Oración Para antes de comenzar la
devota práctica del mes en honor de San José.
Señor, tened
piedad de nosotros.
Santa María, Madre
de Dios, Esposa de San José, rogad por nosotros.
San José, imagen
del Padre celestial y padre adoptivo de su único Hijo, rogad
por nosotros.
San José, casto
esposo de la Reina de las vírgenes, rogad por nosotros.
San José, hijo de
David, heredero de la fe y de las virtudes de los Patriarcas,
rogad por nosotros.
San José, hombre
justo según el Corazón de Dios, rogad por nosotros.
San José, modelo de
la obediencia más pronta, sencilla y perfecta, rogad por nosotros.
San José,
despreciado por los hombres, pero grande a los ojos de Dios, admirado y
respetado por los ángeles, rogad por nosotros.
San José, que
habéis vivido una vida pobre, oscura y laboriosa,
rogad por nosotros.
San José, modelo
perfecto de la vida interior, rogad por nosotros.
San José, cuya vida
estuvo escondida en Dios con Jesucristo, rogad por nosotros.
San José, que por
tan largo tiempo habéis contemplado con vuestros ojos y tocado con vuestras
manos al Verbo encarnado, rogad por nosotros.
San José, que con
vuestros cuidados y vuestro trabajo habéis sostenido la vida de Jesús, rogad
por nosotros.
San José que habéis
sido dócil a la voz del Espíritu Santo y a todas las inspiraciones de la
gracia, rogad por nosotros.
San José, cuyos
actos exteriores no interrumpieron jamás vuestro recogimiento y vuestra
atención en la presencia de Dios, rogad por nosotros.
San José, cuya vida
fue una oración y contemplación continuas, rogad por nosotros.
San José, unido a
Jesús con el amor más puro, más tierno y más fuerte,
rogad por nosotros.
San José, que
habéis muerto en los brazos de Jesús, rogad por nosotros.
San José, que sois
el director, el amigo y el protector de las almas que aspiran a la perfección, rogad
por nosotros.
Por vuestra santa
infancia y por vuestra vida oculta, libradnos, Señor Jesús.
Por la purísima
virginidad de vuestra Madre Santísima, purificadnos, Señor Jesús.
Por la fidelidad y
la justicia de San José, protegednos, Señor Jesús.
Cordero de Dios,
que quitáis los pecados del mundo, perdonadnos, Señor.
Cordero de Dios,
que quitáis los pecados del mundo, oídnos, Señor
Cordero de Dios,
que quitáis los pecados del mundo, tened piedad de nosotros.
Y) Oh San José, rogad a Dios para
que conceda la paz a su Iglesia.
R) Y
que su Nombre adorable sea anunciado y adorado en todo el mundo.
Oración
Bienaventurado José, que
habéis sido el padre del divino Salvador, sed también nuestro padre; amadnos
con amor paternal a nosotros, a quienes Jesús quiso amar como a hermanos, y
dadnos parte del amor que habéis tenido a nuestro amable Redentor.
Vuestro corazón paternal, ese gran corazón, el más puro y más santo,
después de los corazones de Jesús y de María, será nuestro refugio y nuestro
asilo en todas nuestras penas y en todas nuestras necesidades. Por vuestra intercesión
llegaremos, oh gran Santo, hasta el Corazón de Aquel que quiso ser llamado Hijo
vuestro; nuestros corazones os serán tiernamente devotos; imitaremos el amor de
Jesús hacia vos, su filial ternura, su sumisión, su respeto. Bajo vuestra
protección esperamos vivir y morir en la santidad que conviene a los hijos de
Dios, a los hermanos de Jesús y a los hijos de María. Así sea.
DÍA 10
San José modelo de obediencia.
Ventajas y excelencias de esta virtud
La obediencia es más agradable a
Dios que el sacrificio.
I Reyes, XV, 22.
La obediencia,
virtud por la cual nosotros hacemos a Dios el sacrificio consciente y libre de
nuestra voluntad, es la más excelente de todas las virtudes, porque encierra en
sí el mérito de todas, y sólo ella puede darles valor. La obediencia — dice San Gregorio— nos obtiene las demás
virtudes, y es su fiel guardián: Obedientia omnes virtutes mentí inserít, insertasque custodit. En
efecto, nada
más santo que los principios sobre los cuales se asienta, por cuanto es el acto
de confianza más excelente y el acto de caridad más perfecto. Acto el más
heroico, porque para obedecer como cristiano, debo creer que la autoridad de
Dios reside en mis superiores, independientemente de su debilidad, de las
contradicciones de mi espíritu y de las repugnancias de mi corazón; acto de confianza
el más excelente, porque espero
que Dios, movido por mi obediencia, inspirará a mis superiores lo que más me
convenga, y no permitirá que yo me pierda en el ejercicio, lugar o empleo a que
ellos me destinen; acto de caridad
el más perfecto, porque es el
mayor sacrificio que yo pueda hacer a Dios, cual es el de mi libertad y de mi voluntad:
Qui habet mandata mea et
servat ea, ille est qui diligit me.
Si
esta virtud es más grata a Dios que el sacrificio más excelente de todos los
actos de la religión, lo es — dice San Gregorio— porque en los demás
sacrificios la víctima es otra; en este de la obediencia, es lo mejor de
nosotros mismos lo que inmolamos a Dios. La
obediencia nos une tan íntimamente a Dios —afirma
Santo Tomás—, que
en cierto modo nos trasforma en El, por cuanto no tenemos más voluntad que la
suya.
Por último, la
oración misma no podrá ser grata a Dios, sin la obediencia: Qui declinat aures suas
ne audiat legem, oratio ejus erit exsecrabilis.
Toda
la santidad del esposo de María tuvo por base la obediencia, y su vida no fue,
por así decirlo, sino una práctica perpetua de esta virtud. Desde
su más tierna edad, obedecía con religiosa exactitud todos los mandamientos de
la ley de Dios. Obedeció sin murmurar el decreto de un emperador
idólatra, que le obligaba a trasladarse a Belén en medio del rigor del
invierno, con grave molestia para María. Pero es especialmente en la huida a
Egipto cuando San José nos ofrece el ejemplo de la obediencia más heroica y
perfecta. Apenas había llegado a Nazaret, cuando el ángel se le aparece en
sueños, y le dice: «Levántate,
toma al Niño y a su Madre, y huye a Egipto, y no te muevas de allí hasta nuevo
aviso, pues Herodes busca al Niño para hacerle morir». José se levanta,
y en la misma noche toma al Niño y a su Madre, y va a Egipto, donde permanece
hasta la muerte de Herodes. Superior a toda debilidad y a toda delicadeza
humanas, José dio al mundo, en esta circunstancia, el ejemplo de una virtud
verdaderamente celestial. En efecto, los ángeles obedecen a Dios con prontitud
y reverencia, y José procedió como los ángeles: recibe
la orden, se levanta y parte de noche. ¡Qué gozo para el mensajero
celestial que pudo contemplar semejante prodigio!... Para obligar a Lot
a salir de Sodoma, los ángeles debieron hacerle violencia, tomarlo de la mano y
ponerlo a pesar suyo fuera de la ciudad, que estaba a punto de ser incendiada.
Y a José sólo
le basta una palabra, para salir de su patria; ni siquiera difiere la salida
hasta el día siguiente: no
consulta, calla y obedece.
“He
aquí — dice San Bernardo— cómo aquel que es
obediente, a imitación de San José, llena fielmente la voluntad de su superior
apenas la conoce, sin esperar a más tarde; tiene siempre el oído atento a las
órdenes, sus pies prontos, sus manos dispuestas a hacer cuanto se le dice; y lo
hace con tanta prontitud, que se diría que con sus acciones previene los
mandatos que se le han de dar: Prævenit
præcipientem”. La obediencia que se obtiene luego de una primera orden,
es sutil y delicada; pero hay motivo para sospechar que sea una obediencia
afectada la que sólo se consigue a fuerza de raciocinios persuasivos.
La
obediencia de San José es una obediencia ciega. ¡Cuántos pretextos podía haber opuesto nuestro Santo Patriarca, a las órdenes
de Dios!... Y así lo habríamos hecho nosotros, pretendiendo penetrar
con la luz de nuestra humana razón los caminos inescrutables de Dios. José no
le dice al ángel: «Vuestras
palabras están llenas de una extraña contradicción: no hace mucho me decíais
que este Niño libraría al pueblo de Israel, y he aquí que, con todo su
pretendido poder, es tan débil, que se ve obligado a huir con toda presteza a
un país extraño, si quiere salvar su vida. Esto no está de acuerdo con vuestras
magníficas promesas. Y, por otra parte, ¿no tiene Dios en sus manos el corazón de
los reyes, a quienes puede confundir y mudar a su placer? ¿No merecería Herodes,
que es culpable de tantos delitos, la muerte que quiere dar a este inocente? .
. . » Así se expresa la razón, que juzga las obras de Dios con
miras al amor propio, y cree formular proyectos más hermosos que los de la
divina providencia.
José,
iluminado con las más puras luces de la fe, sabe que la obediencia pierde todo
su mérito y su carácter divino, cuando sólo se apoya en raciocinios humanos;
fidelísimo en sofocar los secretos gemidos del alma, no opone ningún pretexto a
la voluntad de Dios, ni expone motivos para resistir o diferir su cumplimiento;
no alega ni la delicadeza de la Madre, ni la debilidad del Niño, que aún está
en la cuna, y es incapaz de resistir las fatigas de un viaje tan largo y
penoso; ni siquiera se informa acerca de la duración del destierro, ni del
tiempo que a Dios le placerá poner término a su prueba.
Y cuando, sin faltar a la obediencia, podría haberle hecho notar al
ángel que, ya que era menester huir, podía haber sido hacia el país de los
magos, donde habría estado expuesto a menos peligros y hallado algún socorro; mientras que, en
Egipto, pueblo bárbaro, enemigo implacable de los israelitas, del que no conocía
la lengua ni las costumbres; en Egipto le sería difícil hallar ayuda ni
seguridad, y sería irremisiblemente víctima de la miseria y de la crueldad de
sus enemigos. Pero nuestro Santo Patriarca, que ve al Hijo de Dios hecho Hombre
sometido a la autoridad de un pobre carpintero, no sintió pena de obedecer a las
órdenes de un ángel, y sin titubear un solo instante, sin hacer preparativos
para viajar más cómodamente, se pone en marcha, dando al cielo y a la tierra el
ejemplo de una obediencia más heroica que la de Abraham y la de Moisés; y eso,
a pesar de que el ángel no le prometió, como a aquellos, que estaría con él y que
lo protegería.
La fe de José no
necesita sostén; penetra los velos que le ocultan a Dios en ese Niño que lleva
sobre su pecho, y sintiéndose seguro bajo ésta salvaguardia divina, sale esa
misma noche, desafiando todos los peligros de tan largo viaje, todo el horror de
los desiertos que habrá de cruzar, sin temores, ni por la debilidad del Niño,
ni por la de la Madre.
«¡Oh,
cuán admirable es esta perfecta obediencia de San José! — exclama San Francisco de
Sales—. Observad
cómo en toda ocasión estuvo siempre perfectamente sometido al querer de la
voluntad divina; cómo el ángel lo manda y lo vuelve a mandar: le dice que vaya
a Egipto, y él va; le ordena que vuelva a Judea, y él regresa; Dios quiere que
sea siempre pobre, y él se somete de buen grado». De
manera que es José el hombre de la voluntad de Dios: en todas las cosas ve él
su mano paternal, la adora, se somete; y esa perfecta obediencia le merece ser
cooperador de la obra más grande de Dios: la de nuestra redención.
Aprendamos
de la conducta de San José a conocer el valor de la obediencia, que cuando es pronta,
es más grata a Dios que la sangre de las víctimas. El verdadero
secreto de la paz del corazón es dejarse guiar: cuando se razona, se
multiplican las dudas y las inquietudes; al que ama mucho, le basta conocer la voluntad de Dios,
sin inquirir los motivos que la sugieren. . . El hombre obediente no debe dar cuenta de sus acciones; será
justificado, aprobado, y recompensado más por su obediencia que por sus obras.
Pero
para que la obediencia sea una virtud a los ojos de Dios, no basta hacer los
actos exteriores que nos son mandados, sino que es necesario que la voluntad
acepte las órdenes y se someta al yugo sin quejarse; y más aún, que someta su
juicio sin discutir lo que le es ordenado.
No haréis jamás de buen grado lo que
condenaríais en vuestro corazón; y aun cuando lo aprobarais, si obráis por esta
o por aquella razón, ya no será la directiva de vuestro superior la que seguís,
sino la vuestra propia. Aun cuando Nuestro Señor Jesucristo era infalible e impecable,
no opuso jamás su propio juicio, ni su propio pensamiento, ni su voluntad, en
cuanto le mandaron José y María; obedeció a ambos ciegamente y con entera
sumisión. Esta consideración desvanece y confunde todos los pretextos que
nuestra imaginación puede formular para eximirse de la obediencia.
Que nuestra obediencia sea de ahora en
adelante semejante a la de José. Obediencia
de obras, pronta y a la letra; obediencia de espíritu, que
no discute los motivos ni la naturaleza del mandato; obediencia de corazón, que
se somete con amor a las órdenes de la divina voluntad.
La obediencia a quien nos dirige en el orden espiritual, tiene dos fines
principales: o la dirección espiritual, o las
acciones externas.
En lo que a estas respecta, si en lo que nos es mandado no hay pecado
manifiesto, siempre es más perfecto el obedecer; lo que, por otra parte, es
también un deber a que nos hemos obligado por voto.
En cuanto a la dirección de la conciencia, es evidente que, no pudiendo
juzgarnos ni dirigirnos por nuestra cuenta, precisa que respecto a nuestro
estado interior nos atengamos al juicio del guía que Dios nos ha dado. No le ocultemos nada, expongámosle con fidelidad todas
las cosas; en consecuencia, sin titubeos ni dudas de ninguna especie, prestemos
fe a cuanto nos diga, y hagamos fielmente cuanto nos prescriba. Haciéndolo
así, nos preservaremos de las ilusiones, que serían inevitables procediendo de
otro modo. La obediencia nos hará caminar con
seguridad, sin temor a extravíos. Dios no permitirá que el director se
equivoque, y El mismo se dignará suplir cuanto pudiera faltar a su ministro. En
la obediencia hallaremos siempre la fuerza, el sostén y el consuelo: todas las
gracias que Dios quiere otorgamos, están unidas a esta virtud. Armémonos, pues, de valor
para superar nuestras repugnancias e imponer silencio a nuestros juicios, y
estemos en guardia contra las insidias del tentador, el cual sólo cantará
victoria cuando logre quebrantar nuestra obediencia.
MÁXIMAS DE VIDA ESPIRITUAL
La
prudencia no es la virtud del que obedece, sino del que manda (San Ignacio).
La
perfecta obediencia no consiste en obedecer por amor, sino en obedecer con amor (San Francisco de Sales).
Tiene
más valor el levantar del suelo una paja por obediencia, que el martirio sufrido
por propia voluntad (Santa Teresa).
AFECTOS
Bienaventurado San José, amable protector mío, hacedme entender hoy la necesidad y
las ventajas de la obediencia ciega, de la que me habéis dado tan sublimes
ejemplos. No permitáis que permanezca por más tiempo esclavo de mi propia
voluntad, pues que esto me llevaría a la eterna condenación. Con vuestro
auxilio y el de vuestra Santísima Esposa, tomo la firme resolución de tratar de
adquirir esta obediencia, con la que venceré a todos los enemigos de mi alma y
podré llegar al cielo, donde gozaré de la felicidad de veros y amaros eternamente
en compañía de Jesús y de María. Así sea.
PRACTICA
Al hacer un viaje, encomendarse a San José.
GLORIAS Y VIRTUDES
DE SAN JOSÉ.
R . P. H U G U E T
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