“MES DE MARÍA INMACULADA” Por el Presbítero Don Rodolfo Vergara Antúnez. Santiago de Chile. Librería y casa editorial de la Federación de Obras Católicas. 1916.
Día 24 de noviembre.
CONSAGRADO A HONRAR EL SEXTO DOLOR DE MARÍA
ORACIÓN PARA TODOS LOS DÍAS DEL MES.
¡Oh María! Durante el bello mes que os está consagrado, todo resuena con vuestro nombre y alabanza. Vuestro Santuario resplandece con nuevo brillo y nuestras manos os han elevado un trono de gracia y de amor, desde donde presidís nuestras fiestas y escucháis nuestras oraciones y votos.
Para honraros, hemos esparcido frescas flores a vuestros pies y adornado vuestra frente con guirnaldas y coronas. Mas, ¡oh María!, no os dais por satisfecha con estos homenajes; hay flores cuya frescura y lozanía jamás pasan y coronas que no se marchitan. Estas son las que Vos esperáis de vuestros hijos; porque el más hermoso adorno de una madre, es la piedad de sus hijos y la más bella corona que pueden deponer a sus pies es la de sus virtudes.
Sí, los lirios que Vos nos pedís son la inocencia de nuestros corazones. Nos esforzaremos pues, durante el curso de este mes consagrado a vuestra gloria, ¡oh Virgen santa!, en conservar nuestras almas puras y sin mancha y en separar de nuestros pensamientos, deseos y miradas, aun la sombra misma del mal.
La rosa cuyo brillo agrada a vuestros ojos, es la caridad, el amor a Dios y a nuestros hermanos. Nos amaremos pues, los unos a los otros, como hijos de una misma familia cuya madre sois, viviendo todos en la dulzura de una concordia fraternal. En este mes bendito, procuraremos cultivar en nuestros corazones, la humildad, modesta flor que os es tan querida y con vuestro auxilio llegaremos a ser puros, humildes, caritativos, pacientes y resignados.
Oh María, haced producir en el fondo de nuestros corazones, todas estas amables virtudes; que ellas broten, florezcan y den al fin frutos de gracia, para poder ser algún día, dignos hijos de la más santa y de la mejor de las madres. Amén.
CONSIDERACIÓN
La muerte había puesto término a los dolores de Jesús, pero no así a los de María. Los judíos querían que el sagrado cuerpo del Salvador fuese bajado de la cruz para que el sangriento espectáculo del Calvario no turbase la solemnidad del siguiente día, que era el de Pascua. Con este fin, poco después de haber expirado, se presenta allí un grupo de soldados que empuñaban aceradas lanzas. A la vista de aquella soldadesca indisciplinada, María que tenía aún fijos sus ojos en el ensangrentado cadáver de Jesús se siente estremecer, sospechando la ejecución de alguna nueva barbarie. ¿Qué vais a hacer, desapiadados verdugos? Ese hombre ha muerto ya; respetad al menos sus mortales despojos, dejad siquiera ese mezquino consuelo a su pobre madre. —Esto les diría la desconsolada Señora, cuando un soldado levantando en alto su lanza, la enristra contra el desnudo costado del Salvador. Con la violencia de tan rudo golpe, estremécele la cruz, tiembla el exánime cadáver y gruesas gotas de sangre y agua desprendidas del corazón de Jesús caen a la tierra. Eran las postreras gotas que quedaban en el sagrado cuerpo, era su corazón la única parte que había conservado sana.
María lanza un grito de angustia; pero la punta de la lanza había penetrado ya en el corazón divino y lo había dividido en dos partes. Esta fue, dice San Bernardo, la espada que le profetizó Simeón, no de acero, sino de dolor. Porque en los demás dolores tenía al menos a su Hijo, que se compadecía de sus penas, y que templaba su amargura con el amor que la demostraba. Pero ahora no ve ya en su presencia sino un cadáver yerto, ya no escucha su voz ni mira fijarse en ella sus divinos ojos. Sola y desamparada, no ve en torno suyo sino crueles verdugos que se ensañan todavía, no ya en un enemigo indefenso, sino en un cadáver despedazado. Sus ojos buscan en vano una mano compasiva que pueda impedir aquellas indignas profanaciones. ¡Nadie responde a sus clamores, nadie se compadece de su dolor!
Un doctor escritor afirma que, según los principios de la ciencia, era imposible que pudiese existir sangre y agua en el corazón de Jesús. Por manera que el haber derramado esas dos sustancias es un claro prodigio de la omnipotencia divina, que ha querido indicar con tan apropiados símbolos los efectos de la pasión. Con la sangre aplacó la divina indignación y con el agua purificó la tierra de los crímenes que la afeaban, haciéndola digna de ser presentada a Dios como una ofrenda. Quiso Jesús que la última herida que lacerase su cuerpo fuese la de su corazón, para poder así saborear todas las amarguras de una agonía lenta y trabajosa; pues si su corazón hubiera sido herido antes de esta manera, eso habría bastado para hacerlo espirar instantáneamente. Ese corazón amante rebosaba de amor por los hombres, aun después de haber dejado de latir. No le había bastado morir de amor, quiso todavía ser alanceado después de muerto para hacernos comprender que su amor sobrevive a la misma muerte. ¡Ah! ¿Y quién no amará a ese corazón que tanto sufrió por amar a los hombres? ¿Cómo ser insensible a tan espléndidas manifestaciones de caridad? Para nosotros fueron todos los latidos de ese corazón llagado mientras vivió; para nosotros fue también la honda herida abierta en él después de muerto. Quiso dejarnos en esa llaga un refugio en las adversidades de la vida, un puerto en medio de las tempestades y un blando nido en que pudiéramos reposar nosotros, aves fugitivas del tiempo, fatigadas de volar en busca de los bienes instables y de los falsos goces del mundo.
EJEMPLO
María es inagotable en sus misericordias
No hace muchos años que un caballero residente en Paris, después de haber manifestado en su infancia disposiciones para la virtud, abandonó a los dieciocho años las prácticas religiosas y se dejó arrebatar por los tempestuosos halagos de las pasiones, en cuya triste vida se agitó, como una barca sin timón, durante veinte años. En el largo transcurso de este tiempo, no entró jamás en un templo ni levantó hacia Dios un latido de su corazón. Esto, no obstante, llevaba siempre consigo una medalla milagrosa, que conservaba, mas como recuerdo de su madre, que como objeto de piedad. Algunas veces tomándola en sus manos, habla repetido la jaculatoria que lleva al pie: ¡Oh María! concebida sin pecado, ¡rogad por nosotros! A menudo la conversión de grandes pecadores es debida a algún resto de devoción a María.
Este caballero tenía una hermana religiosa carmelita que no cesaba de rogar a la Santísima Virgen por su conversión. Esta Madre de misericordia, que tiene la llave del arca santa de las gracias divinas, oyó propicia las oraciones de la buena religiosa y resolvió llamar a la puerta del corazón del pecador. Una noche que salía de la casa de unos de sus amigos de impiedad, oyó una voz clara y distinta, que le decía:
—«Augusto, Augusto, la misericordia de Dios te espera.»
El caballero miró a su alrededor para ver quien le hablaba, y no vio a nadie… la calle estaba solitaria y el silencio era absoluto.
—«Esta voz, decía él narrando después lo que le había acontecido, esta voz era positivamente la de mi hermana religiosa. En ese instante vino a mi mente el recuerdo de Dios y el horror de mi vida. Me pareció que mis pecados llenaban el platillo de la balanza divina y que no faltaba más que un grano de arena para colmar la medida y atraer sobre mí las venganzas del cielo…»
Este nuevo Augusto, sorprendido por la voz de la gracia en el camino de la perdición, llegó a su casa profundamente preocupado de lo que acababa de sucederle. «Esto no es natural, decíase para sí; aquí se oculta necesariamente un misterio.» Por espacio de ocho días la gracia luchó con este corazón obstinado.
El domingo siguiente por la tarde salió de su casa, más que nunca agitado por los contrarios pensamientos que batallaban en su alma; Dios y el mundo le solicitaban en opuestas direcciones. Así caminaba, abismado en estas ideas, cuando acertó a pasar por un templo en que se rezaba el Santo Rosario, ofreciendo cada decena por distintas clases de pecadores. El que llevaba el coro dijo al comenzar una decena. «Recemos esta decena por el pecador más próximo a su conversión.»
El caballero, al oír esto, exclamó: —«Este pecador soy yo…» cayendo de rodillas y derramando lágrimas de arrepentimiento, prometió a Dios volver al seno de su amistad.
Al día siguiente se dirigía a un convento de trapenses para hacer allí, al amparo del silencio y del retiro, una prolija y fervorosa confesión.
Después de ocho días, dejó con pesar aquellos claustros silenciosos, asilo de la penitencia y santa morada de la paz. Volvió al mundo, pero el recuerdo de la Trapa y de aquellos días venturosos no lo abandonaban un momento.
—“Dios me llama a la soledad”, decía para sí… Este pensamiento, lejos de amedrentarle, calmaba las agitaciones de su espíritu y derramaba bálsamo dulce y suave en las heridas de su corazón. Un mes después tomaba nuevamente el camino de la Trapa; pero esta vez no iba ya a buscar la purificación en las aguas de la penitencia, sino la santificación en las austeridades de la vida cenobítica. Allí vivió con la vida de los ángeles y murió con la muerte de los predestinados.
Si anhelamos la conversión de algún pecador cuyos extravíos nos sean particularmente dolorosos, pongamos su causa en manos de la que es fuente inagotable de misericordias y seguro refugio de pecadores.
JACULATORIA
¡Oh corazón sin mancilla!
Sé nuestro amparo en la muerte
y nuestro asilo en la vida.
ORACIÓN
¡Oh María! ¡Oh madre dolorida! recoge en tu seno amoroso esas gotas de purísima sangre que destilan del corazón de tu Hijo al golpe de la lanza, para que no caigan sobre la tierra. Pero no, Señora mía, deja que empapen esta tierra maldita, regada con las lágrimas de tantas generaciones desgraciadas y manchada por los crímenes de tantas generaciones culpables. Esa sangre clamara al cielo como la del inocente Abel; pero no para pedir venganza contra los delincuentes, sino para alcanzar paz y bendiciones sobre el mundo.
Deja ¡oh María! que el hierro aleve abra honda herida en el corazón de Jesús, porque esa haga preciosa será el refugio del desvalido y el puerto contra las tempestades de la vida; allí ira el pobre en busca de la riqueza que jamás se agota; allí iremos todos a beber el agua que purifica y conforta.
Concédenos, por el dolor que sufriste al ver lanceado a tu Hijo, un amor ardiente y generoso al corazón de Jesús, que tanto sufrió por nosotros; que jamás olvidemos sus beneficios y paguemos con la ingratitud o la indiferencia sus admirables finezas; que nuestro corazón, herido de amor por él, se desprenda de los lazos que lo atan al mundo y lo hacen esclavo de las criaturas. Dadnos alas, como de paloma, para volar hacia él y construir en esa cavidad amorosa nuestro nido, donde descansaremos de las persecuciones de nuestros enemigos y disfrutaremos de esa unión dulcísimo que comienza en la tierra por el amor y se consuma en el cielo por el eterno desposorio del alma con su Dios. Amén.
ORACIÓN FINAL PARA TODOS LOS DÍAS
¡Oh María, Madre de Jesús nuestro Salvador y nuestra buena Madre!, nosotros venimos a ofreceros con estos obsequios que colocamos a vuestros pies, nuestros corazones deseosos de seros agradables y a solicitar de vuestra bondad, un nuevo ardor en vuestro santo servicio.
Dignaos presentarnos a vuestro Divino Hijo, que en vista de sus méritos y a nombre de su Santa Madre, dirija nuestros pasos por el sendero de la virtud. Que haga lucir con nuevo esplendor la luz de la fe, sobre los infortunados pueblos que gimen por tanto tiempo en las tinieblas del error; que vuelvan hacia Él y cambie tantos corazones rebeldes, cuya penitencia regocijará su corazón y el vuestro.
Que confunda a los enemigos de su Iglesia y que, en fin, encienda por todas partes el fuego de su ardiente caridad; que nos colme de alegría en medio de las tribulaciones de esta vida y de esperanza para el porvenir. Amén.
PRACTICAS ESPIRITUALES
1—Ingresar en alguna Cofradía o Congregación que tenga por objeto honrar al Sagrado Corazón de Jesús, o si esto se hubiese hecho, renovar su consagración a este su divino Corazón.
2—Hacer una comunión espiritual en agradecimiento del amor que nos profesa el Sagrado Corazón de Jesús y de sus inmensos beneficios.
3—Hacer un acto de reparación y desagravio por las injurias de que es objeto en el Sacramento del Altar.
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