Sublime y noble divisa:
¡Es necesario que María reine!
Tenemos necesidad de
una divisa como la tenemos de un ideal.
Una divisa es un
pensamiento corto e incisivo que encierra un programa completo de vida y hace
vibrar todos los sentimientos del alma.
¡Dios lo quiere!, gritaban los cruzados, y esta frase era
para ellos el resumen de las inflamadas arengas de un Pedro Ermitaño y de un
San Bernardo. Y al sonido entusiasta y generoso de este grito, mil veces
repetido, como electrizados, lo abandonaban todo y se lanzaban a la conquista
del Sepulcro de Jesucristo.
¡0 padecer o morir!, exclamaba Santa Teresa, y en este grito
seráfico se confundían todas las aspiraciones y todos los anhelos de su alma
abrasada de amor y de generosidad.
¡Dios mío y todas mis
cosas!, repetía aquel otro
serafín de la tierra, San Francisco de Asís, y con los ojos fijos en su
Salvador paciente, pobre y desnudo, este heroico amante de la pobreza, contra
toda humana prudencia, corre en pos de su Maestro crucificado.
¡Padecer y ser
despreciado por Vos!, decía
el extático San Juan de la Cruz respondiendo a la pregunta del Salvador sobre
qué recompensa deseaba por los trabajos a gloria suya emprendidos.
Podemos hacer desfilar
ante nosotros todos los santos. Cada uno tuvo su divisa, cada uno se aficionó a
algún punto determinado de nuestros augustos misterios, se apasionó por él y
consagró su vida a cristalizarlo en realidades prácticas o, más bien, a
transformarse en su propia divisa.
¿Y no tendremos
nosotros, piadosos hijos de María, nuestra peculiar divisa? ¿No existirá una
frase que resumiendo nuestras convicciones, nuestros anhelos, nuestro ideal y
nuestro amor, haga vibrar todas las fibras de nuestro ser?
Si aún no la tienes,
búscala, escógela, adopta alguna; luego esfuérzate en realizar su significado.
No pocas almas
generosas han adoptado ésta: ¡Es necesario que Ella reine!
Profundicemos un poco
estas breves y enérgicas palabras.
Es necesario.
No es el deseo del veleidoso que querría y se pregunta con ansiedad: ¿Lo podré?
¿No será demasiado difícil? ¿Cómo lo voy a conseguir?
No, no; nada de
cálculos humanos. Es necesario.
Ignoro aún el cómo; pero sé que ante una voluntad decidida todo cede y todo se
doblega.
Cuando uno tiene el
valor de decir Yo quiero,
conseguirá su fin, porque un «quiero» resuelto es de un poder tal que no
conoce semejante.
En nuestros días son
raros, muy raros, los que poseen tal voluntad; pero los que están dotados de
ella son dueños de la tierra y constituyen la raza de los dominadores.
¿Qué es un santo?
Es un hombre como
nosotros pero dotado de una voluntad enérgica que dice:
Yo seré santo
cueste lo que cueste.
¿Qué habré de luchar,
de sacrificarme? No importa; lucharé, me sacrificaré.
Tendré
que sobreponerme al mundo;
tendré
que vencer al demonio;
tendré
que dominar mi naturaleza.
No importa.
Me
sobrepondré al mundo.
Venceré
al demonio.
Dominaré mi
naturaleza.
¿Y esto es posible? Sí,
lo es, exclama el santo. Sé que de mi natural soy débil, sin fuerzas, sin
valor, sin resistencia y sin constancia. No importa; con esta nada lo alcanzaré todo, no yo, sino la
gracia de Dios. Lo alcanzaré, porque la gracia todo lo puede y la pediré hasta
que la consiga.
Dios nuestro Señor no
me la negará.
Esta es el alma de un
santo. Un alma así quiero yo poner al servicio de María, y por eso me atrevo a
decir: Es necesario.
¿Qué es necesario? ¡Que
Ella reine!
Pero ¿qué puedo yo, pobre
y miserable criatura, para realizar el reinado de María, reinado sobre las
inteligencias, sobre los corazones y sobre las almas? ¿Qué puedo? No lo ignoro,
no puedo nada; pero lo repito:
¡Es necesario que Ella reine!
Por mí mismo no puedo
nada; pero trabajo por Dios y para Dios, y Dios todo lo puede.
Nada puedo por mí y,
por consiguiente, todo será obra de la gracia. Dios trabajará por mí y en mí.
Ninguna necesidad tiene
Dios de mis talentos, de mis fuerzas ni de mis palabras para llevar a cabo sus
obras. Sólo pide mi voluntad, mis esfuerzos y mi amor.
Aquí estoy, Dios mío;
pongo a vuestra disposición:
mi
voluntad,
empleadla;
mis
esfuerzos,
bendecidlos;
mi
corazón,
inflamadlo;
mi
alma,
santificadla.
Lo pongo a vuestra
disposición para servicio de María:
de
María, mi Madre;
de
María, vuestra Madre;
de
María, Reina del cielo y de la tierra.
En el cielo Ella es
Reina indiscutible y como tal honrada, servida y glorificada. Aquí, en la
tierra, su reinado no está aun suficientemente dilatado; muchas almas no le
pertenecen, muy pocas en número se dejan penetrar completamente e impregnar
hasta el fondo del corazón por su dominio maternal.
Pues bien, Dios mío; a
pesar de mi miseria, vengo a ofrecerme a Vos para trabajar en la dilatación de
ese reinado.
Me entrego a Vos en
cuerpo y alma para apóstol de María, porque:
¡Es necesario que Ella reine!
Mi alma vivirá sólo de este deseo.
Mi corazón no latirá sino a impulsos de este amor.
Mi entendimiento, mi memoria, mi
voluntad, todo, todo cuanto soy y puedo, estará al servicio de esta causa.
Para hacer reinar a
María, yo seré
su
apóstol, con el ejemplo;
su
heraldo, con la palabra;
su
soldado, con la pluma.
¡En todas partes y siempre!,
hasta mi último
suspiro, gritaré:
¡Es necesario que Ella reine!
Y no dormiré en paz el
sueño si sobre mi tumba no se puede grabar como epitafio:
¡¡¡ELLA REINA!!!
“Espíritu
de la vida de intimidad con la Santísima Virgen”
R.P. Lombaerde — Misionero de la Sagrada Familia.
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