8 de noviembre
CONSAGRADO A HONRAR LA PREDESTINACIÓN DE
MARÍA.
ORACIÓN PARA TODOS LOS DÍAS DEL MES.
¡Oh María! durante el bello Mes que os está consagrado, todo resuena
con vuestro nombre y alabanza. Vuestro santuario resplandece con nuevo brillo y
nuestras manos os han elevado un trono de gracia y de amor, desde donde
presidís nuestras fiestas y escucháis nuestras oraciones y votos.
Para honraros, hemos esparcido frescas flores a vuestros pies y adornado
vuestra frente con guirnaldas y coronas. Mas ¡oh
María! no os dais por satisfecha con
estos homenajes: hay flores cuya frescura y lozanía jamás pasan y coronas que
no se marchitan. Estas son las que Vos esperáis de vuestros hijos; porque el
más hermoso adorno de una madre es la piedad de sus hijos, y la más bella
corona que pueden deponer a sus pies es la de sus virtudes.
Sí; los lirios que Vos nos pedís son la inocencia de nuestros corazones;
nos esforzaremos pues, durante el curso de este Mes consagrado a vuestra gloria
¡oh Virgen santa! en
conservar nuestras almas puras y sin mancha y en separar de nuestros
pensamientos, deseos y miradas aun la sombra misma del mal.
La rosa cuyo brillo agrada a vuestros ojos es la caridad, el amor a Dios
y a nuestros hermanos: nos amaremos, pues, los unos a los otros como hijos de
una misma familia, cuya madre sois, viviendo todos en la dulzura de una
concordia fraternal. En este Mes bendito procuraremos cultivar en nuestros
corazones la humildad, modesta flor que os es tan querida; y con vuestro
auxilio llegaremos a ser puros, humildes, caritativos, pacientes y resignados.
¡Oh María! haced producir en el fondo de nuestros corazones todas
estas amables virtudes; que ellas broten, florezcan y den al fin frutos de
gracia para poder ser algún día dignos hijos de la más santa y de la mejor de
las madres. Amén.
CONSIDERACIÓN
La encarnación del Verbo fue el medio
inefable que escogió la Bondad divina para reparar la catástrofe del primer pecado.
Pero para llevar a efecto esta obra, más grande que la creación de todos
los mundos visibles, necesitaba del concurso de una
mujer en cuyo seno tomase carne el Verbo humanado.
Pero, ¿dónde
encontrar una mujer bastante digna de dar su carne y su sangre al Hijo del
Altísimo? —Dios pasea su mirada por toda la extensión de la tierra;
hace desfilar en su presencia a todas las generaciones; ve pasar delante de sus
ojos a poderosas reinas ceñidas de riquísimas diademas, a heroínas aclamadas
por los pueblos, a millares de vírgenes y mártires agitando palmas inmortales;
pero en ninguna de ellas fija su mirada, porque todas aparecen pequeñas a sus
ojos.
Era necesario predestinar una mujer que,
ataviada con todas las perfecciones de la naturaleza y de la gracia, fuera
digno tabernáculo del Redentor del mundo. Y desde el instante en que, en
los altísimos consejos de la sabiduría increada, se dispuso la redención, Dios fijó sus miradas en María y comenzó a preparar su
advenimiento para que fuera anillo de oro que uniera al Verbo eterno con la
naturaleza humana. Y desde entonces dejó
caer sobre ella, a manera de copiosa lluvia, todos los dones de la gracia. Porque
Dios, que es soberanamente inteligente, proporciona siempre los medios al fin a
que destina a sus criaturas, concediéndoles una dotación de gracias
proporcional a la excelencia y magnitud del fin María
habitaba en la mente divina desde la eternidad con el carácter de Madre de
Dios. Aún no existían los abismos, dice la Escritura, y María había sido ya
concebida; no habían brotado aún las fuentes de las aguas, ni se habían
sentado los montes en su base de granito, y ella
había sido dada a luz en los decretos eternos.
Cuando nuestros primeros padres buscaban temblorosos las sombras del
paraíso para sustraerse a la vista de Dios irritado, el
anuncio del advenimiento de María fue el primer rayo de esperanza que iluminó
su frente. Desde entonces el espíritu profético siguió anunciando su
venida de generación en generación, y de ella puede decirse lo que se ha dicho
de Jesucristo: “que, al nacer, encontró
cuarenta siglos arrodillados en su presencia”. Desde
entonces preparó Dios el camino que había de tener por
término el nacimiento de la corredentora del linaje humano. El cetro y la
corona, la espada y la citara, la poesía, y la ciencia y más que todo, la
santidad brilla entre sus ascendientes y disponen los preciosos jugos que
debían alimentar esa planta cuyo fruto había de ser el Hombre-Dios.
Toda criatura es predestinada por Dios a un doble fin; a un fin general, que es su gloria, y a un fin particular
que consiste en el cumplimiento de la misión especial que se sirve
encomendarle. Nuestra salvación depende del cumplimiento de ese doble fin.
Dios nos ha creado para Él; Él es nuestro principio
y es también nuestro fin. Por lo tanto, todo lo que de nosotros depende
debe referirse a Dios; Él es dueño de nuestra existencia
y debe serlo también de nuestras acciones, palabras y pensamientos, como el que
planta un huerto es dueño de todos sus frutos. Agradar a Dios debe ser, por
consiguiente, el fin primario de todas nuestras
obras y la norma invariable de nuestra conducta. Busquemos en todo a Dios,
como lo buscó María, que le consagró desde su nacimiento sus pensamientos, sus
afectos, sus palabras y las obras todas de sus manos.
EJEMPLO
Saludables efectos de la devoción a María. El templo de Nuestra Señora de las
Victorias, erigido en París por el rey Luis XIII, en acción de gracias por las victorias que había alcanzado sobre sus
enemigos, era a principios del
siglo XIX poco menos que inútil para la piedad.
Colocado en el centro del comercio y de los negocios, rodeado de teatros
y lugares de disipación mundana, era bien escaso el número de fíeles que concurría
a él aún en las más grandes solemnidades de la iglesia.
En 1832 fue
nombrado cura de esta parroquia de indiferentes el abate Carlos Desgenettes, santo varón convencido de un celo ardiente por la salvación de las almas.
Durante cuatro años se esforzó inútilmente por vencer la indiferencia glacial
de los feligreses, llamándolos por diversos medios al cumplimiento de sus
deberes religiosos.
En el estado de aflicción en que se hallaba
el buen párroco, al ver la absoluta esterilidad de sus afanes, se le ocurrió un
día, durante el sacrificio de la Misa, el pensamiento de consagrar su parroquia al
Inmaculado Corazón de María, para obtener por su mediación la conversión
de los pecadores y el renacimiento del fervor religioso. Tal
fue la persistencia con que golpeaba a su mente este pensamiento que lo obligó
a redactar sin tardanza los estatutos de la asociación, que es hoy la Archicofradía del Inmaculado Corazón de María. Aprobadas
las bases por el Arzobispo de París, designó el párroco el domingo 11 de Diciembre
de 1836 para su solemne instalación e invitó a este acto con encarecimiento a
los pocos cristianos que acudían a oír sus predicaciones.
Grande y muy grata fue la sorpresa del
venerable cura al ver que, a la hora indicada, el templo era estrecho para
contener la multitud que acudía a su llamado, siendo lo más extraño que una
gran parte de la concurrencia era compuesta de hombres. La distribución piadosa
dio principio por las Vísperas de la Santísima Virgen y continuó con la
plática, que fue oída con atención y recogimiento; pero donde el fervor llegó a
su colmo, fue durante el
canto de las Letanías, y, sobre todo, al llegar al Refugium peccatorum, Ora pro
nobis, palabras que por un movimiento espontáneo
e imprevisto fueron repetidas tres veces consecutivas, como el grito de
angustia que sale espontáneamente de todos los labios en presencia de un
peligro común.
Al ver este efecto maravilloso y con el corazón lleno de las más dulces
emociones de alegría, el venerable cura, que se hallaba postrado al pie del altar,
exclamó, incentivado por la más tierna confianza en medio de un torrente de
lágrimas; “Vos salvaréis, Madre mía,
a estos pobres pecadores que os aclaman su refugio. Adoptad esta piadosa
devoción, y en testimonio de que la aceptáis, concededme la gracia de la
conversión de M......a quien mañana visitaré en nombre vuestro”.
La conversión que acababa de pedir, en un momento tan solemne, era la
del último ministro del rey mártir, Luis XVI, que había vivido en el seno de la
impiedad y que, según todas las apariencias, moriría lejos de la religión. El
cura visitó, en efecto, al día siguiente a este hombre y lo halló tan
profundamente cambiado que no pudo ya dudar de que la obra que acababa de
fundar era inspirada por la Madre de Dios. Si no hubiera tenido en este hecho una
prueba tan clara de la protección de María, habría bastado para convencerse de
ello los copiosísimos frutos recogidos de esta admirable obra. Las costumbres
se transformaron como por encanto, y donde reinaba el hielo de la indiferencia,
floreció el fervor religioso, el cual fue creciendo hasta el punto de que tres
años después comulgaban en la Pascua diecinueve mil cuatrocientas personas.
Esto nos demuestra que la devoción a la Santísima Virgen tiene el poder
de transformar a los individuos y de atraer pueblos enteros a la fe.
JACULATORIA
Madre de Dios, Madre mía,
Sed mi refugio en la muerte
y mi esperanza en la vida.
ORACIÓN
¡Oh Virgen purísima! Vos que fuisteis elegida desde la eternidad entre todos
los hijos de Adán para ser la Madre del Verbo encarnado; vos que recibisteis
una dotación de gracias tan abundantes como jamás la recibiera humana criatura;
vos que supisteis corresponder con tanta fidelidad a los designios de Dios;
dignaos alcanzarnos de vuestro Santísimo Hijo la gracia de conseguir el fin
para que hemos sido creados, correspondiendo dignamente a la gracia y llenando
cumplidamente los deberes de nuestra misión en la tierra.
Vos sabéis, Señora nuestra, cuántos son los peligros de que está sembrado el camino
de la vida, cuántas son las tentaciones que el mundo, el demonio y las pasiones
suscitan para separamos de nuestro fin, alejándonos de Dios por medio del
pecado. Pero Vos, que sois fuerte y poderosa como un ejército ordenado en batalla,
alargadnos vuestra mano protectora, cobijadnos bajo vuestro manto maternal e
inspirad a nuestra alma valor y energía incontrastables para salir victoriosos
de la formidable lucha empeñada contra tan insidiosos enemigos. Cuando la hora
del combate se acerque, cuando nos sintáis desfallecer y lleguen a vuestros
oídos nuestras voces suplicantes, venid, dulce Madre, en nuestro auxilio, y
vuestra sola presencia bastará para poner en fuga a los enemigos de nuestra
salvación.
Dadnos, en fin, santas inspiraciones para cumplir con entera fidelidad
los designios de Dios sobre nosotros, a fin de que, haciendo en toda su
voluntad en la tierra, merezcamos un día poseerlo en el cielo. Amén.
—Rezar la oración final para todos los días:
Oración final para todos los días
¡Oh María!, Madre
de Jesús, nuestro Salvador, y nuestra buena Madre nosotros venirnos a ofreceros
con estos obsequios que colocamos a vuestros pies, nuestros corazones, deseosos
de seros agradables, y a Solicitar de vuestra bondad un nuevo ardor en vuestro
santo servicio.
Dignaos presentarnos a vuestro divino Hijo; que en vista de sus méritos
y a nombre de su Santa Madre dirija nuestros pasos por el sendero de la virtud;
que haga lucir con nuevo esplendor la luz de la fe sobre los infortunados
pueblos que gimen por tanto tiempo en las tinieblas del error; que vuelvan
hacia él y cambie tantos corazones rebeldes, cuya penitencia regocijará su
corazón y el vuestro.
Que confunda a los enemigos de su Iglesia, y que, en fin, encienda por
todas partes el fuego de su ardiente caridad, que nos colme de alegría en medio
de las tribulaciones de esta vida y de esperanza para el porvenir. Amén.
PRÁCTICAS ESPIRITUALES
1—Rezar
siete Avemarías en honra de la pureza virginal de la Santísima Virgen,
rogándole que nos conceda la pureza de alma y cuerpo.
2—Examinar
atentamente nuestros afectos e inclinaciones y si halláremos alguno que ofrezca
peligros a nuestra inocencia, corregirlo con generosidad.
3—Rezar
una tercera parte del Rosario para alcanzar de María la conversión de los
pecadores.
Presbítero Vergara Antúnez
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