sábado, 24 de febrero de 2018

“LA VERDADERA HISTORIA DE FÁTIMA”




Una narración completa de las Apariciones de Fátima.

Contada por el Padre  John de Marchi, I.M.C.


Capítulo VII: Cuarta aparición



El Alcalde

   La aldea de Fátima pertenece al distrito de Ourém. En los tiempos de las apariciones el Administrador del distrito, o sea, el Alcalde, era Arturo de Oliveira Santos, un hombre de enorme poder político. Todo el poder administrativo, político y hasta a veces el judicial estaba concentrado en sus manos. Aunque era un hombre de pocos estudios – su profesión era la de latero – se había ocupado en la política desde su juventud. Un católico bautizado, había abandonado la Iglesia y cuando tenía solamente veintiséis años de edad, se inscribió en la logia masónica de Leiría. Más tarde fundó una logia en Ourém, de la que era presidente. Lo que aumentaba su poder era el periódico local que publicaba con el que se proponía socavar la fe del pueblo cuanto a la Iglesia y los sacerdotes.

  Cuando se enteró de las apariciones de Fátima, se dio cuenta de los efectos que podrían producir en el pueblo. Cayó en la cuenta también de que si dejaba que la Iglesia en su distrito resucitara a una nueva vida, sería la burla de sus amigos y hermanos masónicos. Confiaba en el espíritu del pueblo encogido de miedo y en su inmenso poder para destruir desde el inicio esta nueva manía religiosa.

   Aunque no había en todo el distrito quien no se encogiese de miedo al presentarse ante este todopoderoso alcalde, había, no obstante, alguien que, cuando el bien de sus hijos y el bien de la Iglesia se veían amenazados, no tenía miedo. Comparecería audazmente ante cualquier hombre en favor de la verdad y de la justicia. Ese hombre era el padre de Jacinta y de Francisco.

   “Mi cuñado Antonio había recibido la misma orden que yo de presentarse con Lucía en el Alcaldía de Vila Nova de Ourém el día 11 de agosto, al mediodía”, relataba Tío Marto, “Padre e hija se presentaron en mi casa muy de mañana. Habiendo terminado mi desayuno, entra Lucía y me pregunta: ‘Jacinta y Francisco ¿no van’”?

   ¿“Que van a hacer allá unas criaturas de esa edad? Tío Marto replicó. “Voy yo y respondo por ellas”.

   Lucía corrió al cuarto de Jacinta para informar a su prima sobre la orden que habían recibido y cómo temía que la matasen. “Si te matan diles que yo y Francisco somos como tú y que también queremos morir,” – exclamó Jacinta.

   Lucía y su padre se apresuraron y no esperaron a Tío Marto. Señor dos Santos iba muy de prisa no queriendo arriesgarse a llegar tarde y provocar la ira del Alcalde. Lucía iba montada en una burra, y durante el viaje pensaba en cuán diferente era su padre comparado con Tío Marto y sus otros tíos. “Se exponen al peligro para defender a sus hijos pero mis padres me entregan con la más grande indiferencia y que me puedan hacer a mí cualquier cosa que quieran. ¡Pero paciencia!” se consolaba a sí misma Lucía, “Me espera tener que sufrir más por Vuestro amor, Dios mío, y es por la conversión de los pecadores”.

   Tío Marto fue solo a la Alcaldía. Cuando llegó allá, encontró a Lucía y su padre esperando en la plaza delante del edificio. ¿“Qué? ¿Está todo hecho ya”? – les indagó, pensando que habían terminado su audiencia con el Alcalde.

   “No. Estaba la puerta cerrada y no había allí nadie”. Pasó algún tiempo hasta que se dieron cuenta que se habían equivocado sobre el edificio que era. Llegaron por fin a la presencia del Alcalde.

  ¿“Y el pequeño”? – gritó en seguida a Tío Marto.
  ¿“Qué pequeño”? – le dijo Tío Marto. Continúa contándonos lo que sucedió. “Él no sabía que los niños eran tres, y como me mandó llevar uno, deduje que no sabía cuál quería.
‘Señor Alcalde – le dije – son tres leguas las que hay de aquí a nuestro pueblo, que los niños no pueden andarlas, y en caballería no van seguros ni en una burra, por falta de costumbre (Lucía había caído de la burra tres veces durante el viaje). Y aún tenía ganas de haberle dicho más: ¡Dos niños de aquel tamaño en un tribunal!
“Se molestó, no obstante, y me echó una buena filípica. Pero me contuve. Y comenzó a preguntar a Lucía, pretendiendo arrancarle el secreto. Pero ella, en este particular, como siempre, ni una palabra. Sin más se dirige al padre: ‘En Fátima ¿dan Ustedes fe a estas cosas’”?
“No señor. No son más que historias de mujeres”. Y después el Alcalde se dirigió a mí para ver lo que diría yo.
“A sus órdenes. ¡Debo decirle que mis hijos dicen las mismas cosas que yo”!
A lo que replicó molesto: “Entonces ¿Usted está en que es verdad”?
“Sí, señor, doy fe a lo que ellos dicen”. Todos se reían a costa mía. Más yo por nada me incomodé. Y entonces el Alcalde despidió a Lucía, a la vez amenazándole con que la iba a mandar matar si no le manifestaba el secreto. 

   Así terminó la entrevista y partieron para casa.

   Tío Marto pensó que había concluido el asunto con el Alcalde. Pero no fue tan fácil como eso. El Alcalde apenas había iniciado la ejecución de sus planes. Estaba llegando la fecha para la próxima aparición y este todopoderoso funcionario resolvió impedirla a toda costa.


“La mañana del día 13 de agosto – Tio Marto recordó – apenas había dado las primeras azadonadas en mi tierra, cuando me fueron a llamar para que me presentara inmediatamente en casa. Al entrar vi que había allí mucha gente, pero eso ya no debía extrañarme. Lo que me extraño fue, al ir a la cocina ver a mi mujer allá sentada y como abatida. No me dijo una palabra, pero hizo un gesto indicándome que fuese al vestíbulo. Yo le respondí en alta voz: - ‘Tanta prisa! ¡Ya voy’! Y ella continuaba indicándome las cosas por señas. Secando aún las manos, entré en la sala y ¡di de sopetón con el Alcalde! ¿‘Cómo por acá, señor Alcalde’? – dije.
“‘Ya ve, también yo quiero ir a ver el milagro’.
‘Mi corazón me advirtió que algo iba mal’.
“Vamos todos allá – dijo él – yo llevo a los niños en el carricoche…Ver para creer, como dijo San Tomás. Pero él estaba nervioso. Miraba a todas partes y decía: ¿“Los niños? ¿No aparecen? Se va a hacer tarde. ¡Es mejor ir a llamarlos”!
“No hace falta que nadie los avise; ya saben cuándo han de traer el ganado y prepararse para ir. Llegaron los tres, casi en seguida, y el Alcalde comenzó a instarles a ir en su carricoche. Los pequeños se empeñaron en que no hacía falta.
Pero él insistía: “‘Es mejor, así llegamos en un instante y nadie nos molestará por el camino’.
“‘Pues entonces vayan andando a Fátima’, se rindió él, ‘y paren en la casa del señor Cura, que quiero hacerles allá unas preguntas’. Apenas llegamos a la casa del señor Cura, desde el balcón el Alcalde gritó: ¡‘Qué venga la primera’!
¿“‘La primera? ¿Cuál’? – repliqué. Yo estaba muy afligido, presintiendo algo que al final resultó cierto.
Continuó él con arrogancia: ¡“‘Lucía’!
“‘Vete allá, Lucía’ – le dije”. Tío Marto recordaría ese día con precisión.

   El Párroco les esperaba en su oficina. Había cambiado de idea cuanto a las apariciones. Ahora las consideró no obra de demonio sino puras invenciones. Se enfrentaría con Lucía, asegurándose que el Alcalde se daría cuenta que no tenía ninguna responsabilidad en los acontecimientos. 

    ¿“Quién es el que te ha enseñado a decir las cosas que andas diciendo por ahí”?
   “La Señora que he visto en Cova da Iría”.
   “El que se dedica a esparcir tales mentiras, que tanto daño hacen, como la mentira que vosotros habéis dicho, será juzgado e irá al Infierno si no se desdice; mayormente trayendo como traéis a tanta gente engañada”.
   “Si quién miente va al Infierno”, contestó la niñita, “entonces yo no voy al Infierno, porque no miento; digo sólo lo que he visto y lo que la Señora me ha dicho. En cuanto a la gente que allí va, sólo va porque quiere, que nosotros a nadie llamamos”.
   ¿“Es verdad que aquella Señora os ha confiado un secreto”?
   “Sí, pero no lo puedo decir. Si Vuestra Reverencia quiere saberlo, se lo pediré a la Señora y, si me da su permiso, se lo digo”.
   El Alcalde les interrumpió porque sus planes se estropearían si a Lucía le permitiese volver a la Cova da Iría para pedir permiso de comunicar el secreto al Párroco. “Esos son cosas sobrenaturales. Sigamos adelante” – dijo con firmeza.

   “Todo era un embrollo, una maldad completa por parte del Alcalde” – continuó Tío Marto. “Aquello sólo fue un golpe de efecto, porque cuando les llegó a los míos la vez para ser interrogados, dijo: ‘No, no hace falta más. Pueden irse tranquilamente, o mejor, vámonos todos porque se hace tarde’. 

   “Los niños comenzaron a bajar, y el carro, sin darme yo cuenta, había sido ya colocado al final de la escalera” – relató el señor Marto.

   “Aquello estaba perfectamente preparado, y el Alcalde en un instante consiguió que entrasen al carricoche. A Francisco lo pusieron delante y a las dos niñas atrás. Aquello estaba tan preparado que era como un juego de niños. El caballo echó a correr, caminando en dirección a Fátima un trozo de recorrido. Yo me tranquilicé algún tanto, pero en un recodo del camino giró en contrario, dio un látigo y partió el caballo como un rayo en dirección opuesta. Estaba muy bien estudiado y muy bien ejecutado. Nada podía hacerse ahora.”

   En el carro, Lucía levantó la voz la primera, aunque encogidamente, “por aquí no se va a Cova da Iría”. El Alcalde procuró tranquilizar a los niños diciéndoles que irían primero a Ourém a hablar con el señor Cura de allá. En el camino hubo quien, reconociendo el carricoche del Alcalde y los pasajeros que llevaba, lo apedreó. El Alcalde envolvió rápidamente a los niños en una manta. Una vez llegado triunfante a su casa, los sacó del carricoche y los empujó dentro de la casa, encerrándolos en un cuarto. Les avisó: “No saldréis de allí sino después de revelar el secreto”. No le contestaron ni una palabra.

   “Si nos matan –consolaba Jacinta a los otros dos cuando estuvieron aparte – es lo mismo, vamos derechitos al Cielo”.

   En lugar de presentarse el verdugo, cuchillo en mano, apareció ante ellos una bondadosa señora, la esposa del Alcalde, que los vino a buscar para servirles un buen almuerzo, dejándoles en seguida jugar con sus propios hijos. También les ofreció unos libros para que se entretuvieran con los grabados.


El “Truco”


   Mientras tanto se había esparcido a lo largo de la aldea rumores de que era el demonio el que se aparecería esta vez en Cova da Iría, para abrir sus fauces y tragarlos a todos reunidos allá. Sin embargo, a pesar del rumor, mucha gente viajó al lugar santo. María da Capelinha estaba entre ellos.
 Presencia lo que sucedió en la cualidad de testigo ocular:

“Yo no tenía mucho miedo. Cosa mala no es, porque aquí se reza mucho. Nuestra Señora me guíe según la divina voluntad. Si el mes de julio hubo mucha gente, esta vez aún había mucha más.
“Serían las once cuando llegó María de los Ángeles, hermana de Lucía, con velas para encender cuando Nuestra Señora se apareciese. En torno a la encina se rezaba, se cantaban cánticos de Iglesia, pero los niños tardaban y la gente comenzaba a impacientarse. Cuando llegó alguien diciendo que el Alcalde había robado a los niños, se levantó un tumulto tal, que no sé en qué hubiera acabado aquello si no se hubiera oído de repente un trueno. Algunos pensaban que el trueno venía del camino, otros de la encina; pero me parecía a mí que venía de lejos. Todo el mundo se asustó y algunos comenzaron a gritar que iban a morirse. Por supuesto, nadie se murió.
“El trueno siguió al relámpago, y luego comenzamos todos a notar una nubecilla, muy linda, muy blanquita, muy ligera, que se detuvo unos momentos sobre la encina, subiendo después para el cielo y desapareciendo en el aire. Mirando entonces en torno nuestro, observamos aquella cosa extraña que ya otra vez habíamos visto y que habíamos de volver a ver los meses siguientes. El rostro de la gente brillaba con todos los colores del arco iris: rosa, bermejo, azul. Los árboles parecían no tener ramas, ni hojas, sino sólo flores; todos aparecían cargaditos de flores; cada hoja parecía una flor. El suelo estaba todo él en cuadritos, cada uno de diferente color. Nuestros vestidos eran también del color del arco iris. Las dos lámparas, colocadas en el arco, parecían de oro.
“Luego que desaparecieron las señales, la gente parecía darse cuenta que Nuestra Señora había venido, pero no encontrando a los niños, volvió al Cielo. Pensaron que Nuestra Señora debía haberse decepcionado y por eso estaban extremamente desconcertados. El resentimiento creció en sus corazones. Tomaron el camino de Fátima gritando contra el Alcalde, contra el señor Cura, contra todos los que pensaban que tenían parte en la prisión de los niños”.

   Todo había sido tan hermoso, pero el sentimiento de frustración, por no tener presente a los niños durante la aparición, provocó la ira de la muchedumbre y gritaron, “Vamos a Vila Nova de Ourém a protestar. Vamos a arrasar todo aquello. Vamos a habérnoslas con el Cura porque también es culpable. Vamos a arreglarle las cuentas al Regidor”.

   Tío Marto, mientras tanto, había ido a Cova da Iría, y cuando este griterío de la gente hubo crecido cada vez más fuerte, aunque él también consideraba culpables a ambos el Párroco y el Administrador, se sentía movido a interponerse contra el tumulto.
   “Calma muchachos, ¡no se haga mal a nadie”! – gritó con todas sus fuerzas. “El que merece castigo lo recibirá; ¡Todo esto es por el poder de lo Alto”!

   De verdad, el poder de lo Alto también intervino para preservar a Su Madre el nombre de Fátima graciable y sin mancha por los siglos de los siglos, como se atestigua en la carta que el Párroco escribió a los periódicos al día siguiente. Se publicó algunos días después.

   “El rumor de que fui cómplice en el brusco rapto de los niños…vengo a rechazar tan injusta como insidiosa calumnia…El Alcalde no me había confiado sus secretas intenciones…
“Y si fue providencial – como lo fue – que la autoridad llevara furtivamente, y sin posibilidad de resistencia, a los niños, no fue menos providencial la pacificación de los ánimos, excitados por el diabólico rumor; de otra suerte esta feligresía tendría hoy que lamentar la muerte de su Párroco como cómplice. Pero esta vez la celada del demonio no logró herir de muerte, debido ciertamente a la Santísima Virgen…
“La autoridad quería que los niños descubrieran un secreto que a nadie habían revelado...No fueron necesarios los niños, dicen millares de testigos, para que la Reina de los Ángeles revelase Su poder. Esas mismas personas van a dar testimonio de los hechos extraordinarios y de los fenómenos de que dieron fe y más arraigaron su creencia…La Virgen María no necesita de la presencia del Párroco para mostrar su bondad. He aquí el verdadero motivo de mi ausencia y aparente indiferencia en tan sublime y maravilloso asunto…


La ordalía


   Los pastorcitos pasaron la noche del día 13 en soledad y oración, rogando a Nuestra Señora que les concediese la fortaleza de ser siempre fieles para con Ella. Cuando hubo amanecido, fueron llevados a la Alcaldía donde fueron sometidos a un interrogatorio implacable. La primera inquisidora fue una vieja que puso en juego toda clase de diligencias para averiguar el secreto. Después el Alcalde intentó sobornarlos, pero ni las relucientes monedas de oro, ni toda especie de promesas y amenazas de castigo consiguieron que los pastorcitos se rindiesen. Siguieron con este tratamiento la mañana entera, cesando apenas para almorzar. Fueron sometidos al mismo interrogatorio agobiante e inhumano toda la tarde, también. Finalmente, el Alcalde dijo que se los dejaría detenidos en la cárcel y después los lanzaría dentro de un caldero de aceite hirviendo. 

   Cuando llegaron a la cárcel, las lágrimas eran abundantes en los ojos de la pobrecita Jacintica. Lucía y Francisco trataron de consolarla.

   ¿“Por qué lloras Jacinta”? – preguntaba Lucía.

   “Porque vamos a morir sin volver a ver a nuestros padres. Ni los tuyos, ni los míos han venido a vernos. ¡Nunca se han portado así! ¡Yo querría, por lo menos, ver a mi madre”!

   “No llores, Jacinta – Francisco acariciaba a su hermanita – ofreceremos este sacrificio por la conversión de los pecadores”. Y los tres, levantando sus manecitas, repetían una vez más: ¡“Oh Jesús todo esto es por vuestro amor y por la conversión de los pecadores”!

   Jacinta, sin olvidar ninguna de las intenciones recomendadas por la Santísima Virgen, añadía: “Y también por el Santo Padre y en reparación de las ofensas cometidas contra el Inmaculado Corazón de María”.

   Había en aquel entonces muchos hombres encarcelados en la misma prisión y no había allí corazón por empedernido que fuera, a quien no lograse conmover esta escena de los tres niñitos. Cada uno de los presos se les acercó, y, condolidos, miraban el modo de poder consolarles o hacerles desistir de su propósito de guardar el secreto.

   “Pero decid al Alcalde ese secreto. ¿Qué os importa”?
   ¡“Eso no! – dijo Jacinta – ¡Antes queremos morir”!

   Los niños no parecían sentirse molestos, en lo más mínimo, por estar encarcelados. Pero Jacinta, que tenía 7 años, no se conformaba con la idea de morir sin volver a ver a su madre. Para distraerla los presos comenzaron a cantar y a bailar con la música de un acordeón. Intentaron conseguir que los niños bailasen también, y un hombre muy alto cogió a Jacinta en los brazos danzando con ella al cuello. Jacinta se acordó de Nuestra Señora; no era el baile la preparación propia para el Cielo. Entonces Jacinta hizo al preso dejarla en el suelo, sacó la medalla del cuello, y pidió el hombre que la sujetase en un clavo que había en la pared. Se arrodilló con Francisco y Lucía y comenzaron a rezar el Rosario. Desconcertados y avergonzados, se arrodillaron también los presos. Como uno estuviese con la cabeza aún cubierta, Francisco se levantó, fue a él y le dijo: “Cuando se reza no se puede estar cubierto”. El hombre arrojó el sombrero al suelo, pero Francisco se lo cogió y lo puso en un banco.

   Dentro de poco, oyeron pisadas fuera. Entró un guardia y mandó a los niños: “Venid conmigo”.

   Otra vez fueron llevados a la Alcaldía y sujetos a un interrogatorio agonizante. A Jacinta se la llamó primero. “El aceite está hirviendo. Di el secreto ¡De lo contrario”! Jacinta, como Nuestro Señor ante los jueces, quedó callada.

   ¡“Vaya – ordena el inquisidor – llévenla y échenla en el caldero! Entró un guardia, la cogió de un brazo, la giró bruscamente en dirección opuesta y la encerró en otro cuarto.
   Fuera de la oficina del Alcalde, esperando su turno, Francisco se confió a Lucía: “Si nos matan, de aquí a nada estamos en el Cielo. Ninguna otra cosa nos importa. ¡Quiera Dios que Jacinta no tenga miedo! Debo rezar un Ave María por ella”. Se quitó el sombrero y se puso a rezar.

   El guardia, extrañándose de tal actitud, le preguntó: ¿“Qué estás haciendo”?
   “Estoy rezando un Ave María para que Jacinta no tenga miedo”.
   El otro guardia volvió, y condujo a Francisco a la oficina del Alcalde. Agarrando al niño, gritó: ¿¡“Qué es el secreto?! Aquella ya está frita. Ahora vamos contigo. Anda, echa fuera el secreto”.

   “No puedo”, respondió, levantando su cándida mirada al nuevo Nerón. “Señor Alcalde; no puedo decírselo a nadie”.

   “No puedes? Se acabó contigo. Llévalo. Que corra la misma suerte que la hermana”. Se lo llevaron al cuarto de al lado donde encontró a la hermanita sana y salva, toda sonriente.

   Lucía estaba convencida de que los habían matado y pensando que sería ella la próxima en ser echada en la caldera de aceite hirviendo, se encomendaba a su celestial Protectora para que no la desamparase y que le concediese el ánimo de ser fiel y valiente, lo mismo como lo habían sido Francisco y Jacinta.

   Aunque Lucía reveló al Alcalde los mismos detalles de lo que sucedió en las visiones, tal y como había dicho a sus padres y al Párroco, guardó en sigilo la parte secreta. Había sido una promesa solemne hecha a Nuestra Señora y preferiría morir antes que romperla. El Alcalde aún estaba insatisfecho y quiso saber el secreto. Después de su interrogatorio, Lucía fue encerrada también en el cuarto donde los otros dos se encontraban y muy felices estaban los tres, por su fidelidad inquebrantable a Nuestra Señora.

   El Alcalde aún no se dio por vencido. De nuevo apareció el guardia delante de los niños y les dijo que no tardaría mucho en que fuesen arrojados todos en el caldero hirviente. La idea de ser habilitados a morir juntos por Nuestra Señora les puso cada vez más alegres. El Alcalde finalmente admitió, después de otros interrogatorios inconcluyentes, que nada podría lograr y temiendo lo que tal vez haría la gente enfurecida, él mismo llevó a los niños en su carricoche a Fátima, sin darse cuenta de que en la Iglesia se celebraba ese día la Fiesta de la Asunción.

miércoles, 21 de febrero de 2018

SANCTA MARÍA.




SANTA MARÍA.




LETANÍAS Lauretanas:


Dic mihi quo apellaris nomine? Genes. 32.


¿Dime cuál es tu nombre?


Benedictus Dominus, qui hodie Nomen tuum ita magnificavit ut non recedat laus tua de ore hominum.  (Judit 13). 

Bendito sea el Señor que en tal manera ha engrandecido tu nombre en este día, que no se aparte jamás tu alabanza de la boca de los hombres.


CONSIDERACION I


   El nombre de María se representa en varias imágenes por medio de hermosos ramos de oliva: ¿pero por qué con ramos de este árbol? por esto, porque la Sagrada Escritura parece habla del nombre de esta santísima Señora cuando dice: Aceite derramado es tu nombre: y en otra parte: Oliva hermosa llamó el Señor a tu nombre. Es cierto que así como el aceite tiene en sí virtud sanativa y confortativa, así el saludable nombre de María, sana, refuerza y conforta. A más de esto, así como el aceite mezclado con otros licores se sublima sobre ellos, así también el nombre de María, después del divino nombre de Jesús, es el mayor de todos los nombres. Finalmente como el ramo de oliva que trajo en el pico la paloma cuando regresó al arca era señal de paz, así el nombre de María invocado con confianza mitiga la ira de Dios.


CONSIDERACION II.


   Pero del mismo modo que el nombre de María es saludable, así también es terrible, ¿pero a quién? al diablo. Este enemigo implacable de los hombres en escuchando este nombre, suele huir como herido por un rayo, diciendo: ¡Terrible es su nombre! Consta que David escogió cinco piedras para postrar a Goliat; ¿pero qué se denota por estas cinco piedras? Se puede entender muy bien por ellas las cinco letras de que consta el nombre de María, que pronunciado humildemente vence y pone en fuga al infernal Goliat.


CONSIDERACION III.


   Finalmente el nombre de María está también lleno de misterios: derivase con verdad, A MARI, esto es del mar, para significar que María abunda en gracias como el mar de aguas. Además de esto cada una de las cinco letras de este santo nombre, contiene una grande alabanza de la Virgen santísima: conviene a saber: por la letra M se predica María como Madre y medianera de los hombres; por la letra A como abogada de los pecadores; por la R como redentora y refugio de los miserables: por la I como iluminadora de los ciegos, y Jánua Coeli, puerta del cielo; y finalmente por la última letra A como arca de la salud y abismo de misericordia.


ORACIÓN.


¡Oh María! aunque yo no sea digno de pronunciar con mis impuros labios tu santo y venerable nombre, con todo eso, confiado en tu misericordia, lo pronuncio y digo: ¡María! por la invocación de tu santo nombre asísteme en todo peligro de cuerpo y alma, y defiéndeme contra todos mis enemigos visibles e invisibles. Por tanto, ninguna otra cosa deseo y ruego sino que mis últimas voces sean Jesús y María, y para que este mí deseo se verifique, te digo: 


            SANTA MARÍA, RUEGA POR NOSOTROS.


P. FRANCISCO JAVIER DORNN
DEAN Y PREDICADOR DE PRIDBER
(1834).    

  

lunes, 19 de febrero de 2018

“LA VERDADERA HISTORIA DE FÁTIMA”




Una narración completa de las Apariciones de Fátima.

Contada por el Padre  John de Marchi, I.M.C. 



Capítulo V: Tercera Aparición




    La fecha para la próxima aparición se acercaba y una alegría profunda animaba a

Francisco y a Jacinta, pero no así a Lucía. Su corazón estaba lleno de tristeza y pesimismo, hasta tal punto que casi se decidió a no volver más a Cova da Iría. Su madre había repetido tantas veces las palabras del Párroco sobre cómo todo era obra del demonio, que le inquietó. 

   Hablando una vez el Párroco con el señor José Alves, uno de los primeros en dar crédito a las Apariciones, le decía, “Eso es invención del demonio”.

   —“No, señor Cura”, opinó Alves, “en Cova da Iría se reza y el demonio no quiere nada con rezos”.

   —“El demonio va hasta el Comulgatorio”, replicó el sacerdote.

   —“El señor Cura ha estudiado y yo no”. El hombre no discutiría con el Párroco.
   Al anochecer del día 13, Lucía fue junto Jacinta y Francisco y les comunicó su decisión de no ir el próximo día a la Cova. ¡“Nosotros vamos”! le contestaron; “Aquella Señora nos mandó ir allá”.

   —“Yo hablaré con ella” – declaró Jacinta y comenzó a llorar.

   —“Por qué lloras”? – le preguntó Lucía.

   —“Porque tú no quieres venir”.

   —“No, yo no voy; y si la Señora pregunta por mí, le dices que no voy porque tengo miedo que Ella sea el demonio”.

   Y sin más demora, Lucía huyó desconsolada. La gente estaba llegando ya para la aparición del próximo día y quería ocultarse de ellos. Por la noche, pensaba su madre que estaba todo el tiempo divirtiéndose y la reprendió: “Mira aquí a la santita de palo apolillado: todo el tiempo que te sobra de andar con las ovejas lo pasas jugando y de forma que nadie te puede encontrar”.

   Llegó la mañana del día 13 de julio, y Lucía estaba perturbada aún por la misma duda y confusión. Sin embargo, cerca de la hora en que debían partir para Cova da Iría, una fuerza interior que la niña no sabía explicar, la impulsó a ponerse en camino. Su corazón transformado, todos los temores y dudas desaparecieron. Con alegría, pasó por casa de los primos para mirar si aún estaban allí. Estaban todavía allá los dos, arrodillados junto a la cama, deshaciéndose en lágrimas.

   —“Entonces ¿no vais”? – preguntó Lucía.

   —“Sin ti no nos atrevemos a ir” – dijeron. Pero dándose cuenta de que Lucía había cambiado de idea, se pusieron de pie.

   —“Vámonos” – dijeron juntos.

   —“Estaba ya en marcha” – respondió Lucía. Así salieron alegremente, los tres, andando a través de la muchedumbre que llenaba los caminos a la Cova. No pudieron apresurarse, porque muchas personas les detenían, pidiendo a los pastorcitos pedir a Nuestra Señora que les diese amparo especial.

De izquierda a la derecha: Jacinta Marto, Lucía dos Santos, Francisco Marto.

   La madre de Jacinta, viendo que toda la gente iba hacia la Cova, tenía mucho miedo. Fue a la madre de Lucía. “Oh Comadre” – le dijo toda asustada – “vamos también allá nosotras, que ya no volveremos a ver a nuestros hijos. ¡A lo mejor los matan”!

“Déjalo” – respondió María Rosa – “si es cierto que Nuestra Señora se les ha aparecido, Ella se encargará de defenderlos; y si no lo es, entonces no sé lo que puede ocurrir”. Allá fueron las dos madres llevando cada una, escondida, una vela bendita si por acaso hubiese algo malo allá. Cuando llegaron, se ocultaron detrás de unas matas y el corazón les latía temiendo en expectación algún mal venidero.

   El señor Marto, estaba plenamente convencido de la verdad de las Apariciones. Sabía bien que eran falsas las acusaciones hechas contra él, contra los padres de Lucía y contra los sacerdotes. Los niños nunca se acostumbraban a mentir y no recibieron aliento de nadie. El Párroco hasta supuso que las visiones eran obra del demonio. Tío Marto valientemente había determinado seguir a sus hijos a Cova da Iría. “Y, así pensando”, confesó él, “me puse en camino. ¡La gente que para allí iba! Aunque yo no divisaba a los niños, por los indicios de la multitud adivinaba que iban a la cabeza. En cierto sentido me convenía más venir acá detrás; pero cuando llegué allá abajo no me pude contener; lo que quería era estar cerquita de ellos. Pero ¿cómo? No se podía atravesar por ningún lado. ¡Era una gran dificultad! A una de ésas, dos individuos, uno de Rámila y el otro de aquí, de la tierra, de donde fue hasta la autoridad, hicieron un círculo alrededor de los niños, para que estuvieran más desembarazados y, al verme allí, me cogieron de un brazo diciendo: ¡‘Este es el padre! ¡Adentro’! Y vine a quedarme cerquita de mi Jacintica.

   “Lucía arrodillada un poco más adelante, pasaba las cuentas del Rosario y todos respondían en alta voz. Acabado el rezo, se levanta, mira el oriente y grita: ¡‘Descúbranse! ¡Descúbranse, que ya viene Nuestra Señora’! Sí, observé algo así como una nubecilla cenicienta que se detenía sobre la encina. El sol se nubló y comenzó a correr un aire tan fresco que era un consuelo. No parecía que estábamos en pleno verano. La gente estaba tan silenciosa que impresionaba. Entonces comencé a oír un rumor, un zumbido, a modo de un moscardón dentro de un cántaro vacío. Pero palabras, ¡ninguna! Pienso que sería como cuando la gente habla al teléfono ¡Que yo nunca he hablado! Todo ello fue para mí una estupenda prueba del milagro”.

   Muchos años después, Lucía proporcionó los detalles de esta aparición extraordinaria. Con una ternura infinita, como la de una madre que se inclina sobre el niñito enfermo, deseando fortalecer y consolar a los niños sobre la autenticidad de las apariciones, la linda Señora sumergió a los tres en su luz inmensa y fijó en Lucía su amorosa mirada. La niña, por la alegría, no podía hablar. Fue Jacinta a despertarla de aquel arrobamiento, que le dijo: ¡“Anda! ¡Háblale! ¡Qué Nuestra Señora ya está para hablar”!

   Entonces Lucía, mirando hacia la Virgen con sus ojos llenos de devoción amorosa, preguntó:

   ¿“Qué me quiere”?

   “Quiero que volváis aquí el día 13 del mes que viene; que continuéis rezando el Rosario todos los días, en honra de Nuestra Señora del Rosario, para obtener la paz del mundo y el fin de la guerra, porque sólo Ella les podrá valer.

   Lucía, pensando en su madre y las palabras del Párroco, y queriendo solucionar las dudas de la gente, habló otra vez a su propio modo infantil, “Quería suplicarle que nos dijese quién es, y que hiciera un milagro para que todos crean que se nos ha aparecido”.

   “Continuad viniendo aquí todos los meses. En octubre os diré quién soy, y lo que quiero. Y haré un milagro para que todos crean”.

   Comenzó Lucía a presentar las necesidades que le habían encomendado. Nuestra Señora contestó:

   “Curaré a unos, y a otros no. En cuanto al enfermito no lo curaré, ni lo sacaré de su pobreza, pero que él rece todos los días el Rosario en familia”.

   Lucía le cuenta sobre un enfermo que pedía ir pronto al Cielo.

   “Que no tenga prisa: Yo bien sé cuándo he de ir a buscarle”.

   Lucía pidió la conversión de alguna gente. La respuesta de la Señora fue, como con el niño inválido, que todos recen el Rosario. Después para recordar a los niños su vocación especial e inspirarles un mayor fervor y ánimo para el futuro, la Señora dijo:

   “Sacrificaos por los pecadores, y decid muchas veces y en especial siempre que hiciereis algún sacrificio: “Oh Jesús, es por vuestro amor, por la conversión de los pecadores y en reparación por los pecados cometidos contra el Inmaculado Corazón de María”.

   “Al decir estas últimas palabras” – Lucía más tarde describe lo que sucedió, “abrió de nuevo las manos, como en los dos meses anteriores. El reflejo que esparcían me pareció que penetraba en la tierra y vimos como un mar de fuego y sumergidos en él, a los demonios y a las almas, como si fuesen brasas transparentes y negras o bronceadas, en forma humana que flotaban en el incendio lanzadas por las llamas que de ellas mismas salían juntamente con nubes de humo que por todas partes se esparcían – como acontece con las chispas y centellas en los grandes incendios – sin peso ni equilibrio, entre gritos y gemidos de dolor y desesperación que horrorizaban y hacían estremecer de pavor. Los demonios se distinguían por sus formas horribles y asquerosas de animales espantosos y desconocidos, pero transparentes como negros carbones hechos brasas”.

   Asustados, pálidos y como para pedir socorro, los pequeños levantaron la vista hacia Nuestra Señora mientras Lucía gritó, ¡“Ay, Nuestra Señora”!

La Virgen explicó: “Habéis visto el infierno, a donde van las almas de los pobres pecadores. Para salvarlas, quiere Dios establecer en el mundo la devoción a Mi Inmaculado Corazón. Si hacen lo que yo os diga, se salvarán muchas almas y tendrán paz. La guerra va a terminar, pero si no dejan de ofender a Dios, en el reinado de Pío XI comenzará otra peor. Cuando veáis una noche alumbrada por una luz desconocida, sabed que es la gran señal que Dios os da de que va a castigar al mundo por sus crímenes por medio de la guerra, del hambre y de la persecución a la Iglesia y al Santo Padre.
“Para impedirlo, vendré a pedir la consagración de Rusia a Mi Inmaculado Corazón y la Comunión reparadora de los Primeros Sábados.

 Si atendieran mis peticiones, Rusia se convertirá y tendrán paz; si no, esparcirá sus errores por el mundo, promoviendo guerras y persecuciones a la Iglesia. Los buenos serán martirizados, el Santo Padre tendrá que sufrir mucho, varias naciones serán aniquiladas. Por fin Mi Inmaculado Corazón triunfará. El Santo Padre me consagrará Rusia que se convertirá y será concedido al mundo algún tiempo de paz.

“En Portugal se conservará siempre la doctrina de la Fe, etc.
“Esto no se lo digáis a nadie. A Francisco, sí podéis decírselo”.


   Lucía, con corazón dolorido queriendo hacer algo heroico por su Señora, una vez más le dice con abandono infantil: “Ud. ¿no quiere de mí nada más”?

   “No. Hoy no quiero nada más de ti”.

   Entonces se oyó una especie de trueno y el arquito que allí se había colocado para las dos linternas, se estremeció como si fuese un temblor de tierra. Lucía se levanta y se vuelve con tal rapidez que hasta la saya se le infla como un globo. Y apuntando para el cielo, grita: ¡“Ya va! ¡Ya va”! Y después de unos instantes: ¡“Ya no se ve”!
Desvanecida la nubecita cenicienta que se detenía sobre la encina, tan pronto que se recuperan de su emoción profunda, les rodean una muchedumbre implacable e inquisitiva de todos diciendo a la vez, “Lucía, ¿qué ha dicho Nuestra Señora que
 estabas tan triste? 

     “Es un secreto”, responde ella.

    “Y ¿es cosa buena”?

    “Para unos buena; para otros, mala”.

    “Y ¿no lo dices”? – insisten.

¡“No! ¡No lo puedo decir”! contestó con determinación convincente.

   Y la gente les apretaba, hasta casi ahogarles. El padre de Jacinta, atemorizado por la seguridad de sus hijos, sudando a mares, se abrió paso a codazos, cogió a su Jacinta y se la puso al cuello. Poniendo en la cabeza de la niña su sombrero, a fin de defenderla del sol abrasador del mediodía, subió así el camino.

   Aún en su escondrijo, las dos madres sentían desfallecer. Cuando vieron la muchedumbre apretando a sus hijos, la madre de Jacinta gritó: ¡“Ay, comadre! ¡Van a matar a nuestros hijos”! Momentos después, sin embargo, se sintieron aliviadas al ver a Jacinta en brazos del padre, Francisco en hombros de otro pariente y Lucía bien segura en los brazos hercúleos de otro. Ese hombre era tan grande que la madre de Lucía se distrajo de su preocupación. ¡“Ay! ¡Qué hombre tan grande que allí está”! – balbució ella.




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