La Iglesia ha insertado en las Letanías de la Virgen
esta significativa invocación:
María, puerta del
cielo, ruega por nosotros.
María es la puerta del cielo. Nadie entra en
una casa sin pasar por la puerta. No se puede entrar por ningún otro sitio so
pena de ser considerado y tomado por ladrón.
Tampoco se puede entrar en el cielo sin pasar por la
puerta que ha puesto Dios y esta puerta es María.
El cielo se llama y es en verdad el lugar de
delicias, pero no lo es sino por la posesión de Jesucristo; realidad
tan cierta que podemos afirmar que el cielo no es otra cosa que Jesucristo,
Dios.
Pero la puerta de ese cielo, la puerta del Corazón de
Jesús es María. Es inútil pretender la entrada sin pasar por Ella. María fue la
puerta por donde Jesucristo entró en el mundo y Ella debe ser también la puerta
por donde nosotros entremos en el cielo.
El cielo es la posesión de Dios; posesión de su
amor, de su gloria e incluso de su eternidad en cuanto una criatura puede
participar de ella; eternidad que para nosotros tendrá principio pero no habrá
fin.
Pues el intermedio indispensable para
alcanzar esa posesión y la puerta por la que tenemos que ingresar en la
posesión de «lo
que ni el ojo del hombre vio, ni el oído oyó, ni entendimiento creado puede
comprender», es también María.
El cielo es la visión de Dios. Es mirarle «cara a cara». Visión de su grandeza, de su poder, de su amor y
de las obras incomprensibles de su omnipotencia en la tierra y de sus divinos
atributos. Visión que nos transportará en eterno éxtasis y abrirá nuestros
labios con el himno jamás desde entonces interrumpido de Sanctus, Sanctus, Sanctus.
Y la puerta que tenemos que pasar para gozar
de la visión divina y por donde nos tiene que llegar es siempre María,
únicamente María.
El cielo es, finalmente, la
manifestación de la gloria de Dios. Aquí en la tierra la gloria
divina se desconoce y a veces hasta se desprecia; no brilla sino a intervalos y
como a través de un velo.
Allí en el cielo es donde se manifiesta con
todo su deslumbrante resplandor y en toda su extensión, sin velos ni mezclas
que la desluzcan. Esa gloria nos envolverá, nos penetrará, nos transformará y
nos hará participantes de la bienaventuranza divina.
Pero la custodia de esa gloria, y el cristal
puro y lucido a través del cual irradiará será también María, siempre María.
¡Oh! « ¡Alegraos,
Virgen gloriosa!», exclama
entusiasmada la Iglesia. Toda la gloria que desciende de Dios para coronar las
frentes humanas tiene que pasar por Vos, así como la gloria que los pobres
mortales tributan a su divina Majestad no sube hasta el Altísimo sino por
vuestras manos inmaculadas.
¡Oh, cuánta razón tienen los santos para decir: ¡Todo por María, nada
sin María!
Sí, ciertamente; todo nos viene por María,
puesto que todo lo que desciende del cielo a nosotros: gracias, auxilios, luces
y consuelos, todo pasa por la puerta que es María.
Y todo lo que sube al cielo: oraciones,
sacrificios y virtudes, todo debe también pasar por su puerta, por las manos de
María.
¿Habíamos comprendido el profundo significado de esta invocación: María, puerta del cielo, ruega por nosotros?
Pero, si podemos hablar así, no existe sólo
el cielo del
cielo, es decir, Jesucristo glorificado, manifiesto en el empíreo;
existe además el
cielo de la tierra, o Jesucristo paciente, manifiesto en el
Sacramento del altar. Y siendo María la puerta del primer cielo, lo es también
del segundo, ya que éste no difiere de aquél sino en que Jesús aquí está oculto y allí
glorioso.
María es la puertecita del sagrario; para llegar a Jesús
Hostia hay que pasar antes por María; y para que Jesús Sacramentado venga a
nosotros, como está encerrado, tiene que pasar por la puerta de su prisión de
amor, es decir, por María.
Dulce y consolador pensamiento que nos
descubre las conmovedoras y reales relaciones que median entre la sagrada Eucaristía
y nuestra dulce Madre. Jesús está realmente presente en el Sacramento del amor.
Tras la puerta visible del sagrario lo oculta una pequeña Hostia como tras la
puerta invisible de su Madre oculta los resplandores de su gloria y modera el
fuego de su amor.
¿Podemos afirmar que María está de algún modo presente en
la sagrada Eucaristía?
No conseguimos comprender cómo ni hallamos
palabras adecuadas para expresarlo; pero allí está con Jesús y por Jesús.
Aquí falla toda comparación entre las relaciones
que existen entre una madre y su hijo, pues la intimidad y las relaciones de
Jesús con su Madre no están al alcance y comprensión de nuestras pequeñas
inteligencias.
Recordemos únicamente que Jesús es y sigue
siendo siempre Hijo
del hombre, en su calificativo
propio... Si es Hijo del hombre, es, por consiguiente, Hijo de María.
La Eucaristía es, por otra parte, la
continuación de la Encarnación. Ahora bien, la Encarnación es María engendrando
a Jesucristo a la vida humana. Por eso la sagrada Eucaristía es también María
engendrando a Jesucristo a la vida sacramental. Y así como el primer misterio
se llevó a cabo por María, del mismo modo el segundo, que es su prolongación,
tiene lugar por María.
Jesús, al nacer en Belén, nació de María; Jesús,
al nacer en el altar por la palabra y en las manos del sacerdote, nace también
de María.
¿Preguntaremos aún si María está presente en la celebración de este
misterio y qué es lo que hace Ella en particular?
Ella introduce a Jesucristo en el mundo y lleva a las
almas a su divino Hijo. Es, en una palabra, en todas partes y para todos la
Puerta del cielo.
¡Oh María,
Puerta del cielo, ruega por nosotros!
Escucha, piadoso hijo de María, una página
regalada del P. Nieremberg en su
precioso librito La amabilidad de María,
libro que destila profundo espíritu de esclavitud mariana:
«Los que comulgan se pueden tener por más hijos de la Virgen, ya
que en cierta manera se hacen sus hijos naturales. Los demás son hijos de esta
Señora por adopción o afecto; pero los que llegan a comulgar pueden preciarse
de ser más que esto, como si fueran hijos por naturaleza. La razón es porque se
hacen un cuerpo y sangre con el Cuerpo y Sangre de Jesús, a quien de sus
entrañas dio a luz María; y como se hacen una carne con la del Hijo natural de
María, son también como hijos naturales suyos. Ella los mira como a su cuerpo y
sangre, y los trata como si Ella los diera a luz, pues al fin dio a luz a Aquel
con quien se hacen uno con unión real y substancial. Y no es mucho que la
Virgen los mire de tal modo, pues el mismo Jesús los mira como su mismo cuerpo.
Por lo cual, los que comulgamos muchas veces, sobre todo los sacerdotes,
tenemos que mirar a María como a Madre natural y más Madre nuestra que de otros.
De aquí se ha de sacar una devoción muy agradable a esta Señora, que es
comulgar con gran devoción y tener gran afecto a este sacramento, por el cual
nos hacemos de la manera dicha como hijos naturales suyos.
»Consideramos que todo lo que se nos da allí por la fuerza de
las palabras de la consagración es solamente lo que tomó Jesús de esta Señora,
que es la Carne y Sangre que recibió de sus entrañas; y que no tenemos otros
huesos y reliquias del cuerpo de María si no es en el Santísimo Sacramento, del
cual, como dicen los santos que es una extensión de la Encarnación, también se
puede decir que es una extensión de la filiación natural de esta gran Madre.
»Llega esto a tanto que a los que comulgan hace María reverencia
como si fueran el mismo Cristo; como fue revelado a Santa Bienvenida y a San
Benito después de haber dicho una misa, que oyó la Virgen, dándole luego una
rica vestidura. La Eucaristía es regalo muy propio de María para remediar el
daño de aquel bocado que ofreció Eva para perdición nuestra; pues así como de
Eva salió aquel daño, de María salió su antídoto; y así como el veneno no fue
más que lo que dio Eva, el remedio es lo que dio María.
»Hay que considerar también que tanto estimó Dios el cuerpo que
recibió de la Virgen que nunca se apartó de él la divinidad; y aunque lo dejó
su propia alma, desuniéndose de él, nunca lo dejó la divinidad. Dejó de ser
hombre, pero nunca aquel cuerpo formado de la carne de María dejó de ser Dios».
¿Comprendes ahora, piadoso hijo de María, lo que puedes esperar de la
vida de intimidad con la dulcísima Virgen?
Si permaneces siempre junto a esta divina
puerta se te abrirá para todo. En la tierra, por María tendrás entrada a Jesús
Sacramentado y por María Jesús vendrá a ti.
En el cielo, por María entrarás a Jesús
glorificado y por María Jesús vendrá a comunicarse contigo.
El dulce Hijo de María coronará allí arriba
la vida de intimidad con su divina Madre con la posesión de Sí mismo. ¿No es, acaso,
en la gloria, como lo fue en el mundo, el fruto bendito de María y la flor
abierta sobre el virginal tallo de Jesé, alimentada con la savia de la humildad
de la Inmaculada y glorificada con su amor?
Ve, pues, a María, ve con plena confianza. Vive junto a Ella y por Ella
ama a Jesús; glorifica a Jesús, para que un día este dulce Salvador de nuestras
almas te glorifique por su Madre y te introduzca en el cielo por la espaciosa y
segura puerta que se llama: La Virgen Madre de Dios.
EJEMPLO Un íntimo de la
Santísima Virgen
El ejemplo siguiente —publicado por el P. Texier en la revista El
Reino de Jesús por María—, nos ofrece una nueva prueba de la inefable
condescendencia y de la bondad sin límites de la celestial Madre.
María es la puerta del cielo..., y el cielo es la posesión completa y no
interrumpida de Jesús. María nos dio al Salvador y nos lo sigue dando todos los
días. Ella, por consiguiente, ha de ser quien nos introduzca en el cielo... y
nos llevará a él seguramente, al morir, si le somos fieles; y aun aquí, en la
tierra, nos dará a gustar algunas miguitas del cielo si con generosidad le
servimos.
Aquí
tenemos una prueba de ello en un íntimo amigo de la Virgen.
Cerca del pueblo de Ruremunde, en los Países
Bajos, existió en otro tiempo un monasterio cuyos religiosos conservaban el
primitivo fervor y daban al mundo egoísta el vivo ejemplo de una vida de
abnegación y de sacrificio.
Entre aquellos monjes de vida tan austera
había un joven religioso cuyo candor encantaba a cuantos le trataban. La Reina
del cielo poseía por entero su corazón y todas las noches, antes de irse a
descansar, saludaba con respeto su imagen y la besaba amorosamente. Con piedad
angelical le rezaba diariamente cien Avemarías y al poner sus labios para besar
la imagen de la Señora, que veneraba en su pobre celda, experimentaba en su
alma algo de los júbilos del cielo. A veces se quejaba con infantil sencillez
de que su buena Madre se mostrase insensible a su cariño y no le diese pruebas
de su ternura; pero se resignaba a esperar el día en que tuviese la dicha de
gozar plenamente de ellas en la patria de la gloria bienaventurada.
Era la víspera de la Anunciación. Acababa de
sonar el Ángelus en la torre del monasterio y las campanas de las iglesias del
pueblo esparcían alrededor las notas de su alegre repiqueteo, recordando a los
fieles el gran misterio del Hijo de Dios hecho hombre.
Fray
Gerardo —que tal era el nombre del religioso-volvía de rezar sus oraciones
y antes de entrar en su celda quiso saludar por última vez a la Guardiana del
convento en la capillita que le estaba dedicada. Entró, pues, arrodillándose
sobre el pavimento y comenzó su oración favorita: Ave María, gratia plena... No
pudo continuar... Una emoción indecible se apoderó de su alma. « ¡Oh Vos, que
sobrepasáis a todas las mujeres por el resplandor y el aroma de vuestras
virtudes! —Suspiraba el buen Hermano-. ¡Vos, que encantáis como celeste melodía la
mansión de la gloria! ¡Vos, mi Madre amada que esparcís delicias tan suaves que
los labios divinos se han dignado acercarse a los vuestros!... ¡Vos, oh dulce
Madre, conocéis el insaciable anhelo que devora mi alma!... Daos prisa, os
ruego, a concederme el favor porque suspiro...»
A estas palabras, avergonzado y confundido
de su atrevimiento, inclinó suavemente la cabeza como lirio abatido por los
ardores del sol; pero, levantándola súbitamente, como refrescado por el rocío
de la divina inspiración, clavó sus ojos puros en su celestial Protectora... ¡Oh maravilla! La Reina de los niños y
humildes anima su rostro..., y de repente desciende de su trono, deja sobre el
altar al Niño Jesús, que sonríe plácidamente, y, rápida como el viento, salva
el espacio que la separa del religioso.
De rodillas, juntas las manos, inmóvil como
una estatua y con el rostro pálido como el Cristo de marfil que se eleva sobre
el sagrario, Fray Gerardo parece sumido en dulce éxtasis.
—«Levántate, hijo mío -le
dice la Virgen—, tus deseos han quedado cumplidos. Ya hace
tiempo que ganaste mi Corazón con tus piadosos rezos del Avemaría. Alégrate,
que te haré partícipe de mi gloria; tú reinarás conmigo y te sentarás a mi
mesa».
Y, estrechando entre sus brazos al fervoroso
religioso, imprimió en su frente un beso maternal que lo conmovió hasta lo más
íntimo del alma. Luego, tomándole de la mano, lo condujo a su Hijo Jesús y
solicitó la bondad del divino Infante para aquel su devoto servidor. El divino
Niño accedió con muestras de complacencia a la súplica de su Madre y,
estrechando al feliz Hermano con los lazos de su amor, le prometió introducirlo
en el cielo por medio de su divina Madre, que es la verdadera y única puerta de
la eterna felicidad.
“Espíritu de la
vida de intimidad
Con la Santísima
Virgen”
R.P.Lombaerde
Misionero de la Sagrada Familia
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