miércoles, 20 de noviembre de 2024

MES DE MARÍA INMACULADA: DÍA DECIMOTERCERO.

 


“MES DE MARÍA INMACULADA” Por el Presbítero Don Rodolfo Vergara Antúnez. Santiago de Chile. Librería y casa editorial de la Federación de Obras Católicas. 1916.




20 DE NOVIEMBRE.




DEDICADO A HONRAR EL DOLOR DE MARÍA POR LA PÉRDIDA DE JESÚS.




ORACIÓN PARA TODOS LOS DÍAS DEL MES.



   ¡Oh María! Durante el bello mes que os está consagrado, todo resuena con vuestro nombre y alabanza. Vuestro Santuario resplandece con nuevo brillo y nuestras manos os han elevado un trono de gracia y de amor, desde donde presidís nuestras fiestas y escucháis nuestras oraciones y votos.

   Para honraros, hemos esparcido frescas flores a vuestros pies y adornado vuestra frente con guirnaldas y coronas. Mas, ¡oh María!, no os dais por satisfecha con estos homenajes; hay flores cuya frescura y lozanía jamás pasan y coronas que no se marchitan. Estas son las que Vos esperáis de vuestros hijos; porque el más hermoso adorno de una madre, es la piedad de sus hijos y la más bella corona que pueden deponer a sus pies es la de sus virtudes.

   Sí, los lirios que Vos nos pedís son la inocencia de nuestros corazones. Nos esforzaremos pues, durante el curso de este mes consagrado a vuestra gloria, ¡oh Virgen santa!, en conservar nuestras almas puras y sin mancha y en separar de nuestros pensamientos, deseos y miradas, aun la sombra misma del mal.

   La rosa cuyo brillo agrada a vuestros ojos, es la caridad, el amor a Dios y a nuestros hermanos. Nos amaremos pues, los unos a los otros, como hijos de una misma familia cuya madre sois, viviendo todos en la dulzura de una concordia fraternal. En este mes bendito, procuraremos cultivar en nuestros corazones, la humildad, modesta flor que os es tan querida y con vuestro auxilio llegaremos a ser puros, humildes, caritativos, pacientes y resignados.

   Oh María, haced producir en el fondo de nuestros corazones, todas estas amables virtudes; que ellas broten, florezcan y den al fin frutos de gracia, para poder ser algún día, dignos hijos de la más santa y de la mejor de las madres. Amén.







CONSIDERACIÓN



     Un incidente doloroso acibaró el corazón de María después de la feliz cesación de su destierro y de la vuelta a su patria y a su hogar. Fieles observadores de la ley, los dos santos Esposos se dirigieron un día a Jerusalén en la época del tiempo pascual. Confundidos entre la multitud de piadosos peregrinos que iban a visitar el templo, partieron de Nazaret llevan do a Jesús en su compañía cuando frisaba en los doce años de edad. Después de cumplir los deberes religiosos, dejaron la Ciudad santa, formando parte de grupos diferentes, según era costumbre: José en el grupo de los hombres y María en el grupo de las mujeres; pero los niños podían indiferentemente agregarse a cualquiera de los grupos. 

   Las sombras de la noche habían caído ya sobre la tierra cuando José y María se reunieron en el lugar de la primera jornada. Al reunirse, la primera pregunta de uno y otro fue la misma: ¿Dónde está Jesús? Ni uno ni otro pudieron contestarla. Jesús había desaparecido, y la más amarga desolación se apoderó del corazón de los afligidos Esposos. Si la tierra hubiera temblado anunciando su completo desquiciamiento, y si las trompetas del juicio hubieran señalado el momento de la última hora, el corazón de María no habría sufrido la conmoción que experimentó al notar la pérdida de su Hijo. Interrogaron a sus parientes y amigos, penetraron desolados entre la multitud con la esperanza de que el niño los hubiera perdido de vista. ¡Vanos esfuerzos! De todos los labios se desprendían respuestas negativas; nadie daba razón de Jesús. La noche era tenebrosa como la pena que embargaba a los dos despedazados corazones. Muchos dolores se ocultarían bajo las sombras de esa noche; pero no habría ninguno como el de María.






   Tomaron entonces solos y silenciosos el camino de Jerusalén sin que los arredrase ni el cansancio ni los peligros. Las lágrimas de la afligida madre iban señalando la solitaria ruta, y de trecho en trecho se dejaba oír su voz dolorida que llamaba a Jesús con la esperanza de que respondiese a sus clamores. Así llegaron a la Ciudad, y desde las primeras luces de la aurora recorrieron diligentemente sus calles, preguntando a los transeúntes si por acaso habían visto al amado de su corazón; pero, ilusorias esperanzas, vagas probabilidades era todo el resultado de sus investigaciones.






   Cada momento que pasaba hacía más agudo el dolor de María; había perdido su tesoro, la luz de su vida, el solo embeleso de su corazón; en una palabra, era una madre que habla perdido al único hijo de sus entrañas. Todo le era soportable con Jesús, todo le era amargo sin él. ¿Dónde estaría? ¿Habría caído en manos de sus enemigos? ¿Se habría hecho indigna de su amor y de su compañía? Mil dolorosos pensamientos cruzaban por su mente, despedazando su alma. Por tres veces vio venir la noche y nacer el día; y el día y la noche transcurrían dejándola sumergida en su dolor; hasta que, dirigiéndose otra vez al templo para derramar allí sus dolorosas lágrimas, vio a Jesús que, rodeado de los doctores de la ley, los maravillaba con la sabiduría que a raudales brotaba de sus labios.






   —¿Quién es este prodigioso niño? exclamaban algunos a pocos pasos de la Madre.

   Es Jesús, mi hijo, dijo María, en los transportes de su inmenso gozo; y acercándose al Mesías, le dice con una dulzura que revelaba aún los últimos dejos de su pesar: “Hijo mío, ¿por qué has obrado así con nosotros? Tu padre y yo te buscábamos llenos de aflicción…»






   ¡Ah! ¡Y con cuanta facilidad perdemos nosotros a Jesús por medio del pecado! Por un placer momentáneo, por la satisfacción de alguna pasión mezquina, por seguir las máximas del mundo, por el respeto humano, por un interés sórdido, perdemos su gracia y su amistad bienhechora, sin pensar por un momento que, perdiendo a Jesús, todo lo perdemos. ¿Qué importan entonces todos los bienes de la tierra, todos los honores del mundo, todos los goces de la vida? “¿Qué importa al hombre ganar un mundo si pierde su alma?» Pero lo que es más triste, es ver la indiferencia con que se mira la perdida de Dios. Si se pierde la fortuna, cuántas lágrimas y sacrificios para recuperarla; si se pierde la salud, cuántos afanes por recobrarla; si se pierde la estimación de los hombres, cuánta solicitud por encontrarla de nuevo. Pero si se pierde a Dios, que es el sumo bien, se ríe y duerme sin cuidado, sin que se derrame una lágrima y sin que se haga diligencia alguna por volver a su amistad. Veamos en este dolor de María cuanto debe ser nuestro empeño por encontrar a Jesús cuando tengamos la desgracia de perderlo por el pecado.



EJEMPLO



Desgraciado del que olvida a María



   Hubo en una ciudad de Francia un joven, como tantos otros, que, olvidando los principios de la religión, se entregó con avidez febril a la lectura de libros impíos y licenciosos.

   Como siempre acontece, la fe y la inocencia naufragaron en ese mar de errores y máximas funestas que llenan las páginas de esas infames producciones del infierno.

   Perdida la fe, comenzó a resbalar por la pendiente del vicio y acabó por precipitarse en el abismo del crimen, cometiendo uno que comprometió gravemente su honor.

   Devorado por los remordimientos y asustado de su propia obra, se echó en los brazos de la desesperación, en vez de buscar los del arrepentimiento, y llegó a concebir la realización de un crimen mucho mayor que el que causaba su desesperación: el suicidio. En el paroxismo de su desesperación, no comprendía que el suicidio en vez de salvar su honor, lo enlodaba más y más añadiendo un crimen a otro crimen.






   Agitado por este sombrío pensamiento, y sin dar lugar a la reflexión, se precipitó un día desde lo más alto de la ribera al fondo de un caudaloso río, creyendo que su mala acción permanecería secreta. Pero, por un prodigio inexplicable, su cuerpo flotaba sano y salvo sobre las corrientes del río, a pesar de los esfuerzos que hacía para sumergirse. Un pescador que arreglaba sus redes en la ribera, al ver que un hombre era conducido por la corriente se apresuró a prestarle socorro, creyendo que habría sido víctima de algún accidente involuntario. Mas, cuando el generoso pescador estaba a punto de salvarlo, el demonio, sin duda, sugirió al infeliz la idea de que la causa que le impedía sumergirse era un Escapulario que llevaba al cuello, último y único resto de las santas creencias de su infancia. Acto continuo, el desgraciado joven se lo arranca del cuello y lo arroja a la corriente, y en el mismo instante se sumerge en el fondo de las aguas sin que el pescador pudiera impedirlo.






   Este hecho nos manifiesta que la Santísima Virgen no olvida ni a sus hijos más ingratos, si se visten con la sagrada insignia de su Escapulario y que está dispuesta a procurarles hasta el último momento medios de salvación.




JACULATORIA



Sálvanos, Madre piadosa,

de una vida disipada

y una muerte desastrosa.




ORACIÓN



   ¡Oh María! por la dolorosa angustia que experimentó tu corazón de madre al verte separada por tres días de tu idolatrado Hijo, dígnate alcanzarnos la gracia de llorar siempre con amargas lágrimas nuestros pecados, que han sido la causa de haber tantas voces perdido la amistad divina. ¡Oh mil veces desventurados los que pierden a Jesús sin deplorar su ausencia y sin echar de menos su dulce y amable compañía! No permitas jamás ¡oh madre nuestra! que insensibles a tan dolorosa pérdida, disfrutemos tranquilos de los pérfidos goces del mundo, sin pensar que lejos de Dios existe abierto a nuestros pies un profundísimo abismo.

   ¡Ah! perdiendo a Jesús, te perdemos también a ti que eres nuestra más dulce esperanza, nuestro consuelo más puro y nuestra más segura tabla de salvación. Qué haríamos sin ti, ¡oh estrella de los mares! en medio de las tormentas que agitan la vida llenándola de peligros. Qué haríamos sin ti, ¡oh consola dora de los afligidos! en medio de las des gracias y contratiempos que siembran de pesares el camino de la vida. Qué haríamos sin ti, ¡oh inexpugnable fortaleza! en medio de las tentaciones que suscitan para perdernos los enemigos de nuestra salvación.

   ¡Oh María! somos tus hijos no nos desampares; somos tus siervos, no nos olvides; somos tus vasallos, no nos desconozcas. Llena de piedad y de misericordia alárganos tu mano protectora en la hora del peligro; y si por desgracia sucumbiéramos, no tardes en venir en nuestro auxilio y en ponernos a salvo hasta dejarnos en posesión de la tierra feliz donde disfrutaremos eternamente de tu amabilísima compañía. Amén.







ORACIÓN FINAL PARA TODOS LOS DÍAS



   ¡Oh María, Madre de Jesús nuestro Salvador y nuestra buena Madre!, nosotros venimos a ofreceros con estos obsequios que colocamos a vuestros pies, nuestros corazones deseosos de seros agradables y a solicitar de vuestra bondad, un nuevo ardor en vuestro santo servicio.

   Dignaos presentarnos a vuestro Divino Hijo, que en vista de sus méritos y a nombre de su Santa Madre, dirija nuestros pasos por el sendero de la virtud. Que haga lucir con nuevo esplendor la luz de la fe, sobre los infortunados pueblos que gimen por tanto tiempo en las tinieblas del error; que vuelvan hacia Él y cambie tantos corazones rebeldes, cuya penitencia regocijará su corazón y el vuestro.

   Que confunda a los enemigos de su Iglesia y que, en fin, encienda por todas partes el fuego de su ardiente caridad; que nos colme de alegría en medio de las tribulaciones de esta vida y de esperanza para el porvenir. Amén.




PRACTICAS ESPIRITUALES



1—Hacer un acto de contrición detestando de corazón todo pecado.



2—Practicar la virtud de la humildad ejecutando algún acto humillante o hablando bajamente de nosotros mismos.



3—Hacer una confesión con todo esmero para recobrar la amistad divina, si la hubiésemos perdido por el pecado, o para afianzarla con el aumento de gracias que se nos comunica por medio de los Sacramentos.


martes, 19 de noviembre de 2024

MES DE MARÍA INMACULADA: DÍA DUODÉCIMO.

 



“MES DE MARÍA INMACULADA” Por el Presbítero Don Rodolfo Vergara Antúnez. Santiago de Chile. Librería y casa editorial de la Federación de Obras Católicas. 1916.



19 de noviembre.



CONSAGRADO A HONRAR EL DOLOR DE MARÍA EN LA HUIDA A EGIPTO.




ORACIÓN PARA TODOS LOS DÍAS DEL MES.



   ¡Oh María! Durante el bello mes que os está consagrado, todo resuena con vuestro nombre y alabanza. Vuestro Santuario resplandece con nuevo brillo y nuestras manos os han elevado un trono de gracia y de amor, desde donde presidís nuestras fiestas y escucháis nuestras oraciones y votos.

   Para honraros, hemos esparcido frescas flores a vuestros pies y adornado vuestra frente con guirnaldas y coronas. Mas, ¡oh María!, no os dais por satisfecha con estos homenajes; hay flores cuya frescura y lozanía jamás pasan y coronas que no se marchitan. Estas son las que Vos esperáis de vuestros hijos; porque el más hermoso adorno de una madre, es la piedad de sus hijos y la más bella corona que pueden deponer a sus pies es la de sus virtudes.

   Sí, los lirios que Vos nos pedís son la inocencia de nuestros corazones. Nos esforzaremos pues, durante el curso de este mes consagrado a vuestra gloria, ¡oh Virgen santa!, en conservar nuestras almas puras y sin mancha y en separar de nuestros pensamientos, deseos y miradas, aun la sombra misma del mal.

   La rosa cuyo brillo agrada a vuestros ojos, es la caridad, el amor a Dios y a nuestros hermanos. Nos amaremos pues, los unos a los otros, como hijos de una misma familia cuya madre sois, viviendo todos en la dulzura de una concordia fraternal. En este mes bendito, procuraremos cultivar en nuestros corazones, la humildad, modesta flor que os es tan querida y con vuestro auxilio llegaremos a ser puros, humildes, caritativos, pacientes y resignados.

   Oh María, haced producir en el fondo de nuestros corazones, todas estas amables virtudes; que ellas broten, florezcan y den al fin frutos de gracia, para poder ser algún día, dignos hijos de la más santa y de la mejor de las madres. Amén.






CONSIDERACIÓN.



   Era la mitad de una apacible noche. José y María, rendidos por la fatiga del trabajo, dormían el dulce sueño de la inocencia y del deber cumplido. Repentinamente José despierta sobresaltado y se levanta de prisa: era que un ángel le acababa de dar la orden de emprender un viaje a Egipto para poner a salvo la vida del recién nacido amenazada por la saña de Herodes. María, sin desplegar sus labios, corre a la cuna de su Hijo, que dormía tranquilamente el sueño de los ángeles, fija sobre Él una mirada de angustia, lo envuelve cuidadosamente en sus pañales, lo carga amorosamente en sus brazos, lo cubre con un pobre manto y se aleja con paso presuroso de la tierra de sus antepasados para encaminarse al país del destierro.

   Un silencio sepulcral dominaba en las calles: todos reposaban en el sosiego de sus abrigados albergues y nadie transitaba a lo largo de los solitarios caminos que conducían a Jerusalén. Entre tanto, una tierna doncella y un triste joven marchaban en silencio, temerosos hasta del ruido de sus propios pasos, a la luz de los suaves rayos de la luna que brillaba en un cielo sin nubes. “Erase todavía en la estación del invierno, dice San Buenaventura; y al atravesar la Palestina, la Santa Familia debió escoger los caminos más ásperos y solitarios. ¿Dónde se habrá alojado durante las noches? ¿Qué lugar habrá podido escoger durante el dia para reponerse un poco de las fatigas del viaje? ¿Dónde habrá tomado la frugal comida que debía sostener sus fuerzas?”.

   Caminos solitarios, senderos quebrados y peñascosos, colinas empinadas, bosques espesos, arsenales abrasados, desfiladeros peligrosos, sinuosidades en que los bandoleros espiaban al viajero, cavernas oscuras que servían de guarida a los malhechores; he ahí lo que debían atravesar los tristes desterrados de Israel. Pero nos solo era la naturaleza con sus desiertos sin sombra, sin agua y sin ruido, con sus altas montañas y tupidos bosques y solitarias hondonadas, lo que hacía en extremo penosa la marcha de los viajeros: eran el miedo, el frio, el hambre y la sed. Ellos debían ocultarse a las pesquisas de los espías de Herodes y alejarse de las poblaciones y seguir los senderos menos frecuentados. El frio entumecía sus miembros, porque no tenían ni un techo que los guareciera de las brisas húmedas de la noche, ni más lecho que las yerbas empapadas por el roció, ni más abrigo que sus sencillos mantos. Sus provisiones eran escasas, y el hambre se dejó sentir más de una vez sin que encontraran, para satisfacerla, ni una fruta silvestre, ni un tallo de yerba. A través de aquellos páramos abrasados por el sol, ni una fuente de agua les ofrecía sus corrientes cristalinas para humedecer sus fauces, secas por el cansancio, el calor y la fatiga, y ni siquiera un soplo de fresca brisa venía a templar el ardor de aquella temperatura de fuego.
 
   Por fin, después de un viaje largo y penoso, llegaron a Egipto, la tierra de la proscripción, donde no encontraron ni un pariente, ni un amigo, ni una mano generosa que les prestase amparo. Era un país de idolatras y donde se miraba con desdén e indiferencia al extranjero. En su patria los santos Esposos habían llevado una vida humilde y laboriosa; pero jamás falto el pan en su mesa. Mas ¡ay!, en el país del destierro sus privaciones eran continuas y un trabajo asiduo durante el día y una parte de las noches no era bastante a proveerlos de lo necesario. “Con frecuencia, dice un escritor, el niño Jesús acosado por el hambre, pidió pan a su madre, que no podía darle otra cosa que sus lágrimas…”

   No dejemos perder ninguna de las saludables enseñanzas encerradas en este misterio de suprema angustia y de maravillosa resignación a la voluntad divina. La prudencia humana habría podido alegar mil especiosas excusas y oponer al decreto del ángel numerosos inconvenientes. Era de noche; convendría esperar la claridad de la aurora, los caminos estaban poblados de bandidos; carecían de todo recurso para emprender un largo viaje; iban a un país extraño, dejando patria, hogar, parientes, amigos. ¿No habría otro medio que ofreciera menos dificultades para salvar al niño? ¿Por qué se le exige tanto sacrificio?





   He aquí lo que hubiera dictado la prudencia humana. Pero los santos Esposos ni siquiera preguntan al ángel si el cielo se encargaría de protegerlos durante tan larga jornada. Bástales saber que tales son los designios de Dios para inclinarse sumisos y adorar su voluntad, abandonándose sin reserva en los brazos de su providencia.




EJEMPLO



La confianza filial recompensada.



   En el seminario de Tolosa había un niño de muy felices disposiciones para la virtud y entre otras prendas que lo adornaban, se distinguía por una confianza ilimitada en la protección de María.

   Una noche, al pasar el superior la visita de inspección acostumbrada para asegurarse de que todos los alumnos estaban recogidos, lo encontró arrodillado en su cama.

   —¿Por qué no se ha acostado usted mi querido amigo? Le dijo el superior.

  Porque he dado mi escapulario al portero para que me lo remiende con el cargo de que me lo devolviese antes de acostarme; y como no me lo ha traído todavía, no me atrevo a recogerme sin él.

   —¿Y por qué no podría usted pasar una noche sin su escapulario?

   —Porque temo morirme esta misma noche; y no quisiera que me sobreviniera este trance sin tener en mi poder ese escudo de protección; pues la Santísima Virgen ha prometido que el que muera con esa especial divisa de su amor no padecerá el fuego eterno.

   —No tenga usted temor, le dijo el superior, pues nada nos induce a creer que esté tan próximo su fin: mañana, a primera hora, yo haré que se le devuelva su escapulario; y entretanto, acuéstese y duerma tranquilo.

   —Padre mío, replicó el joven, yo no puedo acostarme sin mi santo escapulario; no tendría tranquilidad ni vendría el sueño a mis ojos, de temor de morirme sin él.






   El buen sacerdote, profundamente compadecido de la aflicción del santo joven y no menos edificado de aquella confianza verdaderamente filial en la protección de María, bajó al aposento del portero, recogió el escapulario y lo entrego al niño, quien, después de besarlo devotamente, lo colgó alegremente de su cuello, diciendo: Ahora sí que dormiré tranquilo; y se durmió, invocando tiernamente el nombre de María.

   Al dia siguiente, el mismo superior, al pasar la revista ordinaria para ver si sus alumnos se habían levantado a la hora señalada, entró al cuarto del devoto niño y lo halló todavía en la cama, lo que no le sorprendió, creyendo que estaría reparando la perdida de sueño de la noche anterior a causa de la falta de su escapulario. Se acercó a él, lo llamó dos o tres veces, y, viendo que no respondía, le removió suavemente para despertarlo; y nada… Aplicó su mano en la boca para percibir su aliento, y pudo cerciorarse con indecible sorpresa de que el piadoso niño había pasado del sueño de la vida al sueño de la muerte. Había expirado teniendo estrechado fuertemente al corazón el santo escapulario, que con tan vivas instancias había reclamado.






   María había querido recompensar la filial confianza de su joven devoto no permitiendo que muriese sin el precioso documento por el cual sus devotos quedan libres de las penas eternas. Este hecho nos demuestra la benevolencia con que mira la Madre de Dios a los que se visten de su santo hábito.




JACULATORIA



Dadnos ¡oh dulce María!

Tu maternal protección

y acepta desde este día

mi vida y ni corazón.




ORACIÓN


   ¡Corazón de María, Madre de Dios y Madre nuestra! ¡Corazón amabilísimo, objeto de las eternas complacencias de la Santísima Trinidad y digno de la veneración de los ángeles y de los hombres! Disipad el hielo de nuestros corazones, encended en ellos el fuego de amor divino y comunicadnos un santo entusiasmo por la imitación de vuestras virtudes. Sobre todo, haced que os imitemos en esa heroica conformidad con los designios de Dios y en esa perfecta sumisión a su adorable voluntad. Bien sabéis ¡oh Corazón humilde y resignado! Que nuestros corazones son rebeldes a los decretos divinos, resistiendo muchas veces a ellos para seguir nuestras inclinaciones. Haced que jamás hagamos otra cosa que no sea del agrado de Dios y bien de nuestras almas, y que en nada nos busquemos a nosotros mismos ni demos satisfacción a nuestros gustos.

   ¡Oh santos Esposos de Nazaret!, vosotros que protegisteis durante el largo y penoso destierro al divino Fundador de la Iglesia, dignaos velar sobre esa sociedad de salvación y de vida; protegedla y sed para ella torre inexpugnable que resista heroicamente a los ataques de sus enemigos.

   Sed nuestro camino para llegar a Dios, nuestro socorro en las pruebas, nuestro consuelo en las penas, nuestra fuerza en la tentación. Asistidnos especialmente en el momento de nuestra muerte, haciéndonos experimentar en esa hora decisiva de nuestra suerte, los efectos de vuestro poder, dándonos un asilo en el seno de la misericordia divina, a fin de que podamos bendecir al Señor eternamente en el cielo en vuestra compañía. Amén.








ORACIÓN FINAL PARA TODOS LOS DÍAS




   ¡Oh María, Madre de Jesús nuestro Salvador y nuestra buena Madre!, nosotros venimos a ofreceros con estos obsequios que colocamos a vuestros pies, nuestros corazones deseosos de seros agradables y a solicitar de vuestra bondad, un nuevo ardor en vuestro santo servicio.

   Dignaos presentarnos a vuestro Divino Hijo, que en vista de sus méritos y a nombre de su Santa Madre, dirija nuestros pasos por el sendero de la virtud. Que haga lucir con nuevo esplendor la luz de la fe, sobre los infortunados pueblos que gimen por tanto tiempo en las tinieblas del error; que vuelvan hacia Él y cambie tantos corazones rebeldes, cuya penitencia regocijará su corazón y el vuestro.

   Que confunda a los enemigos de su Iglesia y que, en fin, encienda por todas partes el fuego de su ardiente caridad; que nos colme de alegría en medio de las tribulaciones de esta vida y de esperanza para el porvenir. Amén.



PRÁCTICAS ESPIRITUALES.



1—Repetir varias veces en el día la tercera petición del Padrenuestro. Hágase tu voluntad así en la tierra como en el Cielo; prometiendo a María imitarla en su perfecta conformidad con la voluntad de Dios.



2—Rogar a Dios por la persona o personas que nos hacen mal, perdonándolas de todo corazón.



3—Rezar las Letanías de la Santísima Virgen, pidiéndole por las necesidades actuales de la Iglesia Católica




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