El
admirable obispo de York, san Wilfrido, nació de padres ilustres en
Northumberland, y habiendo perdido a la edad de doce años a su virtuosa madre, le
envió su padre a la corte para que se criase en ella sirviendo a la reina
Eanfleda mujer del rey Osuvi. Prendada la católica
princesa de las raras dotes y gracias naturales de Wilfrido, le distinguió
mucho entre sus pajes; pero como el santo mancebo le manifestase que Dios le
llamaba para su servicio, ella le recomendó a uno de los principales cortesanos
del rey, que retirándose también de la corte iba a tomar el hábito de monje en
el monasterio de Lindisfarne. Le siguió Wilfrido, y estuvo algunos años allí,
ocupado en ejercicios de virtud y en el estudio de las letras. Pero deseoso de
instruirse con todo esmero en la disciplina eclesiástica, con licencia del abad
pasó a Lyon de Francia, donde el arzobispo san Delfín le importunó a que se
quedase en su palacio para ayudarse de su virtud y prudencia en el gobierno de
su diócesis: pero insistiendo el santo en su primera resolución, prosiguió su
viaje a Roma. Visitaba con frecuencia los sepulcros de los santos apóstoles, y
las catacumbas de los mártires, y en aquellos cementerios pasaba gran parte del
día y de la noche en oración. El arcediano Bonifacio, venerado en Roma por su
mucha santidad y sabiduría, le explicó los libros sagrados y le instruyó en la
disciplina de la Iglesia romana. Volviendo después a Lyon, recibió de san
Delfín la tonsura clerical. Era el ánimo del santo arzobispo hacerle sucesor
suyo, pero habiendo sido asesinado por sus enemigos, Wilfrido le dio honrosa
sepultura y volvió a Inglaterra. Luego que llegó a aquel reino, el príncipe
Alfrido hijo del rey le hizo donación del territorio de Ripón en la diócesis de
York; y allí fundó el santo un monasterio, del cual fue primer abad. Ordenado
ya de sacerdote, fue nombrado obispo de York, y gobernó santísimamente su grey
conforme a la disciplina de la Iglesia romana, por espacio de cuarenta y cinco
años. Fue maravilloso el celo con que redujo a la fe de Cristo a todos los
gentiles de aquella provincia; la caridad con que auxilió a los pobres,
librándoles con sus oraciones de una sequía que había durado por espacio de
tres años, y bautizando y alcanzando la libertad a muchos esclavos. Finalmente lleno de días y virtudes
descansó en el Señor y su cuerpo fue honoríficamente llevado al monasterio
donde primero había sido monje, y allí obra Dios por él muchos milagros.
Reflexión: Es
verdaderamente irresistible el atractivo de la virtud; quien se consagra a ella
sin reserva, no sólo es amado de los buenos, como el glorioso san Wilfrido, mas
también admirado y respetado de los mismos malos. Y aunque parezca que la odian
y persiguen los hombres perversos, pero en el interior de sus corazones no
pueden menos de reconocer su valor y tributarle el homenaje de su veneración y
respeto. ¡Oh
si se persuadiesen bien de esto los cristianos todos! ¡Con qué empeño
procurarían copiar en sí los hermosos ejemplos de los varones perfectos!
¿De qué
sirve leer las vidas de los santos, si no nos esforzamos por imitarlas? ¿Acaso
bastarán ante el tribunal del supremo juez los estériles sentimientos de
admiración, único fruto que sacan muchos de las lecturas piadosas? Obras quiere
Dios, que no meros afectos, y la mejor manera de honrar a los santos, como dijo
uno de ellos, es el imitar sus virtudes.
Oración: Concédenos, oh
Dios omnipotente, que la venerable festividad de tu bienaventurado confesor y
pontífice Wilfrido, acreciente en nosotros la devoción y el deseo de nuestra
eterna salud. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
FLOS
SANCTORVM
DE
LA FAMILIA CRISTIANA
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