PREPARACIÓN PARA CONSAGRARSE COMO ESCLAVO DE CONFIANZA AL CASTO CORAZÓN DE SAN JOSÉ
La verdadera devoción a San José consiste esencialmente en la confianza ilimitada en la intercesión de este Santo Varón, en la imitación de sus virtudes y en el amor filial que se le profese. Ser su devoto quiere decir tratar de amar al Padre Celestial como él lo hizo; y poner la vida, los bienes y todos los actos del día bajo su paternal patrocinio.
Los que quieran ser fieles devotos del Padre Protector de la Iglesia, y verdaderos servidores de su culto, deben consagrarse a él como sus esclavos. Pero como se ama lo que se conoce, es fundamental para esta alianza admirarse con su vida a través de la Vida y Mes del glorioso patriarca San José que escribiera el Padre Antonio Casimiro Magnat, incluido a continuación.
La esclavitud del santo exige recitar una fórmula que indica la dedicación de la vida entera al servicio de su piedad. Significa alabar al benditísimo Patriarca desde que aparece la primera luz del día hasta que se va al lecho, para lo cual, también el último día de este mes, entregaremos una pequeño Devocionario Josefino con las oraciones del cristiano al amparo de San José.
Quienes deseen manifestarse como verdaderos devotos del Castísimo Esposo de Nuestra Santa Madre, deben luchar por ser almas de oración que frecuenten los sacramentos, amantes del silencio, la pureza, modestia y humildad, tener una encendida caridad y una vida que se realice en la laboriosidad y el ocultamiento. Y para alcanzar tan altas aspiraciones, es que a él recurriremos diciendo cada día en el Acordaos: “que nunca se ha oído decir que ninguno de los que ha invocado vuestra protección o implorado vuestros auxilios, hayan quedado sin consuelo”.
ACTO DE CONTRICIÓN
¡Oh, Dios Omnipotente!, arrepentido por las muchas culpas que he cometido contra vuestra divina majestad, vengo a solicitar de vuestra misericordia infinita generoso perdón. Por la valiosa intercesión del Santísimo Patriarca Señor San José os suplico humildemente que me concedáis nuevas gracias para serviros y amaros, a fin de que después de haber combatido denodadamente en esta vida, tenga la dicha de alcanzar el galardón eterno a la hora de la muerte. Así sea.
DÍA
DÉCIMOQUINTO — 15 DE MARZO
CATECISMO DE SAN JOSÉ
17-
¿Cómo fue
virginal en la paternidad el amor de San José?
La Iglesia nos enseña, que es artículo de fe, que ha habido un
verdadero matrimonio entre José y María. Es
también un artículo de nuestras creencias, que
María ha sido la madre de Nuestro Señor Jesucristo, hijo de Dios, hecho hombre,
y que Dios es su Padre. Además, nos dice un piadoso autor: «¿Por qué ha
querido el hijo de Dios encarnar en las purísimas entrañas de la augusta María?
Pues ha sido, y este es el parecer de todos los santos Padres, a causa de la
virginidad de aquella santa criatura. Es, pues, la virginidad de María la que
ha sacado a Jesucristo del cielo para presentarle en la tierra; Jesucristo es,
la flor sagrada que encerró la virginidad, el fruto feliz que la virginidad
produjo». Y San Fulgencio nos lo dice formalmente: «Sí, Jesús es el
fruto, el adorno, el precio, Jesús es la recompensa de la santa virginidad».
Luego debemos concluir con Bossuet, «que, así como todos debemos creer que es la virginidad de
María la que la hace fecunda, no debemos temer el afirmar, que José tuvo parte en
este gran milagro». En efecto, si esta
pureza angélica es el bien de la divina María, es el depósito mejor, es el bien
del justo José, su casto esposo, porque María pertenece a José por su
matrimonio y por los castos cuidados con que la ha conservado; así, pues,
teniendo José tanta parte en la virginidad de María, así también la tiene en el
fruto que llevó la misma por cuya causa Jesús es hijo de José, no
verdaderamente según la carne, sino según el espíritu, por la alianza virginal
que tuvo con la madre: por lo cual diremos con razón que el matrimonio de José fue virginal respecto de la
paternidad.
FELICIDAD DE SAN JOSÉ EN
NAZARET.
Hemos
considerado en otra meditación al glorioso San José como jefe de la santa
familia, y hemos visto que por esta cualidad Dios le había elevado a un grado
preeminente y muy superior a lo que el labio puede expresar. Pero, aun hay otro
punto de vista que nuestra fe y nuestra piedad nos obligan a considerar, y este es la felicidad, las delicias inefables que San
José debió gustar en Nazaret durante los treinta años que vivió en él
acompañado de Jesús y María. Trasportémonos, pues, almas cristianas, a
la santa casa de Nazaret para considerar la dicha inmensa que José debió
experimentar en ella; pero antes de penetrar en esta santa casa, saludémosla
con cariño, puesto que ha encerrado todo lo que hay de más grande en el cielo y
en la tierra. Sí, saludémosla, porque no hay palacio alguno que haya encerrado
dentro de sí una familia tan augusta, ni haya visto verificarse en su interior
cosas tan grandes y sublimes. Y en efecto, allí se
trazaba en el silencio y la oración el plan de un mundo nuevo; plan creado en
la justicia y la sinceridad de la verdad. Allí fue donde comenzaba a ejecutarse
en el tiempo los proyectos eternos de la misericordia de Dios para con los
hombres. Allí fue también donde comenzaron a formarse los primeros modelos del
culto espiritual e interior que iban a restablecerse. Allí fue donde
Jesucristo, muy niño aún, hacía ya el oficio de mediador y Pontífice, como en
un santuario que ofrecía a Dios en holocausto oración y penitencia, que trataba
de nuestra salvación con su Padre y adelantaba la obra de nuestra
reconciliación. En fin, allí fue donde José y María admiraban las maravillas de
Dios, veían crecer el objeto de sus esperanzas y de su amor.
Te
saludamos, pues, querida y santa casa de Nazaret, patrimonio sagrado del amable
José, piadoso retiro de los verdaderos adoradores de Jesús; sí, te saludamos
con respeto. ¡Oh!
¡Cuán grande eres desde que abrigas a Aquel que apenas puede contener la vasta
extensión de los cielos! ¡Cuán gloriosa eres desde que posees a Aquel que hace
la felicidad de los bienaventurados!... ¡Oh, cuán resplandeciente eres desde
que llevas en tu seno la bella aurora y el sol naciente de la gracia… Mejor me
sería un día pasado en tu santuario, que mil años bajo los pabellones de los grandes
y potentados de la tierra! Tú sola, oh santa casa de Nazaret, posees
más bellezas que los tabernáculos de Jacob y las tiendas de Israel… Tú eres
como un compendio de la ciudad de Dios, de la que se dicen cosas gloriosas y
admirables... Tú perteneces al verdadero Obededom, a José el verdadero servidor
del Hombre-Dios; así que estás colmada de bendiciones, puesto que recibes en tu
recinto el arca del nuevo Testamento y de alianza entre Dios y los hombres.
Acabamos
de saludarte, oh santa habitación de Nazaret; pero antes de penetrar en tu
interior, ¡oh! permítenos te instemos a alabar a San José, tu
señor y tu dueño. Sí, alaba a ese santo Patriarca, puesto que por consideración
suya has llegado a ser la santa capilla de Dios conversando con los hombres; el
templo dedicado a la segunda persona de la Santísima Trinidad, el oratorio
ordinario del niño Jesús y de sus padres, el jardín delicioso donde Jesús, abeja
mística, se alimenta entre las flores de las virtudes de José y de María. Sí,
tú eres, oh santa casa, la tierra bendita donde se
vio germinar la flor de los campos y el lirio de los valles; sí, tú eres la
fuente sellada donde el Salvador vertió secretamente las aguas de su gracia en
los corazones de María y de José. Si tú eres el Paraíso terrenal donde José
conserva el árbol de inmortalidad; es a José a quien se lo debes…
Alaba,
pues, a ese gran Santo, a ese glorioso Patriarca; sí, alábale, porque por su
consideración has llegado a ser el santo lugar donde la paz, la dulzura y la
devoción triunfan noche y día; la casa de Dios y la puerta del Cielo, el
tabernáculo de los justos y el asilo de los afligidos.
Y
ahora, almas cristianas, penetremos con respeto en
esa morada y veamos cuál es la inmensa felicidad que José saborea en ella como
jefe de la santa familia.
José fue el jefe de la santa familia y con este título, puesto que
es pobre, tiene que ganar su pan con el sudor de su frente, el pan de Jesús y
de María. Pero
ved qué dicha para él obrar para un fin semejante y cuán dulce es para él
trabajar con Jesús bajo la mirada de María; contemplad cómo evita la
precipitación y la lentitud, y cómo imprime a todas sus obras el sello de la
perfección… Pero considerad, sobre todo, qué paz y
calma… ¿Sabéis
por qué, almas cristianas? Pues
bien, es porque no se siente el peso del trabajo cuando
se hace en unión con Dios y en presencia de María, o si se siente alguna fatiga
llega a ser dulce y agradable... Queremos también nosotros hacernos como
José un gran tesoro en el cielo; estemos primero en estado de gracia como él,
ofrezcamos en seguida nuestro trabajo a Dios con espíritu de penitencia y
oración, y, por último, unamos nuestro trabajo al de Jesucristo. Así es como trabajando para la tierra, trabajaremos al mismo
tiempo para el Cielo.
José fue el jefe de la santa familia; ahora bien ved bien qué satisfacción
para él ver el orden y la armonía que reinan en el interior de su casa; en
efecto, allí el recogimiento es habitual y el silencio
observado religiosamente; el día se divide entre el trabajo de las manos y los
piadosos ejercicios de la religión; allí se encuentra la pobreza religiosa que
excluye toda superfluidad; allí también brilla la castidad, porque sólo existen
vírgenes en aquel cielo terrestre; la obediencia reina como soberana, porque
Jesús está sometido a sus padres, y María a su casto esposo; allí es donde el
Cielo estableció su domicilio en común con la caridad que tan estrechamente une
los corazones... ¡Santas comunidades religiosas, he aquí vuestro modelo si
queréis practicar los consejos evangélicos: pues bien, contemplad lo que pasa
en la casa de Nazaret e imitadla en todas las cosas; que sea José vuestro
patrono y vuestro guía!... Y, vosotras
también, familias cristianas, tomad a San José por vuestro protector. ¡Oh! ¡Feliz la
casa en la que San José es el primer jefe!
Jesús será en ella conocido y amado, María
imitada, y Dios servido con respeto y amor. Esta casa estará edificada
sobre roca, viva; que sople el huracán, que caiga la lluvia, que se desborden
los ríos, no será destruida, porque está asentada sobre un buen cimiento. Podrá experimentar las borrascas de las tribulaciones, pero
la fe la traerá siempre la calma y la resignación hasta que el cielo esté más
sereno.
José fue jefe de la santa familia, y
como tal le incumbe mandar y tomar la dirección de los asuntos; ahora bien, considerad qué honor para él mandar en Jesús a quien todo
el Cielo obedece y en María la más santa y la más pura de las criaturas. Pero
es mucho más glorioso para él la obediencia de Jesús, y en efecto verse servido
en todo por un Dios, ¡qué honor y qué gloria!...
José fue jefe de la santa familia, y
como tal recita él mismo las oraciones que se hacen en común; ¡ahora, ved,
almas cristianas, si se ha ofrecido alguna vez espectáculo más sublime y más
bello que el de la Trinidad de la tierra en oración ante las miradas del
Altísimo!... Considerad, en
efecto, a José de rodillas al lado del Salvador y
de su santa Madre; vedle uniendo sus votos a los suyos, orando en el más
profundo recogimiento y con un fervor más que angélico. Insensible a cuanto
pasa en el mundo, este glorioso Santo ofrece a Dios el sacrificio de sus
labios, pero más aún el de su corazón.
José fue jefe de la santa familia; pues
bien, ved cómo ayuda a María en sus quehaceres, cómo la reemplaza
frecuentemente al lado de Jesús, lleva éste en sus brazos, le hace mil
caricias. ¡Oh!
¡Cuán grande nos parece José en medio de sus cuidados, y cuán feliz debe ser!
Pero
contemplad, sobre todo, si hay un espectáculo más encantador para los corazones
cristianos, que ver a Jesús entre los brazos de José,
de este pobre carpintero en quien el Padre Eterno vertió torrentes de gracias y
en quien unió las alegrías de la paternidad con los honores de la virginidad.
¿No diríais,
almas cristianas, al considerar este pequeño Rey, cogido al cuello de José, que
se hace de los brazos de este justo una carroza triunfal, columnas de plata de
sus manos, una estación de oro de su pecho: el palacio de la divina caridad?
No juzgaríais también al verle, que se ha puesto como un ramillete de flores
sobre su pecho, o impreso en su corazón y en sus brazos para hacernos
comprender que José es enteramente suyo, puesto que lleva sus armas y sus libreas…
¿No diríais
que es el Rey pacífico sentado sobre su trono de marfil, donde recibe los
honores que le rinden las facultades del alma, los sentidos y todos los
miembros del cuerpo virginal de su querido nutricio?... Sí, ¡ved cuán bello
es el espectáculo de Jesús niño, llevado en los brazos de José! ¡Oh! ¡Cuán
agradable debe ser ese yugo y ligera la carga a quien le lleva!... ¡Oh! ¡Cuán
fácil es reconocer en este estado a ese divino Niño por la rica presea del
principado de su ayo! Sus pequeños brazos
rodeados al cuello de José, son un collar de esmeraldas de un valor
inestimable. Una sola de sus miradas, le dice cosas inefables; un beso de su
boca divina, produce más alegría en su corazón que la que todos los bienes de
la tierra puedan dar al hombre durante la duración de los siglos. Sus
caricias tienen más fuerza para inflamar su amor que el aceite virtud para
alimentar el fuego. ¡Ah! Si
algunas almas, gozando de la presencia del Salvador o de la Virgen, solamente
por una visión sobrenatural, se han encontrado, sin embargo, tan abrasadas de
amor y tan embriagadas de delicias celestiales, que exclamaron: «Basta, Señor,
basta»; ¿qué debemos pensar de José, que veía
realmente ambos, que estaba día y noche con Jesús y que le acariciaba a todas
horas?... ¿Qué debe pensarse de las emociones, de los esfuerzos, de los arrebatos
y de las ternuras de su corazón cuando bebía hasta saciarse en la divina fuente
del amor, y gustaba a placer de las grandes alegrías que el Salvador debía
derramar por todo el mundo? Es verdad, que su corazón hubiera
estallado en mil pedazos por la violencia de la dilación, su alma se hubiera
liquidado a fuerza de dulzura, mejor que la de la esposa del cántico, de los
cánticos, a la voz de su muy amado; hubiera, en fin,
muerto de alegría y de amor, si Dios por un milagro no le hubiera conservado la
vida.
No, ¡oh bienaventurado José! Jamás
el hombre podrá figurarse la dulzura de vuestros pensamientos, los abatimientos
de vuestro espíritu, cuando Jesús os llamaba su buen padre y vos le llamabais
vuestro querido hijo; cuáles fueron también los sentimientos de vuestro corazón
durante las noches enteras que pasasteis al lado de su cuna, ya meciéndole para
dormirle, ya reposando vuestra cabeza sobre su humanidad santa, mientras que el
corazón de su divinidad velaba; cuán celestiales fueron los ardores en que
ardía vuestro corazón, cuando llegabais a pasear, servir o llevar en vuestros
brazos a Jesús, vuestro Isaac, vuestro Benjamín, vuestro todo… Jamás la boca
del hombre podrá expresar vuestros enajenamientos cuando contemplabais la
hermosura y majestad del rostro de Jesús, lo amable de su genio, el fervor de
su devoción y la afabilidad de su conversación; cuál fue vuestra modestia
cuando dabais el sustento a Aquel que no tiene más que abrir la mano para
llenar a todos los seres de las bendiciones necesarias a la vida, o cuando para
reparar vuestras fuerzas tomabais el refrigerio que María, la reina de los
ángeles os había preparado y que Jesús había bendecido con su divina mano…
cuáles fueron vuestras reflexiones, cuando enseñabais a andar a Aquel que había
descendido del cielo sobre la tierra por visitar a los hombres... Nunca, en
fin, podremos comprender cuál fue vuestra atención cuando Jesús departía con
vos sobre el reino de su Padre celestial, del objeto de su venida a este mundo
y de la Iglesia que debía fundar... cuáles fueron, en fin, vuestras alegrías y
ternezas, cada vez que, al salir de la habitación al pasar por delante de vos,
os saludaba con respeto.
Así
que, ya lo veis, almas cristianas, José en la
compañía de Jesús y de María recibió en su bienaventurado retiro de Nazaret,
una especie de satisfacción adelantada de las delicias celestiales. ¿Queremos
también nosotros recibir este gusto anticipado de las alegrías del Paraíso?; amemos a Jesús con
todo nuestro corazón, como José le amó. Acerquémonos
dignamente a la santa mesa y podemos estar seguros que encontraremos en la
Sagrada Comunión y a los pies del santo Tabernáculo, la única felicidad que
puede llenar nuestro corazón y hacernos esperar en paz las alegrías inmortales
de la verdadera Patria.
COLOQUIO
SAN JOSÉ: Acabas
de meditar, hija mía, sobre la dicha que disfruté en mi casa de Nazaret, en
compañía de Jesús y de María. Ahora bien; ¿quieres
saber la causa de aquella felicidad? ¡Pues
bien!, voy a satisfacer tus deseos: es la continua presencia de Dios.
María y yo teníamos incesantemente los ojos fijos en Jesús, y ni las
ocupaciones de la vida nos impedían amarle, ni el amor nos impedía trabajar. La
continua presencia de Dios, he aquí hija mía, la base de la vida espiritual; y
en efecto, la presencia de Dios aleja el pecado del alma, la conduce a la
práctica de la virtud y la une a Dios por el amor santo y desde luego el
ejercitarse a estar en presencia de Dios, es cosa eficaz para evitar el pecado,
¿Cuál es el niño que se atrevería a desobedecerá su
padre a sus ojos?, ¿El soldado que osaría resistir a una orden formal ante su
soberano, o un soldado que se atrevería faltará la disciplina militar a los
ojos de sus jefes? Ninguno habrá ciertamente, y cuando se desobedece es
porque uno se lisonjea de la impunidad. ¡Ah! Si
el cristiano pensara que siempre está en presencia de un Padre, de un Rey y del
Juez que puede recompensarle o castigarle, entonces se guardaría mucho de no
hacer nada que pudiese ofenderle.
El segundo efecto de
este ejercicio de estar en la presencia de Dios es la práctica de la virtud, ¿Con qué valor no se siente poseído aquel soldado que
combate en la presencia de su príncipe? ¿Con qué solicitud no trabajan los
obreros ante un maestro generoso que los quiere recompensar? Pues con
mucha más razón se llenará de fervor un cristiano, que diga dentro de sí: Dios está aquí que me ve, y que no dejará de ningún modo
de recompensarme. Este pensamiento lleno de consuelo suavizará sus
fatigas y le esforzará para superar todos los obstáculos; pues aquí no se
trata, no de una recompensa efímera, sino de una eternidad venturosa, porque el
hombre solamente es negligente cuando olvida esta verdad tan importante.
El tercer efecto del expresado
ejercicio es el aumentar la caridad según esta máxima infalible: el amor crece en presencia del objeto amado. En
efecto, si esto sucede entre los hombres, a pesar de los defectos que lleva una
familiaridad íntima, ¿cuánto más contribuirá la
presencia de Dios para inflamar el amor que excita la meditación, que da un
perfecto conocimiento y juntamente descubrirá cada vez más sus efectos
adorables? Debiéndose tener entendido que la oración de la mañana no
basta para mantener este fuego sagrado, pues es sabido que el agua hirviendo al
sacarse del fuego se enfría y sucederá lo mismo a aquel hombre que no procura
de renovar de tiempo en tiempo el pensamiento que Dios le ve y solicita su
amor.
EL ALMA: Sí,
¡oh gran santo!, comprendo todas las
ventajas de este santo ejercicio y lo deseo vivamente; pero ¿cómo puedo aplicarme a él con las ocupaciones de mi
profesión, las exigencias de la vida y las relaciones que estoy obligado a
tener con mis semejantes?
SAN JOSÉ: Si
lo deseas sinceramente, hija mía, los deberes de tu estado no serán un
obstáculo.
Cuando Santa Catalina de Siena manifestó A sus padres el deseo de ser religiosa, estos emplearon todos los medios imaginables para hacerla perder su vocación. Empezaron por reducirla todos sus ejercicios de piedad y la abrumaron con tantos trabajos, que la era imposible encontrar un momento para estar sola y tranquila; pero la Santa no se apuró, se hizo en el fondo del corazón un oratorio donde Dios estaba siempre presente y en medio de las ocupaciones más variadas, su recogimiento era continuo y hacia todas sus acciones en vida de placer a Dios. Imítala, hija mía, busca a Dios dentro de ti, y santificará tus acciones y esto será el medio más seguro para llegar a la perfección.
RESOLUCIÓN: Ejercitarse cada día a ponerse en presencia
de Dios. Pedir a San José que nos ayude en este santo ejercicio.
LETANÍAS DE SAN JOSÉ.
Señor, tened piedad de nosotros.
Jesucristo, tened piedad de nosotros.
Señor, tened piedad de nosotros.
Jesús, óyenos.
Jesús, acoge nuestras súplicas.
Padre celestial, que sois Dios, tened piedad de nosotros.
Hijo redentor del mundo, que sois Dios, tened piedad de nosotros.
Espíritu Santo, que sois Dios, tened piedad de nosotros.
Santísima Trinidad, un solo Dios, tened piedad de nosotros.
Santa María, Madre de Dios, Esposa de San José, ruega por nosotros.
San José, nutricio del Verbo encarnado, ruega por nosotros.
San José, coadjutor del gran consejo, ruega por nosotros.
San José, hombre según el corazón de Dios, ruega por nosotros.
San José, fiel y prudente servidor, ruega por nosotros.
San José, custodio de la virginidad de María, ruega por nosotros.
San José, dotado de gracias superiores, ruega por nosotros.
San José, purísimo en virginidad, ruega por nosotros.
San José, profundísimo en humildad, ruega por nosotros.
San José, altísimo en contemplación, ruega por nosotros.
San José, ardientísimo en caridad, ruega por nosotros.
San José, que habéis sido declarado justo por el Espíritu Santo, ruega por nosotros.
San José, que fuisteis instruido divinamente en el misterio de la Encarnación, ruega por nosotros.
San José, que tuvisteis bajo vuestra protección y vuestra obediencia al Señor de los señores, ruega por nosotros.
San José, que tuvisteis durante tantos años la vida del mismo Dios por regla de la vuestra, ruega por nosotros.
San José, que visteis con María, en las acciones de Jesús, tantos secretos ignorados de los duros hombres, ruega por nosotros.
San José, fidelísimo imitador del gran silencio de Jesús y María, ruega por nosotros.
San José, que fuisteis ignorado de los hombres y conocido sólo de Dios, ruega por nosotros.
San José, que ocupáis el primer puesto entre los Patriarcas, ruega por nosotros.
San José, que habéis muerto santamente en los brazos de Jesús y de María, ruega por nosotros.
San José, que anunciasteis la venida de Cristo a los limbos, ruega por nosotros.
San José, a quien se cree resucitado con Jesucristo, ruega por nosotros.
San José, que habéis sido recompensado en el Cielo con una gloria especialísima, ruega por nosotros.
San José, padre y consolador de los afligidos, ruega por nosotros.
San José, protector de los pecadores arrepentidos, ruega por nosotros.
San José, poderosísimo para socorrernos en los peligros de la vida y en la hora de la muerte, ruega por nosotros.
Por vuestra infancia, escúchanos Jesús.
Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, acoge nuestros ruegos, Señor.
Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, ten piedad de nosotros.
Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, perdónanos, Señor.
℣. Ruega por nosotros, bienaventurado San José.
℞. A fin de que seamos dignos de las promesas de Jesucristo.
ORACION
¡Oh Dios! cuya bondad y sabiduría son infinitas, y que, al elevar al justo José a la dignidad de esposo de María, le disteis los derechos y autoridad de padre sobre vuestro único Hijo, haced que, imitando el respeto, la sumisión y el cariño que el mismo Jesucristo y su santísima Madre tuvieron a este gran Santo, le veneremos también con piedad filial, a fin de obtener por su intercesión, la gracia de amaros y serviros en este mundo, en espíritu y verdad, para tener la dicha de poseeros.
¡Jesús, María y José, os doy mi corazón, mi espíritu y mi vida!
¡Jesús, María y José, asistidme en vida y en mi última agonía!
¡Jesús, María y José, haced que expire en vuestra compañía! (Cien días de indulgencias cada vez que se recite cada una de estas invocaciones. Pío VII, 28 de abril de 1803).
MEMORÁRE
Acordaos, ¡oh castísimo esposo de la Virgen María, San José, mi amable protector!, que nunca se ha oído decir que ninguno de los que ha invocado vuestra protección o implorado vuestros auxilios, hayan quedado sin consuelo. Lleno de confianza en vuestro poder, llego a vuestra presencia, y me recomiendo con fervor. ¡Ah! No desdeñéis mis oraciones, oh vos, que habéis sido llamado padre del Redentor, sino escuchadlas con benevolencia, y dignaos recibirlas favorablemente. Así sea. (Trescientos días de indulgencias, una vez por día, aplicables a los difuntos. Breve de Nuestro Santo Padre el Papa León XIII).
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