PREPARACIÓN PARA CONSAGRARSE COMO ESCLAVO DE CONFIANZA AL CASTO CORAZÓN DE SAN JOSÉ
La verdadera devoción a San José consiste esencialmente en la confianza ilimitada en la intercesión de este Santo Varón, en la imitación de sus virtudes y en el amor filial que se le profese. Ser su devoto quiere decir tratar de amar al Padre Celestial como él lo hizo; y poner la vida, los bienes y todos los actos del día bajo su paternal patrocinio.
Los que quieran ser fieles devotos del Padre Protector de la Iglesia, y verdaderos servidores de su culto, deben consagrarse a él como sus esclavos. Pero como se ama lo que se conoce, es fundamental para esta alianza admirarse con su vida a través de la Vida y Mes del glorioso patriarca San José que escribiera el Padre Antonio Casimiro Magnat, incluido a continuación.
La esclavitud del santo exige recitar una fórmula que indica la dedicación de la vida entera al servicio de su piedad. Significa alabar al benditísimo Patriarca desde que aparece la primera luz del día hasta que se va al lecho, para lo cual, también el último día de este mes, entregaremos una pequeño Devocionario Josefino con las oraciones del cristiano al amparo de San José.
Quienes deseen manifestarse como verdaderos devotos del Castísimo Esposo de Nuestra Santa Madre, deben luchar por ser almas de oración que frecuenten los sacramentos, amantes del silencio, la pureza, modestia y humildad, tener una encendida caridad y una vida que se realice en la laboriosidad y el ocultamiento. Y para alcanzar tan altas aspiraciones, es que a él recurriremos diciendo cada día en el Acordaos: “que nunca se ha oído decir que ninguno de los que ha invocado vuestra protección o implorado vuestros auxilios, hayan quedado sin consuelo”.
ACTO DE CONTRICIÓN
¡Oh, Dios Omnipotente!, arrepentido por las muchas culpas que he cometido contra vuestra divina majestad, vengo a solicitar de vuestra misericordia infinita generoso perdón. Por la valiosa intercesión del Santísimo Patriarca Señor San José os suplico humildemente que me concedáis nuevas gracias para serviros y amaros, a fin de que después de haber combatido denodadamente en esta vida, tenga la dicha de alcanzar el galardón eterno a la hora de la muerte. Así sea.
DÍA TERCERO — 3 DE MARZO
CATECISMO DE SAN JOSÉ
4.
¿Qué
significa el nombre de José?
Este
augusto nombre, según san Anselmo y san Juan Damasceno, quiere decir en hebreo abundancia, fecundidad, y ambos significados
convienen de tal modo a san José y se han cumplido en él de una manera tan
admirable, que muchos padres de la Iglesia juzgan que fue el mismo Dios quien
le dio este nombre bendito, y que inspirándole a sus padres, José quiere decir
abundancia, y en efecto, bajo los auspicios de este santo Patriarca
debía creer el Dios niño que debía venir a visitar la tierra estéril, herida
con anatemas y a esparcir en ella la abundancia de sus gracias y liberalidades.
José quiere también decir fecundidad, aumento,
porque fue por el niño Dios relevado de la humillación y del olvido, y por
consecuencia ante de los ángeles y los hombres apareció con un aumento de
gloria y, de merecimientos.
El
nombre de José encierra, pues, un compendio histórico de este santo Patriarca.
Tenemos por consecuencia un poderoso motivo para que le supliquemos nos otorgue
lo que su santo nombre significa. ¡Roguémosle, pues, que vea con lástima a nuestra alma
pobre y estéril, y que para ella solicite el rocío celeste para que se
enriquezca y se fecunde! ¡Supliquémosle que por sus cuidados el padre de
familia logre una abundante cosecha y que no falten obreros para recogerla!
¡Pidámosle también que por su poderosa intercesión vea la santa Iglesia el
aumento de su imperio y su dominación maternal, y que cuanto antes, por su
abundancia de misericordia y por el rápido progreso de la sociedad cristiana,
no haya más que un rebaño y un sólo pastor!
SAN JOSÉ, HONRADO POR
LOS SANTOS
San José, por sus relaciones con Jesús y la parte que tuvo en el
misterio de la Encarnación, es superior a los Ángeles y a los demás
bienaventurados que se complacen en reverenciar al padre adoptivo de Jesús, al
casto esposo de la Reina del cielo y de la tierra. Su incomparable grandeza fue
representada por las once estrellas con el sol y la luna a sus pies, que vio el
primer José en un sueño misterioso. Según los comentadores de la Sagrada
Escritura, aquellas
estrellas representaban los santos que brillan en el Cielo como astros y cuya
claridad, dice el Apóstol, es proporcionada
al mérito. Estas once estrellas
figuraban los Apóstoles del acompañamiento de Jesucristo, a bien los nueve
coros de los Ángeles con los santos del antiguo y nuevo Testamento, o todos los
santos, cuyo número puede sólo conocer Dios, que llama las estrellas por su
nombre. Todos los bienaventurados están sometidos a
José desde que Jesús el divino Sol de justicia, y María, bella como la Luna le
sirvieron y honraron durante treinta años.
Los más célebres doctores honraron y celebraron a porfía las
sublimes prerrogativas de este gran Patriarca: –San
Agustín ha manifestado la excelencia de su unión
con María; –San Juan Crisóstomo ensalzó las
virtudes admirables que le hicieron ser escogido entre los hombres para padre
adoptivo del Hijo único de Dios; –San Jerónimo ha
defendido contra los heréticos su perpetua virginidad; –San Bernardo le ha asociado a los elogios tan patéticos y tan llenos
de celestial suavidad que hace de María; –San Bernardino de Siena ha exaltado en magníficas frases su ascensión gloriosa al
Cielo en cuerpo y alma; –Santo Tomás de Aquino ha
dicho las cosas más admirables sobre la eminencia de los títulos y gracias privilegiadas
que le han sido concedidas; –Santa Brígida, cuyas
revelaciones han sido aprobadas por la lglesia, nos ha dejado como procedente
de María misma, un compendio magnífico de la vida de este santo Patriarca:
«José, le dice la santísima Virgen, me consideraba
como su soberana, y yo por mi parte llenaba respecto a él todos los deberes de
la más humilde sierva.
En medio
de estos servicios y cuidados mutuos nunca vi salir de sus labios una palabra
ligera de murmuración de impaciencia. Sufría la pobreza con admirable
resignación; en la necesidad, se entregaba sin descanso a los más rudos
trabajos; se manifestaba lleno de dulzura y mansedumbre con los que le
ofendían. Me servía con tanta fidelidad como cariño; era el fiel guardián de mi
virginidad y el irrecusable testigo de las maravillas que Dios había obrado en
mí; estaba enteramente muerto para las afecciones de la carne y del mundo, y
sólo suspiraba por el Cielo. Tenía una confianza tan firme en las promesas
divinas, que muchas veces le oí exclamar: ¡Ah! si deseo vivir, sólo es por ver cumplida la voluntad divina. En
efecto, todos sus designios, todos sus esfuerzos se reducían a hacer esta
admirable voluntad, y por esto es tan grande la gloria de que está rodeado en
el Cielo».
Pero
¿qué diremos
de Santa Teresa, que tan poderosamente ha contribuido a extender la devoción a
San José por todo el mundo, y que tan bellas páginas le consagró en sus
inmortales escritos? Sus sentimientos por San José eran superiores a
todo lo que se puede decir, así que, en lugar de describirlos, dejemos que los
revele ella misma:
«Al verme paralítica de todos mis miembros
tan joven aún, nos
dice esta gran santa, y viendo que los médicos de la tierra me
hacían más mal que bien, recurrí a los médicos del Cielo para obtener mi curación.
Tomé por intercesor y abogado al glorioso San José cuyo poder adivinaba; me
encomendé mucho a su caridad y no fue en vano. En esta ocasión y en otras
muchas en que se trataba nada menos que de mi honor y mi salvación, su bondad
sobrepujó a mis deseos y a mis esperanzas. Además, no recuerdo haberle pedido
nunca nada sin haberlo obtenido; y cuando me pongo a reflexionar en todos los
favores que Dios me ha hecho, de todos los riesgos de que me ha libertado por
su intercesión, no puedo menos de admirar su poder. Si los demás Santos pueden
también socorrernos en algunas de nuestras necesidades, sé por experiencia que
José nos socorre en todas. Consiste esto en que Nuestro Señor que siempre le
estuvo tan sumiso en este mundo, nada puede negar a sus súplicas. Todas las
personas a quienes he aconsejado que se encomienden a él, han experimentado
como yo su poderosa intercesión, así que le han consagrado una devoción tierna
y confiada. Yo misma reconozco todos los días lo bueno que es acudir a él.
Desde los primeros beneficios que se dignó concederme, nada he omitido de
cuanto dependía de mí para procurar que se celebrara su fiesta de una manera
solemne, que era lo menos que podía hacer para manifestar mi gratitud a sus
beneficios. He aprovechado todas las ocasiones para hacer a los demás que
participasen de mi devoción, tanto por honrar a este gran santo, cuanto por su
bien. Mis esperanzas no han sido ilusorias, porque de todos los que me han
creído, no he visto uno siquiera a quien no haya valido grandes progresos en la
perfección».
Todo
el mundo sabe el celo con que San Francisco de Sales se aplicaba a hacer que
amasen y reverenciasen a San José todas las almas que dirigía. No tenía en su breviario más que una imagen, la de San José,
y hablando cierto día a sus religiosas de la Visitación del padre adoptivo del
Salvador, exclamaba:
«¡Oh! ¡cuán santo es el glorioso esposo de
la santísima Virgen; no es solo Patriarca, sino el corifeo de los Patriarcas;
es más que confesor y aún más que mártir, porque la fidelidad de los unos y la
generosidad de los otros, se encuentran en él en grado eminente! ¡qué santo
puede comparársele en virginidad, en humildad y en constancia! ¿Quién puede
dudar después de esto de la influencia que goza en el reino de los cielos?
Tengamos, pues, confianza en él, y recurramos a su poderosa intercesión».
Pero
véase cómo este gran santo no se descuidaba en hacer lo que recomendaba a los
demás, y cómo fue uno de los discípulos más adictos a este Santo Patriarca.
Todo el mundo sabe en efecto, que dedicó su bello Tratado del amor de Dios, no
solo a María sino a José su fiel esposo; que los dio por patronos a la iglesia
del monasterio de Annecy; que ordenó que en todas
las casas de la orden se celebrará solemnemente su fiesta; y, por último, que
prescribió a todos que le tuvieran una tierna devoción.
¿Pero qué
diremos de los sentimientos del fundador de la compañía de Jesús respecto de
este santo Patriarca? El
precioso libro de sus Ejercicios es una especie de monumento para atestiguar su
devoción y su confianza en este gran Santo. Sólo añadiremos un hecho referido
en los anales de la Compañía de Jesús. San Ignacio
tenía en su oratorio una imagen de San José; en presencia de este gran maestro
de la vida interior le gustaba hacer oración y celebrar el santo sacrificio de
la Misa; a los pies de este director por excelencia de las almas piadosas,
depositaba por escrito sus dificultades más graves para obtener la solución.
Dirigido por él es como llegó a ser tan hábil en el discernimiento de los
espíritus y en la dirección de las almas.
San
Vicente de Paúl puede ser citado también como un perfecto servidor de San José.
Tenía un gran placer en proponerle a sus sacerdotes
como un modelo perfecto del sacerdocio. Dio por patrón a sus seminarios a este
glorioso Patriarca, que después de haber tenido la dicha de educar él mismo al
Hijo de Dios, ha obtenido una gracia particular para proteger a los que se
preparan en la soledad al ejercicio del santo ministerio: Vicente felicitó al superior de su comunidad de Génova,
que había recurrido a la intercesión del casto esposo de la Madre de Dios, para
proporcionarse obreros llenos de un santo celo y capaces de cultivar y fecundar
la viña del Señor, que estaba entonces cubierta de espinas y maleza. Le
aconsejó dijera o hiciera durante seis meses la misa en honor de san José en la
capilla que le estaba dedicada.
A
estos ejemplos tan edificantes podríamos añadir un gran número de otros; podríamos hablar de la dicha y de la piedad con que San
Alfonso Ligorio celebraba las alabanzas de San José; compuso una novena en
honor suyo y le declaró patrón de su instituto; solemnizaba todos los años su
fiesta en sus diversas casas; le invocaba frecuentemente él mismo, y nunca
comenzaba ningún escrito, carta, ni aun una simple nota sin poner a la cabeza
las iniciales de Jesús, María y José. Unamos, pues, almas cristianas,
nuestros respetos y nuestras alabanzas a los que la Iglesia militante y
triunfante ha tributado al Santo Patriarca que Dios mismo ha elevado por encima
de todos los Santos, y le ha hecho en el Cielo su primer ministro y
distribuidor de sus gracias.
COLOQUIO
EL ALMA: Prosternada
al pie de vuestro altar, permitidme, ¡oh mi
glorioso padre!, expresaros toda la satisfacción que acabo de
experimentar al ver cuánto os han amado todos los justos, y en qué términos han
hablado de vos. ¡Oh!, yo quisiera también
hablar tan admirablemente de vos, de vuestras grandezas y méritos, pero ya que
no puedo, quiero al menos amaros y haceros amar cuanto me sea posible.
SAN JOSÉ: Recibo
con placer, hija mía, las promesas que me haces de amarme y de extender mi
culto cuanto puedas. Estoy seguro de tu buena voluntad, ¿pero cumplirás tu promesa? ¡Oh!, quiero
creer que sí; así que me apresuro a decirte que, si la cumples, con fidelidad
serás recompensada superabundantemente por las gracias y favores que obtendré
para ti. Mucho deseo, hija mía, que
mi culto se extienda cuanto sea posible,
y esto por grandes razones; pero antes de exponértelas, déjame te diga algunas
palabras sobre el culto que se debe a los Santos, y sobre las ventajas que los
hombres pueden sacar en recompensa.
La Iglesia al colocar
los Santos sobre los altares y proponerlos a la veneración de los fieles, ha
obrado muy prudentemente y de un modo enteramente conforme con las intenciones
de Dios y los más caros intereses de los hombres. ¿Cuál
es, en efecto, hija mía, el fin de todos los cristianos en la tierra? Tú
sabes que es el de dirigirse hacia su patria, hacia el Cielo; pero el camino
del Cielo ya sabes que es penoso y difícil, puesto que está sembrado de espinas
y abrojos; y es preciso ganarle, merecerle, y sólo los que reprimen le
obtienen. Ahora bien, en medio de los riesgos y tropiezos que los hombres
encuentran en el camino de la vida, ¿qué mejor
estímulo que el ejemplo de los Santos? Puesto que los Santos han pasado
en la tierra por las penas, aflicciones, sufrimientos y pruebas de todas
clases, ¿cuál es el cristiano que se desaliente o
que en algunos momentos de debilidad no tome nuevo ardor al ver que otros, más
débiles tal vez que él, pasaron por el mismo camino y alcanzaron el fin? –¿Si
lo han hecho los santos, por qué no lo haré yo mismo? –Puesto que ellos
sufrieron sin quejarse, ¿por qué no he de sufrir yo
con la misma resignación? –Puesto que han vencido los mismos obstáculos
que se oponen en mi camino, ¿por qué no he de
superarlos yo también? –Puesto que ellos han llegado al Cielo, ¿por qué no he de llegar como ellos, seguro de que nunca
me faltará la gracia de Dios? He aquí, hija mía, y con mucha razón, lo
que el ejemplo de los Santos debe hacer pensar a cada cristiano en la tierra.
Una de las principales
razones por las que los hombres deben honrar a los Santos, es porque estos son
los amigos de Dios. En efecto, si los Santos están en el Cielo, es porque Dios
los ha llamado a Él; si poseen una dicha incomparable y sin fin, es porque Dios
se la ha dado; si gozan de una gloria sin igual, aunque diferente para cada uno
de ellos, es porque Dios ha querido dársela para recompensarlos de la gloria
que le han procurado sobre la tierra. Los Santos, son, pues, evidentemente
amigos de Dios, y como son amigos de Dios, son muy influyentes con él. Pero si
Dios los recompensa con tanta grandeza de lo que han hecho sobre la tierra, es
porque sus vidas fueron conforme a su divina ley. Ya ves, hija mía, que el
honor que los hombres tributan a los Santos es muy natural, porque esta
veneración sólo consiste en imitarlos e invocarlos, y la vida de los Santos ha
sido conforme a la ley de Dios, por cuya razón los ha recompensado: que los
hombres obren como ellos, los imiten y obtendrán la misma recompensa.
He dicho antes que mucho
deseaba que mi culto se extendiese cuanto fuere posible, y voy ahora a darte la
razón. Cuando yo vivía en la tierra con Jesús y María, estuve dedicado
enteramente a ellos; alimenté a ambos con el sudor de mi frente; los protegí
contra sus enemigos; fui el fiel custodio de los dos; y finalmente, los amé con
el cariño más entrañable que pude. Ahora bien, Jesús y María, queriendo
recompensarme por todos estos cuidados, me colmaron de gracias de inestimable
valor, proporcionándome al mismo tiempo todas las ocasiones posibles para
crecer en gracia y en méritos. Pero el reconocimiento de Jesús y María no se
limitó al tiempo en que vivía en la tierra, continúa aún, y en grado más
eminente, ahora que estoy en el Cielo, y lo que es más misericordioso todavía,
que Dios Padre participa también de esta gratitud en recuerdo del puesto que
ocupé en
representación suya respecto a Jesús como
su padre adoptivo, y también el Espíritu Santo por haber sido su representante
sobre la tierra como esposo de María. Para que comprendas toda la extensión de
este reconocimiento, me bastará decirte, que siempre que se ha pedido una
merced al Cielo por mi intercesión, ha sido inmediatamente concedida con
placer. Dios la concede como autor de la gracia, y en reconocimiento de las
funciones que he desempeñado en representación suya respecto a Jesús y María.
María la concede como canal de la gracia y en recuerdo de mi amor y bondades
para con ella, y también porque su mayor deseo es que yo sea amado y
reverenciado en la tierra. Jesús por haber merecido la gracia por su pasión y
muerte, concede también la merced que se le pide, con bondad, y en recompensa
de mi abnegación por él sobre la tierra, así como por agradar a María.
Santa Teresa ha escrito,
hija mía, que yo la había concedido grandes mercedes, y es muy cierto; la misma
ha dicho también que siempre que ha pedido a Dios alguna cosa por mi
intercesión ha sido oída favorablemente, y también es verdad. Aconseja
fervorosamente a los que lean sus escritos a que me tengan una tierna devoción, asegurándoles
que serán favorablemente oídos en todo lo que me pidan, y Santa Teresa tiene
razón.
Ya lo ves, hija mía, si
deseo que mi culto se extienda cuanto sea posible por la tierra, no es
seguramente por la gloria que pueda yo reportar, puesto que este honor y esta
gloria se la cedo a Dios, a quien se deben. Si tengo este deseo vehemente es
solo por el interés que me inspiran los hombres, y de mi grande amor hacia
ellos. ¿Quieres agradarme, hija mía, y complacerme
singularmente? Sé muy devota mía, ten en mí una confianza ilimitada, y
pide a Dios cuanto necesites por mi intercesión. Me has dicho que quieres
servirme: pues bien, trabaja porque me conozca el mayor número posible de
gentes: diles como Santa Teresa, cuán grande es mi influencia para con Dios en
premio de las sublimes funciones que he desempeñado en representación suya y
del Espíritu Santo respecto de Jesús, y extiende mi culto lo lejos que puedas y
por todos los medios que estén a tu alcance. ¡Oh,
hija mía, cuán agradable serás, obrando así, a las tres Divinas Personas, a la
santa humanidad de Jesucristo y a María la Reina de los Ángeles! ¡Oh!, cuán
agradable me serás también, y cómo te recompensaré de todos tus esfuerzos por
mí. Tú sabes que soy el abogado de la buena muerte, ¡pues
bien!, te prometo en recompensa protegerte durante tu vida como he
protegido la vida de Jesús; te prometo también, cuando se acerque el momento de
tu muerte, ir a visitarte, consolarte, ayudarte a soportar tu enfermedad con
resignación, ofrecer tus sufrimientos a Dios, y echar los demonios que acudan a
perderte; y te prometo además, cuando des el último suspiro, tomar tu alma, y
presentarla acompañado de María a nuestro divino Hijo Jesús, quien pronunciará
en tu favor una sentencia absolutoria, y te colocará para siempre en la morada
de la gloria.
RESOLUCIÓN: Hacer que amen a San José el mayor número
posible de personas, y en particular nuestros padres, amigos, conocidos y
parientes. Extender también por todos los medios posibles el culto de este gran
Santo, y principalmente por la novena que precede a su fiesta, por los piadosos
ejercicios del mes de Marzo y también por la devoción de los siete domingos.
LETANÍAS DE SAN JOSÉ.
Señor, tened piedad de nosotros.
Jesucristo, tened piedad de nosotros.
Señor, tened piedad de nosotros.
Jesús, óyenos.
Jesús, acoge nuestras súplicas.
Padre celestial, que sois Dios, tened piedad de nosotros.
Hijo redentor del mundo, que sois Dios, tened piedad de nosotros.
Espíritu Santo, que sois Dios, tened piedad de nosotros.
Santísima Trinidad, un solo Dios, tened piedad de nosotros.
Santa María, Madre de Dios, Esposa de San José, ruega por nosotros.
San José, nutricio del Verbo encarnado, ruega por nosotros.
San José, coadjutor del gran consejo, ruega por nosotros.
San José, hombre según el corazón de Dios, ruega por nosotros.
San José, fiel y prudente servidor, ruega por nosotros.
San José, custodio de la virginidad de María, ruega por nosotros.
San José, dotado de gracias superiores, ruega por nosotros.
San José, purísimo en virginidad, ruega por nosotros.
San José, profundísimo en humildad, ruega por nosotros.
San José, altísimo en contemplación, ruega por nosotros.
San José, ardientísimo en caridad, ruega por nosotros.
San José, que habéis sido declarado justo por el Espíritu Santo, ruega por nosotros.
San José, que fuisteis instruido divinamente en el misterio de la Encarnación, ruega por nosotros.
San José, que tuvisteis bajo vuestra protección y vuestra obediencia al Señor de los señores, ruega por nosotros.
San José, que tuvisteis durante tantos años la vida del mismo Dios por regla de la vuestra, ruega por nosotros.
San José, que visteis con María, en las acciones de Jesús, tantos secretos ignorados de los duros hombres, ruega por nosotros.
San José, fidelísimo imitador del gran silencio de Jesús y María, ruega por nosotros.
San José, que fuisteis ignorado de los hombres y conocido sólo de Dios, ruega por nosotros.
San José, que ocupáis el primer puesto entre los Patriarcas, ruega por nosotros.
San José, que habéis muerto santamente en los brazos de Jesús y de María, ruega por nosotros.
San José, que anunciasteis la venida de Cristo a los limbos, ruega por nosotros.
San José, a quien se cree resucitado con Jesucristo, ruega por nosotros.
San José, que habéis sido recompensado en el Cielo con una gloria especialísima, ruega por nosotros.
San José, padre y consolador de los afligidos, ruega por nosotros.
San José, protector de los pecadores arrepentidos, ruega por nosotros.
San José, poderosísimo para socorrernos en los peligros de la vida y en la hora de la muerte, ruega por nosotros.
Por vuestra infancia, escúchanos Jesús.
Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, acoge nuestros ruegos, Señor.
Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, ten piedad de nosotros.
Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, perdónanos, Señor.
℣. Ruega por nosotros, bienaventurado San José.
℞. A fin de que seamos dignos de las promesas de Jesucristo.
ORACION
¡Oh Dios! cuya bondad y sabiduría son infinitas, y que, al elevar al justo José a la dignidad de esposo de María, le disteis los derechos y autoridad de padre sobre vuestro único Hijo, haced que, imitando el respeto, la sumisión y el cariño que el mismo Jesucristo y su santísima Madre tuvieron a este gran Santo, le veneremos también con piedad filial, a fin de obtener por su intercesión, la gracia de amaros y serviros en este mundo, en espíritu y verdad, para tener la dicha de poseeros.
¡Jesús, María y José, os doy mi corazón, mi espíritu y mi vida!
¡Jesús, María y José, asistidme en vida y en mi última agonía!
¡Jesús, María y José, haced que expire en vuestra compañía! (Cien días de indulgencias cada vez que se recite cada una de estas invocaciones. Pío VII, 28 de abril de 1803).
MEMORÁRE
Acordaos, ¡oh castísimo esposo de la Virgen María, San José, mi amable protector!, que nunca se ha oído decir que ninguno de los que ha invocado vuestra protección o implorado vuestros auxilios, hayan quedado sin consuelo. Lleno de confianza en vuestro poder, llego a vuestra presencia, y me recomiendo con fervor. ¡Ah! No desdeñéis mis oraciones, oh vos, que habéis sido llamado padre del Redentor, sino escuchadlas con benevolencia, y dignaos recibirlas favorablemente. Así sea. (Trescientos días de indulgencias, una vez por día, aplicables a los difuntos. Breve de Nuestro Santo Padre el Papa León XIII).
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