lunes, 8 de octubre de 2018

LA SOLEMNIDAD DEL SANTÍSIMO ROSARIO DEVOCIÓN DE LA IGLESIA A MARÍA.






— La Liturgia nos ha hecho ver muchas veces desde el principio del año que María, en el plan divino de la Redención, está tan unida a Jesús, que los encontramos siempre juntos y que resulta tan imposible separarlos en el culto público como en nuestra devoción privada. La Iglesia, que proclama a María Medianera de todas las gracias, la invoca continuamente para conseguir los frutos de la Redención que con su Hijo también nos mereció ella. Ha querido comenzar todos los años litúrgicos por el tiempo de Adviento, que es un verdadero mes de María. Ha invitado a los fieles a consagrarla el mes de mayo; ha mandado que el de octubre fuese el mes del Rosario y las fiestas de María son tan numerosas en el Calendario Litúrgico, que no hay un día siquiera en el año en que no sea María festejada en algún punto de la tierra con una u otra advocación por la Iglesia universal, por una Diócesis o alguna Orden religiosa.


LA FIESTA DEL ROSARIO.

   — La Iglesia resume hoy en una sola fiesta todas las solemnidades del año: con los misterios del Señor y de su Madre forma como una inmensa guirnalda para unirnos a estos misterios y para hacérnoslos vivir, una triple diadema que coloca en la cabeza de la que Cristo-Rey coronó como Reina y Señora del mundo entero el día de su entrada en la gloria.

   Misterios gozosos, que nos repiten una y otra vez la Anunciación, la Visitación, el Nacimiento de Nuestro Señor, la Purificación de María, y el Niño Jesús perdido y hallado en el templo. Misterios dolorosos de la agonía, de la flagelación, de la corona de espinas, de la Cruz a cuestas y de la Crucifixión. Misterios gloriosos: Resurrección, Ascensión del Señor, Pentecostés, Asunción y Coronación de la Madre de Dios. Es el Rosario de María.


HISTORIA DE LA FIESTA.

   — La fiesta del Rosario la instituyó San Pío V en recuerdo de la victoria de Lepanto sobre los turcos. Ya se sabe que, en el siglo XVI, los discípulos de Mahomet, después de apoderarse de Constantinopla, de Belgrado y de Rodas, pusieron en peligro serio a toda la cristiandad. El Papa San Pío V, aliado del Rey de España Felipe II y de la República de Venecia, les declaró la guerra. Don Juan de Austria, que llevaba el mando de la flota, recibió órdenes de trabar batalla lo más pronto posible y, por eso, al saber que la flota turca se encontraba en el golfo de Lepanto, fué allí a atacarla. El encuentro ocurrió el 7 de octubre de 1571, junto a las islas de Corfú (Equinadas). En aquel instante, en todo el mundo las cofradías del Rosario oraban con confianza. Los soldados de D. Juan se pusieron de rodillas para implorar el auxilio del cielo y, aunque eran muchos menos, empezaron el combate. Después de una lucha terrible de cuatro horas, de trescientos barcos enemigos, sólo cuarenta pudieron huir; los demás fueron hundidos y 40.000 turcos encontraron la muerte. Europa se había salvado.



   Al mismo tiempo y conforme se iban desarrollando estos sucesos, San Pío V tuvo la visión de la victoria; se arrodilló para dar gracias a Dios y determinó que en lo sucesivo, el 7 de octubre se celebrase una fiesta en honor de Nuestra Señora de la Victoria, cuyo título fué cambiado por Gregorio XIII en este otro de Nuestra Señora del Rosario.



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