— La Liturgia nos ha hecho
ver muchas veces desde el principio del año que María, en el plan divino de la
Redención, está tan unida a Jesús, que los encontramos siempre juntos y que
resulta tan imposible separarlos en el culto público como en nuestra devoción
privada. La Iglesia, que proclama a María Medianera de
todas las gracias, la invoca continuamente para conseguir los frutos de la
Redención que con su Hijo también nos mereció ella. Ha querido comenzar todos
los años litúrgicos por el tiempo de Adviento, que es un verdadero mes de María.
Ha invitado a los fieles
a consagrarla el mes de mayo; ha mandado que el de octubre fuese el mes del
Rosario y las fiestas de María son tan numerosas en el Calendario Litúrgico,
que no hay un día siquiera en el año en que no sea María festejada en algún punto
de la tierra con una u otra advocación por la Iglesia universal, por una
Diócesis o alguna Orden religiosa.
LA FIESTA DEL
ROSARIO.
— La Iglesia resume hoy en una sola fiesta
todas las solemnidades del año: con los misterios del Señor
y de su Madre forma como una inmensa guirnalda para unirnos a estos misterios y
para hacérnoslos vivir, una triple diadema que coloca en la cabeza de la que
Cristo-Rey coronó como Reina y Señora del mundo entero el día de su entrada en
la gloria.
Misterios
gozosos, que nos repiten una y otra vez la Anunciación,
la Visitación, el Nacimiento de Nuestro Señor, la Purificación de María, y el
Niño Jesús perdido y hallado en el templo. Misterios
dolorosos de la agonía, de la flagelación, de la
corona de espinas, de la Cruz a cuestas y de la Crucifixión. Misterios gloriosos:
Resurrección,
Ascensión del Señor, Pentecostés, Asunción y Coronación de la Madre de Dios. Es el Rosario de María.
HISTORIA DE LA
FIESTA.
—
La fiesta del Rosario la instituyó San Pío V en recuerdo de la victoria de
Lepanto sobre los turcos. Ya se sabe que, en el siglo XVI, los
discípulos de Mahomet, después de apoderarse de Constantinopla, de Belgrado y
de Rodas, pusieron en peligro serio a toda la cristiandad. El Papa San Pío V, aliado del
Rey de España Felipe II y de la República de Venecia, les declaró la guerra.
Don Juan de Austria, que llevaba el mando de la flota, recibió órdenes de trabar
batalla lo más pronto posible y, por eso, al saber que la flota turca se encontraba
en el golfo de Lepanto, fué allí a atacarla. El encuentro ocurrió el 7 de
octubre de 1571, junto a las islas de Corfú (Equinadas). En aquel instante, en todo el mundo las cofradías del
Rosario oraban con confianza. Los soldados de D. Juan se pusieron de rodillas
para implorar el auxilio del cielo y, aunque eran muchos menos, empezaron el
combate. Después de una lucha terrible de cuatro horas, de trescientos barcos enemigos,
sólo cuarenta pudieron huir; los demás fueron hundidos y 40.000 turcos encontraron
la muerte. Europa se había salvado.
Al mismo tiempo y
conforme se iban desarrollando estos sucesos, San Pío V tuvo la visión de la
victoria; se
arrodilló para dar gracias a Dios y determinó que en lo sucesivo, el 7 de
octubre se celebrase una fiesta en honor de Nuestra Señora de la Victoria, cuyo
título fué cambiado por Gregorio XIII en este otro de Nuestra Señora del
Rosario.
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