martes, 3 de marzo de 2020

MES DE MARZO: EN HONOR A SAN JOSÉ. DÍA 3: San José, ministro de la adorable Trinidad en el misterio de la Encarnación.





Oración Para antes de comenzar la devota práctica del mes en honor de San José.


Señor, tened piedad de nosotros.
Santa María, Madre de Dios, Esposa de San José, rogad por nosotros.
San José, imagen del Padre celestial y padre adoptivo de su único Hijo, rogad por nosotros.
San José, casto esposo de la Reina de las vírgenes, rogad por nosotros.
San José, hijo de David, heredero de la fe y de las virtudes de los Patriarcas, rogad por nosotros.
San José, hombre justo según el Corazón de Dios, rogad por nosotros.
San José, modelo de la obediencia más pronta, sencilla y perfecta, rogad por nosotros.
San José, despreciado por los hombres, pero grande a los ojos de Dios, admirado y respetado por los ángeles, rogad por nosotros.
San José, que habéis vivido una vida pobre, oscura y laboriosa, rogad por nosotros.
San José, modelo perfecto de la vida interior, rogad por nosotros.
San José, cuya vida estuvo escondida en Dios con Jesucristo, rogad por nosotros.
San José, que por tan largo tiempo habéis contemplado con vuestros ojos y tocado con vuestras manos al Verbo encarnado, rogad por nosotros.
San José, que con vuestros cuidados y vuestro trabajo habéis sostenido la vida de Jesús, rogad por nosotros.
San José que habéis sido dócil a la voz del Espíritu Santo y a todas las inspiraciones de la gracia, rogad por nosotros.
San José, cuyos actos exteriores no interrumpieron jamás vuestro recogimiento y vuestra atención en la presencia de Dios, rogad por nosotros.
San José, cuya vida fue una oración y contemplación continuas, rogad por nosotros.
San José, unido a Jesús con el amor más puro, más tierno y más fuerte, rogad por nosotros.
San José, que habéis muerto en los brazos de Jesús, rogad por nosotros.
San José, que sois el director, el amigo y el protector de las almas que aspiran a la perfección, rogad por nosotros.

Por vuestra santa infancia y por vuestra vida oculta, libradnos, Señor Jesús.
Por la purísima virginidad de vuestra Madre Santísima, purificadnos, Señor Jesús.
Por la fidelidad y la justicia de San José, protegednos, Señor Jesús.

Cordero de Dios, que quitáis los pecados del mundo, perdonadnos, Señor.
Cordero de Dios, que quitáis los pecados del mundo, oídnos, Señor
Cordero de Dios, que quitáis los pecados del mundo, tened piedad de nosotros.



Y) Oh San José, rogad a Dios para que conceda la paz a su Iglesia.



R) Y que su Nombre adorable sea anunciado y adorado en todo el mundo.




Oración


   Bienaventurado José, que habéis sido el padre del divino Salvador, sed también nuestro padre; amadnos con amor paternal a nosotros, a quienes Jesús quiso amar como a hermanos, y dadnos parte del amor que habéis tenido a nuestro amable Redentor.

   Vuestro corazón paternal, ese gran corazón, el más puro y más santo, después de los corazones de Jesús y de María, será nuestro refugio y nuestro asilo en todas nuestras penas y en todas nuestras necesidades. Por vuestra intercesión llegaremos, oh gran Santo, hasta el Corazón de Aquel que quiso ser llamado Hijo vuestro; nuestros corazones os serán tiernamente devotos; imitaremos el amor de Jesús hacia vos, su filial ternura, su sumisión, su respeto. Bajo vuestra protección esperamos vivir y morir en la santidad que conviene a los hijos de Dios, a los hermanos de Jesús y a los hijos de María. Así sea.





DÍA 3




San José, ministro de la adorable Trinidad
en el misterio de la Encarnación


El Señor buscó un hombre según
su corazón.
I Rey. XIII, 14.



   He aquí llegado finalmente el tiempo en que se cumplen los oráculos de los Profetas: el Hijo único de Dios, que en su misericordia quiso tomar nuestra naturaleza para redimirla, eligió de entre todas las hijas de Eva, una Madre. Las tres Personas de la Santísima Trinidad la enriquecieron con todos los dones de la gracia; y aun cuando debía conservar su virginidad, no era conveniente que permaneciera sola: era necesario que se conservara virgen por el honor de su divino Hijo, pero no que estuviera sola. Y si bien es cierto, que una mujer debía dar al mundo el Salvador, convenía que el cuidado de la conservación fuera confiado a un hombre: una mujer sería la Madre, y un hombre sería el padre nutricio. Pero ¿quién sería el privilegiado mortal que dividiría con María un ministerio tan sublime? . . . No sería en Jerusalén, la ciudad real; ni en el templo, que realza la grandeza; ni en el santuario, que es el lugar más sagrado; ni entre los ministros más santos de una función enteramente divina, donde Dios elegiría el siervo prudente y sabio, que debía cooperar a la grande obra de la Encarnación del Verbo. Los pensamientos de Dios difieren profundamente de los nuestros. Sería el hombre que vivía escondido, porque Dios no mira ni las apariencias, ni la fama pública.


   Cuando envió a Samuel a la casa de Jesé en busca de David, aquel gran hombre — dice Bossuet—, a quien Dios destinaba a la corona más augusta del mundo, ni siquiera era conocido por los de su familia. Y tanto es así, que fueron presentados al profeta todos los hermanos de David, pues no se pensaba en este; pero Dios, que no juzga como los hombres, inspiraba internamente al profeta, que no se dejara sugestionar por las apariencias exteriores, de manera que haciendo caso omiso de todos, quiso conocer al menor de los hermanos, al que apacentaba el ganado, y en viéndolo, lo consagró rey, dejando estupefactos a los demás, que jamás habían sospechado los méritos del que Dios había elegido para elevarlo a tan alta dignidad.


   Este hecho puede referirse a José, hijo de David, tanto como al mismo David. Dios buscaba un hombre según su corazón, para poner en sus manos lo más precioso y amado que tenía: la Persona de su Hijo unigénito, la integridad de su Madre, la salvación del género humano, el sagrado secreto de la Trinidad Santísima, el tesoro del cielo y de la tierra. Dirigió su mirada a Nazaret, oscuro y olvidado pueblito, y escogió un hombre desconocido, un pobre artesano de familia real, aunque obligado a vivir de un arte manual, para confiarle una carga de la que se habrían considerado honrados los mismos ángeles.

   ¿Cómo es esto, oh Dios mío? . . . Vos prometisteis a David que el Mesías nacería de su descendencia, y esperasteis a que esa dinastía decayera y fuera despreciable a los ojos de los hombres. Un artesano escondido en un rincón de la Judea, será tenido por padre de vuestro Unigénito, y la Esposa de ese artesano será su Madre. . .

   ¿Cómo pueden conciliarse estos hechos con las magníficas ideas que los Profetas dan acerca del Mesías y de su Reino? . . . ¡Oh juicios humanos, cómo diferís de los juicios de la fe! . . . El Mesías será grande a los ojos de Dios, y para ello es menester que sea pequeño y despreciable a los ojos de los hombres; que sus padres no sean tenidos en cuenta por el mundo, y que en su corazón se manifiesten aún más humildes de lo que parecen exteriormente...

   El hombre juzga por las apariencias — dice la Sagrada Escritura; pero Dios mira el corazón. Dios escoge a José, sacándolo de la más profunda oscuridad, para darnos a entender que era el hombre según el Corazón de Dios, y que por sus virtudes ocultas fue juzgado digno de ser el casto esposo de la Reina de las vírgenes y el padre adoptivo del Mesías prometido.

   José poseía tesoros de pureza y de humildad que envidiaban los mismos espíritus celestes; esa alma tan sublime y tan contemplativa había adivinado el Evangelio, estimando la virginidad como el estado más perfecto que el hombre pudiera abrazar. «San José — escribe San Francisco de Sales había puesto como guardia de esta hermosa virtud, una grande humildad; tenía un cuidado especial para ocultar la perla preciosa de su virginidad, e iluminado por una luz sobrenatural acerca de las angelicales disposiciones de María, consintió en tomarla por esposa, a fin de que, bajo el velo del matrimonio, pudiera él vivir como un ángel, sin llamar la atención de los hombres».

  Así como la castidad tiene su pudor, así también tiene el suyo la humildad; y estas dos virtudes cristianas tienen de común entre sí, que rehúyen las miradas de los hombres; ambas temen perder parte de su fuerza y entereza, por lo que prefieren vivir en la oscuridad e ignoradas. Pero Dios, que escruta los corazones, veía en José en grado eminente las mismas virtudes por las que había escogido a María para ser la Madre de su Hijo unigénito: Virginitate placuit, humilitate concepit.





   Para ser el casto esposo de la Madre de Dios, era necesaria una pureza angélica, que pudiera corresponder en cierto modo a la pureza de María, la más santa de las criaturas. Y verdaderamente, Dios, y todas las personas que cooperaron en el misterio de la Encarnación, tenían en su naturaleza los caracteres de la más grande pureza: el ángel, que fue el mensajero; María, que recibió el mensaje: Angelus a Deo ad Virginem. Y fue también por su virginidad por lo que el Santo Patriarca se hizo digno de las miradas del Altísimo: Virginitate placuit.

   Dios Padre quiere que su Hijo viva ignorado para el mundo, y San José necesita de una humildad a toda prueba, para ser el velo tras el cual pueda ocultarse ese Hijo divino, gozando en la intimidad de Dios el misterio que conoce y las infinitas riquezas que le son confiadas, sin dejar traslucir nada al exterior.

   Era menester que San José fuera santo, para poder ser el padre adoptivo del Hijo de Dios; pero con una santidad que revistiera un carácter todo particular, que lo dispusiera a ser el dueño de un Dios encarnado, quien, haciéndose Hombre, se anonadó hasta hacerse Hijo suyo. Ese carácter tan sólo podía dárselo la humildad; y si esta no hubiese sido la virtud principal de San José, aun cuando hubiera tenido todos los méritos y toda la santidad de los ángeles, Dios no lo habría elegido.

   «Porque — dice San Bernardo un Dios que estaba a punto de humillarse hasta el exceso, revistiéndose de nuestra carne, debía complacerse infinitamente en la humildad, pues, que aun en su misma gloria tiene en tanto esta virtud. Y tiene predilección por los humildes, por la misma razón que es tan grande y excelso: Quoniam excelsus Dominus, et humilia respicit. Quería Dios enseñarnos que sólo por medio de la humildad podemos acercarnos a Él».

   Por esto mereció San José, con su angélica pureza, ser elegido para ser custodio de la más pura de las vírgenes, y por su profunda humildad fue juzgado digno de ser parte en la realización de los divinos designios con la obra inefable de la Encarnación del Verbo.

   Efectivamente, la Encarnación del Verbo, por la forma en que había sido decretada en el consejo del Altísimo, no podía efectuarse de una manera conveniente sin el concurso y la intervención de San José; porque, como lo observan los Santos Padres, el honor de la augusta Virgen María, el honor de Jesús, exigían que el Nacimiento milagroso del Hijo de Dios fuera ocultado tras el velo de un matrimonio ordinario, hasta el momento que el divino Niño, nacido verdaderamente de una Madre Virgen, probase irrefutablemente, con el cumplimiento de las profecías acerca de su Persona, con la autoridad de su vida y de su doctrina, y finalmente, con la acción admirable de los milagros, que era sin duda ninguna el Mesías prometido; el que, según el oráculo de Isaías, nacería de una Virgen: Ecce virgo concipiet et pariet filium.

   José es ese siervo prudente y sabio que Dios estableció como superintendente de su casa, y que sirve de ministro al Omnipotente, para conducir fielmente a su fin la grande obra de la que depende la redención del mundo.

   Es esa nube misteriosa que debía envolver el tabernáculo de la nueva Alianza, y sin la cual la gloria del Altísimo no habría descendido hasta el seno inmaculado de María.

   Es el árbol siempre vigoroso y siempre revestido de hermosa fronda, a cuya sombra puede crecer seguro el noble vástago de la estirpe de Jesé. José es el justo por excelencia, que reúne en su persona, junto con la virtud más sublime, la excelsa condición de esposo de María, y la pureza de los ángeles, para ser como el depositario de la castidad misma, y el custodio de una Virgen que es la Esposa del Espíritu Santo. ¡Misterio sublime confiado a José por Dios mismo! ¡Unión santa y enteramente celestial, en la que la virginidad ha sido el nexo sagrado entre dos almas puras, independiente de los cuerpos de barro que habitan! . . . Es semejante a una vid que se une y abraza al olmo que ha de defenderla de los vientos y protegerla contra el ardor del sol, sin fecundarla, ni cooperar en los frutos deliciosos que produce: Uxor tua sicut vitis abundans.

   Y es una virginidad unida a otra virginidad — añade el piadoso Gersón—; son dos astros que se miran para aumentar el esplendor y la pureza de la propia luz. ¡Oh alianza angelical; unión toda santa, que consiste en la casta correspondencia entre el espíritu y el corazón, entre dos almas perfectamente puras; unión que asegura a José el inestimable privilegio de ser testigo ocular de todas las acciones de María, el confidente de sus pensamientos, el árbitro de sus resoluciones, el custodio y el protector de su virginidad; unión que lo hace, en una palabra, partícipe de todas las prerrogativas de una Virgen Madre de su Dios! …

   ¡Oh, siervo bienaventurado! Por su fidelidad en corresponder a favores tan insignes, se hace digno de tener a Dios mismo por panegirista, y ser llamado el Justo, por Aquel a quien pertenece exclusivamente apreciar la virtud y juzgar los méritos.

   No queramos ser humildes únicamente para ser glorificados. Pero es muy cierto que Dios se complace en glorificar a los humildes siempre y sin detrimento de su humildad. Son los instrumentos de su gloria. Cuando el humilde se anonada, o cuando Dios mismo los abaja, los levanta a los ojos de los hombres, a fin de que estos los alaben.

   Gusta al Señor gozarse con los sencillos y los pequeños, y aleja de sus ojos a los que se enorgullecen por su origen. Deja seca la hierba que crece sobre los techos, la cual, aunque está muy arriba, no goza del rocío de la gracia; mientras que el lirio oculto en lo profundo del valle es revestido de espléndida belleza: Humilibus autem dat gratiam.

   La obra empezada por Jesucristo, continuará hasta el fin de los siglos, y nosotros deseamos cooperar a ella con nuestras oraciones, con nuestro ejemplo, con nuestras palabras.
   Preparémonos, ante todo, con la humildad, despojándonos del amor propio. No nos apoyemos jamás en medios humanos: estos no valen, y pueden ser tropiezos para el éxito.

   Si tenemos condiciones naturales o adquiridas, de las que podamos valernos, santifiquémoslas, reconociendo que vienen de Dios, que no deben ser empleadas sino para su mayor gloria, y que El, sólo El, debe dirigirlas.



   ¡Oh santa humildad, oh perfecto desprendimiento de nosotros mismos, tú eres la fuente de todo el bien que Dios obra en esta tierra por medio de los hombres!...




MAXIMAS DE VIDA INTERIOR


   Ser humilde sin mérito, es necesario; ser humilde teniendo algún mérito, es digno de alabanza; pero ser humilde en posesión de todos los méritos, es milagro (San Juan Crisóstomo).


   Todas nuestras riquezas y todas nuestras gracias son un préstamo, lo cual, lejos de envanecernos, debe inspiramos un saludable temor por la cuenta rigurosa que por ello habremos de dar a Dios (San Gregorio).


   La humildad nos abaja sin medida ante las perfecciones infinitas de Dios, y al mismo tiempo nos anima a poner en El solo toda nuestra confianza, y a considerarle como única esperanza (El libro de oro).
AFECTOS


   Por vuestra profunda humildad, oh glorioso San José, habéis merecido ser elegido por Dios para ser el casto esposo y el protector de la más pura y más santa de las vírgenes. Esa dignidad, de la que se habrían sentido honrados los mismos ángeles, uniéndoos tan íntimamente a María, que está por, sobre todo, excepto Dios, os enaltece a vos mismo por sobre todos nuestros pensamientos.

   Oh, casto esposo de María: por esta dignidad, por la que vos tenéis legítima autoridad sobre la Madre, y sobre el Hijo que Ella concibió por obra del Espíritu Santo, presentadnos a Jesús y a María, a fin de que bajo vuestra protección seamos acogidos favorablemente. Amén.


PRACTICA


Repetir alguna jaculatoria en honor de San José.


GLORIAS Y VIRTUDES
DE SAN JOSÉ.
 R . P. H U G U E T


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