10 de noviembre
CONSAGRADO A HONRAR LA NATIVIDAD DE MARÍA.
Rezar la Oración inicial para todos los días
¡Oh María! durante el bello Mes que os está consagrado, todo resuena
con vuestro nombre y alabanza. Vuestro santuario resplandece con nuevo brillo y
nuestras manos os han elevado un trono de gracia y de amor, desde donde
presidís nuestras fiestas y escucháis nuestras oraciones y votos.
Para honraros, hemos esparcido frescas flores a vuestros pies y adornado
vuestra frente con guirnaldas y coronas. Mas ¡oh
María! no os dais por satisfecha con
estos homenajes: hay flores cuya frescura y lozanía jamás pasan y coronas que
no se marchitan. Estas son las que Vos esperáis de vuestros hijos; porque el
más hermoso adorno de una madre es la piedad de sus hijos, y la más bella
corona que pueden deponer a sus pies es la de sus virtudes.
Sí; los lirios que Vos nos pedís son la inocencia de nuestros corazones;
nos esforzaremos pues, durante el curso de este Mes consagrado a vuestra gloria
¡oh Virgen santa! en
conservar nuestras almas puras y sin mancha y en separar de nuestros
pensamientos, deseos y miradas aun la sombra misma del mal.
La rosa cuyo brillo agrada a vuestros ojos es la caridad, el amor a Dios
y a nuestros hermanos: nos amaremos, pues, los unos a los otros como hijos de
una misma familia, cuya madre sois, viviendo todos en la dulzura de una
concordia fraternal. En este Mes bendito procuraremos cultivar en nuestros
corazones la humildad, modesta flor que os es tan querida; y con vuestro
auxilio llegaremos a ser puros, humildes, caritativos, pacientes y resignados.
¡Oh María! haced producir en el fondo de nuestros corazones todas
estas amables virtudes; que ellas broten, florezcan y den al fin frutos de
gracia para poder ser algún día dignos hijos de la más santa y de la mejor de
las madres. Amén.
CONSIDERACIÓN
En una modesta
estancia de la ciudad de Nazaret vivían olvidados del mundo dos ancianos
esposos: Joaquín, descendiente de la
familia de David y Ana, vástago ilustre de la familia de Aarón. Ambos eran
justos en la presencia de Dios y observaban su ley con un corazón puro. Sin
embargo, faltaba a su vida una gran bendición; eran
ancianos ya, y el cielo les había negado el consuelo de la paternidad. Ningún
hijo que endulzase las amarguras de la decrepitud crecía en su solitario hogar.
Esto turbaba la paz de sus tranquilos días y les arrancaba copiosas lágrimas,
porque la esterilidad era un oprobio en Israel. Para obtener la gracia de la
fecundidad, ellos se habían obligado en voto a consagrar a Dios el primer fruto
de su unión, si se dignaba bendecirla.
Después de veinte años de fervorosas plegarias, se presenta un ángel a Joaquín y
le dice: “Tus oblaciones han sido agradables al
Señor y tus oraciones y las de tu esposa han sido oídas. Ana dará a luz una
hija, a la cual pondrás el nombre de MARÍA; ella pertenecerá al Señor desde su
infancia, y será perpetuamente virgen.”
Eran los
primeros días del sexto mes del año 734 de la fundación de Roma. Mil demostraciones de alegría se hacían notar dentro de
la antes desierta y silenciosa casa de Joaquín. Ana acababa de dar a luz a una
hija más hermosa que la azucena del valle y más pura que las primeras luces del
alba.
Sólo algunos parientes y amigos rodeaban su cuna uniéndose al gozo de
los felices padres. El mundo no estaba allí, sólo
se ostentaba el dulce gozo de la familia, que bendecía la mano bienhechora que
hacía nacer la felicidad en un hogar tanto tiempo habitado por el dolor.
Pero si este acontecimiento se realiza ignorado del mundo, en cambio los ángeles lo celebran en el cielo con cánticos de
júbilo, y el infierno se estremece, presintiendo su próxima derrota. Acababa de
nacer la Reina de los ángeles y la mujer destinada a quebrantar la cabeza de la
serpiente. Se levantaba sobre el oscuro horizonte del mundo la bella aurora que
anunciaba la venida del Sol de justicia. Pero, aquella
que en el teatro mismo de la muerte y del pecado, se levantó como una promesa
de vida y de salvación, apareció en el mundo cercada de pobres y humildes
apariencias.
María se regocijaba de este olvido y se
gozaba en su oscuridad. Nacida para Dios, nada le importaba la
estimación del mundo. Deseosa sólo de dar gloria a
Dios, despreciaba la efímera gloría y los vanos honores de los hombres.
¡Qué elocuente
lección para nosotros, que tan prendados vivamos de los falsos honores y
pasajera gloria del mundo! Riquezas, honores, renombre, estimación, he aquí lo que
ansiosamente buscamos, sin parar un momento la atención en la nada y vanidad
que envuelven. Las arcas repletas de oro, si nos prestan
comodidades temporales, están muy lejos de darnos la verdadera felicidad, que
consiste en la paz del alma y en la tranquilidad de la conciencia; antes
bien su posesión no nos satisface, el cuidado de conservarlas nos turba, su
adquisición nos impone duros sacrificios y su pérdida nos desespera. Muchas
veces el rico que sobrenada en riquezas es más desgraciado que el pobre
labriego que vive bajo un techo de paja, que come un pan escaso y reposa de sus
fatigas en desabrigado lecho. Si Dios se digna
concedernos las riquezas, no encerremos nuestro corazón en las arcas que las
guarda, y no busquemos en su posesión el bien supremo de la vida. Si no somos
pobres en el efecto, seámoslo en el afecto.
EJEMPLO
María consoladora de los afligidos.
Uno de los más insignes devotos de María, de
los que en el seno de la Iglesia se han distinguido más por su fervor en honrarla,
ha sido San Francisco de
Sales, honra y lumbrera del episcopado
católico. Cuando este ilustre Santo era todavía estudiante en París quiso Dios aquilatar su virtud, permitiendo que fuera
tentado en orden a su predestinación.
El espíritu de las tinieblas le sugirió la idea de que era inútil cuanto
hacía por adelantar en los caminos de la santificación, porque estaba
irremisiblemente condenado.
Se comprende fácilmente cuán horribles
serían las angustias del santo joven, estando en la persuasión de que él, que
tanto amaba a Dios, se hallaría en la necesidad de odiarlo, maldecirlo y
blasfemarlo, por toda una eternidad en el infierno. Esta
consideración, que para cualquier alma que tiene fe, bastaría para convertir la
vida en un infierno anticipado, era para Francisco un martirio más cruel que las torturas de los mártires. Aquella
idea, clavada día y noche en su mente, alejaba el sueño de sus ojos y le hacía
olvidar el alimento y el reposo no permitiéndole hacer otra cosa que llorar.
Pálido, triste, agitado, se arrastraba como un espectro por las calles de París
sin rumbo fijo y abismado en profunda meditación.
Agobiado bajo el paseo de esta enorme montaña y
buscando en todas partes un consuelo que no hallaba en ninguna, penetró un día
en el templo de San Esteban para ir a postrarse
a los pies de la Santísima Virgen, su protectora, su refugio y su madre. Allí,
deshecho en un río de lágrimas, levantó hacia ella sus ojos cansados de llorar,
y, con todo el amor que ardía en su corazón, le dijo; —“Si
es tanta mi desdicha que he de condenarme y estar en la desgracia de Dios después
de mi muerte, a lo menos concédeme el consuelo de poderlo amar durante toda mi
vida.”
Y tomando en su mano una tablilla que estaba colgada al lado del altar y
en la cual se hallaba escrita la bella oración de San Bernardo, Acordaos, oh piadosísima
Virgen María, la reza con un fervor que conmovió,
sin duda, las entrañas maternales de la que con tanta razón es llamada Consoladora de los afligidos. Y a fin de interesar más y más su protección hizo allí voto de
perpetua virginidad y la promesa de rezarle todos los días de su vida una
tercera parte del Rosario.
Tan tierno, tan puro y tan probado amor merecía ciertamente una
recompensa digna de tanta fidelidad. tomando en dulcísima paz los tormentos que
martirizaban aquel corazón tan desinteresado en amar como constante de sufrir. Como el navegante que, tras de larga y tormentosa noche,
ve amanecer un día sereno en un mar de calma, así sintió Francisco que tras de dos meses de crueles padecimientos, renacía el sosiego del alma
y se disipaban al soplo del cielo aquellos negros temores que, a no estar
precipitado por la gracia, lo habrían precipitado en el abismo de la
desesperación. El que momentos antes creía que su destino habría de ser odiar a
Dios eternamente en el infierno, tuvo la dulce certidumbre que lo amaría y
bendeciría eternamente en el cielo. Cierto que esta gracia le había sido
alcanzada por la intercesión de María a quien acababa de invocar en el extremo
de su aflicción, redobló su amor y su confianza hacia tan bondadosa Madre; y fiel
a sus promesas, la amó y honró toda su vida con la ternura del hijo más amante.
En
medio de las aflicciones y adversidades que siembran el camino de la vida
busquemos en el regazo de María, siempre abierto para los desgraciados,
consuelo y amparo.
JACULATORIA
¡Oh amable Reina del Cielo!
Se en la desgracia mi aliento
y en la aflicción mi consuelo.
ORACIÓN
Llenos nuestros corazones del más
puro regocijo, venimos ¡oh tierna y hermosa
Niña!, a presentarte nuestros homenajes de amor al pie de la
pobre cuna
en que dulcemente te dormías durante las bellas horas de tu infancia. Si el mundo te desconoció y
si los hombres no vieron en ti sino a una pobre hija de Adán, porque no eran de púrpura tus pañales ni
fue tu cuna recamada de oro, nosotros te saludamos como a la aurora de
bendición que anuncia la
salida del sol de justicia. Entre las modestas apariencias que te cercan, vemos
en ti a la corredentora del
linaje humano y a la Madre del Salvador del mundo.
Tú viniste a la
tierra para ser la consoladora de los afligidos, el amparo de los débiles y el
sagrado asilo de los desventurados. Tú naciste para ser un puerto de salvación para
los infelices náufragos de la vida, un escudo de protección contra las asechanzas
del infierno y una estrella cuya luz apacible guía los pasos de los peregrinos
de este valle oscuro y desolado; por eso tu nacimiento es para nosotros un motivo
del más ardiente júbilo, Él ha glorificado a la Trinidad, ha regocijado a los
ángeles y ha hecho temblar al infierno.
Dígnate ¡oh María! nacer nuevamente en nuestros corazones por el amor y
hacer brotar en nuestras almas las convicciones que abriga la tuya cuando
naciste al mundo. Inspíranos un santo desprecio por los honores, riquezas y
vanos placeres de la tierra para que, ardiendo sólo en las llamas del amor divino,
no busquemos ni otros tesoros que los del cielo. Amén.
Oración final para todos los días
¡Oh María!, Madre
de Jesús, nuestro Salvador, y nuestra buena Madre nosotros venirnos a ofreceros
con estos obsequios que colocamos a vuestros pies, nuestros corazones, deseosos
de seros agradables, y a Solicitar de vuestra bondad un nuevo ardor en vuestro
santo servicio.
Dignaos presentarnos a vuestro divino Hijo; que en vista de sus méritos
y a nombre de su Santa Madre dirija nuestros pasos por el sendero de la virtud;
que haga lucir con nuevo esplendor la luz de la fe sobre los infortunados
pueblos que gimen por tanto tiempo en las tinieblas del error; que vuelvan
hacia él y cambie tantos corazones rebeldes, cuya penitencia regocijará su
corazón y el vuestro.
Que confunda a los enemigos de su Iglesia, y que, en fin, encienda por
todas partes el fuego de su ardiente caridad, que nos colme de alegría en medio
de las tribulaciones de esta vida y de esperanza para el porvenir. Amén.
PRÁCTICAS ESPIRITUALES
1—Desprenderse de algún objeto que sea ocasión de
vanidad, a lo menos dejar de usarlo este día.
2—Rezar devotamente las letanías de la
Santísima Virgen, para honrarla en su gloriosa Natividad.
3—Dar una limosna a los pobres.
Presbítero Vergara Antúnez
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