina (3), ven una Señora hermosísima.
“Era una Señora vestida
de blanco”, escribe
Lucía, “más brillante que el sol, derramando…
NOTA:(1) “Los relámpagos tampoco eran propiamente relámpagos, sino el
reflejo de una luz que se aproximaba. Por ver esta luz es por lo que decíamos a
veces que veíamos venir a Nuestra Señora; pero a Nuestra Señora propiamente
sólo la distinguíamos en esa luz cuando estaba ya sobre la encina. El no
sabernos explicar o el querer y evitar preguntas fue lo que dio lugar a que
algunas veces decíamos que la veíamos venir; otras que no. Cuando decíamos que
sí, que la veíamos venir, nos referíamos a que veíamos aproximarse esa luz que
al final era Ella. Y cuando decíamos que no la veíamos venir, nos referíamos a
que Nuestra Señora sólo la veíamos propiamente cuando estaba ya sobre la
encina”. (Las Memorias
de Lucía)
(2) El miedo que sentíamos, no fue propiamente de Nuestra Señora,
sino de la tormenta que supusimos iba a venir, y de la cual queríamos huir. Las
apariciones de Nuestra Señora no infunden miedo o temor, pero sí sorpresa. (Las
Memorias de Lucía)
(3)
Se encuentran dos especies de robles en
Portugal, la
azinheira y la carrasqueira. La azinheira es el Quercus ilex, famoso en la literatura clásica. Es uno de los
robles más ornamentales, compacto y regular en forma, hermoso en su follaje
lustroso y perenne. Sus bellotas son de un tipo europeo que es comestible. La carrasqueira
es el Quercus coccifera. Es un pequeño hojas perennes con altura más
o menos de un metro con follaje lustroso y cortante, y no dar bellotas. Era por
encima de una carrasqueira
que Nuestra Señora apareció en Fátima.
…una luz más clara e intensa que un globo de cristal lleno de
agua cristalina atravesado por los rayos más ardientes del sol”.
¡“No temáis!, dice
la Señora, “yo no os hago mal.”
¿“De dónde es Ud.”? Lucía
se atreve preguntar.
“Soy del Cielo”, la
Señora hermosa contesta, alzando la mano hacia el horizonte distante.
¿“Y qué es lo que Ud.
quiere de mí”? Pregunta
Lucía humildemente.
“Vengo a pediros que vengáis aquí seis meses
seguidos, el día 13, a esta misma hora. Después diré quién soy y lo que quiero.
Y volveré aquí todavía por séptima vez”.
“Y yo, ¿iré al Cielo?” Lucía
pregunta.
“Sí, irás”, la
Señora le asegura.
“Y, ¿Jacinta”?
“También”.
“Y ¿Francisco”?
“También irá; pero tendrá que rezar muchos
Rosarios”, la
Señora responde.
Lucía le pregunta más cosas. Habían
fallecido recientemente dos jovencitas de Aljustrel
que frecuentaban su casa para aprender a coser y tejer con sus hermanas.
“Y ¿María del Rosario,
hija de José de las Nieves - está en el Cielo”?
“Sí, está”, responde
la Señora.
“Y, ¿Amelia”?
“Está aún en el Purgatorio”
Y los ojos de Lucía se
llenaron de lágrimas. ¡Qué pena, que su amiga Amelia estaba sufriendo en los
fuegos del purgatorio! Después la Señora dice a los niños:
“¿Queréis ofreceros a Dios para soportar
todos los sufrimientos que Él quiera mandaros, en reparación por los pecados
con que es ofendido y como súplica por la conversión de los pecadores?”
A lo que responde Lucía en nombre de todos,
con decisión y sinceridad:
“Sí, ¡queremos!”
“Tendréis, pues, mucho que sufrir, pero la
gracia de Dios os confortará”, promete la Señora.
“Al pronunciar estas
palabras”, atestiguó
Lucía, “abrió las manos, comunicándonos una luz muy intensa –
como un reflejo que de ella salía, penetrando en nuestro pecho y en lo más
íntimo del alma y haciendo que nos viéramos en Dios, que era esa luz, más
claramente que en un espejo. Entonces, movidos por un impulso interior, también
comunicado, caímos de rodillas y repetimos íntimamente:
“‘Oh Santísima Trinidad, yo os adoro. ¡Dios
mío, Dios mío; os amo en el Santísimo Sacramento’”!
La señora les habla otra vez: “Rezad el
Rosario todos los días para alcanzar la paz al mundo y el fin de la guerra”.
“Comenzó entonces”, continuó
Lucía, “a elevarse serenamente en dirección al oriente, hasta
desaparecer en la inmensidad del espacio, rodeada de una luz muy viva que iba
como abriéndole camino en el círculo de los astros”.
Los niños
quedaron algún tiempo con la mirada clavada en el cielo, en el punto por donde
desapareció Nuestra Señora. Cuando
gradualmente volvieron en sí y miraron alrededor, buscando las ovejas, las
vieron pastando bajo la sombra de las encinas. ¡Cuál no fue su alegría al ver
que las plantaciones verdes estaban intactas y que las ovejas sólo comían de
las hierbas crecidas entre el maíz, y por eso serían perdonados de ser
castigados en casa! Pero su alegría era inmensa y más allá de toda descripción
por haber visto la exquisitamente hermosa
Madre de Dios. ¡Era tan maravillosa, tan encantadora! Sentían la misma
alegría interior, la misma paz y felicidad ahora como cuando el Ángel les había visitado, pero cuando
el Ángel vino sentían una especie de
aniquilamiento ante su presencia; pero con Nuestra
Señora recibieron fortaleza y ánimo. “En vez de este abatimiento físico, [sentíamos] una
cierta agilidad expansiva”, Lucía
describió su reacción. “En vez de este anonadamiento en la divina presencia, un
exultar de alegría, en vez de esta dificultad en hablar, un cierto entusiasmo
comunicativo”.
Los pastorcitos
pasaron la tarde en aquella Cova bendita, recordando y saboreando los más
insignificantes detalles de aquel extraordinario acontecimiento. Se sentían tan
supremamente alegres, aunque mezclado con una solicitud profunda. Nuestra
Señora les parecía triste sobre algo e intentaron comprender el significativo
de cada una de Sus palabras. Mientras tanto, Francisco insistía con las niñas preguntando para enterarse de todo
lo que había dicho. Le contaron todo. Cuando le dijeron que Nuestra Señora prometió que él iría al
cielo, exuberante de alegría, cruzó las manos sobre el pecho y exclamó con voz
alta, “Oh mi
Señora, ¡rezaré todos los Rosarios que Tú quieras”!
Lucía
pensó que sería prudente para ellos que guardasen la visión en sigilo. Estaba
bastante madura para darse cuenta de cuán incrédula la gente es sobre tales
cosas, y más que eso, ya lo había experimentado amargamente cuando las niñas
que habían visto primero al Ángel,
difundieron las noticias a través del lugarejo. Tanto Francisco como Jacinta estuvieron
de acuerdo con la sugerencia de Lucía.
Pero en la voz de Jacinta,
extraordinariamente expansiva, ya se podía prever cuán frágil había de ser su
propósito. La cara de la niña brillaba con alegría y diría frecuentemente “Ay, ¡qué Señora
tan linda!”
“Sé que tú lo dirás a todos”, Lucía
amonesta a Jacinta.
“En verdad, no lo diré a nadie”, asegura
Jacinta.
Y más
de una vez Lucía, llevando el dedo a los labios repite:
“Pshiu!... ¡ni a la
madre!”
“¡Pues sí!”, le asegura nuevamente Jacinta.
“Lo mantendremos en secreto” concuerdan
todos.
¿Pero cómo era que la
pequeña Jacinta podría mantenerlo en secreto, cuando había visto una Señora tan
hermosa?
Cuando Lucía
llegó a casa, no dijo ni una palabra a nadie sobre la Visitante Celeste.
Después de la cena y las oraciones, escuchó la lectura del Nuevo Testamento y se acostó inmediatamente. ¡Que diferente era la
situación en el hogar de sus primos! Los Martos habían ido al mercado ese día
para comprar una cerdita. No estaban en casa cuando Francisco y Jacinta volvieron de los campos. Francisco, en el entretanto, se ocupaba en el jardín, pero Jacinta esperaba en la puerta la arriba
de sus padres. Había parecido olvidarse por completo ya la advertencia solemne
de Lucía: “Pshiu!... ¡ni a la madre!” Jacinta nunca guardaba secreto alguno a
su madre, y hoy, cuando había sucedido la cosa más maravillosa en todo el
mundo, ¿cómo
sería, que no pudiese contarlo a su madre?
Finalmente, su madre y padre llegaban, la
madre caminando por delante, su padre guiando la cerdita. “La pequeña corrió a mi encuentro”, su madre
describió la escena, “se me agarró a las piernas, cosa
que nunca había hecho antes de tal forma. ¡‘Madre’!
me gritó toda alborozada, ¡‘Hoy he visto en Cova da Iría a Nuestra Señora!’ ‘Lo creo, hija. ¡Buena Santa estás tú para ver a Nuestra
Señora’! le respondí.
“Ella se quedó triste, acobardada, y mientras me acompañaba a casa
iba repitiendo: ‘Pues ¡la he visto’! Y comenzó a contarme lo ocurrido. Me habló del relámpago… del miedo
que tuvieron... de la luz… de la Señora… tan linda... de la Señora con tanta
luz que no se podía mirar, que cegaba… del Rosario que había que rezar todos
los días.
Pero yo no daba crédito a las palabras de la niña, ni le prestaba
atención. Le dije, ‘eres muy tontiña, ¡Ni que Nuestra Señora se te vaya a
aparecer a ti!’”
“Fui entonces a preparar un
poco de comida para la cerdita. Mi hombre estaba todavía en el corral,
comparando la cerdita que había traído con los que teníamos en casa. Repartida
la comida al ganado y visto que todo estaba bien, nos retiramos a casa. Mi
Manuel entró en la cocina y se puso a cenar. Se encontraba también allí Antonio
da Silva, su cuñado, y creo que todos mis hijos que eran ocho. Dije entonces
bajo a Jacinta: ‘Oye, Jacinta, cuenta cómo ha sido eso de Nuestra Señora en
Cova da Iría’. Y ella se puso a contar las cosas con la mayor sencillez del
mundo:
“‘Era una Señora muy
linda, muy linda… Tenía un vestido blanco, y un cordón de oro al cuello hasta
el pecho… La cabeza la tenía cubierta con un manto blanco, también muy blanco,
no sé, más blanco que la leche… Y le tapaba hasta los pies… Era todo bordado en
oro… ¡Ay qué bonito!... Tenía las manos juntas, así’ – y la pequeña se levantaba del banquillo,
y juntaba las manos a la altura del pecho para imitar a la Visión. ‘Entre los dedos tenía el Rosario. ¡Qué lindo Rosario el
que tenía! todo de oro, brillante como las estrellas de la noche, y un
Crucifijo, que lucía… que lucía… Ay, ¡qué linda Señora!... Habló mucho con
Lucía, pero nada conmigo, ni con Francisco… Yo escuchaba todo lo que decían.
¡Ay, madre, hay que rezar el Rosario todos los días!... Se lo ha dicho la
Señora a Lucía... Y ha dicho también que a los tres nos llevaría al Cielo, a
Lucía, a Francisco y a mí… Y ha dicho otras muchas cosas que yo no sé, pero que
las sabe Lucía… Cuando Ella entró en el Cielo las puertas se cerraron con tanta
prisa que parecía que los pies quedaban fuera cogidos por ellas”.
Francisco confirmaba las declaraciones de
Jacinta. Las hermanas oían con interés, pero los hermanos se reían de ella,
haciendo eco las palabras de su madre. ¡“Buena
santita estás tú para que se te aparezca Nuestra Señora”! Antonio da Silva intentó dar su
explicación: “Si los niños han visto a una Mujer vestida de blanco, ¿quién podía
ser sino Nuestra Señora”?
El padre, mientras tanto, iba rumiándolo en
la mente, intentado vincular los principios religiosos que se implicaban. Finalmente dijo: “Desde el principio del mundo Nuestra
Señora se ha aparecido muchas veces, de diversas maneras. Lo cual quiere decir:
qué si el mundo está malo, peor estaría si no se hubiesen dado casos como
estos… ¡El poder de Dios es grande! No sabemos lo que es, pero algo debe de
ser... Sea lo que Dios quiera”. Más
tarde confesó, “Formé juicio de que era verdad lo que los niños decían
casi inmediatamente… Sí, lo creí pronto”. Más tarde confesó, “Pensaba que los niños no tenían instrucción ninguna. Si
no les hubiera auxiliado la Santa Providencia, ellos no hubieran afirmado eso.
¿Mentir los niños?... ¡Ay, Jesús, Francisco, y más Jacinta, nunca se avenían a
ello!” Cuando más tarde el Obispo de Leiria publicó su decisión
oficial sobre el asunto, no haría más que desarrollar los mismos argumentos
avanzados por Tío Marto mientras comía su cazuela de coles. Finalmente, todos
se acostaron, teniendo el consejo del padre de que deberían encomendarlo a las
manos de Dios.
Despuntó el nuevo día y la madre de Jacinta contó a las vecinas, tomándolo
a broma, las confidencias de su hija. El hecho era tan sensacional, que pronto
fue corriendo de boca en boca por todo Aljustrel,
llegando también a los oídos de la familia de Lucía.
María
de los Ángeles fue la primera en oír las noticias. “Lucía”, dijo a su hermanita, “he oído decir que
habéis visto a Nuestra Señora en Cova da Iría. ¿Es verdad?”
¿“Quién te lo ha dicho”? Lucía
estaba tan espantada de lo que las noticias habían soltado. Después de
detenerse un poco a pensar, tartamudeó, “Y ¡tanto
como yo le supliqué que no lo dijera a nadie”!
“¿Por qué”?
“Porque no sé si era Nuestra Señora. Era una mujercita
muy bonita”.
“Y ¿qué es lo que os ha dicho esa mujercita”?
“Que quería que
fuésemos seis meses seguidos a Cova da Iría y que después nos diría Quién era y
lo que quería”.
“¿No le preguntaste Quién era”?
“Le pregunté de dónde
era y Ella entonces me dijo así: ‘Soy del Cielo’”.
Lucía
se quedó callada. Parecía que no quería decir más; pero María de los Ángeles tanto la apremió
que se lo contó todo.
Lucía
se puso muy triste. Llegó entonces Francisco
y confirmó la sospecha de Lucía
de que fue Jacinta quien se había
sido la de la lengua-ligera. Inicialmente la señora María Rosa se río de todo aquello. Pero cuando su hija más vieja le
dijo lo que Lucía había contado,
cayó en la cuenta de que algo serio estaba sucediendo. Llamando a Lucía en seguida, le hizo repetir toda
la historia. ¡El rumor estaba cierto! Desde entonces una terrible duda comenzó
a atormentar a la señora María Rosa,
duda que muy pronto había de cambiarse en certeza: ¡Su hija se había vuelto mentirosa!
La tarde del día catorce, los pastorcitos, como de costumbre,
salieron con sus rebaños. Lucía,
asustada por la incredulidad de su madre, se mantenía silenciosa. Jacinta, a su vez, estaba también
pensativa, avergonzada por haber roto su promesa a Lucía. La alegría que la Visión les había causado estaba recibiendo
un rudo golpe por la irrisión e incredulidad ante su sincera descripción de
Ella. Finalmente, llegados a Cova da
Iría, Jacinta se sentó en una piedra, callada y muy triste. A Lucía le daba pena esta desacostumbrada
actitud de su prima y por eso se acercó a ella y le dijo con una sonrisa
forzada,
“Jacinta, vamos a jugar”.
“Hoy no quiero jugar”.
“¿Por qué”?
“Porque estoy pensando que
la Señora nos dijo que recemos el Rosario y hagamos sacrificios por la
conversión de los pecadores. Ahora, cuando recemos el Rosario, tenemos que
rezar todas las palabras del Ave María y del Padre Nuestro”.
“Sí”, Lucía acordó, “Y los sacrificios ¿cómo los haremos”?
“Podemos dar nuestro almuerzo a las ovejas”, sugirió
Francisco.
La
propuesta fue aceptada. Y al mediodía, aunque era difícil, los niños con el
estómago ya deseoso de comida, regalaron a las ovejas el pan y queso que sus
madres les habían preparado. Como pasaban los días, pensaron que, en vez de dar
las meriendas a las ovejas, sería más del agrado de Nuestra Señora remediar el hambre de unos niños pobres. Cuando al
cabo del día el hambre se hacía sentir aún más, Francisco se subía a coger
bellotas a las encinas, a pesar de estar verdes. Pero para Jacinta, esto no era un sacrificio suficiente. Pensaba que sería
mejor comer cardos porque eran más amargos.
“Y aquella primera tarde”, recuerda
Lucía, “saboreamos
ese delicioso manjar. Otras veces nuestro sustento era piñones, raíces de
campanillas (florecitas amarillas que tienen en la raíz una bolita del tamaño
de la aceituna), moras, champiñones y unas cosas que cogíamos en las raíces de
los pinos y no me acuerdo cómo se llaman, o fruta si había cerca en alguna
propiedad perteneciente a nuestros padres”.
Aquellos días les costaba pasar más que los
otros porque faltaban los cánticos y el ánimo despreocupado que hasta entonces
les aligeraba las horas. Los sufrimientos mayores, sin embargo, les vendrían de
parte de sus propias familias. A Lucía,
sobre todo, le esperaba un verdadero martirio. Vecinos y amigas, madre y
hermanas, todo contribuía a martirizarla. El único que no se preocupaba de ello
era el padre. Encogiéndose de hombros lo llamó apenas “historias de mujeres”. No obstante, aunque él fuese indiferente, la
madre de Lucía se preocupaba mucho
sobre el asunto. “Qué lejos estaba de pensar lo que me esperaba. Aún me faltaba esto para
lo que me queda de vida”, decía ella, “Yo que siempre he andado con el cuidado de que
no me dijesen mentiras, ahora me viene aquella, con una de éstas”.
Y la señora María Rosa no se contentaba apenas con lamentos; llegaba a las
obras para intentar detener este mal comportamiento de su hija. “Un día”, nos dice
Lucía, “antes
de salir con el rebaño quiso obligarme a confesar que había mentido. No
perdonó, para ello, cariños, amenazas, ni siquiera la escoba. No obtuvo otra
respuesta que un mudo silencio, o la confirmación de lo que ya había dicho. Me
mandó sacar el rebaño y que pensase bien durante el día, que, si nunca había
consentido una mentira en sus hijos, mucho menos consentiría una de esa
especie; que a la noche me obligaría a ir donde las personas a quienes había
engañado a pedirles perdón después de confesar que había mentido. Y me fui con
mis ovejitas. Aquel día me esperaban ya mis compañeros y al verme llorar,
corrieron a preguntarme la causa. Les conté lo que había pasado y añadí: “Ahora
decidme qué voy hacer. Mi madre quiere a todo trance que diga que he mentido: y
¿cómo lo he de decir?”
Entonces
Francisco dijo a Jacinta: “Ves, tú tienes la culpa, ¿para qué lo dijiste?
Jacinta,
llorando, se puso de rodillas con las manos en alto, y pidió perdón. “He hecho mal,”
decía, “pero ya nunca más he de decir nada a
nadie”.
Al atardecer, la madre de Lucía, viéndose incapaz de arrancar de labios de la hija
la tan deseada confesión, resolvió llevarla al Párroco. “En cuanto llegues allí”, dijo a Lucía con aspecto amenazador, “te pones de rodillas y le dices que has
mentido y le pides perdón ¿has oído? Dale las vueltas que quieras; o desengañas
a la gente, confesando que has mentido, o te encierro en un cuarto donde no
puedas ver la luz del sol. Siempre conseguí que mis hijos dijesen la verdad y
ahora ¿he de dejar pasar una cosa de éstas en la más pequeña? ¡Todavía si fuese
una cosa de poca importancia!” Pero ¿cómo
podría decir la niña que no había visto lo que en verdad vio? Se estaban
verificando al pie de la letra las palabras de la Señora: “Tendréis que sufrir mucho, pero la gracia de Dios os
confortará”.