miércoles, 28 de marzo de 2018

Del lavatorio de los pies. Por Fray Luis de Granada.




   El dejo con que el Salvador del mundo acabó la vida y se despidió de sus discípulos, antes que entrase en la conquista de su Pasión, fue lavarles Él mismo los pies con sus propias manos y ordenarles el Santísimo Sacramento del Altar y predicarles un sermón lleno de toda la suavidad, doctrina y consolación que podía ser.

   Porque tal gracia y tal despedida como esta pertenecía a la suavidad y caridad grandes de este Señor.

   Pues el primero de estos misterios escribe el Evangelista San Juan diciendo: «Que antes del día de la Pascua, sabiendo Jesús que era llegada la hora en que había de pasar de este mundo al Padre, habiendo Él amado a los suyos que tenía en el mundo, en el fin señaladamente los amó.

   Y hecha la cena, como el demonio hubiese ya puesto en el corazón de Judas que le vendiese, sabiendo Él que todas las cosas había puesto el Padre en sus manos y que había venido de Dios, y volvía a Dios, se levantó de la cena y quitó sus vestiduras, y tomando un lienzo, se ciñó con él, y echó agua en un baño, y comenzó a lavar los pies de sus discípulos y limpiarlos con el lienzo con que estaba ceñido.» Hasta aquí son palabras del Evangelista San Juan. 

   Pues como haya muchas cosas señaladas que considerar en este hecho tan notable, la primera que luego se nos ofrece es este ejemplo de humildad inestimable del Hijo de Dios, cuyas grandezas comenzó el Evangelista a contar al principio de este Evangelio, para que más claro se viese la grandeza de esta humildad, comparada con tan grande majestad.

   Como si dijera: Este Señor, que sabía todas las cosas; Este, que era Hijo de Dios y que de Él había venido y a Él se volvía; Éste, en cuyas manos el padre había puesto todas las cosas, el cielo, la tierra, el infierno, la vida, la muerte, los Ángeles, los hombres y los demonios, y, finalmente, todas las cosas; Éste, tan grande en la majestad, fue tan grande en la humildad que ni la grandeza de su poder le hizo despreciar este oficio, ni la presencia de la muerte olvidarse de este regalo, ni la alteza de su majestad dejar de abatirse a este tan humilde servicio, que es uno de los más bajos que suelen hacer los siervos. Y así como tal se desnudó y ciñó, y echó agua en una bacía, y Él con sus propias manos, con aquellas manos que criaron los cielos, con aquellas en que el Padre había puesto todas las cosas, comenzó a lavar los pies de unos pobres pescadores y (lo que más es) los pies del peor de todos los hombres: que eran los de aquel traidor que le tenía vendido.

   ¡Oh inmensa bondad! ¡Oh suprema caridad! ¡Oh humildad inefable del Hijo de Dios!

   ¿Quién no quedará atónito cuando vea al Criador del mundo, la gloria de los Ángeles, el Rey de los Cielos y el Señor de todo lo criado postrado a los pies de los pescadores, y más de Judas?

   No se contentó con bajar del Cielo y hacerse hombre, sino descendió más bajo, como dice el Apóstol, a deshacerse y humillarse de tal manera que, estando en forma de Dios, tomase no sólo forma de hombre, sino también de siervo, haciendo el oficio propio de los siervos.

   Se maravillaba el Fariseo que convidó a Cristo, de ver que se dejase tocar los pies de una mujer pecadora, pareciéndole ser esto cosa indigna de la dignidad de un Profeta.
   Pues si por tan indigna cosa tienes, oh Fariseo, que un Profeta deje tocar sus pies de una mujer pecadora, ¿qué hicieras si creyeras que este Señor era Dios y que con todo eso dejaba tocar sus pies de esa pecadora?

   Y si esto te pusiera grande admiración, dime, te ruego, ¿qué hicieras si, creyendo que este Señor era Dios, como lo era, vieras que no sólo dejaba tocar sus pies de pecadoras, sino que Él mismo, postrado en tierra, lavaba los pies de los pescadores?

   ¿Cuánto mayor es cosa Dios que un Profeta? Y ¿cuánto mayor lavar Él los pies ajenos que dejarse tocar los suyos propios?

   Pues ¿cuánto más atónito y pasmado quedaras si esto vieras y lo creyeras? Creo cierto que los mismos Ángeles quedaron espantados y maravillados de esta tan extraña humildad.

   «Quitóse, dice el Evangelista, las vestiduras», etc. ¡Oh ingratitud y miseria del linaje humano! Dios quita todos los impedimentos para servir al hombre; pues ¿por qué no los quitará el hombre para servir a Dios? Si el Cielo así se inclina a la tierra, ¿por qué no se inclinará la tierra al Cielo? Si el abismo de la misericordia así se inclina al de la miseria, ¿por qué no se inclinará el de la miseria al de la misma misericordia?

   Él mismo fue el que se ciñó y el que echó agua en el baño, y el que lavó los pies de los discípulos; para que por aquí entiendan los amadores de la virtud y los que tienen cargo de almas que no han de cometer a otros los oficios de piedad, sino ellos por sí mismos han de poner las manos en todo.   Porque si el hombre desea el galardón en sí, y no en otro, por sí mismo ha de hacer las obras de virtud y no por otro.

   Mira también cuán a propósito vino este acto cuando el Señor lo hizo. Porque comenzaron entonces los discípulos a disputar cuál de ellos era el mayor, la cual disputa habían ya otra vez tenido entre sí; y no se curó con la amonestación que el Señor entonces les hizo de palabra, y por esto acudió ahora a curarla con otra medicina más eficaz, que es con la obra, haciendo entre ellos y para ellos esta obra de tanta humildad, además de las que tenía hechas y de las que le quedaban por hacer.

   Porque sabía muy bien este Señor la necesidad que los hombres tienen de esta virtud y la repugnancia grande que por su parte hay para ella; y por esto acudió a curarla con esta tan fuerte medicina.

   Mas no sólo nos dejó aquí ejemplo de humildad, sino también de caridad; porque lavar los pies no sólo es servicio, sino también regalo, el cual hizo el Salvador a los pies de sus amigos víspera del día que habían de ser enclavados y lavados con sangre los suyos; para que veas cuán dura es la caridad para sí y cuán blanda para los otros.

   Pues este ejemplo de caridad y humildad deja el Señor en su testamento por manda a todos los suyos, encomendándoles en aquella hora postrimera que se tratasen ellos entre sí como Él los había tratado, y se hiciesen aquellos regalos y beneficios que Él entonces les había hecho.

   Pues ¿qué otra ley, qué otro mandamiento se pudiera esperar de aquel pecho tan lleno de caridad y misericordia, más propio que éste? ¿Qué otro mandamiento dejara un padre a la hora de su muerte a hijos que mucho amase, sino que se amasen ellos entre sí e hiciesen para consigo lo que Él hacía con ellos?

   Éste fue el mandamiento que el Santo José dio a sus hermanos cuando los envió a su padre, diciendo «No tengáis pasiones en el camino; caminad en paz y no os hagáis mal unos a otros».

   Mandamiento fue éste de verdadero hermano que de verdad amaba a sus hermanos y deseaba su bien.

   Pues para mostrar el Señor este mismo amor para con los hombres, pone aquí este mandamiento, que por excelencia se llama el mandamiento, en el cual nos mandó la cosa que más convenía para nuestra paz, para nuestro bien y para nuestro regalo; tanto, que si este mandamiento se guardase en el mundo, sin duda vivirían en él los hombres como en un paraíso.

   Donde advertirás también cuáles sean los mandamientos que nos manda   Dios nuestro Señor. Porque tales son y tan provechosos para los hombres que, si bien se considera, más debemos nos a Él por las cosas que nos manda que Él ha nos por la guarda de lo que manda, pues aun quitando, aparte del galardón del Cielo, ninguna cosa se nos podía mandar en este mundo que fuese más para nuestro provecho.

domingo, 25 de marzo de 2018

LA ANUNCIACIÓN DE NUESTRA SEÑORA Y ENCARNACIÓN DEL HIJO DE DIOS. — 25 de marzo.



El sacrosanto misterio de este día nos lo refiere el evangelista san Lucas por estas palabras: 

   «Hallábase ya Elisabeth en el sexto mes de su embarazo, cuando el ángel Gabriel fue enviado por Dios a Nazaret, ciudad de Galilea, a una virgen desposada con un varón de la descendencia de David llamado José. El nombre de la virgen era María. Habiendo entrado el ángel a donde ella estaba, le dijo: «Dios te salve, llena de gracia; el Señor es contigo; bendita tú eres entre todas las mujeres.»

   Se turbó la Virgen al oír semejantes palabras, y pensaba que podía significar tal salutación. Más el ángel le dijo: « ¡Oh María! no temas, porque has hallado gracias en los ojos de Dios: he aquí que en tu seno concebirás, y parirás un hijo, y le llamarás con el nombre de Jesús. Este Hijo será grande e Hijo del Altísimo, y le dará el Señor el trono de David, su padre, y reinará para siempre en la casa de Jacob, y su reinado no tendrá fin.»


   Entonces María preguntó al ángel: « ¿Cómo se hará esto, porque no conozco varón?»

Respondió el ángel y le dijo: «El Espíritu Santo sobrevendrá en ti y la virtud del Altísimo te hará sombra, por lo cual el fruto santo que de ti ha de nacer será hijo de Dios. Ahí tienes a tu prima Elisabeth, la cual en su vejez ha concebido también un hijo, y la que se llamaba estéril está ahora ya en el sexto mes de su preñado; porque para Dios no hay cosa imposible.»

   Dijo entonces María: «He aquí la esclava del Señor; sea hecho en mí según tu palabra. »

Y desapareciendo el ángel se retiró de su presencia.» (S. LUCAS I, 26- 38).



   Reflexión: Con sublime sencillez refiere el santo Evangelio la más divina de todas las obras de Dios: la Encarnación del Verbo eterno. El arcángel anuncia a la Virgen que ha sido escogida para ser Madre de Dios: la Virgen desea serlo sin dejar de ser virgen; y después de haber oído que ha de concebir, no por obra de varón, sino por la virtud del Espíritu Santo, se encoge con profunda humildad y se llama esclava del Señor; y el Señor la levanta a la altísima gloria de la maternidad divina. 

   Así se obró el mayor prodigio de la omnipotencia del Padre, el mayor portento de la sabiduría del Hijo y la mayor maravilla del amor del Espíritu Santo.

   La inmensa grandeza de este misterio, la llaneza incomparable de sus circunstancias, y el sublime candor del relato evangélico, todo es divino y digno de Aquel que con un acto de su voluntad sacó de la nada el universo y expresó su divina operación con la palabra fiat, hágase. Todo ha de ser, pues, materia de nuestra más profunda y constante meditación: la humildad del Altísimo anonadado en las purísimas entrañas de la Virgen, la inmaculada pureza de esta excelsa Señora, su fe, su confianza, su conformidad con la voluntad divina, y el humilde sentimiento de su bajeza, ensalzada por Dios a la soberanía de todo lo creado.

   Y no debemos parar aquí, sino pasar adelante en la consideración de este misterio, y quedar como absortos y suspensos en la honra que de él se sigue a todo el linaje humano, el cual fue ennoblecido y levantado a tan gran dignidad y gloria; pues haciéndose Cristo hueso de nuestros huesos y carne de nuestra carne, nuestra naturaleza está ensalzada en él sobre todos los ángeles, y somos parientes y hermanos de Dios hecho hermano y Redentor nuestro.



   Oración: Señor Dios, que quisiste que en las purísimas entrañas de la gloriosa Virgen María se encarnase el Verbo eterno, anunciando un ángel tan divino misterio; concédenos, por los ruegos de esta gloriosa Virgen, que los que verdaderamente creemos que es Madre de Dios, seamos favorecidos con su intercesión en tu divino acatamiento. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.  



FLOS SANCTORVM
DE LA FAMILIA CRISTIANA.

viernes, 23 de marzo de 2018

De la grandeza de los dolores de Cristo— Por Fray Luis de Granada.




   Pregunta Santo Tomás en la tercera parte (Sum. Th. 3P., q. 46, a. 6.), si los dolores que padeció Cristo en su sacratísima Pasión fueron los mayores que se han padecido en el mundo.

   A lo cual responde él diciendo que, quitados aparte los dolores de la otra vida, que son los del infierno y del purgatorio, éstos fueron los mayores que en el mundo se padecieron ni padecerán jamás.

   Esta conclusión prueba él por muchas razones.

   La primera, por la grandeza de la caridad de Cristo, que era la mayor que podía ser, la cual le hacía desear la gloria de Dios y el remedio del hombre con sumo deseo. Y porque mientras mayores dolores padecía por los pecados, más enteramente satisfacía a la honra de Dios ofendido y más copiosamente redimía al hombre culpado; por esto quiso Él que sus dolores fuesen gravísimos, porque así fuese perfectísima esta redención.

   La segunda causa era la pureza de sus dolores, los cuales ninguna mixtura tenían de alivio ni consolación. Porque jamás en esta vida padeció nadie dolores tan puros que no se aguasen con alguna manera de consolación, con la cual se hiciesen a veces tolerables, y a veces también alegres como acaeció a los Mártires.

   Mas en Cristo no fue así, porque por la razón susodicha cerró El todas las puertas por donde le pudiese entrar algún rayo de luz o de consolación; y así, cruzados los brazos, se entregó al ímpetu de los tormentos, para que sin contradicción ni mitigación alguna le atormentasen todo cuanto le pudiesen atormentar.

   La tercera causa fue la delicadeza de su cuerpo, el cual no fue formado por virtud de hombres, sino del Espíritu Santo, por lo cual fue el más perfecto y más bien complexionado de todos los cuerpos, y así era el más delicado y más sensible de ellos, por lo cual sentía mucho más que otro alguno sus dolores.

   La cuarta, Juntamente con esto le afligía grandemente la memoria y compasión de su bendita Madre, cuyo corazón sabía Él que había de ser atravesado con el más agudo cuchillo de dolor que nunca Mártir alguno padeció. Porque así como ningún Mártir amó tanto su propia vida cuanto ella la de su Hijo, así nunca Mártir sintió tanto su propia muerte cuanto ella la del Hijo.

   También naturalmente le afligía la representación y memoria de su propia muerte; porque, así como es natural el amor de la vida, así lo es el horror de la muerte, y tanto más cuanto más merece ser amada la vida. Por donde dice Aristóteles que el sabio ama mucho la vida, porque, como sabio, entiende que tal vida merece ser muy amada. Pues, según esto, ¿cuánto amaría el Salvador aquella vida, de la cual sabía que una hora valía más que todas las vidas criadas?

   Pues estas cuatro (sic) causas de dolor afligían aquella alma santísima sobre todo lo que se puede encarecer. En lo cual parecen haber sido mucho mayores los dolores de su alma que los de su cuerpo, y mucho mayor la pasión invisible que padecía de dentro que la visible que padecía de fuera.

   Además de esto el mismo linaje de muerte, que fue de Cruz, es penosísimo, como adelante se verá, con lo cual se junta que en esta muerte concurrieron tantas maneras de injurias y tormentos, que ninguna cosa hubo en toda aquella sagrada humanidad, sacada la porción superior de su alma, en la cual no padeciese su propio tormento.

   Porque El primeramente padeció en su alma santísima los dolores que habernos dicho, y padeció en su cuerpo los que nos quedan por decir.

   Padeció también en la fama con los falsos testimonios y títulos ignominiosos con que fue condenado.

   Padeció en la honra con tantas invenciones y maneras de escarnios, injurias y vituperios como le fueron hechos.

   Padeció en la hacienda, que eran solas aquellas pobres vestiduras que tenía, de las cuales también fue despojado y puesto en la Cruz desnudo.

   Padeció en sus amigos, pues todos huyeron y le desampararon y le dejaron solo en poder de sus enemigos.

   Padeció también en todos los miembros y sentidos de su sacratísimo cuerpo, en cada uno su propio tormento. La cabeza fue coronada de espinas; los ojos, escurecidos con lágrimas; los oídos, atormentados con injurias; las mejillas, heridas con bofetadas; el rostro, afeado con salivas; la lengua, joropada con hiel y vinagre; la sagrada barba, repelada; sus manos, traspasadas con clavos; el costado, abierto con una lanza; las espaldas, molidas con azotes; los pies, atravesados con duros clavos, y todo el cuerpo, finalmente descoyuntado, ensangrentado y estirado en la Cruz.

   Porque así como todos los miembros de su cuerpo místico estaban especialmente heridos y llagados, así todos los del verdadero y natural estuviesen heridos y atormentados. Y asimismo, pues nuestra malicia había sido tal que con todas nuestras cosas y con todos nuestros miembros y sentidos habíamos ofendido a Dios, la satisfacción de Cristo fuese tal que en todas sus cosas padeciese tormento, pues nosotros con todas las nuestras habíamos cometido pecados.
   Creció también esta pena con la continuación y muchedumbre de trabajos que el Salvador padeció, desde la hora de su Pasión hasta que expiró en la Cruz.

   Porque en este tiempo todos a porfía trabajaban por atormentarle, cada cual de su manera. Uno le prende, otro le ata, otro le acusa, otro le escarnece, otro le escupe, otro le abofetea, otro le azota, otro le corona, otro le hiere con la caña, otro le cubre los ojos, otro le viste, otro le desnuda, otro le blasfema, otro le carga la Cruz a cuestas, y todos, finalmente, se ocupan en darle cada cual su manera de tormento.

   Vuélvenle y revuélvenle, llévanle y tráenle de juicio en juicio, de tribunal en tribunal, de pontífice a pontífice, como si fuera un público ladrón y malhechor. ¡Oh Rey de gloria!, ¿qué te debemos, Señor, por tantas invenciones y maneras de trabajos como padeciste por nos?
Pues estas, y otras semejantes causas, claramente prueban que los dolores que el Salvador padeció sobrepujan todos cuantos dolores hasta hoy se han padecido en esta vida y padecerán jamás.

   Pues ¿qué fruto sacamos de esta consideración?

      Verdaderamente grande e inestimable.

   Porque todo cuanto enseña la filosofía cristiana nos enseña en breve la Cruz de Cristo, y todo cuanto obran la ley y el Evangelio, dándonos conocimiento del bien y amor de él, todo esto en su manera enseña y obra la filosofía de la Cruz.

   Porque primeramente por aquí mejor que por todos los medios del mundo se conoce la gravedad y malicia del pecado, viendo lo que el Hijo de Dios padeció por él y lo que hizo por destruirlo.

   Por aquí se conoce la gravedad de las penas del infierno; pues en tal infierno de penas y dolores quiso entrar este Señor por sacarnos de ellas.

   Por aquí se conoce cuán grandes sean los bienes, así de gracia como de gloria; pues tal mérito fue menester para alcanzarlos, después de perdidos, por vía de justicia.

   Por aquí se ve la dignidad del hombre y el valor de su alma; considerando en lo que Dios la estimó, pues tal precio quiso dar por ella.

   Por aquí también más que por otro medio venimos en conocimiento de Dios, no cual le tuvieron los filósofos (que tan poco les aprovechó, pues poco más conocieron que la omnipotencia y sabiduría suya, la cual resplandece en las cosas criadas), mas tal cual conviene para hacer a los hombres santos y religiosos, que es de la bondad, de la caridad, de la misericordia, de la providencia y de la justicia de Dios.

Porque este conocimiento causa en nuestras almas amor y temor de Dios, y confianza en su misericordia, y obediencia en sus mandamientos, en las cuales virtudes consiste la suma de la verdadera religión.

   Pues cuánto resplandezcan estas perfecciones divinas en este misterio, parece claro por esta razón.

   Porque a la bondad pertenece comunicar y darse a sí misma; al amor, hacer bien al amado; a la misericordia, tomar sobre sí todas las miserias y males del miserable, y a la justicia, castigar severamente los delitos del culpado.

   Pues siendo esto así, ¿qué mayor bondad que la que llegó a comunicar a sí mismo y hacerse una misma cosa con el hombre? ¿Qué mayor caridad que la que repartió cuantos bienes tenía con el hombre? ¿Qué mayor misericordia que la que tomó sobre si todas las miserias y deudas del hombre? ¿Qué mayor misericordia que recibir Dios en sus espaldas los azotes que nuestros hurtos merecían, padecer nuestra cruz, beber nuestro cáliz y querer ser atormentado por nuestros deleites, deshonrado por nuestras soberbias, despojado en la Cruz por nuestras codicias y, finalmente, entregado al poder de las tinieblas por librar los hombres de ellas? ¿Puede ser mayor misericordia que ésta?
   Pues no es menor la justicia que aquí resplandece. Porque ¿qué mayor justicia que haber querido tomar Dios tan extraña manera de venganza de los pecados del mundo, en la persona de su amantísimo e inocentísimo Hijo? Porque justísimo es el juez que a su mismo hijo no perdona por haber tomado sobre sí la culpa ajena.

   Pues siendo esto así, ¿quién no temerá tal justicia? ¿Y quién no esperará en tal misericordia? ¿Y quién no amará tal bondad?

      Verdaderamente no era posible darse al hombre mayores motivos de amor, de temor, de obediencia y de confianza de los que aquí le fueron dados; y en corazón que con esto no se vence, no sé cosa que lo pueda vencer.

   Además de esto, ¿qué tan grandes son los ejemplos y motivos que aquí se nos dan para todas las otras virtudes, y señaladamente para la virtud de la humildad, de la obediencia, de la paciencia, de la mansedumbre, de la pobreza de espíritu y para todas las demás?

   Porque, como dice Santo Tomás, los ejemplos de las virtudes tanto son más eficaces cuanto son de personas más altas. Porque ¿quién tendrá corazón para ir a caballo cuando ve su rey ir a pie, o para quedarse en la cama cuando lo ve entrar en la batalla?

   Pues si tanto pueden ejemplos de reyes, que al fin son hombres mortales como nosotros, ¿cuánto más deben poder los ejemplos de aquella Real Majestad que tanto más hizo por nosotros? Especialmente que los ejemplos de Cristo tienen otra dignidad y fuerza admirable, que en ningunos otros se puede hallar. Porque sus ejemplos de tal manera son ejemplos que también son beneficios, y remedios, y medicinas, y estímulos de amor, de devoción y de toda virtud.

   Demos, pues, infinitas gracias al Señor por este tan grande beneficio, esto es, por lo mucho que Él nos dio y por lo mucho que le costó, y mucho más por lo mucho que nos amó, porque mucho más amó que padeció y mucho más padeciera si nos fuera necesario.
   Por todos estos títulos le debemos eterno agradecimiento. Y pues de nuestra parte no tenemos cosa digna que le dar, a lo menos trabajemos porque toda nuestra vida sea suya, pues la suya fue toda nuestra.


jueves, 22 de marzo de 2018

LO QUE FUE EL CORAZÓN DE JESÚS PARA SU SANTÍSIMA MADRE DURANTE SU PASIÓN




   Siendo Jesús el hijo más perfecto, el mejor hijo que haya existido, sintió con dolor amarguísimo la repercusión de los terribles dolores que su amadísima Madre tuvo que sufrir durante toda su vida, principalmente en los días de su Pasión. Los dolores de Jesús eran los de María, y los de María eran los de Jesús.

   Llegado el día de su acerba Pasión, Nuestro Señor, obediente hasta la muerte a su Santa Madre lo mismo que a su Padre celestial, pidió a la Santísima Virgen, en común sentir de los Santos, consentimiento para llevar a cabo su sangriento sacrificio, y Ella se lo dio con un amor y un dolor inconcebibles. Jesús le dio a conocer sus futuros sufrimientos, y le pidió que en ellos le acompañara en espíritu y en cuerpo.

   Así, pues, María ofreció su Corazón, y Jesús entregó su cuerpo; y de esta suerte la Madre tuvo que sufrir en su Corazón todos los tormentos de su Hijo, y el Hijo tuvo que sufrir a la vez torturas inconcebibles en su cuerpo, y en su sagrado Corazón las del Corazón de su Madre.

   Después de tu tierna despedida, el Salvador fue a abismarse en el océano inmenso de sus dolores, llevando, como aguda saeta atravesada en su Corazón, el pensamiento y las desolaciones de Aquella a quien Él amaba sobre todas las cosas. Por su parte, la Santísima Virgen, entrando en profunda oración, empezó a acompañarle interiormente y a participar de las angustias de su agonía. María decía con Jesús: “Señor, cúmplase vuestra voluntad y no la mía”.

   Durante la terrible noche de la Pasión, la Santísima Virgen siguió en espíritu a su querido y adorable Jesús, vendido traidoramente, abandonado, maltratado, cubierto de insultos y ultrajes, abofeteado, escupido. ¡Qué noche! El Corazón de Jesús no dejó un solo instante el Corazón desgarrado de su Madre, y le enviaba incesantemente gracias extraordinarias para que pudiera sufrirlo todo sin morir. Entre otras gracias, le envió a San Juan, su discípulo amado, que ya no la dejó, y fue el único entre los Apóstoles que la acompañó hasta el pie de la Cruz y al sepulcro.






   Sabiendo que se acercaba el momento en que debía seguir, no sólo con el corazón, sino también personalmente, a la Víctima divina hasta el sangriento altar del sacrificio, salió al clarear el día, acompañada de San Juan, de María Magdalena y de otras santas mujeres. Pronto, confundida entre la turba del pueblo, vio a su Hijo, su Señor, su Dios, y su único Amor; le vio pálido y desfigurado, arrastrado como vil malhechor del palacio de Caifás al de Pilatos, del palacio de Pilatos al de Herodes, y otra vez al de Pilatos, vestido de blanco en señal de loco. Vio a su dulce e inocente Cordero azotado y bañado en sangre en el pretorio; y luego, cubierto con andrajoso manto de púrpura, con irrisorio cetro de caña en sus manos, y coronado de espinas, ser mostrado a un pueblo ebrio de furor, y por último condenado a muerte. En sus oídos resonaba la horrible blasfemia: “¡Crucifícale, crucifícale! No tenemos otro rey que el Cesar.”






Y durante todo este tiempo Jesús miraba a su Madre, a veces con los ojos del cuerpo, ¡siempre con los ojos del Corazón! ¡Qué de angustias en esta mirada! Imitando al inocente Cordero que se dejaba inmolar en silencio, María, como Oveja de Dios, lloraba y sufría en silencio. Sólo el silencio podía convenir a semejantes dolores.




   

   Se pone en marcha el lúgubre cortejo. La Oveja podía seguir a su Cordero por el rastro de su sangre. Con esta sangre divina mezclaba la de su Corazón, es decir, sus lágrimas. Vio a su Amado, a su Jesús, caer bajo el peso de la Cruz. Le vio subir la cuesta del Calvario. Le vio, después de clavado en el terrible madero, elevarse como ensangrentada bandera de salvación y de esperanza, de amor y de justicia, de vida y de muerte, dominando la multitud. El amor la obligó a aproximarse lo más que pudo a su adorable Hijo, y durante aquellas horas interminables sufría con Jesús dolores que jamás podrá el hombre comprender; dolores divinos, en expresión de San Buenaventura. Todo lo que Jesús pendiente de la Cruz sufría en su alma y en su cuerpo, lo sufría la Madre de los Dolores en su Corazón.





  
    Y desde lo alto de la Cruz, a través de las lágrimas y de la sangre que oscurecían sus ojos, el Redentor contemplaba a su Santísima Madre, y daba a sus sufrimientos un mérito que sólo Él medir podía.

   La Sacratísima Oveja y el divino Cordero se miraban en silencio y se comunicaban sus dolores. Y a medida que el sacrifico avanzaba a su término, a medida que la santa Víctima entraba en las angustias de la muerte, el sufrimiento inenarrable de Jesús, y por consiguiente de María, de María y por consiguiente de Jesús, subían, subían siempre como la marea de los grandes mares. Este sufrimiento llegó a su colmo cuando, consumado todo, el Verbo eterno crucificado exhaló su último grito de horrible angustia y de triunfo, inclinó la cabeza y entregó su espíritu. Jesús espiró mirando a su Madre. María fue la primera que recibió aquella divina mirada en Belén, cuando el Hijo de Dios vino al mundo; justo era que fuese también la última en gozar de ella cuando el misterio de la Redención se consumaba en el Gólgota.
  


  
   ¡Oh! ¡Quién pudiese sondear los misterios de amor y de dolor contenidos en aquella última mirada de Jesús moribundo! Esta caía sobre la más perfecta de todas las criaturas, sobre la Virgen inmaculada, sobre la Hija predilecta del padre Eterno, sobre la Madre de Dios-Hijo, sobre la Obra maestra y Esposa del Espíritu Santo. Caía sobre la mejor de las madres; sobre la que Jesús amaba más que a todas las criaturas de la tierra y de los cielos; sobre la compañera fidelísima de toda su vida y de todos sus trabajos.


   Desde lo alto de la Cruz, el Corazón de Jesús nos dio por Madre a todos y a cada uno la Santísima Virgen en la persona de San Juan. Si, del fondo de ese Corazón lleno de amor han salido estas dos palabras escritas en caracteres de fuego en el corazón de los verdaderos cristianos: ¡He ahí a vuestro Hijo! Y ¡He ahí a vuestra Madre! ¡Recibir por Madre a la inmaculada Madre de Dios! ¡Qué legado! ¡Qué donación tan divina! Bien se reconoce en ella al sagrado Corazón de Jesús: sólo Él era capaz de semejante exceso de ternura! ¡Así se "venga" de los pecadores, dándoles su Madre inmaculada!



  
   ¡Oh buen Jesús! Inocentísimo Cordero, que tanto sufristeis en vuestra Pasión y que visteis el Corazón virginal de vuestra Madre abismado en un océano de dolores! Enseñadme, si os place, a acompañaros como Ella en vuestras aflicciones.

   Enseñadme a odiar el pecado, y a ser un buen hijo para con vuestra Madre. Pobre corazón mío, tan débil y tan culpable, ¿No te derretirás de dolor viendo que eres la causa de los indecibles dolores de tan Santa Madre y tan dulcísimo Salvador?

   ¡Oh Jesús crucificado, amor de mi corazón! ¡Oh María, mi consuelo, y Madre mía! Imprimid en mi alma un gran desprecio de las vanidades y placeres mundanales, y haced que tenga siempre ante mis ojos vuestros sagrados dolores, a los cuales deberé mi salvación y mi eterna felicidad.




Monseñor Louis-Gastón de Ségur
(1820-1881)

miércoles, 21 de marzo de 2018

De la entrada en Jerusalén con los ramos— Por Fray Luis de Granada.




   Pues como se llegase ya el tiempo en que el Salvador tenía determinado ofrecerse en sacrificio por la salud del mundo, así como Él por su propia voluntad se quiso sacrificar, así por ella misma se vino al lugar del sacrificio, que era la ciudad de Jerusalén, para que en la ciudad y en el día que el cordero místico era sacrificado, en ése lo fuese también el verdadero; y donde habían sido tantas veces muertos los Profetas, allí también lo fuese el Señor de los Profetas, y donde poco antes había sido tan honrado y celebrado, allí fuese condenado y crucificado, para que así fuese su Pasión tanto más ignominiosa, cuanto el lugar era más público y el día más solemne.

   Y por eso, habiendo escogido la aldea de Belén para su nacimiento, escogió la ciudad de Jerusalén para este sacrificio, porque la gloria de su nacimiento se escondiese en el rinconcillo de Belén y la ignominia de su Pasión se publicase más en la ciudad de Jerusalén.

   Entrando, pues, en esta ciudad, fue recibido con grande solemnidad y fiesta, con ramos de olivas y palmas, y con tender muchos sus vestiduras por tierra y clamar todos a una voz: «Bendito sea el que viene en el nombre del Señor. Sálvanos en las alturas.»

   Aquí primeramente se nos ofrece luego que considerar la grandeza de la caridad de nuestro Salvador, y la alegría y prontitud de voluntad con que iba a ofrecerse a la muerte por nosotros; pues en este día quiso ser recibido con tan grande fiesta, en señal de la alegría y fiesta que en su corazón había por ver que se llegaba ya la hora de nuestra redención.

   Porque si de Santa Águeda se dice que, siendo presa por Cristiana, iba a la cárcel con tan grande alegría, como si fuera llevada a un convite, por la honra de Dios, ¿con qué prontitud y devoción iría el que tanto mayor caridad y gracia tenía, cuando fuese a obrar la obra de nuestra redención por la obediencia y honra del mismo Dios?

   Donde claramente aprenderás con qué manera de prontitud y voluntad debes entender en las obras de su servicio, pues con tanta alegría entendió Él en las de tu remedio, acordándote que, por una parte, dice el Apóstol que huelga mucho Dios con alegre servidor, y que, por otra, se dice: «Maldito sea el hombre que hace las obras de Dios pesada y negligentemente».

   Considera también las palabras de la profecía con que esta entrada se representa, que son éstas: «Alégrate mucho, hija de Sión, y haz fiesta, hija de Jerusalén, y mira cómo viene para ti tu Rey pobre y manso, asentado sobre una asna y un pollino, hijo suyo».

   Todas estas palabras son palabras de grande consolación. Porque decir «tu Rey y para ti» es decir que este Señor es todo tuyo, y que todos sus pasos y trabajos son para ti.

   Para ti viene, para ti nace, para ti trabaja, para ti ayuna, para ti ora, para ti vive, para ti muere, para ti, finalmente, resucita y sube al Cielo.

  Y no te escandalice el nombre de Rey, porque este Rey no es como los otros reyes del mundo, que reinan más para su provecho que para el de sus vasallos, empobreciendo a ellos para enriquecer a sí, y poniendo a peligro las vidas de ellos por guardar la suya. Mas este nuevo Rey no ha de ser de esta manera, porque Él te ha de enriquecer a costa suya, y defenderte, con la sangre suya, y darte vida perdiendo Él la suya.

   Porque para esto dice Él por San Juan que le fue dado poderío sobre toda carne, para que a todos los que fueren suyos de Él la vida eterna. Y éste es aquel Principado de que dice el Profeta que está puesto sobre los hombros del que lo tiene, y no sobre los de su pueblo, para que el trabajo de la carga sea suyo, y el provecho y fruto sea nuestro.

   Y dice más: que viene manso y asentado sobre una pobre cabalgadura.  De manera que aquel Dios de venganzas, aquel que está asentado sobre los Querubines y vuela sobre las plumas de los vientos, y trae millares de carros de Ángeles a par de sí, ése viene ahora tan manso y humilde como aquí se nos representa, para que ya no huyas de Él, como lo hizo Adán en el Paraíso, y como el pueblo de los judíos cuando les daba ley; antes te llegues a Él, viéndole hecho cordero de león, porque el que hasta aquí no venció tu corazón con la fuerza del poder ni con la grandeza de la majestad, quiere ahora vencerlo con la grandeza de su humildad y con la fuerza de su amor.

   Ésta es la nueva manera de pelear que escogió el Señor, como dijo la Santa Profetisa, y con esto quebrantó las puertas de sus enemigos y venció sus corazones.

   Y esto es lo que por figura se nos representa en este tan solemne recibimiento que aquí se hizo; donde, como dice el evangelista, toda aquella ciudad se revolvió y todos salieron a recibirle con ramos de palmas y olivas en las manos, y otros echando sus vestiduras por tierra, cantando sus alabanzas y pidiéndole salud eterna.

   Pues ¿qué es esto sino representamos aquí el Espíritu Santo cómo habiendo este Señor batallado antes con el mundo con rigores, con diluvios, con castigos y amenazas espantosas, sin acabar de rendirlos, después que escogió esta nueva manera de pelear, y procedió no con castigos, sino con beneficios; no con rigor, sino con amor; no con ira, sino con mansedumbre; no con majestad, sino con humildad, y, finalmente, no matando a sus enemigos, sino muriendo por ellos, entonces se apoderó de sus corazones y trajo todas las cosas así, como dice Él en su Evangelio: «Si Yo fuere levantado en un madero, poniendo la vida por el mundo, todas las cosas traeré a Mí, no con fuerzas de acero, sino con cadenas de amor; no con azotes y castigos, sino con buenas obras y beneficios»?

   Entonces, pues, comenzaron luego los hombres unos a cortar ramos de oliva, despojándose de sus haciendas y gastándolas en obras de piedad y misericordia, que por la oliva es entendida, y otros pasaron más adelante, que tendieron sus ropas por tierra para adornar el camino por donde iba el Salvador, que son los que con la mortificación de sus apetitos y propias voluntades, y con el castigo y mal tratamiento de su carne, y con la muerte de sus propios cuerpos sirvieron a la Gloria de este Señor; como lo hicieron innumerables Mártires, que dejaron arrastrar las túnicas de sus cuerpos por la confesión y gloria de Él.

   En lo cual se nos encomiendan tres maneras de virtudes, con que habernos de salir a recibir a este Señor cuando viene espiritualmente a nuestras almas.

   La primera es la oración, figurada en aquellos que le alababan con sus voces y le pedían salud.

   La segunda es la limosna y misericordia, que es figurada en los otros que cortaban ramos de olivas, porque ya dijimos que por la oliva se entiende la misericordia.

   La tercera es la mortificación de la carne y el menosprecio de sí mismo, que es figurada por aquellos que arrastraban sus ropas por tierra para que fuesen pisadas y acoceadas por honra de Cristo. De las cuales virtudes la primera, que es la oración, se debe a Dios; la segunda, que es la misericordia, al prójimo; más la tercera, que es la mortificación, debe el hombre a sí mismo.

   Estas son tres cruces espirituales que ha de traer el cristiano siempre sobre sí. Y cuando se levantare por la mañana, así como acabare de dar gracias a Dios y encomendarle todo el curso de aquel día, luego se ha de cargar de estas tres cruces, que son estas tres grandes obligaciones, y andar todo el día con una perpetua atención para cumplir con ellas, trayendo un corazón devotísimo para con Dios y otro piadosísimo para con su prójimo, y otro muy severo para consigo, castigando su carne, enfrenando su lengua y mortificando todos sus apetitos.

   Sobre todo esto tienes también aquí un grande argumento y motivo para despreciar la gloria del mundo, tras que los hombres andan tan perdidos, y por cuya causa hacen tantos extremos. ¿Quieres, pues, ver en qué se debe estimar esa gloria? Pon los ojos en esta honra que aquí hace el mundo a este Señor, y verás que el mismo mundo que hoy le recibió con tanta honra, de ahí a cinco días lo tuvo por peor que Barrabás, y le pidió la muerte, y dio contra Él voces diciendo: «Crucifícalo, crucifícalo.»

   De manera que el que hoy le predicaba por hijo de David, que es por el más Santo de los Santos, mañana le tiene por el peor de los hombres y por más indigno de la vida que Barrabás.

   Pues ¿qué ejemplo más claro para ver lo que es la gloria del mundo y en lo que se deben estimar los testimonios y juicios de los hombres? ¿Qué cosa más liviana, más antojadiza, más ciega, más desleal y más inconstante en sus pareceres que el juicio y testimonio de este mundo?

   Hoy dice, y mañana desdice; hoy alaba, y mañana blasfema; hoy livianamente os levanta sobre las nubes, y mañana con mayor liviandad os sume en los abismos; hoy dice que sois hijo de David, mañana dice que sois peor que Barrabás.

   Tal es el juicio de esta bestia de muchas cabezas y de este engañoso monstruo que ninguna fe, ni lealtad, ni verdad guarda con nadie, y ninguna virtud ni valor mide sino con su propio interés. No es bueno sino quien es para con él pródigo, aunque sea pagano, y no es malo sino el que le trata como él merece, aunque haga milagros, porque no tiene otro peso para medir la virtud sino sólo interés.

   Pues ¿qué diré de sus mentiras y engaños? ¿A quién jamás guardó fielmente su palabra? ¿A quién dio lo que prometió? ¿Con quién tuvo amistad perpetua? ¿A quién conservó mucho tiempo lo que le dio? ¿A quién jamás vendió vino que no se lo diese aguado con mil zozobras?

   Sólo esto tiene de constante y de fiel: que a ninguno fue fiel. Este es aquel falso Judas que, besando a sus amigos, los entrega a la muerte. Éste es aquél traidor de Joab que, abrazando al que saludaba como amigo, secretamente le metió la espada por el cuerpo. Pregona vino y vende vinagre; promete paz y tiene de secreto armada la guerra.

   Malo de conservar, peor de alcanzar, peligroso para tener y dificultoso de dejar.

   ¡Oh mundo perverso, prometedor falso, engañador cierto, amigo fingido, enemigo verdadero, lisonjeador público, traidor secreto, en los principios dulce, en los dejos amargo, en la cara blando, en las manos cruel, en las dádivas escaso, en los dolores pródigo, al parecer algo, de dentro vacío, por de fuera florido y debajo de la flor espinoso!



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