¡Mírala y emprende el vuelo! Expresión sublime que debería servir de divisa a
toda alma generosa.
¿Quién la
profirió por vez primera? Un gran cristiano de
nuestros días, Luis
Bleriot, el primer aviador que atravesó el Canal de la Mancha en
avión.
Para agradecer a la Santísima Virgen la
protección que le dispensó en ese vuelo memorable ofreció un exvoto, en una de
cuyas caras aparece la iglesia del pueblecito de donde emprendió el vuelo y en
la otra se ve una imagen de María con esta frase: ¡Mírala emprende el vuelo!
Sigamos el consejo del ilustre aviador. Como
él tenemos que realizar una travesía extremadamente peligrosa. Una distracción
o una ráfaga imprevista..., y la caída... que suele ser mortal. ¿Cómo evitar
estas catástrofes?
El medio más seguro es fijar los ojos en la
dulce Reina de los corazones y emprender audazmente el vuelo. Mirémosla siempre
y, preservándonos Ella de toda caída, nos conducirá a las deseadas playas de la
patria.
Pero notemos bien; hacen falta dos cosas:
Primero mirar a María,
y luego emprender el vuelo.
O en otros términos: tomar a la Virgen Santísima por modelo y
por ideal, y vivir siempre unidos con Ella, y, en segundo lugar, trabajar en
vencernos para elevarnos.
No basta mirarla;
sería una contemplación ociosa; hace falta además emprender el vuelo, elevarnos por medio de la lucha contra nosotros
mismos, del sacrificio propio y de esfuerzos generosos e incesantes. Estos dos
extremos vienen a ser realmente el resumen de la verdadera y sólida devoción a
la Madre de Dios.
Tenemos que mirar a María en todas las
ocupaciones y en todas las necesidades de la vida.
Mirarla en la oración para conseguir orar como
Ella. La oración de María era piadosa, recogida, perseverante y llena de
confianza.
Mirarla en el trabajo para reflejar en el
nuestro las perfecciones del trabajo de María. El trabajo de María era
tranquilo, sin recelos ni preocupaciones, sin lentitud ni inquietantes prisas.
Mirarla en las conversaciones para que se nos
pegue algo de su bondad, de su amable condescendencia y de su afable sonrisa.
María trataba a los demás con sencillez, modestia y delicadeza. Sus palabras
eran siempre graves y atentas, dignas al mismo tiempo de su grandeza y de su
bondad.
Mirarla en los sufrimientos para aprender de
Ella a sufrir con paciencia y resignación. Jamás criatura alguna ha llegado a
padecer como la Madre de Jesús; pero nadie tampoco ha mostrado en medio del
dolor un corazón tan magnánimo, resignado y vibrante de ternura como esta dulce
Reina de los mártires.
Siempre y en todo mirar a María. ¿No es Ella
modelo acabado de todas las virtudes, al mismo tiempo que consuelo de los
afligidos y sostén de los desdichados?
En las tentaciones, particularmente, mírala. Sólo
mirarla, su recuerdo y más aún la invocación de su nombre bendito pondrán en
fuga al espíritu de las tinieblas, y hará brillar en tu alma un rayo de paz y
tranquilidad que tan suavemente hacen resplandecer la frente de la Inmaculada.
Y luego que hayas mirado a la Virgen y
adivinado en su sonrisa de Virgen y Madre lo que de ti exige, entonces ¡emprende el vuelo!
Emprende el vuelo hacia tu patria, hacia el
cielo. Expresión llena de hermoso significado. No te contentes con subir...;
tienes que volar.
¿Por qué volar?
Porque la distancia es grande y con sólo
caminar no llegarías al destino.
Porque los caminantes pueden llevar consigo
ciertos objetos que se creen necesarios e incluso sobrecargarse de cosas
simplemente útiles, y para llegar al cielo hay que desprenderse de todo y
abandonarlo todo. Allí sólo entra el alma, y el alma purificada, el alma sin
mancha ni arruga.
¿Por qué volar?
Porque el caminante tiene sus horas de
parada y de descanso...; sólo adelanta por etapas y poco a poco, con muchas
paradas y muchas veces con múltiples rodeos... Y el camino de la santificación
no admite rodeos...; es una subida en línea recta..., sin paradas...; hay que
emprender el vuelo... y volar hasta el destino.
¡Ay! Qué grande es el número de los que caminan
hacia el cielo...; pero el de los que vuelan, qué pequeño; y todo por no resolverse
a abandonar los obstáculos y a dejar todas las cosas.
Y tú, hijo amadísimo de María, ¿no quieres
volar hacia tu Madre, volar al cielo unido a María?
Sí, quieres, no me cabe duda...; pero ¿cómo lo
conseguirás?
Muy sencillo; desprendiéndote de todo
aquello que estorbe a tus alas.
¿Quiere decir que tenemos alas?
Sí, dos bien proporcionadas, que bastan para
elevarnos hasta Dios, y se llaman oración y mortificación.
Pero no lo olvides: una vez emprendido el
vuelo, para no bajar hace falta mantener ambas alas en continuo movimiento. Si
te paras caerás y la caída podría ser mortal. Es verdad que, a medida que
aumenta la elevación, el batir de las alas va volviendo más suave e
imperceptible, pero nunca debe cesar por completo.
La oración practicada con María, por María y en María.
La mortificación, tan poco grata en nuestra
época; la mortificación, lo mismo exterior que interior; que nos separe de todo
lo que nos detiene, es absolutamente necesaria para realizar el vuelo.
La oración todavía se acepta con gusto;
tiene sus satisfacciones; pero no lo olvidemos, la oración sola no podrá
elevarnos; es una de las alas y no se vuela sino con dos.
Ten, pues, fuerzas suficientes para
emprender la mortificación, el sacrificio de tus comodidades e inclinaciones:
mortifica el corazón y el pensamiento; pero sin olvidar el cuerpo, que es el
gran culpable, o más bien el instrumento principal de nuestras debilidades y
caídas.
¡Mira a María...y
emprende el vuelo!
No te
contentes con mirarla al principio, sino ten los ojos constantemente fijos en
Ella; Ella te indicará el camino que has de seguir y los peligros que debes
evitar; y luego, sin temor, despliega tus alas. Ruega a María, ruega con María;
es el movimiento de la primera ala; el de la segunda es la renuncia de ti
mismo, el espíritu de mortificación.
Vuela, pues, piadoso hijo de María, vuela siempre...; la
eternidad será tu descanso. En lo más elevado está la Virgen..., y te mira, te
espera y te tiende sus brazos.
Vuela, pues piadoso hijo de María, vuela hasta que la
Virgen te reciba en sus brazos, te estreche contra su Corazón y con sus manos
coloque en tu cabeza la corona del triunfo; así acogerá a todos los que la
hayan mirado y emprendido el vuelo bajo su mirada.
Podemos afirmar que una de esas almas
generosas que después de mirar a María emprendió su vuelo hacia las cumbres más
elevadas de la cristiana perfección fue Santa Teresa.
Quiso pertenecer a María enteramente, sin
reserva, para lograr así, sin límites ni medida, las gracias y caricias de esta
divina Reina.
Toda su vida no es sino la práctica
constante de este grito de amor.
A los doce años perdió a su madre y la joven
huerfanita corrió luego bañada en lágrimas a postrarse a las plantas de una
imagen de María, diciéndole: «Dulce Reina del cielo, la tierna madre que acabo de
perder me repetía muchas veces que Vos sois buena y no abandonáis a los
huerfanitos; yo soy una pobre niña abandonada. Dignaos hacerme de madre y yo
seré vuestra hija muy sumisa y os amaré siempre con todo mi corazón».
Teresa
acababa de mirar a María. De allí debía levantarse para emprender su vuelo
y llegar a ser ese gran genio y ese apóstol incansable admirado en la Iglesia
por la sublimidad de sus revelaciones, el heroísmo de sus virtudes, la pureza
de su vida y la devoción tiernísima hacia la Santísima Virgen.
Hecha
esta súplica se levantó, en efecto, la piadosa niña más tranquila y deseosa de
santificarse.
Desde aquel momento miró a la Virgen como a
su Madre y se portó con la Señora como hija amante y confiada, recurriendo a
Ella en todas sus necesidades; y María, a su vez, la trató constantemente como
a hija muy querida. Nunca dudó Teresa que a su bondad debió su Orden
Carmelitana todos los favores que el cielo le otorgaba y se hizo ley
obligatoria poner en sus manos las llaves de los nuevos monasterios que
fundaba, probando gustosamente con ello que la constituía guardiana y primera
superiora. «Tengo
que reconocer —decía a menudo—, que nunca me he encomendado a esta buena Madre sin haber
sido de Ella socorrida».
Tengamos igual confianza y experimentaremos los mismos
efectos.
Para aquilatar su virtud Dios la probó con
incontables tribulaciones y sobre todo con un cruel sufrimiento que le duró
dieciocho años. Esta alma escogida y generosa siguió inconmovible. En sus
angustias y contrariedades se consolaba pensando en los amargos sufrimientos de
la que había escogido por Madre. El consuelo que de estas consideraciones
sacaba fue tan grande, que acabó por hallar atractivo el dolor. Con frecuencia
se le oía proferir esta sublime exclamación: «O padecer o morir».
El
Señor recompensó tan heroica virtud con los dones de ciencia, de milagros y de
profecía, y principalmente con una muerte preciosa, como debía tenerla tan
tierna y afectuosa hija de María.
“Espíritu de la vida de intimidad
Con la Santísima Virgen”
R.P.Lombaerde
Misionero de la Sagrada Familia
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