Como ama el caminante, que muere de sed,
al bienhechor que le ofrece un vaso de agua cristalina, y quien perece de
hambre al que le convida a un banquete espléndido y regalado; como el
desterrado, lejos de su patria y de su familia, besa amoroso la mano que le
levanta el destierro y le restituye su esposa, hijos y bienes, o como el
aherrojado entre cadenas, en la lobreguez de un calabozo, no puede menos de
mirar con cariño al que le da la amada libertad y le encumbra, como Faraón a
José, a la cima de los honores y apogeo del poderío, así, pero no así, sino muchísimo más aman las pobrecitas almas del purgatorio a su
dulce Madre y libertadora, la Reina de los cielos.
¡Ah! aquellas buenas almas que están en el
lugar de la expiación padecen hambre y sed devoradoras, son hijas queridísimas
de Dios y viven desterradas muy lejos de su patria y de sus hermanos, los
ángeles y bienaventurados, y quizá apartadas también de aquellos mismos a
quienes dieron el ser de naturaleza y a quienes, por afecto, entregaron su
corazón; arrastran pesadísimas cadenas en oscurísima cárcel, privadas de aire y
de luz, ¿cómo no han de amar a María,
que con frecuencia las visita, refrigera sus ardores, mitiga su sed, las consuela
con la esperanza, acorta el plazo de su destierro y rompe las puertas de
diamante o allana los muros de bronce que las detienen en su horrendo
cautiverio? ¿Quién sino María envía sus ángeles, portadores de buena nueva, que
vierten cada día sobre aquel remolino de llamas el cáliz de bendición que toman
de manos del sacerdote, cuando inmola la divina víctima en el altar? ¿Quién
sino María esparce sobre el duro pavimento de aquella cárcel mal oliente las fragantes
rosas de Jericó, que los devotos del rosario le ofrecen, cuando rezan el
salterio mariano y repiten ciento cincuenta veces la angélica salutación?
Aman
a María
las benditas almas del purgatorio, porque saben que María
las ama; porque, interesándose por su rescate, mueve a los
hijos que tiene en el mundo a que ofrezcan sufragios y apliquen indulgencias en
favor de estos desvalidos encarcelados; porque, no contenta con esto, baja ella misma en las fiestas principales, y deja poco
menos que vacía aquella región tenebrosa.
Bien
sabido es lo que prometió la misma Virgen al Papa Juan XXII,
a quien,
apareciéndosele, mandó decir a todos los que llevasen su escapulario del
Carmen, que el sábado inmediato al día de la muerte de cada uno saldrían libres
de las penas del purgatorio. Y así fué declarado por el Sumo Pontífice en la
bula que a este fin expidió, confirmada por sus sucesores Alejandro V, Clemente
VII, Pío V, Gregorio XIII y Paulo V, el cual, en una suya dada el año de 1612,
dice:
«Que el pueblo cristiano puede piadosamente creer
que la santísima Virgen con su continua intercesión, méritos y protección especial, ayudará después de la muerte, y principalmente el día del sábado (que la Iglesia le consagra) las almas de
los hermanos de las cofradías del Carmen que hayan salido de este mundo
en gracia de Dios, habiendo vestido su escapulario, guardado castidad conforme
al estado de cada uno, y rezado el Oficio parvo de la misma Virgen, o que, de
no haber podido, hayan observado a lo menos los ayunos de la Iglesia y abstenídose los miércoles de comer carne, menos el día de Navidad». Y
en el oficio de la misma fiesta del Carmen se dice que,
«según la piadosa creencia de los fieles, la
Virgen, con afecto de Madre, consuela y saca muy pronto de aquella penosa cárcel a los que estuvieron agregados a su
cofradía».
Pues
siendo esto así, ¿cómo no han de amar, y
mucho, las almas del purgatorio a su dulcísima Madre é insigne bienhechora?
Por el…
P.
VICENTE AGUSTÍ
De
La COMPAÑÍA De JESÚS.
No hay comentarios:
Publicar un comentario