Una narración completa de las Apariciones de Fátima.
Contada por el Padre
John de Marchi, I.M.C.
Capítulo VII: Cuarta aparición
El Alcalde
La aldea de Fátima pertenece al distrito de Ourém. En los tiempos de las apariciones el Administrador del
distrito, o sea, el Alcalde, era Arturo
de Oliveira Santos, un hombre de enorme poder político. Todo el poder
administrativo, político y hasta a veces el judicial estaba concentrado en sus
manos. Aunque era un hombre de pocos estudios – su profesión era la de latero – se había ocupado en la política
desde su juventud. Un católico bautizado, había abandonado la Iglesia y cuando
tenía solamente veintiséis años de edad, se inscribió en la logia masónica de Leiría. Más tarde
fundó una logia en Ourém, de la que
era presidente. Lo que aumentaba su poder era el periódico local que publicaba
con el que se proponía socavar la fe del pueblo cuanto a la Iglesia y los
sacerdotes.
Cuando se enteró de las apariciones de Fátima, se dio cuenta de los efectos
que podrían producir en el pueblo. Cayó en la cuenta también de que si dejaba
que la Iglesia en su distrito resucitara a una nueva vida, sería la burla de
sus amigos y hermanos masónicos. Confiaba en el espíritu del pueblo encogido de
miedo y en su inmenso poder para destruir desde el inicio esta nueva manía
religiosa.
Aunque no había en todo el distrito quien no
se encogiese de miedo al presentarse ante este todopoderoso alcalde, había, no
obstante, alguien que, cuando el bien de sus hijos y el bien de la Iglesia se
veían amenazados, no tenía miedo. Comparecería audazmente ante cualquier hombre
en favor de la verdad y de la justicia. Ese hombre era el padre de Jacinta y de Francisco.
“Mi cuñado Antonio
había recibido la misma orden que yo de presentarse con Lucía en el Alcaldía de
Vila Nova de Ourém el día 11 de agosto, al mediodía”, relataba
Tío Marto, “Padre e hija se presentaron en mi casa muy de mañana.
Habiendo terminado mi desayuno, entra Lucía y me pregunta: ‘Jacinta y Francisco ¿no van’”?
¿“Que van a hacer allá
unas criaturas de esa edad? Tío Marto replicó. “Voy yo y
respondo por ellas”.
Lucía
corrió al cuarto de Jacinta para
informar a su prima sobre la orden que habían recibido y cómo temía que la
matasen. “Si
te matan diles que yo y Francisco somos como tú y que también queremos morir,” –
exclamó Jacinta.
Lucía y su padre se
apresuraron y no esperaron a Tío Marto.
Señor dos Santos iba muy de prisa no
queriendo arriesgarse a llegar tarde y provocar la ira del Alcalde. Lucía iba
montada en una burra, y durante el viaje pensaba en cuán diferente era su padre
comparado con Tío Marto y sus otros
tíos. “Se
exponen al peligro para defender a sus hijos pero mis padres me entregan con la
más grande indiferencia y que me puedan hacer a mí cualquier cosa que quieran.
¡Pero paciencia!” se consolaba a sí misma Lucía, “Me espera tener que sufrir más por Vuestro amor, Dios mío, y
es por la conversión de los pecadores”.
Tío Marto fue solo a la
Alcaldía. Cuando llegó allá, encontró a Lucía
y su padre esperando en la plaza delante del edificio. ¿“Qué? ¿Está todo hecho ya”? – les
indagó, pensando que habían terminado su audiencia con el Alcalde.
“No. Estaba la puerta cerrada y no había allí nadie”. Pasó algún tiempo hasta que se dieron cuenta que
se habían equivocado sobre el edificio que era. Llegaron por fin a la presencia del Alcalde.
¿“Y el pequeño”? –
gritó en seguida a Tío Marto.
¿“Qué pequeño”? –
le dijo Tío Marto. Continúa contándonos lo que sucedió. “Él no sabía
que los niños eran tres, y como me mandó llevar uno, deduje que no sabía cuál
quería.
‘Señor Alcalde – le dije – son tres leguas
las que hay de aquí a nuestro pueblo, que los niños no pueden andarlas, y en
caballería no van seguros ni en una burra, por falta de costumbre (Lucía
había caído de la burra tres veces durante el viaje). Y
aún tenía ganas de haberle dicho más: ¡Dos niños de aquel tamaño en un
tribunal!
“Se molestó, no obstante, y me echó una buena filípica. Pero me
contuve. Y comenzó a preguntar a Lucía, pretendiendo arrancarle el secreto.
Pero ella, en este particular, como siempre, ni una palabra. Sin más se dirige
al padre: ‘En Fátima ¿dan Ustedes fe a estas cosas’”?
“No señor. No son más que historias de mujeres”. Y después el Alcalde se dirigió a mí para ver lo que diría yo.
“A sus órdenes. ¡Debo decirle que mis hijos dicen las mismas
cosas que yo”!
A lo que replicó molesto: “Entonces ¿Usted está
en que es verdad”?
“Sí, señor, doy fe a lo que ellos dicen”. Todos se reían a costa
mía. Más yo por nada me incomodé. Y entonces el Alcalde despidió a Lucía, a la
vez amenazándole con que la iba a mandar matar si no le manifestaba el secreto.
Así
terminó la entrevista y partieron para casa.
Tío
Marto pensó que había concluido el asunto con el Alcalde. Pero no fue tan fácil como
eso. El Alcalde apenas había
iniciado la ejecución de sus planes. Estaba llegando la fecha para la próxima
aparición y este todopoderoso funcionario resolvió impedirla a toda costa.
“La mañana del día 13 de agosto –
Tio Marto recordó – apenas había dado las primeras azadonadas en mi tierra,
cuando me fueron a llamar para que me presentara inmediatamente en casa. Al
entrar vi que había allí mucha gente, pero eso ya no debía extrañarme. Lo que
me extraño fue, al ir a la cocina ver a mi mujer allá sentada y como abatida.
No me dijo una palabra, pero hizo un gesto indicándome que fuese al vestíbulo.
Yo le respondí en alta voz: - ‘Tanta prisa! ¡Ya voy’! Y ella continuaba
indicándome las cosas por señas. Secando aún las manos, entré en la sala y ¡di
de sopetón con el Alcalde! ¿‘Cómo por acá, señor Alcalde’? – dije.
“‘Ya ve, también yo quiero ir a ver el milagro’.
‘Mi corazón me advirtió que algo iba mal’.
“Vamos todos allá –
dijo él – yo llevo a los niños en el carricoche…Ver para
creer, como dijo San Tomás. Pero él estaba nervioso. Miraba a todas partes y
decía: ¿“Los niños? ¿No aparecen? Se va a hacer
tarde. ¡Es mejor ir a llamarlos”!
“No hace falta que nadie los avise; ya saben cuándo han de traer
el ganado y prepararse para ir. Llegaron los tres, casi en seguida, y el
Alcalde comenzó a instarles a ir en su carricoche. Los pequeños se empeñaron en
que no hacía falta.
Pero él insistía: “‘Es mejor, así
llegamos en un instante y nadie nos molestará por el camino’.
“‘Pues entonces vayan andando a Fátima’, se rindió él, ‘y paren en la casa del
señor Cura, que quiero hacerles allá unas preguntas’. Apenas llegamos a la casa del señor Cura, desde el balcón el
Alcalde gritó: ¡‘Qué venga la primera’!
¿“‘La primera? ¿Cuál’? – repliqué. Yo estaba muy afligido, presintiendo algo que al final resultó cierto.
Continuó él con arrogancia: ¡“‘Lucía’!
“‘Vete allá, Lucía’ – le dije”. Tío
Marto recordaría ese día con precisión.
El
Párroco les esperaba en su oficina. Había cambiado de idea cuanto a las
apariciones. Ahora las consideró no obra de demonio sino puras invenciones. Se
enfrentaría con Lucía, asegurándose
que el Alcalde se daría cuenta que
no tenía ninguna responsabilidad en los acontecimientos.
¿“Quién es el que te ha enseñado a decir las cosas que
andas diciendo por ahí”?
“La Señora que he visto en Cova da Iría”.
“El que se dedica a
esparcir tales mentiras, que tanto daño hacen, como la mentira que vosotros
habéis dicho, será juzgado e irá al Infierno si no se desdice; mayormente
trayendo como traéis a tanta gente engañada”.
“Si quién miente va al Infierno”, contestó
la niñita, “entonces yo no voy al
Infierno, porque no miento; digo sólo lo que he visto y lo que la Señora me ha
dicho. En cuanto a la gente que allí va, sólo va porque quiere, que nosotros a
nadie llamamos”.
¿“Es verdad que aquella
Señora os ha confiado un secreto”?
“Sí, pero no lo puedo decir. Si Vuestra
Reverencia quiere saberlo, se lo pediré a la Señora y, si me da su permiso, se
lo digo”.
El Alcalde
les interrumpió porque sus planes se estropearían si a Lucía le permitiese volver a la Cova da Iría para pedir permiso de comunicar el secreto al Párroco.
“Esos son
cosas sobrenaturales. Sigamos adelante” – dijo con firmeza.
“Todo era un embrollo,
una maldad completa por parte del Alcalde” –
continuó Tío Marto. “Aquello sólo fue un golpe de efecto, porque cuando les
llegó a los míos la vez para ser interrogados, dijo: ‘No, no hace falta más. Pueden irse tranquilamente, o
mejor, vámonos todos porque se hace tarde’.
“Los niños comenzaron a
bajar, y el carro, sin darme yo cuenta, había sido ya colocado al final de la
escalera” –
relató el señor Marto.
“Aquello estaba
perfectamente preparado, y el Alcalde en un instante consiguió que entrasen al
carricoche. A Francisco lo pusieron delante y a las dos niñas atrás. Aquello
estaba tan preparado que era como un juego de niños. El caballo echó a correr,
caminando en dirección a Fátima un trozo de recorrido. Yo me tranquilicé algún
tanto, pero en un recodo del camino giró en contrario, dio un látigo y partió
el caballo como un rayo en dirección opuesta. Estaba muy bien estudiado y muy
bien ejecutado. Nada podía hacerse ahora.”
En el carro, Lucía levantó la voz la
primera, aunque encogidamente, “por aquí no se va a Cova da Iría”. El Alcalde procuró
tranquilizar a los niños diciéndoles que irían primero a Ourém a hablar con el señor
Cura de allá. En el camino hubo quien, reconociendo el carricoche del Alcalde y los pasajeros que llevaba, lo
apedreó. El Alcalde envolvió
rápidamente a los niños en una manta. Una vez llegado triunfante a su casa, los
sacó del carricoche y los empujó dentro de la casa, encerrándolos en un cuarto.
Les avisó: “No saldréis de allí sino después de
revelar el secreto”. No le contestaron ni una palabra.
“Si nos matan –consolaba
Jacinta a los otros dos cuando estuvieron aparte – es lo mismo, vamos derechitos al Cielo”.
En lugar de presentarse el verdugo, cuchillo
en mano, apareció ante ellos una bondadosa señora, la esposa del Alcalde, que los vino a buscar para servirles un buen
almuerzo, dejándoles en seguida jugar con sus propios hijos. También les
ofreció unos libros para que se entretuvieran con los grabados.
El “Truco”
Mientras tanto se había esparcido a lo largo
de la aldea rumores de que era el demonio el que se aparecería esta vez en Cova da Iría, para abrir sus fauces y
tragarlos a todos reunidos allá. Sin embargo, a pesar del rumor, mucha gente
viajó al lugar santo. María da Capelinha
estaba entre ellos.
Presencia
lo que sucedió en la cualidad de testigo ocular:
“Yo no tenía mucho miedo. Cosa mala no es, porque aquí se reza
mucho. Nuestra Señora me guíe según la divina voluntad. Si el mes de julio hubo
mucha gente, esta vez aún había mucha más.
“Serían las once cuando llegó María de los Ángeles, hermana de
Lucía, con velas para encender cuando Nuestra Señora se apareciese. En torno a
la encina se rezaba, se cantaban cánticos de Iglesia, pero los niños tardaban y
la gente comenzaba a impacientarse. Cuando llegó alguien diciendo que el
Alcalde había robado a los niños, se levantó un tumulto tal, que no sé en qué
hubiera acabado aquello si no se hubiera oído de repente un trueno. Algunos
pensaban que el trueno venía del camino, otros de la encina; pero me parecía a
mí que venía de lejos. Todo el mundo se asustó y algunos comenzaron a gritar
que iban a morirse. Por supuesto, nadie se murió.
“El trueno siguió al relámpago, y luego comenzamos todos a notar
una nubecilla, muy linda, muy blanquita, muy ligera, que se detuvo unos
momentos sobre la encina, subiendo después para el cielo y desapareciendo en el
aire. Mirando entonces en torno nuestro, observamos aquella cosa extraña que ya
otra vez habíamos visto y que habíamos de volver a ver los meses siguientes. El
rostro de la gente brillaba con todos los colores del arco iris: rosa, bermejo,
azul. Los árboles parecían no tener ramas, ni hojas, sino sólo flores; todos
aparecían cargaditos de flores; cada hoja parecía una flor. El suelo estaba
todo él en cuadritos, cada uno de diferente color. Nuestros vestidos eran
también del color del arco iris. Las dos lámparas, colocadas en el arco,
parecían de oro.
“Luego que desaparecieron las señales, la gente parecía darse
cuenta que Nuestra Señora había venido, pero no encontrando a los niños, volvió
al Cielo. Pensaron que Nuestra Señora debía haberse decepcionado y por eso
estaban extremamente desconcertados. El resentimiento creció en sus corazones.
Tomaron el camino de Fátima gritando contra el Alcalde, contra el señor Cura,
contra todos los que pensaban que tenían parte en la prisión de los niños”.
Todo había sido tan hermoso, pero el
sentimiento de frustración, por no tener presente a los niños durante la
aparición, provocó la ira de la muchedumbre y gritaron, “Vamos a Vila Nova de Ourém a protestar. Vamos a arrasar todo aquello.
Vamos a habérnoslas con el Cura porque también es culpable. Vamos a arreglarle
las cuentas al Regidor”.
Tío
Marto, mientras tanto, había ido a Cova
da Iría, y cuando este griterío de la gente hubo crecido cada vez más
fuerte, aunque él también consideraba culpables a ambos el Párroco y el Administrador, se sentía movido a interponerse contra
el tumulto.
“Calma muchachos, ¡no
se haga mal a nadie”! –
gritó con todas sus fuerzas. “El que merece castigo lo recibirá; ¡Todo
esto es por el poder de lo Alto”!
De verdad, el poder de lo Alto también
intervino para preservar a Su Madre
el nombre de Fátima graciable y sin
mancha por los siglos de los siglos, como se atestigua en la carta que el
Párroco escribió a los periódicos al día siguiente. Se publicó algunos días después.
“El rumor de que fui
cómplice en el brusco rapto de los niños…vengo a rechazar tan injusta como
insidiosa calumnia…El Alcalde no me había confiado sus secretas intenciones…
“Y si fue providencial – como lo fue – que la
autoridad llevara furtivamente, y sin posibilidad de resistencia, a los niños,
no fue menos providencial la pacificación de los ánimos, excitados por el
diabólico rumor; de otra suerte esta feligresía tendría hoy que lamentar la
muerte de su Párroco como cómplice. Pero esta vez la celada del demonio no
logró herir de muerte, debido ciertamente a la Santísima Virgen…
“La autoridad quería que los niños descubrieran un secreto que a
nadie habían revelado...No fueron necesarios los niños, dicen millares de
testigos, para que la Reina de los Ángeles revelase Su poder. Esas mismas
personas van a dar testimonio de los hechos extraordinarios y de los fenómenos
de que dieron fe y más arraigaron su creencia…La Virgen María no necesita de la
presencia del Párroco para mostrar su bondad. He aquí el verdadero motivo de mi
ausencia y aparente indiferencia en tan sublime y maravilloso asunto…
La ordalía
Los
pastorcitos pasaron la noche del día
13 en soledad y oración, rogando a Nuestra
Señora que les concediese la fortaleza de ser siempre fieles para con Ella.
Cuando hubo amanecido, fueron llevados a la Alcaldía donde fueron sometidos a
un interrogatorio implacable. La primera inquisidora fue una vieja que puso en
juego toda clase de diligencias para averiguar el secreto. Después el Alcalde intentó sobornarlos, pero ni
las relucientes monedas de oro, ni toda especie de promesas y amenazas de
castigo consiguieron que los pastorcitos se rindiesen. Siguieron con este
tratamiento la mañana entera, cesando apenas para almorzar. Fueron sometidos al
mismo interrogatorio agobiante e inhumano toda la tarde, también. Finalmente,
el Alcalde dijo que se los dejaría
detenidos en la cárcel y después los lanzaría dentro de un caldero de aceite
hirviendo.
Cuando llegaron a la cárcel, las lágrimas
eran abundantes en los ojos de la pobrecita Jacintica. Lucía y Francisco trataron de consolarla.
¿“Por qué lloras Jacinta”? –
preguntaba Lucía.
“Porque vamos a morir sin volver a ver a
nuestros padres. Ni los tuyos, ni los míos han venido a vernos. ¡Nunca se han
portado así! ¡Yo querría, por lo menos, ver a mi madre”!
“No llores, Jacinta – Francisco acariciaba a su hermanita
–
ofreceremos este sacrificio por la conversión
de los pecadores”. Y
los tres, levantando sus manecitas, repetían una vez más: ¡“Oh Jesús todo esto es por vuestro amor y por la conversión de
los pecadores”!
Jacinta,
sin olvidar ninguna de las intenciones recomendadas por la Santísima Virgen,
añadía: “Y también por el Santo
Padre y en reparación de las ofensas cometidas contra el Inmaculado Corazón de
María”.
Había en aquel entonces muchos hombres
encarcelados en la misma prisión y no había allí corazón por empedernido que
fuera, a quien no lograse conmover esta escena de los tres niñitos. Cada uno de
los presos se les acercó, y, condolidos, miraban el modo de poder consolarles o
hacerles desistir de su propósito de guardar el secreto.
“Pero
decid al Alcalde ese secreto. ¿Qué os importa”?
¡“Eso no! –
dijo Jacinta – ¡Antes queremos morir”!
Los niños no parecían sentirse molestos, en
lo más mínimo, por estar encarcelados. Pero Jacinta, que tenía 7 años,
no se conformaba con la idea de morir sin volver a ver a su madre. Para
distraerla los presos comenzaron a cantar y a bailar con la música de un
acordeón. Intentaron conseguir que los niños bailasen también, y un hombre muy
alto cogió a Jacinta en los brazos
danzando con ella al cuello. Jacinta se
acordó de Nuestra Señora; no era el
baile la preparación propia para el Cielo. Entonces Jacinta hizo al preso dejarla en el suelo, sacó la medalla del cuello,
y pidió el hombre que la sujetase en un clavo que había en la pared. Se
arrodilló con Francisco y Lucía y
comenzaron a rezar el Rosario.
Desconcertados y avergonzados, se arrodillaron también los presos. Como uno
estuviese con la cabeza aún cubierta, Francisco
se levantó, fue a él y le dijo: “Cuando se reza no se
puede estar cubierto”. El hombre arrojó el sombrero al
suelo, pero Francisco se lo cogió y
lo puso en un banco.
Dentro de poco, oyeron pisadas fuera. Entró
un guardia y mandó a los niños: “Venid
conmigo”.
Otra vez fueron llevados a la Alcaldía y
sujetos a un interrogatorio agonizante. A
Jacinta se la llamó primero. “El aceite está hirviendo. Di el secreto ¡De lo
contrario”! Jacinta, como
Nuestro Señor ante los jueces, quedó callada.
¡“Vaya –
ordena el inquisidor – llévenla y échenla en el
caldero! Entró
un guardia, la cogió de un brazo, la giró bruscamente en dirección opuesta y la
encerró en otro cuarto.
Fuera
de la oficina del Alcalde, esperando su turno, Francisco se confió a Lucía: “Si nos matan, de aquí a nada estamos en el Cielo. Ninguna otra
cosa nos importa. ¡Quiera Dios que Jacinta no tenga miedo! Debo rezar un Ave
María por ella”. Se
quitó el sombrero y se puso a rezar.
El guardia, extrañándose de tal actitud, le
preguntó: ¿“Qué estás haciendo”?
“Estoy rezando un Ave María para que Jacinta
no tenga miedo”.
El otro guardia volvió, y condujo a
Francisco a la oficina del Alcalde. Agarrando
al niño, gritó: ¿¡“Qué es el secreto?! Aquella ya está frita. Ahora vamos
contigo. Anda, echa fuera el secreto”.
“No puedo”, respondió, levantando su cándida mirada al
nuevo Nerón. “Señor Alcalde; no puedo
decírselo a nadie”.
“No puedes? Se acabó
contigo. Llévalo. Que corra la misma suerte que la hermana”. Se
lo llevaron al cuarto de al lado donde encontró a la hermanita sana y salva,
toda sonriente.
Lucía
estaba convencida de que los habían matado y pensando que sería ella la
próxima en ser echada en la caldera de aceite hirviendo, se encomendaba a su
celestial Protectora para que no la desamparase y que le concediese el ánimo de
ser fiel y valiente, lo mismo como lo habían sido Francisco y Jacinta.
Aunque Lucía
reveló al Alcalde los mismos
detalles de lo que sucedió en las visiones, tal y como había dicho a sus padres
y al Párroco, guardó en sigilo la parte
secreta. Había sido una promesa solemne hecha a Nuestra Señora y preferiría morir antes que romperla. El Alcalde aún estaba insatisfecho y quiso
saber el secreto. Después de su interrogatorio, Lucía fue encerrada también en el cuarto donde los otros dos se
encontraban y muy felices estaban los tres, por su fidelidad inquebrantable a Nuestra Señora.
El Alcalde aún no se dio por
vencido. De nuevo apareció el guardia delante de los niños y les dijo que no
tardaría mucho en que fuesen arrojados todos en el caldero hirviente. La idea
de ser habilitados a morir juntos por Nuestra
Señora les puso cada vez más alegres. El
Alcalde finalmente admitió, después de otros interrogatorios
inconcluyentes, que nada podría lograr y temiendo lo que tal vez haría la gente
enfurecida, él mismo llevó a los niños en su carricoche a Fátima, sin darse cuenta de que en la Iglesia se celebraba ese día la
Fiesta de la Asunción.