lunes, 16 de marzo de 2020

MES DE MARZO: EN HONOR A SAN JOSÉ. DÍA 15: San José, compañero de María. Fidelidad a la gracia.





   Oración Para antes de comenzar la devota práctica del mes en honor de San José.


Señor, tened piedad de nosotros.
Santa María, Madre de Dios, Esposa de San José, rogad por nosotros.
San José, imagen del Padre celestial y padre adoptivo de su único Hijo, rogad por nosotros.
San José, casto esposo de la Reina de las vírgenes, rogad por nosotros.
San José, hijo de David, heredero de la fe y de las virtudes de los Patriarcas, rogad por nosotros.
San José, hombre justo según el Corazón de Dios, rogad por nosotros.
San José, modelo de la obediencia más pronta, sencilla y perfecta, rogad por nosotros.
San José, despreciado por los hombres, pero grande a los ojos de Dios, admirado y respetado por los ángeles, rogad por nosotros.
San José, que habéis vivido una vida pobre, oscura y laboriosa, rogad por nosotros.
San José, modelo perfecto de la vida interior, rogad por nosotros.
San José, cuya vida estuvo escondida en Dios con Jesucristo, rogad por nosotros.
San José, que por tan largo tiempo habéis contemplado con vuestros ojos y tocado con vuestras manos al Verbo encarnado, rogad por nosotros.
San José, que con vuestros cuidados y vuestro trabajo habéis sostenido la vida de Jesús, rogad por nosotros.
San José que habéis sido dócil a la voz del Espíritu Santo y a todas las inspiraciones de la gracia, rogad por nosotros.
San José, cuyos actos exteriores no interrumpieron jamás vuestro recogimiento y vuestra atención en la presencia de Dios, rogad por nosotros.
San José, cuya vida fue una oración y contemplación continuas, rogad por nosotros.
San José, unido a Jesús con el amor más puro, más tierno y más fuerte, rogad por nosotros.
San José, que habéis muerto en los brazos de Jesús, rogad por nosotros.
San José, que sois el director, el amigo y el protector de las almas que aspiran a la perfección, rogad por nosotros.

Por vuestra santa infancia y por vuestra vida oculta, libradnos, Señor Jesús.
Por la purísima virginidad de vuestra Madre Santísima, purificadnos, Señor Jesús.
Por la fidelidad y la justicia de San José, protegednos, Señor Jesús.

Cordero de Dios, que quitáis los pecados del mundo, perdonadnos, Señor.
Cordero de Dios, que quitáis los pecados del mundo, oídnos, Señor
Cordero de Dios, que quitáis los pecados del mundo, tened piedad de nosotros.



Y) Oh San José, rogad a Dios para que conceda la paz a su Iglesia.


R) Y que su Nombre adorable sea anunciado y adorado en todo el mundo.




Oración



   Bienaventurado José, que habéis sido el padre del divino Salvador, sed también nuestro padre; amadnos con amor paternal a nosotros, a quienes Jesús quiso amar como a hermanos, y dadnos parte del amor que habéis tenido a nuestro amable Redentor.


   Vuestro corazón paternal, ese gran corazón, el más puro y más santo, después de los corazones de Jesús y de María, será nuestro refugio y nuestro asilo en todas nuestras penas y en todas nuestras necesidades. Por vuestra intercesión llegaremos, oh gran Santo, hasta el Corazón de Aquel que quiso ser llamado Hijo vuestro; nuestros corazones os serán tiernamente devotos; imitaremos el amor de Jesús hacia vos, su filial ternura, su sumisión, su respeto. Bajo vuestra protección esperamos vivir y morir en la santidad que conviene a los hijos de Dios, a los hermanos de Jesús y a los hijos de María. Así sea.






DÍA 15




San José, compañero de María.
Fidelidad a la gracia.



Todos los bienes me vinieron
juntamente con ella
Sab. VII, 11.



   Cuando Dios eligió a José para ser el casto esposo de María y el padre de su único Hijo, ya era sumamente grande y perfecto; pero ¡cuánto crecieron y se perfeccionaron tan eminentes cualidades en la compañía íntima y continua de esa Virgen incomparable, cuya profunda humildad y pureza, superiores a las de los ángeles, obligaron, por así decirlo, al Hijo de Dios a bajar del cielo para hacerse Hombre! . . .


   Que, si un solo saludo de María obró tantos prodigios en la casa de Zacarías, santificó a San Juan, y le comunicó el espíritu de profecía con tanta abundancia, que participó de él también su madre, ¡qué saludables impresiones no debía hacer en el alma de San José la conversación de esa Virgen, en el tiempo en que la plenitud de la Divinidad habitaba personalmente en Ella! ¡Qué luces fulgurantes esparcía en su alma, qué fervor movía su voluntad! . . .


   En efecto, si la boca habla de la abundancia del corazón, ¡qué edificantes serían las conversaciones de María, cuando tenía en su casto seno al Verbo que inspira el amor: Verbum spirans amorem, el Verbo hecho carne por obra del Espíritu de amor! . . .


   ¡Qué santas reflexiones debían de hacer sobre los misterios que así se cumplían bajo sus propios ojos, esos dos querubines colocados al lado del verdadero propiciatorio, pudiendo contemplarse y entretenerse continuamente! ¡Cuántas sublimes comunicaciones, qué maravillosas efusiones, qué flujo y reflujo de luces y de llamas divinas, qué sagrados coloquios entre María y José durante treinta años! . . .




   Y ¿qué diremos, luego de esto, de la prédica constante del buen ejemplo, mil veces más elocuente, más eficaz y más conforme con la modestia de la más humilde de las vírgenes? . . . Es muy cierto que no pueden pasarse muchas horas en compañía de una persona plena del Espíritu Santo, sin sentirse en cierto modo mudados y penetrados del buen olor de su piedad. San Juan Crisóstomo asegura que, si un hombre de su tiempo hubiera pasado solamente un día con los fervientes religiosos que vivían en la soledad, aun cuando el motivo de su visita hubiese sido tan sólo la curiosidad, le habría sido suficiente para que, al regresar a su casa, la mujer, los hijos, los amigos, se dieran cuenta de que volvía del desierto y que había conversado con sus moradores, que más que hombres eran verdaderos ángeles. Y si un solo día de este trato producía tan saludables efectos, ¡qué impresiones divinas no debían de hacer sobre San José los heroicos ejemplos de María, de los que era afortunado testigo! . . . Nada veía en Ella que no le despertara piadosos sentimientos; una modestia angelical era la norma de todas sus acciones; sus palabras lo elevaban a Dios; sus miradas santificaban su corazón.


    Los santos, aun sin quererlo, inspiran santidad; poseen un fuego sagrado cuyo benéfico calor se comunica naturalmente; de donde se infiere que José, más afortunado que Obededón, no podía tener en su casa y bajo su custodia la verdadera arca de la alianza sin sentir su virtud. Y aun cuando María no se hubiera dedicado a perfeccionar a su casto esposo, lo mismo habría hecho él, estando en su compañía, inmensos progresos en el amor de Dios. Pero es muy cierto que la augusta Madre de Dios tuvo más celo Ella sola, que todos los Apóstoles; y si hubiera podido abandonar la soledad en que vivía para ir por el mundo, Ella sola lo habría convertido todo.


   Ahora bien; este celo sin límites lo ejerció María sobre la persona de su esposo. El orden de la caridad exigía que José fuera el primer objeto de este celo, y así lo fue por muchos años. Ese foco divino, capaz de encender toda la tierra, sólo tuvo que inflamar y consumir el corazón de José.


   San Gregorio Nacianceno, hablando del celo de Santa Gorgona por la conversión de su esposo, nos dice que era tan vivo el celo que la abrasaba, que le parecía que Dios no fuera amado sino por la mitad de su corazón, pues su esposo estaba en las tinieblas del paganismo. ¡Con cuánto mayor razón podemos decirlo de María, que consideraba a José como parte de su propio corazón, hecho expresamente por Dios para Ella! ¿Y quién podrá expresar con qué fidelidad se dedicaba a llenarlo con un amor semejante al que ardía en su pecho por Dios? . . .


   Y no debe creerse que en el ejercicio de su celo olvidara María las atenciones debidas a su esposo y señor. No obstante, la libertad que podía darle la perfecta unión que reinaba entre ellos, y la veneración con que San José se complacía en honrarla como a augusta Madre de Dios, el celo de esta Virgen tan humilde como prudente estaba siempre acompañado de tanta sencillez y modestia, que lo hacían tanto más amable y más eficaz. María instruía conversando, exhortaba trabajando. ¿Qué más necesitaba el alma de San José, ya tan bien dispuesta, y qué más podía desear un esposo tan santo, que, deseando hacer constantemente nuevos progresos en la perfección, observaba todas las acciones de María, recogía todas sus palabras, las meditaba continuamente, y nada ahorraba por descubrir los tesoros que Ella misma deseaba dividir con él? . . .




   Pero la humildad de María era tan profunda, que estaba bien lejos de pensar que su ejemplo fuera más que suficiente para santificar a José, por lo que se valía del crédito que tenía ante Dios su oración omnipotente: Omnipotentia supplex.


   La omnipotencia es atributo de Dios solo, ya es sabido: Tua est potentia. La soberanía está en sus manos; la criatura es una nada, no tiene sino la medida de lo que Dios se ha dignado señalarle. Pero plugo a Dios comunicar a María el poder con una abundancia tal, hasta hacerle obrar prodigios tan maravillosos, que no solamente igualan a los de su brazo omnipotente, sino que lo superan, como dice el Santo Evangelio: Opera quae ego facio, et ipse faciet, et majora horum faciet (Juan, XIV, 12). Y Dios se mostró realmente admirable, participando su omnipotencia a la Santísima Virgen.


   En efecto, si la omnipotencia de Dios resplandece sobre todo en su Divinidad, en cuanto que un Dios puede engendrar a un Dios, la Santísima Virgen hace algo semejante, al ser la Madre del Dios hecho Hombre. Si la omnipotencia de Dios se manifiesta haciendo brotar toda la magnificencia del universo con un fíat, parece aún mayor el triunfo de la omnipotencia de María, quien con un fiat hizo que Dios se bajara desde el abismo insondable de su Divinidad, para hacerse Hombre. Por lo que San Bernardino de Siena no vacila en afirmar que todo, y hasta Dios mismo, está sometido al imperio de María: Imperio Virginis omnia famulantur, etiam Deus (Tom. II, 61); es decir, que Dios escucha sus oraciones como si fueran órdenes.


   Dios confió a María el inagotable tesoro de sus gracias: Mariæ se tota infundit plenitudo gratiæ, dice San Jerónimo. Ella es la depositaría y la dispensadora, la sabia ecónoma de la casa de Dios, porque, como dicen los Santos Padres, no recibimos de Dios ninguna gracia, sino por la mediación poderosa de María. Quibus vult, quomodo vult, et quando vult. Y si la Madre de la divina gracia se mostró siempre llena de bondad y misericordia para el último y más culpable de los hombres, ¿qué tesoros inextinguibles de favores celestiales no habrá dejado caer de su corazón al de su casto esposo, para quien tenía el deber de rezar, y a quien le debía favores tan preciosos como el de la guarda de su honor y la vida de su Unigénito? . . .





  San Bernandino de Siena escribe: Credo quod Beatissima Virgo totum thesaurum cordis sui, quem Joseph recipere poterat, illi líberalissime exhibeat. ¡Cuántas y qué gracias pediría María para José! . . . Y por estas oraciones, ¡cuántas gracias derramó Jesús sobre un Santo a quien tanto amaba, y a quien, si así puede decirse, por deber de gratitud debía prodigarle sus más grandes atenciones! . . . No podemos, pues, dudar de que aquel que se hallaba tan estrechamente unido a la Dispensadora de las gracias, no haya recibido de ellas una extraordinaria plenitud.

   Y para terminar esta consideración, debemos hacer alguna reflexión práctica. Si San José hizo tan admirables progresos en el camino de la perfección, es porque fue fiel a las primeras gracias que Dios le hizo; y esta correspondencia a todas las inspiraciones del Espíritu Santo, a todos los impulsos de la gracia, le merecieron siempre nuevos y mayores favores. Animo, siervo prudente: porque te mostraste fiel en lo poco, te estableceré en lo mucho.


   No olvidemos, y la fe así nos lo enseña, que Dios nos pedirá cuenta exacta y severa de todas las gracias que hemos recibido y que recibimos continuamente. Son otros tantos talentos que nos confía, y que quiere que sean negociados. Toda gracia debe producir fruto en nosotros y dar a Dios un grado de gloria.

   De donde resulta que más nos colma Dios de sus gracias, más debemos, a semejanza de San José, ser humildes y fervorosos en su servicio.





   Humildes, porque las recibimos gratuitamente, y porque de ellas debemos responder a Dios; y, por otra parte, ¿sería justo gloriarnos de un bien recibido y del que debemos dar cuenta? . . .


   Fervorosos, porque es este el único medio de pagar, en cuanto nos es posible, las deudas que hemos contraído con Dios, como consecuencia de las gracias que nos ha concedido con preferencia a tantos otros.


   No os engañéis, oh almas interiores, que no son los favores más señalados del cielo los que forman la verdadera grandeza. La gloria de San José no es tan sólo la de haber sido el esposo de María y de haber llevado a Jesús en sus brazos, sino la de haberle custodiado en su corazón; de haber sabido unir la preeminencia de la virtud a la de las gracias y de los títulos, y de haber sabido honrar con la virtud más sublime al Dios que lo había elevado a tanta altura. Verdaderamente sabio, pues que la gracia que lo santifica, prevalece en su corazón a la gracia que lo levanta y engrandece; pues que pospone el estado honorífico a otro más perfecto. Son sus virtudes, y no los honores, las que lo hicieron meritorio delante de Dios; y si pudiéramos separar ambas cosas, lo que Dios hizo por José por medio de María le sería inútil, sin su propia cooperación a la gracia y a los beneficios de Dios.






MÁXIMAS DE VIDA ESPIRITUAL


        Con la fidelidad a las gracias, estas se multiplican (San Jerónimo).


    Dios, para amar a vuestra alma, no mira vuestros talentos, ni los demás dones que os ha dado, sino vuestra humildad y el desprecio de vosotros mismos.

   Acostumbraos a dar a los demás pequeñas órdenes y grandes ejemplos. (San Francisco de Sales).



AFECTOS


   Casto esposo de una Madre siempre Virgen, oh amable Protector mío, no permitáis jamás que sea tan insensato de apropiarme los dones de Dios. Oh bienaventurado José, enseñadme ese santo desapego de todas las cosas, con lo que sabré encontrar sólo en Dios toda mi riqueza, mi luz y mi paz; hacedme comprender que tan sólo la humildad puede acercarme a Dios en el tiempo y en la eternidad: por María, obtenedme esta gracia. Así sea.



PRACTICA



   Agradecer a Dios las gracias que le concedió a San José por mediación de María. Rezar los siete gozos en honor de San José.





GLORIAS Y VIRTUDES
DE SAN JOSÉ.

 R . P. H U G U E T

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