domingo, 1 de diciembre de 2024

MES DE MARÍA INMACULADA: VIGESIMOCUARTO.

 


“MES DE MARÍA INMACULADA” Por el Presbítero Don Rodolfo Vergara Antúnez. Santiago de Chile. Librería y casa editorial de la Federación de Obras Católicas. 1916.


1º de diciembre.



DESTINADO A HONRAR LA CORONACIÓN DE MARÍA EN EL CIELO



Oración para todos los días del Mes



   ¡Oh María! durante el bello Mes que os está consagrado, todo resuena con vuestro nombre y alabanza. Vuestro santuario resplandece con nuevo brillo y nuestras manos os han elevado un trono de gracia y de amor, desde donde presidís nuestras fiestas y escucháis nuestras oraciones y votos.

   Para honraros, hemos esparcido frescas flores a vuestros pies y adornado vuestra frente con guirnaldas y coronas. Mas ¡oh María! no os dais por satisfecha con estos homenajes: hay flores cuya frescura y lozanía jamás pasan y coronas que no se marchitan. Estas son las que Vos esperáis de vuestros hijos; porque el más hermoso adorno de una madre es la piedad de sus hijos, y la más bella corona que pueden deponer a sus pies es la de sus virtudes.

   Sí; los lirios que Vos nos pedís son la inocencia de nuestros corazones; nos esforzaremos pues, durante el curso de este Mes consagrado a vuestra gloria ¡oh Virgen santa! en conservar nuestras almas puras y sin mancha y en separar de nuestros pensamientos, deseos y miradas aun la sombra misma del mal.

   La rosa cuyo brillo agrada a vuestros ojos es la caridad, el amor a Dios y a nuestros hermanos: nos amaremos, pues, los unos a los otros como hijos de una misma familia, cuya madre sois, viviendo todos en la dulzura de una concordia fraternal. En este Mes bendito procuraremos cultivar en nuestros corazones la humildad, modesta flor que os es tan querida; y con vuestro auxilio llegaremos a ser puros, humildes, caritativos, pacientes y resignados.

   ¡Oh María! haced producir en el fondo de nuestros corazones todas estas amables virtudes; que ellas broten, florezcan y den al fin frutos de gracia para poder ser algún día dignos hijos de la más santa y de la mejor de las madres. Amén.







CONSIDERACIÓN



   Después del triunfo de Jesús, jamás presenciaron los ángeles triunfo más espléndido que el de María al hacer su entrada en el Paraíso. Los príncipes de la corte celestial le salen al encuentro batiendo palmas triunfales y entonando dulcísimos cantares al compás de sus citaras de oro. Un trono hermosísimo aparejado a la diestra de Jesús, es el lugar destinado para aquella a quién los ángeles proclaman reina y soberana, y en medio del júbilo universal ocupa ese trono que habían visto hasta ese momento vacío. Los más encumbrados serafines ciñen la frente de María con una corona más rica y gloriosa que la de todos los reyes de la tierra. Forman esa corona doce relucientes estrellas, como habla el Apocalipsis, que representan a los apóstoles, de los cuales es proclamada reina, como fue en la tierra su madre, su apoyo y su consuelo. Además de esas estrellas de primera magnitud que hermosean la corona de María, brillan muchas otras que representan a los nueve coros de los ángeles, quienes ven en ella a la mujer bendita que quebrantó la cabeza de la serpiente. Esas estrellas representan a los patriarcas y profetas de la antigua ley, que prepararon la descendencia de esa mujer incomparable y anunciaron su venida; a los doctores de la Iglesia, que se reconocen deudores a María de la luz que por su medio les fue comunicada, y en la cual bebieron la doctrina con que resplandecieron; a los mártires, que aprendieron de María la invencible fortaleza con que desafiaron las iras de los tiranos y dieron contentos su vida por la fe de Jesucristo; a las vírgenes, a quienes enseñó María a abrazarse con la bellísima flor de la virginidad, que era hasta entonces desconocida en el mundo y que hoy perfuma con sus aromas el cielo. Todos los bienaventurados la miran con el más profundo acatamiento, por cuanto fue la madre del Redentor, y a impulsos de su gratitud y de su admiración, le rinden sus coronas, confesando que ella es verdaderamente su reina y la de todo el universo.






   La Iglesia militante no cede en entusiasmo a la triunfante en reconocer a María por soberana. Los peregrinos de la tierra la invocan en medio de los contratiempos de la vida con la confianza que inspira su poder, porque nada le podrá ser rehusado después del triunfo que alcanzó en su entrada al Paraíso. ¡Qué gloria y qué dicha para nosotros tener una Reina tan poderosa y tan clemente! Qué inestimable felicidad la nuestra al saber que ella se honra con ejercer su amoroso imperio en los desvalidos para socorrerlos, en los menesterosos para enriquecerlos, en los atribulados para consolarlos, en los pecadores para llamarlos a penitencia, en los justos para sostenerlos en sus combates y en los desgraciados para comunicarles la resignación y el aliento en sus trabajos. ¡Ah! nosotros debiéramos tener a mayor honra ser el último de sus vasallos que empuñar el primer cetro del mundo. En su protección tendremos cuanto podemos necesitar en nuestro destierro; luz, fuerzas, consuelos, esperanza, una prenda segura de salvación. Sirvámosla como fieles y rendidos vasallos; hagamos nuestros los intereses de su gloria; alegrémonos de verla tan colmada de grandezas y extasíense nuestros apasionados corazones en la gloria de que Dios la colma en el cielo. ¡Felices los que la honran y la sirven!




EJEMPLO



Magnificencia de María en el cielo




   Había en el monasterio de la Visitación de Turín una religiosa doméstica, que por su santidad era la edificación de sus hermanos en religión. Distinguíase especialmente por una devoción ternísima a la Santísima Virgen. En 1647 Nuestro Señor favoreció a su sierva con una enfermedad que al parecer debía terminar con la muerte. Los médicos declararon que no la entendían, y los remedios que le propinaban, en vez de aliviarla, redoblaban sus padecimientos.

   Un día en que sus dolencias llegaron a un extremo de rigor insoportable, se sintió de improviso poseída del espíritu de Dios y en un estado de completa enajenación de sus facultadles y sentidos. Dios quiso premiaría haciéndola gozar por un momento de la visión del cielo y en especial de la gloria de que allí disfruta la Santísima Virgen.

«¿Quién podrá referir, decía la venerable religiosa, los portentos de la hermosura y grandeza incomparables de esta Reina del empíreo? Para dar una idea de tanta grandeza necesitaría la lengua de los ángeles y hablar un idioma que no fuese humano. Esa hermosura y grandeza son tales que jamás se ha dicho en el mundo nada que se aproxime ni de lejos a la realidad. Después de haber visto lo que me ha sido dado ver, no experimento ya la satisfacción que antes sentía al oír publicar las alabanzas de María, pues la expresión humana me parece baja y grosera. Incapaz de declarar convenientemente lo que he visto, sólo diré respecto de la grandeza de María, lo que decía del cielo el Apóstol San Pablo, esto es, que el entendimiento del hombre no puede comprender lo que Dios nos prepara de placer y felicidad con sólo ver a la Santísima Virgen en la plenitud de su gloria. Yo la vi sentada en un trono brillante como el sol, sostenida por millares y millones de ángeles. En rededor de este trono vi un infinito número de santos que le rendían y tributaban mil alabanzas. Esto me hizo pensar que aquellas almas bienaventuradas eran como otras tantas reinas de Saba alabando en la celestial Jerusalén a la Madre del inmortal Salomón.»

   «Tan dulces eran sus miradas, tan suaves y deliciosas sus sonrisas, tan llenos de gracia y majestad sus movimientos que habría estado toda una eternidad contemplándola sin cansarme. Su rostro, de hermosura incomparable, despedía una luz tan viva que llegaba hasta mi envolviéndome en sus resplandores. Una corona de relucientes estrellas formaba un cerco en torno de su frente. Me parecía ver que con una respetuosa y amorosa Majestad ella adoraba un objeto que se escondía a mis miradas: era, sin duda, la Divinidad que se ocultaba en medio de una luminosa oscuridad adonde mis ojos no podían llegar. Yo vi que la soberana Reina del cielo, revestida de una gracia arrobadora, pidió a Dios, no sólo, mi salud sino también la prolongación de mi vida, y una dulcísima sonrisa que se dibujó en sus labios purísimos me dio a entender que la Divinidad accedía a su súplica. En efecto, el día de la gloriosa Asunción me encontré completamente curada, y en disposición de dejar la cama y ejercer mis oficios.»

   «Esta visión me inspiró un desprecio tan grande por todo lo creado, que desde entonces no he visto ni hallado nada que me cause ni el más ligero placer: me hallo enteramente insensible para todo lo de este mundo. Esta visión me ha inspirado, además, una confianza sin límites en el poder y bondad de esta Madre de amor, pues he podido comprender cuán grande es la eficacia de su intercesión por la prontitud con que fue atendida la súplica que por mí se dignó presentar, de manera que habría podido decirse que en vez de suplicar habia ordenado.»

   «Fáltame aún decir, que he comprendido que la incomprensible grandeza de María es debida al abismo de su humildad. Si, la humildad la ha hecho Madre Dios, la humildad la ha elevado sobre todos los ángeles y santos…»




   He aquí un pálido reflejo de la gloria de María en el cielo revelada a la tierra por un alma que mereció el insigne favor de contemplarla por un instante. Acreciente esta revelación el amor y la confianza hacia ella en nuestros corazones, para que, invocándola en nuestras necesidades, logremos un día la dicha inefable de gozar de su compañía.




JACULATORIA


Salud ¡oh Reina del cielo!

Salud ¡oh Madre querida!

Fuente de paz y consuelo
,
sé nuestro amparo en la vida.



ORACIÓN



   ¡Oh poderosa Reina del cielo y de la tierra, postrados a vuestros pies, venimos en este día, consagrado a recordar las coronas que ciñeron vuestra frente, a unir nuestras voces de júbilo a los himnos que entonaron los ángeles y los bienaventurados el día de vuestra gloriosa coronación!

   ¡Cuán dulce es para nosotros, que nos complacemos en llamaros nuestra madre, veros levantada a tan excelsa gloria y revestida de tan alto poder! Sabemos, dulce madre, que todo lo podéis en el cielo y que jamás será desgraciado el que merezca vuestra decidida protección; sabemos también que, a Vos, como madre, Dada os será tan grato que alargar a vuestros hijos una mano compasiva para auxiliarlos y protegerlos. Por eso nos es permitido depositar en Vos nuestra más dulce confianza; por eso acudimos a Vos con la seguridad de no ser jamás desoídos; por eso experimentamos tan dulce complacencia al invocar vuestro nombre; al llamaros en nuestro socorro. Tierna madre nuestra, nosotros necesitamos en toda hora de vuestra maternal solicitud; no nos abandonéis en medio de las borrascas del camino.

   Vasallos rendidos, os imploramos como a Reina que dispone de un omnímodo poder para emplearlo en provecho de sus fieles súbditos; no permitáis, Señora, que abandonemos alguna vez nuestra gloriosa cualidad de vasallos humildes y rendidos para hacernos esclavos de las pasiones, del mundo y del demonio. Alcanzadnos la gracia de vivir y morir a la sombra de vuestro manto de madre y vuestro cetro de Reina, a fin de haceros un día eterna compañía en el cielo. Amén.








Oración final para todos los días



  ¡Oh María!, Madre de Jesús, nuestro Salvador, y nuestra buena Madre nosotros venirnos a ofreceros con estos obsequios que colocamos a vuestros pies, nuestros corazones, deseosos de seros agradables, y a Solicitar de vuestra bondad un nuevo ardor en vuestro santo servicio.

   Dignaos presentarnos a vuestro divino Hijo; que en vista de sus méritos y a nombre de su Santa Madre dirija nuestros pasos por el sendero de la virtud; que haga lucir con nuevo esplendor la luz de la fe sobre los infortunados pueblos que gimen por tanto tiempo en las tinieblas del error; que vuelvan hacia él y cambie tantos corazones rebeldes, cuya penitencia regocijará su corazón y el vuestro.

   Que confunda a los enemigos de su Iglesia, y que, en fin, encienda por todas partes el fuego de su ardiente caridad, que nos colme de alegría en medio de las tribulaciones de esta vida y de esperanza para el porvenir. Amén.




PRACTICAS ESPIRITUALES



1—Rezar una tercera parte del Rosario en homenaje a la gloria de María en su coronación en el cielo.



2—Hacer tres actos de vencimiento de la propia voluntad, pidiendo a María el espíritu de sacrificio.



3—Repetir nueve veces el Gloria Patri en honra de la Santísima Trinidad en agradecimiento de los favores otorgados a María.


MES DE MARÍA INMACULADA: DÍA VIGESIMOTERCERO.

 



“MES DE MARÍA INMACULADA” Por el Presbítero Don Rodolfo Vergara Antúnez. Santiago de Chile. Librería y casa editorial de la Federación de Obras Católicas. 1916.


30 de noviembre.




CONSAGRADO A HONRAR LA ASUNCIÓN DE MARÍA



Oración para todos los días del Mes



   ¡Oh María! durante el bello Mes que os está consagrado, todo resuena con vuestro nombre y alabanza. Vuestro santuario resplandece con nuevo brillo y nuestras manos os han elevado un trono de gracia y de amor, desde donde presidís nuestras fiestas y escucháis nuestras oraciones y votos.

   Para honraros, hemos esparcido frescas flores a vuestros pies y adornado vuestra frente con guirnaldas y coronas. Mas ¡oh María! no os dais por satisfecha con estos homenajes: hay flores cuya frescura y lozanía jamás pasan y coronas que no se marchitan. Estas son las que Vos esperáis de vuestros hijos; porque el más hermoso adorno de una madre es la piedad de sus hijos, y la más bella corona que pueden deponer a sus pies es la de sus virtudes.

   Sí; los lirios que Vos nos pedís son la inocencia de nuestros corazones; nos esforzaremos pues, durante el curso de este Mes consagrado a vuestra gloria ¡oh Virgen santa! en conservar nuestras almas puras y sin mancha y en separar de nuestros pensamientos, deseos y miradas aun la sombra misma del mal.

   La rosa cuyo brillo agrada a vuestros ojos es la caridad, el amor a Dios y a nuestros hermanos: nos amaremos, pues, los unos a los otros como hijos de una misma familia, cuya madre sois, viviendo todos en la dulzura de una concordia fraternal. En este Mes bendito procuraremos cultivar en nuestros corazones la humildad, modesta flor que os es tan querida; y con vuestro auxilio llegaremos a ser puros, humildes, caritativos, pacientes y resignados.

   ¡Oh María! haced producir en el fondo de nuestros corazones todas estas amables virtudes; que ellas broten, florezcan y den al fin frutos de gracia para poder ser algún día dignos hijos de la más santa y de la mejor de las madres. Amén






CONSIDERACIÓN



   Los apóstoles, tristes y abatidos, preparaban el entierro de la Madre de Dios. Los bálsamos más preciosos y las telas más finas fueron traídos con inmensa profusión para honrar los restos queridos, que, depositados en un lecho portátil, condujeron los apóstoles en sus propios hombros. En el fondo del Getsemaní las piadosas mujeres habían preparado una cuna de flores, que tal parecía la fosa cineraria. Una piedra empapada en lágrimas de los fieles cubrió el santo cuerpo. Allí velaron durante tres días alternando con los Ángeles cantares dulcísimos que parecían arrullar el sueño de María. 




   Tomás, el que había puesto su mano en las llagas de Jesús resucitado, no habiendo estado presente a los últimos instantes de la divina Madre, no pudo resignarse a no ver sus restos helados para tener la satisfacción de dejar en ellos el tributo de sus lágrimas. Fue preciso ceder a sus instancias; todos los apóstoles y discípulos se congregaron para levantar la losa del sepulcro y cual no fue su sorpresa al ver que el sagrado cuerpo había desaparecido del sarcófago, no quedando en su lugar sino las flores, frescas y lozanas todavía, que le habían servido de lecho, más el sudario de finísimo lino que despedía perfume celestial. Los ángeles la habían arrebatado al sepulcro y lo habían conducido en sus alas a la mansión del gozo eterno. Porque el cuerpo en cuya formación había intervenido el cielo y había sido el tabernáculo de la divinidad no podía ser pasto de gusanos.






   Era necesario escribir sobre su tumba las mismas palabras que los ángeles pronunciaron sobre el sepulcro de Jesús: «Ha resucitado, no está aquí.» Ved el lecho en que lo habéis colocado, vedlo vacío, porque su cuerpo no está ya en la tierra, sino en el cielo, en un trono de inmensa gloria.

   Sí; María, exenta de las miserias de la naturaleza decaída, no podía pagar a la muerte sino un corto tributo. Por eso, alzándose majestuosa en cuerpo y alma sobre las plumas de los vientos, fue a tocar a las puertas del empíreo, donde su santísimo Hijo le tenía aparejado un trono de gloria sólo inferior al suyo y donde debía ser coronada por el Eterno Padre como Reina de los ángeles y de los hombres. 





   Los ángeles al verla llegar con tan brillante cortejo, exclamarían asombrados: «¿Quién es ésta que avanza como la aurora, que es más bella que la luna, elegida entre millares como el sol y fuerte como un ejército ordenado en batalla?» 

Y los serafines responderían: «Es la Virgen María que sube al tálamo celeste en el cual el Rey de los reyes se sienta en solio de estrellas.» 

Y la humilde doncella de Nazaret exclamaría: «Mi alma glorifica al Señor, porque se ha dignado mirar la humildad de su sierva, y he aquí que todas las generaciones me llamaran bienaventurada.»






   El triunfo de María en su gloriosa Asunción abre nuestro corazón a la más dulce esperanza. Ese triunfo nos enseña que las dolorosas pruebas de la vida son breves y que los sacrificios que hacemos por Dios o que soportamos con santa resignación, serán resarcidos en el cielo por una gloria que la lengua humana no puede explicar. «Las lágrimas, esa sangre del alma, triste privilegio del hombre, tributo fatal de una maldición hereditaria, expresión común de todos los sufrimientos y que forman el principal lote de la virtud,» serán enjugadas en el cielo por la mano de Dios mismo para tornarlas en otros tantos motivos de felicidad y de consuelo. Esa mano que sostiene el mundo y que pesa con terrible pesadumbre sobre el infierno, se cambiara entonces en mano llena de misericordia y de bondad. No habrá una sola lágrima, por oculta y silenciosa que haya sido, que no sea recogida por Dios y recompensada en el cielo.

   He aquí lo que está reservado a las almas que siguen las huellas de María estampadas en el camino real de la cruz. ¿Quién no querrá derramarlas en abundancia si tan grandes son los premios que le están reservados? «Por largo que sea el camino, marchad, viajeros de la vida, porque, en verdad os digo, las visiones de la patria valen de sobra las penas que os impone la trabajosa jornada del tiempo.»





EJEMPLO



María, Reina del Santísimo Rosario



   No hay tal vez devoción más grata a los maternales ojos de María que la del Santísimo Rosario, práctica que ella misma se dignó inspirar a Santo Domingo de Guzmán, y con la cual convirtió innumerables herejes y obstinados pecadores. El que practica esta santa devoción puede tener la seguridad de merecer una protección especial de la Madre de Dios. Entre mil casos que pudiéramos citar, prueba esta consoladora verdad el hecho siguiente. 






   El célebre artista Gluk, tan fervoroso cristiano como hábil músico, dio los primeros pasos en la senda del arte cantando, cuando niño, bajo las suntuosas bóvedas de una basílica católica. Dios lo había dotado de una voz tan maravillosa que era inmenso el número de fieles que concurría al templo, cuando se anunciaba que él cantaría algún cántico sagrado. 






   Nada hay que contribuya más poderosamente a desenvolver el sentimiento religioso en las almas bien dispuestas que la práctica del arte musical en el santuario. Por eso el joven artista sentía que su fe y piedad se acrecentaban a medida que, haciendo el oficio de los ángeles en el cielo, cantaba las alabanzas del Señor en el templo católico.

   Salía un día del coro, después de haber cantado admirablemente una plegaria a María, cuando se acercó un religioso con los ojos húmedos en lágrimas para felicitarlo por su talento artístico.

   «Quisiera tener, le dijo, algo digno de tu mérito para expresarte la complacencia que siento al ver que empleas tus admirables talentos en honrar al soberano Señor que te los ha dado. Pero soy pobre, lo único que puedo ofrecerte es este rosario, que pongo en tus manos con la súplica de que lo reces todas las tardes en honra y gloria de la Madre de Dios: si así lo hicieres, te pronostico que el cielo bendecirá tus esfuerzos y llegaras a ser grande entre los hombres.»

   Sorprendido y a la vez complacido de lo que acababa de oír, Gluk tomó respetuosamente el rosario que le ofrecía aquella mano escuálida por las austeridades, prometiendo rezar el rosario todos los días de su vida.

   No tardó la Santísima Virgen en premiar el obsequio del joven artista. Sus padres, comprendiendo las felices disposiciones de su hijo, resolvieron enviarlo a Roma para que se perfeccionase en el arte. Pero eran pobres, carecían de los recursos necesarios para educar al niño y costear su permanencia en país extranjero. Una tarde en que Gluk acababa de terminar su rosario, llamaron reciamente a la puerta de su humilde morada. Era el Maestro de Capilla de la Catedral de Viena que encargado de ir a Italia para formar la colección de las obras de Palestrina, llegaba por encargo del Arzobispo a proponer a los padres de Gluk el cargo de secretario para su hijo.

   Sus deseos estaban cumplidos: Gluk iría a Roma sin sacrificio alguno y bajo el patrocinio de un sabio profesor. Gluk dejaba a los quince años la casa paterna para ocupar un puesto que envidiarían muchos hombres después de una larga carrera. Su fama llegó hasta los palacios de los reyes, quienes lo colmaron de honores. Fue el favorito de dos reinas, María Teresa y María Antonieta de Austria, y el preferido de la corte de Versalles. 





   Pero, en medio de los honores, de la gloria y de las riquezas, no olvidó ni un solo día la promesa que había hecho al monje al salir del templo de su pueblo. Interrumpía los banquetes y los saraos de las cortes para rezar el rosario con el fervor de los primeros días. Durante los años de su larga y brillante carrera resistió con admirable entereza a las seducciones del mundo y a la voz insidiosa de las pasiones. Cruzó por entre las perversiones de la sociedad de su época sin contaminarse, como la paloma vuela por encima de los pantanos sin manchar sus blancas alas.




JACULATORIA



Ruega por mí, ¡oh Madre mía!

para que sufra contigo

y contigo goce un día.




ORACIÓN



   ¡Qué grato es para nosotros! ¡Oh Madre bienaventurada! ¡verte en el cielo al lado de tu divino Hijo en un océano de inefables delicias después de la furiosa tormenta que se descargó sobre Ti! Hijos de vuestros dolores, queremos manifestarte hoy con nuestros himnos de júbilo que compartimos también contigo la alegría de que disfrutas en la mansión del perenne gozo. Jamás un hijo puede ser indiferente así a las lágrimas como a la felicidad de su adorada madre; por eso nosotros, que hemos llorado contigo al pie de la cruz, nos gozamos también contigo de la gloria de que gozas al pie del árbol de la vida.

   Peregrinos en este valle de lágrimas, tenemos también mucho que padecer. Permítenos, dulce Madre, descansar en tu regazo en las horas de la tribulación para no desfallecer en la prueba y perder el mérito del padecimiento. ¡Oh María, ten piedad de los que llevamos a cuestas la cruz del sacrificio; pero que no se haga, no, nuestra voluntad, sino la de Dios! Queremos seguir en tu compañía a Jesús hasta la muerte, para poder decir con él y como él: «Todo está consumado, ya no hay más que sufrir, vengan ahora las eternas coronas y las palmas inmarcesibles.»

   Hasta que ese momento llegue, dígnate sostenernos en nuestra debilidad; permítenos tomar algún reposo en tus brazos, y en medio de la tribulación, habla a nuestro corazón palabras de aliento y esperanza, a fin de que, cesando un día para siempre nuestras lágrimas, den lugar a los eternos gozos del cielo. Amén.






Oración final para todos los días



  ¡Oh María!, Madre de Jesús, nuestro Salvador, y nuestra buena Madre nosotros venirnos a ofreceros con estos obsequios que colocamos a vuestros pies, nuestros corazones, deseosos de seros agradables, y a Solicitar de vuestra bondad un nuevo ardor en vuestro santo servicio.

   Dignaos presentarnos a vuestro divino Hijo; que en vista de sus méritos y a nombre de su Santa Madre dirija nuestros pasos por el sendero de la virtud; que haga lucir con nuevo esplendor la luz de la fe sobre los infortunados pueblos que gimen por tanto tiempo en las tinieblas del error; que vuelvan hacia él y cambie tantos corazones rebeldes, cuya penitencia regocijará su corazón y el vuestro.

   Que confunda a los enemigos de su Iglesia, y que, en fin, encienda por todas partes el fuego de su ardiente caridad, que nos colme de alegría en medio de las tribulaciones de esta vida y de esperanza para el porvenir. Amén.




PRÁCTICAS ESPIRITUALES



1—Hacer una visita a la Santísima Virgen en alguno de sus Santuarios para felicitarla por la gloria de que disfruta en el cielo.



2—Rezar devotamente el Acordaos por la conversión de los pecadores.



3—Dar una limosna para contribuir a los gastos que demanda la celebración del Mes de María en los templos en que se practican estos santos ejercicios.



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