Subió
Cristo nuestro Salvador a los cielos, y dejó a su vendidísima Madre y Señora
nuestra en la tierra, para que en ausencia de aquel sol de justicia, brillase
ella como luna de serenos resplandores en medio de la primitiva cristiandad; y
enseñase a los apóstoles, instruyese a los Evangelistas, esforzase a los
mártires, alentase a los confesores y encendiese en el amor de la pureza a las
vírgenes, y a todos consolase y ayudase con su ejemplo y magisterio.
Quince años sobrevivió nuestra Señora a su Hijo bendito, observando, como dicen
los santos padres, con gran perfección los consejos evangélicos, obedeciendo a
lo que san Pedro como vicario de Cristo ordenaba, frecuentando los sagrados
lugares donde se habían obrado los misterios de nuestra Redención, comulgando
cada día de mano del discípulo amado san Juan, a quien Jesús la había
encomendado. Dice san Dionisio que la
vio y trató, que «resplandecía en ella una divinidad tan grande, que si la
fe no lo corrigiera, pensaran todos que era Dios, como lo era su Hijo.»
Aunque el Señor la preservó de la culpa original, no quiso preservarla de la
muerte del cuerpo, para que en esto imitase a Jesús, y para que mereciese
mucho, venciendo la natural repugnancia que tiene la carne a morir, y se
compadeciese de los que mueren, como quien pasó por aquel trance, ya que había
de ser nuestra abogada en la hora de la muerte. Es pía tradición que asistieron a su dichoso tránsito los santos
apóstoles con Hieroteo, Timoteo, Dionisio Areopagita, y otros varones
apostólicos que con velas encendidas rodeaban el lecho de la Virgen; y que en
habiendo expirado, no por dolencia alguna, sino por enfermedad de amor y deseo
de ver y abrazar a su divino Hijo glorioso; sepultaron honoríficamente su
inmaculado cuerpo en el Huerto de Getsemaní, con muchas flores, ungüentos
olorosos y especies aromáticas. Mas no era conveniente que aquella verdadera arca del
Testamento padeciese corrupción, y así se cree que los tres días resucitó la
Madre, como había resucitado su Hijo unigénito, el cual la vistió de
inmortalidad y de claridad y hermosura sobre todo lo que se puede explicar y
comprender, y la llevó sobre las alas de los querubines, en triunfal procesión
hasta lo más alto del cielo, y hasta el trono de la santísima Trinidad. Allí fue coronada por las tres Personas
divinas, con inefable gloria y regocijo de todas las jerarquías y coros
celestiales. La coronó el Padre con diadema de Potestad, el Hijo con corona de
Sabiduría, el Espíritu Santo con corona de Caridad. Allí fue aclamada por
soberana Princesa de los ángeles, arcángeles, tronos, dominaciones, potestades,
querubines y serafines, y por Reina de los apóstoles, de los mártires, de los
confesores, de las vírgenes, y de todos los santos: y finalmente allí fue
constituida Emperatriz del universo, y Reina soberana de todas las criaturas.
Reflexión:
Creyendo,
pues, ahora con viva fe, que esta excelsa Señora tan encumbrada y gloriosa no
sólo es Madre de Dios, sino también Madre adoptiva nuestra, Reina de
misericordia y dulcísima Abogada de los pecadores, acudamos todos los días a
ella con gran confianza en su maternal bondad, suplicándole que no nos deje de
su mano, a fin de que por su poderosa intercesión alcancemos seguramente la
vida y gloria eterna.
Oración:
Te suplicamos,
Señor, que perdones a tus siervos los pecados de que son reos, para que ya que
no podemos agradaros por nuestras obras, seamos salvos por la intercesión de la
santa Madre de vuestro Hijo, nuestro Señor Jesucristo, que contigo vive y reina
por todos los siglos de los siglos. Amén.
FLOS
SANCTORVM
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