viernes, 22 de septiembre de 2017

SANTO TOMÁS DE VILLANUEVA (1488-1555)


“Da a quien te pida y no vuelvas la espalda a quien te pide algo prestado”… (Mateo 5,52)  

AGUSTINO Y ARZOBISPO DE VALENCIA 

   Mientras un ex monje agustino, el apóstata Martín Lutero, escandalizaba, despedazaba y  pervertía a Alemania, otro monje agustino, Tomás de Villanueva, edificaba y santificaba a España. Nació este insigne Santo en la villa de Fuenllana, provincia de Ciudad  Real, en 1488,y se crio en Villanueva de los  Infantes, de donde  tomó el  apellido  al  entrar en  la  Orden  de San  Agustín. Su padre se llamó Alonso Tomás García, y era caballero principal de Villanueva; su madre, doña Lucía  Martínez de Castellanos, natural de Fuenllana, era de familia importante de aquella villa. Ambos esposos se señalaron por su caridad con los pobres, los cuales los llamaban los santos limosneros. Les repartía don Alonso las rentas de un  molino, y a los labradores  les  prestaba trigo para la siembra y luego se los perdonaba.
   Doña Lucía era virtuosísima y muy devota señora. Se confesaba y comulgaba cada semana. Debajo de sus sencillos vestidos llevaba un áspero cilicio, ayunaba cada sábado y, a ciertas horas del día, se retiraba a un oratorio con sus sobrinas y criadas para darse a la oración. Trabajaba para los menesterosos; a menudo tomaba para sí la labor de pobres obreras, las hacía ella misma y se las devolvía junto con el salario. Con los pobres vergonzantes, presos y enfermos, tenía entrañas maternales, y tal misericordia y compasión que el Señor la premió muchas veces con milagros.
   Había repartido cierto día a los pobres toda la harina que le habían traído del molino, cuando llegó otro mendigo; pero las criadas dijeron que ya se había dado toda la harina. “Volved al granero, hijas, por amor de Dios, y barredlo; que no permitirá el Señor que se vaya de mi casa este pobre sin limosna”. Las criadas obedecieron y, admiradas al ver el granero lleno, empezaron a dar voces. “Pero, señora, ¿qué ha pasado? ¡Dejamos vacío el granero y lo hallamos lleno!” Diciendo esto prorrumpieron en alabanzas al Señor, que tan liberal se mostraba con los pobres.



EL NIÑO LIMOSNERO

   A la vista de tan maravillosos ejemplos de misericordia y piedad, y prevenido con la gracia de Dios, creció también en el corazón de Tomás la cristiana virtud de la caridad para con los prójimos, y aun excedió mucho a sus padres en la misericordia con los menesterosos. Ya en su niñez mereció el nombre de Padre de los necesitados. Llevaba su almuerzo a la escuela, y se lo daba a los niños pobres. Muchas veces volvía a casa sin medias, ni zapatos, ni vestido, por habérselo dado a los que encontraba.
   Si llegaba algún mendigo después que se había repartido todo el pan, Tomás pedía a su madre que le diese la ración que a él le correspondía, como así lo hacía ella a menudo para probar la virtud de su hijo. Pero otras veces se lo negaba; entonces le pedía Tomás su ración de comida como para comerla con sus amiguitos, pero era para darla de limosna.
   Estando un día su madre fuera de casa, llegaron seis pobres. No hallando nada que darles, el santo niño se fue a donde estaba una gallina con seis pollos que criaba, y repartió los pollos entre los pobres, dando a cada uno el suyo. Vino su madre, y preguntándole cómo había hecho aquello, respondió sonriendo: “señora, no me sufrían las entrañas que los pobres se fuesen como habían venido. No hallando pan ni otra cosa que darles de limosna, les he dado un pollito a cada uno, y si viniera otro pobre, pensaba darle la gallina.” Si en casa le regalaban algún dinerillo, iba a comprar huevos y los llevaba corriendo a los enfermos del hospital. En la época de la siega solían enviarle sus padres a llevar el almuerzo y comida a los segadores; y, sin que ellos lo pudieran ver, daba mucha parte a los pobres, que iban, como era costumbre, a recoger las espigas; mas al llegar los segadores a comer, no lo echaban de menos, porque el Señor suplía milagrosamente la falta.
   Ya en tan tierna edad, ayunaba los días que manda la Iglesia y muchos más, y se disciplinaba con muchísimo rigor, aunque en secreto. Su madre, empero, lo sabía, por haber hallado un día las disciplinas junto a la cama, pero de ello se alegraba y daba gracias al Señor.
   Siendo de edad de quince años, sus padres lo enviaron a la Universidad de Alcalá. Tanto avanzó en los estudios de Filosofía y Teología que, buscando el insigne Cardenal a los mejores estudiantes para dar buen principio al colegio mayor de San Ildefonso, lo inscribió como colegial. Ya entonces empezó a meditar con atención aquellas palabras del Divino Maestro: “Quien no renuncia a cuanto posee, no puede ser mi discípulo”. Con sus palabras y ejemplos atrajo a muchos estudiantes a abrazar la vida perfecta, y él mismo, deseoso de retirarse del mundo, pidió al Señor le diese su divina luz para no errar en la elección de estado. 


RELIGIOSO AGUSTINO

   Estando ocupado en los estudios, supo la muerte de su padre; y así, le vio forzado a volver a Villanueva para consolar a su madre y disponer del patrimonio. Viendo que había heredado una casa principal, rogó a su madre que pusiese en ella camas y ropas, a fin de que sirviese de hospital para pobres y peregrinos. Guardó cuanto necesitaba para el sustento de su madre, y todo lo demás lo repartió entre los pobres.
   Entonces oyó más claramente la divina invitación: “Olvida tu pueblo y la casa de tu padre”. A los veintiocho años, entró en la Orden de los Ermitaños de San Agustín de Salamanca, donde tomó el hábito el 21 de noviembre del año 1516, festividad de la Presentación de Nuestra Señora, por quien tuvo toda su vida ardiente y filial devoción. Acabado el año de noviciado, en el que dio ejemplo de todas las virtudes, hizo su profesión en 1517.
   Pasados tres años, fue ordenado sacerdote; celebró la primera misa en la fiesta del Nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo. Su fervor fue tal que, en el Gloria y en el Prefacio, parecía arrobado en éxtasis.
   A pesar de su inclinación a la vida retirada y escondida, los superiores no le permitieron ocultar los talentos que había recibido del cielo. Lo mandaron a enseñar Teología al convento de Salamanca.
   Empezó también a predicar en la ciudad. Por su espíritu y su celo, le comparaban con San Pablo y con el profeta Elías.
   Lo oyó predicar un día el emperador Carlos V, y le agradó tanto el primer sermón, que ya quiso oírlos todos, y si no podía ir en público, iba en secreto y se mezclaba con la muchedumbre.
   Dos veces fue prior de Salamanca y de Burgos, y muchas del convento de Valladolid; fue asimismo provincial de Andalucía y de Castilla, habiendo sido antes visitador de ambas provincias cuando estaban juntas. Desempeñó estos cargos con tanta humildad, mansedumbre y celo por la observancia religiosa, que todos los frailes lo amaban como a un padre y lo respetaban como a un superior. Fue enemigo de toda novedad; se contentaba con hacer observar las leyes de los mayores y las buenas costumbres de las provincias y residencias. Visitaba por sí mismo todos los conventos de su provincia, y en ellos solía recomendar cuatro cosas principales: la celebración devota, atenta y digna del oficio divino y de la misa; limpieza y aseo de las iglesias y altares, y cuanto se refiere al culto divino, afirmando que ésta era la puerta por donde entran las felicidades a los monasterios; la lectura y meditación de las Sagradas Escrituras, como propia para ahuyentar de los religiosos todos los disgustos, inquietudes y tentaciones; la unión y caridad fraterna verdadera y no fingida, y el amor al trabajo, pues la pereza y la ociosidad acaban con todas las virtudes religiosas.


ARZOBISPO DE  VALENCIA

   El Papa Paulo III confirmó la elección el 10 de octubre, y un mes después le envió el palio. El Santo dejó su celda con muchas lágrimas, se hizo consagrar, y partió a pie para Valencia, sin más acompañamiento que el de un religioso y dos criados.
   El reino de Valencia padecía aquel año una gran falta de agua. Fue cosa de maravillar que, al entrar el santo arzobispo por el distrito de su diócesis, luego empezó a llover con abundancia, como presagiando las muchas y grandes mercedes que el cielo reservaba a aquellas tierras. 



VIRTUDES DEL SANTO

   Llovía a cántaros cuando llegó el Santo a la puerta del convento de Valencia con su compañero. El Hermano portero los vio llegar, y al preguntarles de dónde eran y a qué venían, fray Tomás sólo le dijo que pedían hospitalidad para un par de días. Pero el prior, que esperaba la llegada del arzobispo, empezó a sospechar si sería uno de aquellos dos padres. Con todo, al verlos tan sencillos, sin cartas de obediencia, sin acompañamiento ninguno, le daba qué pensar. Los recibió, no obstante, al verlos tan modestos y compuestos, pero les pidió dispensa si no podía servirlos como merecían por ser el convento muy pobre. - No se moleste, Padre Prior-le dijo fray Tomás-; este Padre y vuestro servidor nos contentaremos con una celdilla mientras duren las lluvias; por lo  que al sustento se refiere, ya nos arreglaremos; pronto vendrá  el criado encargado de los gastos del viaje.
   Al fin, el prior tuvo atrevimiento para preguntarle:
   - Os suplico, Padre, por amor de Dios, que me saquéis de duda. ¿No sois por ventura el señor arzobispo?
   - Sí, lo soy -respondió Tomás, no pudiendo ya ocultar la verdad-; aunque muy incapaz e indigno.
   El prior se arrodilló ante él, admirado, y le besó la mano.
   Hizo su entrada en Valencia el 1°de enero de 1545, vestido con el pobre hábito de monje. Todos admiraban su recogimiento y devoción. Los canónigos, viéndolo tan pobre, le enviaron cuatro mil escudos para que amueblase su casa, pero él los mandó al hospital para alivio de los enfermos.
   El Santo emprendió la reforma de su arzobispado con leyes santísimas y prudentísimas, y, sobre todo, con el ejemplo de su vida pobre y muy austera.
   No dejó con la dignidad de arzobispo las virtudes de religioso. Sólo manjares ordinarios se ponían en su mesa. A más de los ayunos de regla que siguió observando rigurosamente, en el Adviento, Cuaresma y vigilias de las fiestas solía ayunar a pan y agua. Traía los mismos hábitos que en su convento y, siempre que podía ser, los remendaba él mismo. Si le rogaban que se vistiese más conforme a su dignidad, respondía que tenía hecho voto de pobreza. Una vez, con todo, dio gusto a los canónigos poniéndose bonetillo de seda; pero luego decía con mucha gracia señalando el bonetillo: “Veis aquí mi arzobispado; porque no les parece a los señores canónigos que soy arzobispo, si no traigo bonetillo de seda. No consiste la autoridad de un prelado en lo precioso de las ropas, sino en el celo de las almas que Dios le ha encomendado”.
   Su palacio era la mansión de la pobreza; jamás sufrió ni tapicería ni sobremesas. Dormía ordinariamente sobre un haz de sarmientos, con una piedra por cabecera. Esa fue la principal industria del santo arzobispo para reformar al clero: el ejemplo de su santa vida.
  


ÉXTASIS - SU MUERTE

   A menudo  premiaba  el  Señor con  gracias  extraordinarias  todas  estas obras hechas con tan viva fe y ardiente caridad. En la oración, en el rezo del breviario y aun en los sermones, tenía frecuentes éxtasis. Nunca  temió tanto no  salvarse  como  desde  que fue  arzobispo, y  por eso quería renunciar a aquel cargo para vivir a solas con Dios retirado en  su celdilla de fraile. Pero ni el Papa Julio II ni el Emperador atendieron sus ruegos. Entonces acudió al Señor. Muchas noches pasó el Santo ante un  crucifijo, llorando y orando para que le librase Dios de carga tan pesada. Una noche, acabando de rezar el Miserere deshecho en llanto, le habló el Santo Cristo, y le dijo: “Ten buen ánimo, que el día del Nacimiento de mi Madre vendrás a mí y descansarás”.
   Enfermó el día 29 de agosto de una grave calentura que fue subiendo día tras día. Fue a verlo el obispo de Segovia, y le dijo que los médicos tenían ya poca esperanza de su curación. El Santo se puso de rodillas y exclamó: “Me he llenado de gozo con lo que acaba de serme dicho: Iremos a la casa del Señor”. Luego añadió moderando un tanto su alegría: “señor, si todavía me necesita tu pueblo, no rehúso el trabajo; de lo contrario, ansío morir para llegarme a Ti”.
   Recibió el Santo Viático en presencia del clero, a quien recomendó guardar los mandamientos del Señor, llevar vida conforme con la santidad del ministerio sacerdotal y estar inviolablemente unidos a la Santa Sede romana, asegurándoles que, si Dios se apiadaba de él, como así lo esperaba, rogaría en el cielo para que en ningún tiempo desfalleciera la fe en la Iglesia de Valencia.
    Mandó que todos cuantos bienes le quedaban los repartiesen a los necesitados, y que a un pobre carcelero le diesen la cama en que yacía moribundo, porque dispuesto estaba a morir en el duro suelo. El carcelero aceptó la cama, y entonces el Santo le pidió que por amor de Dios se la prestase para morir en ella. También pidió que se pusiese un altar en su sala y se dijese misa. En la comunión del sacerdote empezó a decir el cántico Nunc Dimíttis, y añadiendo las palabras “Señor, en tus manos encomiendo mi espíritu”, lo entregó a su Creador el día 8 de septiembre, Natividad de la Virgen María. Lo enterraron en el convento de los agustinos, y el Señor ilustró su sepulcro con innumerables milagros. Alejandro VII le puso en el catálogo de los Santos el 1. º De noviembre de 1658. La Iglesia celebra su fiesta el día 22 de septiembre, pero la Orden agustiniana suele celebrarla el 18 de septiembre.




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