“Da a quien te pida y no
vuelvas la espalda a quien te pide algo prestado”… (Mateo
5,52)
AGUSTINO
Y ARZOBISPO DE VALENCIA
Mientras un ex monje agustino, el apóstata
Martín Lutero, escandalizaba, despedazaba y
pervertía a Alemania, otro monje agustino, Tomás de Villanueva, edificaba
y santificaba a España. Nació este insigne Santo en la
villa de Fuenllana, provincia de Ciudad
Real, en 1488,y se crio en Villanueva de los Infantes, de donde tomó el
apellido al entrar en
la Orden de San
Agustín. Su padre se llamó Alonso Tomás García, y era caballero
principal de Villanueva; su madre, doña Lucía
Martínez de Castellanos, natural de Fuenllana, era de familia importante
de aquella villa. Ambos esposos se
señalaron por su caridad con los pobres, los cuales los llamaban los santos
limosneros. Les repartía don Alonso las rentas de un molino, y a los labradores les
prestaba trigo para la siembra y luego se los perdonaba.
Doña
Lucía era virtuosísima y muy devota señora. Se confesaba y comulgaba cada
semana. Debajo de sus sencillos vestidos llevaba un áspero cilicio, ayunaba
cada sábado y, a ciertas horas del día, se retiraba a un oratorio con sus
sobrinas y criadas para darse a la oración. Trabajaba para los menesterosos; a
menudo tomaba para sí la labor de pobres obreras, las hacía ella misma y se las
devolvía junto con el salario. Con los pobres vergonzantes, presos y enfermos, tenía
entrañas maternales, y tal misericordia y compasión que el Señor la premió
muchas veces con milagros.
Había repartido cierto día a los pobres toda
la harina que le habían traído del molino, cuando llegó otro mendigo; pero las
criadas dijeron que ya se había dado toda la harina. “Volved al granero, hijas, por amor de
Dios, y barredlo; que no permitirá el Señor que se vaya de mi casa este pobre
sin limosna”. Las criadas
obedecieron y, admiradas al ver el granero lleno, empezaron a dar voces. “Pero, señora, ¿qué
ha pasado? ¡Dejamos vacío el granero y lo hallamos lleno!” Diciendo
esto prorrumpieron en alabanzas al Señor, que tan liberal se mostraba con los
pobres.
EL
NIÑO LIMOSNERO
A la vista de tan maravillosos ejemplos de
misericordia y piedad, y prevenido con la gracia de Dios, creció también en el
corazón de Tomás la cristiana virtud
de la caridad para con los prójimos, y aun excedió mucho a sus padres en la
misericordia con los menesterosos. Ya en su niñez mereció el nombre de Padre de los necesitados. Llevaba su
almuerzo a la escuela, y se lo daba a los niños pobres. Muchas veces volvía a
casa sin medias, ni zapatos, ni vestido, por habérselo dado a los que
encontraba.
Si llegaba algún mendigo después que se
había repartido todo el pan, Tomás pedía a su madre que le diese la ración que
a él le correspondía, como así lo hacía ella a menudo para probar la virtud de
su hijo. Pero otras veces se lo negaba; entonces le pedía Tomás su ración de comida como para comerla con sus amiguitos, pero
era para darla de limosna.
Estando un día su madre fuera de casa,
llegaron seis pobres. No hallando nada que darles, el santo niño se fue a donde
estaba una gallina con seis pollos que criaba, y repartió los pollos entre los pobres,
dando a cada uno el suyo. Vino su madre, y preguntándole cómo había hecho aquello,
respondió sonriendo: “señora, no me sufrían las entrañas que los pobres se
fuesen como habían venido. No hallando pan ni otra cosa que darles de limosna,
les he dado un pollito a cada uno, y si viniera otro pobre, pensaba darle la gallina.” Si en casa le regalaban algún dinerillo, iba a
comprar huevos y los llevaba corriendo a los enfermos del hospital. En la época
de la siega solían enviarle sus padres a llevar el almuerzo y comida a los
segadores; y, sin que ellos lo pudieran ver, daba mucha parte a los pobres, que
iban, como era costumbre, a recoger las espigas; mas al llegar los segadores a comer,
no lo echaban de menos, porque el Señor suplía milagrosamente la falta.
Ya en tan tierna edad, ayunaba los días que
manda la Iglesia y muchos más, y se disciplinaba con muchísimo rigor, aunque en
secreto. Su madre, empero, lo sabía, por haber hallado un día las disciplinas
junto a la cama, pero de ello se alegraba y daba gracias al Señor.
Siendo de edad de quince años, sus padres lo
enviaron a la Universidad de Alcalá. Tanto avanzó en los estudios de Filosofía
y Teología que, buscando el insigne Cardenal a los mejores estudiantes para dar
buen principio al colegio mayor de San Ildefonso, lo inscribió como colegial. Ya
entonces empezó a meditar con atención aquellas palabras del Divino Maestro: “Quien no
renuncia a cuanto posee, no puede ser mi discípulo”. Con sus palabras y ejemplos atrajo a muchos
estudiantes a abrazar la vida perfecta, y él mismo, deseoso de retirarse del mundo,
pidió al Señor le diese su divina luz para no errar en la elección de estado.
RELIGIOSO
AGUSTINO
Estando ocupado en los estudios, supo la
muerte de su padre; y así, le vio forzado a volver a Villanueva para consolar a
su madre y disponer del patrimonio. Viendo que había heredado una casa principal,
rogó a su madre que pusiese en ella camas y ropas, a fin de que sirviese de
hospital para pobres y peregrinos. Guardó cuanto necesitaba para el sustento de
su madre, y todo lo demás lo repartió entre los pobres.
Entonces
oyó más claramente la divina invitación: “Olvida tu
pueblo y la casa de tu padre”. A los
veintiocho años, entró en la Orden de los Ermitaños de San Agustín de
Salamanca, donde tomó el hábito el 21 de noviembre del año 1516, festividad de
la Presentación de Nuestra Señora, por quien tuvo toda su vida ardiente y
filial devoción. Acabado el año de noviciado, en el que dio ejemplo
de todas las virtudes, hizo su profesión en 1517.
Pasados
tres años, fue ordenado sacerdote; celebró la primera misa en la fiesta del Nacimiento de
Nuestro Señor Jesucristo. Su fervor fue tal que, en el Gloria y en el Prefacio,
parecía arrobado en éxtasis.
A pesar de su inclinación a la vida retirada
y escondida, los superiores no le permitieron ocultar los talentos que había
recibido del cielo. Lo mandaron a enseñar Teología al convento de Salamanca.
Empezó también a predicar en la ciudad. Por
su espíritu y su celo, le comparaban con San
Pablo y con el profeta Elías.
Lo oyó predicar un día el emperador Carlos V, y le agradó tanto
el primer sermón, que ya quiso oírlos todos, y si no podía ir en público, iba
en secreto y se mezclaba con la muchedumbre.
Dos
veces fue prior de Salamanca y de Burgos, y muchas del convento de Valladolid;
fue asimismo provincial de Andalucía y de Castilla, habiendo sido antes
visitador de ambas provincias cuando estaban juntas. Desempeñó estos cargos
con tanta humildad, mansedumbre y celo por la observancia religiosa, que todos
los frailes lo amaban como a un padre y lo respetaban como a un superior. Fue
enemigo de toda novedad; se contentaba con hacer observar las leyes de los
mayores y las buenas costumbres de las provincias y residencias. Visitaba por
sí mismo todos los conventos de su provincia, y en ellos solía recomendar
cuatro cosas principales: la celebración devota, atenta y digna del oficio
divino y de la misa; limpieza y aseo de las iglesias y altares, y cuanto se
refiere al culto divino, afirmando que ésta era la puerta por donde entran las
felicidades a los monasterios; la lectura y meditación de las Sagradas Escrituras,
como propia para ahuyentar de los religiosos todos los disgustos, inquietudes y
tentaciones; la unión y caridad fraterna verdadera y no fingida, y el amor al trabajo,
pues la pereza y la ociosidad acaban con todas las virtudes religiosas.
ARZOBISPO
DE VALENCIA
El Papa Paulo III
confirmó la elección el 10 de octubre, y un mes después le envió el palio. El
Santo dejó su celda con muchas lágrimas, se hizo consagrar, y partió a pie para
Valencia, sin más acompañamiento que el de un religioso y dos criados.
El reino de Valencia padecía aquel año una
gran falta de agua. Fue cosa de maravillar que, al entrar el santo arzobispo
por el distrito de su diócesis, luego empezó a llover con abundancia, como
presagiando las muchas y grandes mercedes que el cielo reservaba a aquellas
tierras.
VIRTUDES
DEL SANTO
Llovía a cántaros cuando llegó el Santo a la
puerta del convento de Valencia con su compañero. El
Hermano portero los vio llegar, y al preguntarles de dónde eran y a qué venían,
fray Tomás sólo le dijo que pedían hospitalidad para un par de días. Pero el prior,
que esperaba la llegada del arzobispo, empezó a sospechar si sería uno de
aquellos dos padres. Con todo, al verlos tan sencillos, sin cartas de obediencia,
sin acompañamiento ninguno, le daba qué pensar. Los recibió, no obstante, al
verlos tan modestos y compuestos, pero les pidió dispensa si no podía servirlos
como merecían por ser el convento muy pobre. - No se moleste, Padre Prior-le dijo
fray Tomás-; este Padre y vuestro servidor nos contentaremos con una celdilla
mientras duren las lluvias; por lo que al
sustento se refiere, ya nos arreglaremos; pronto vendrá el criado encargado de los gastos del viaje.
Al fin, el prior tuvo atrevimiento para
preguntarle:
- Os suplico, Padre, por amor de Dios, que me saquéis de duda.
¿No sois por ventura el señor arzobispo?
- Sí, lo soy -respondió Tomás, no pudiendo ya ocultar la
verdad-; aunque
muy incapaz e indigno.
El
prior se arrodilló ante él, admirado, y le besó la mano.
Hizo su entrada en Valencia el 1°de enero de 1545,
vestido con el pobre hábito de monje. Todos admiraban su
recogimiento y devoción. Los canónigos, viéndolo tan pobre, le enviaron cuatro
mil escudos para que amueblase su casa, pero él los mandó al hospital para
alivio de los enfermos.
El Santo emprendió la reforma de su
arzobispado con leyes santísimas y prudentísimas, y, sobre todo, con el ejemplo
de su vida pobre y muy austera.
No dejó con la dignidad de arzobispo las
virtudes de religioso. Sólo manjares ordinarios se ponían en su mesa. A más de
los ayunos de regla que siguió observando rigurosamente, en el Adviento,
Cuaresma y vigilias de las fiestas solía ayunar a pan y agua. Traía los mismos
hábitos que en su convento y, siempre que podía ser, los remendaba él mismo. Si
le rogaban que se vistiese más conforme a su dignidad, respondía que tenía
hecho voto de pobreza. Una vez, con todo, dio gusto a los canónigos poniéndose
bonetillo de seda; pero luego decía con mucha gracia señalando el bonetillo: “Veis aquí mi
arzobispado; porque no les parece a los señores canónigos que soy arzobispo, si
no traigo bonetillo de seda. No consiste la autoridad de un prelado en lo
precioso de las ropas, sino en el celo de las almas que Dios le ha encomendado”.
Su palacio era la mansión de la pobreza;
jamás sufrió ni tapicería ni sobremesas. Dormía ordinariamente sobre un haz de sarmientos,
con una piedra por cabecera. Esa fue la principal industria del santo arzobispo
para reformar al clero: el ejemplo de su
santa vida.
ÉXTASIS
- SU MUERTE
A menudo
premiaba el Señor con
gracias extraordinarias todas
estas obras hechas con tan viva fe y ardiente caridad. En la oración, en
el rezo del breviario y aun en los sermones, tenía frecuentes éxtasis. Nunca temió tanto no salvarse
como desde que fue
arzobispo, y por eso quería
renunciar a aquel cargo para vivir a solas con Dios retirado en su celdilla de fraile. Pero ni el Papa Julio II ni el Emperador
atendieron sus ruegos. Entonces acudió al Señor. Muchas noches pasó el Santo
ante un crucifijo, llorando y orando
para que le librase Dios de carga
tan pesada. Una noche, acabando de rezar
el Miserere deshecho en llanto, le habló el Santo Cristo, y le dijo: “Ten buen ánimo,
que el día del Nacimiento de mi Madre vendrás a mí y descansarás”.
Enfermó
el día 29 de agosto de una grave calentura que fue subiendo día tras día. Fue a
verlo el obispo de Segovia, y le dijo que los médicos tenían ya poca esperanza
de su curación. El Santo se puso de rodillas
y exclamó: “Me he llenado de gozo con lo que acaba de serme dicho: Iremos a
la casa del Señor”. Luego añadió moderando un tanto su alegría: “señor, si
todavía me necesita tu pueblo, no rehúso el trabajo; de lo contrario, ansío
morir para llegarme a Ti”.
Recibió el Santo Viático en presencia del clero,
a quien recomendó guardar los mandamientos del Señor, llevar vida conforme con
la santidad del ministerio sacerdotal y estar inviolablemente unidos a la Santa
Sede romana, asegurándoles que, si Dios se apiadaba de él, como así lo esperaba,
rogaría en el cielo para que en ningún tiempo desfalleciera la fe en la Iglesia
de Valencia.
Mandó
que todos cuantos bienes le quedaban los repartiesen a los necesitados, y que a
un pobre carcelero le diesen la cama en que yacía moribundo, porque dispuesto
estaba a morir en el duro suelo. El carcelero aceptó la cama, y entonces el
Santo le pidió que por amor de Dios se la prestase para morir en ella. También
pidió que se pusiese un altar en su sala y se dijese misa. En la comunión del sacerdote empezó a decir el cántico Nunc Dimíttis, y
añadiendo las palabras “Señor, en tus manos
encomiendo mi espíritu”, lo
entregó a su Creador el día 8 de septiembre, Natividad de la Virgen María.
Lo enterraron en el convento de los agustinos, y el Señor ilustró su sepulcro
con innumerables milagros. Alejandro VII le puso en el catálogo de los Santos
el 1. º De noviembre de 1658. La Iglesia celebra su fiesta el día 22 de
septiembre, pero la Orden agustiniana suele celebrarla el 18 de septiembre.
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