PREPARACIÓN PARA CONSAGRARSE COMO ESCLAVO DE CONFIANZA AL CASTO CORAZÓN DE SAN JOSÉ
La verdadera devoción a San José consiste esencialmente en la confianza ilimitada en la intercesión de este Santo Varón, en la imitación de sus virtudes y en el amor filial que se le profese. Ser su devoto quiere decir tratar de amar al Padre Celestial como él lo hizo; y poner la vida, los bienes y todos los actos del día bajo su paternal patrocinio.
Los que quieran ser fieles devotos del Padre Protector de la Iglesia, y verdaderos servidores de su culto, deben consagrarse a él como sus esclavos. Pero como se ama lo que se conoce, es fundamental para esta alianza admirarse con su vida a través de la Vida y Mes del glorioso patriarca San José que escribiera el Padre Antonio Casimiro Magnat, incluido a continuación.
La esclavitud del santo exige recitar una fórmula que indica la dedicación de la vida entera al servicio de su piedad. Significa alabar al benditísimo Patriarca desde que aparece la primera luz del día hasta que se va al lecho, para lo cual, también el último día de este mes, entregaremos una pequeño Devocionario Josefino con las oraciones del cristiano al amparo de San José.
Quienes deseen manifestarse como verdaderos devotos del Castísimo Esposo de Nuestra Santa Madre, deben luchar por ser almas de oración que frecuenten los sacramentos, amantes del silencio, la pureza, modestia y humildad, tener una encendida caridad y una vida que se realice en la laboriosidad y el ocultamiento. Y para alcanzar tan altas aspiraciones, es que a él recurriremos diciendo cada día en el Acordaos: “que nunca se ha oído decir que ninguno de los que ha invocado vuestra protección o implorado vuestros auxilios, hayan quedado sin consuelo”.
ACTO DE CONTRICIÓN
¡Oh, Dios Omnipotente!, arrepentido por las muchas culpas que he cometido contra vuestra divina majestad, vengo a solicitar de vuestra misericordia infinita generoso perdón. Por la valiosa intercesión del Santísimo Patriarca Señor San José os suplico humildemente que me concedáis nuevas gracias para serviros y amaros, a fin de que después de haber combatido denodadamente en esta vida, tenga la dicha de alcanzar el galardón eterno a la hora de la muerte. Así sea.
DÍA
DÉCIMOCTAVO
— 18 DE MARZO
CATECISMO DE SAN JOSÉ
23-
Habladnos de la turbación de José en el embarazo de
María.
María, después de una ausencia de tres meses, pasados en casa de
su prima Santa Isabel, volvió a Nazaret con su esposo José, dejando a la naturaleza el cuidado
de hacer conocer lo que la había sucedido en sí misma, y al Cielo el cuidado de
justificarla. Reunidos aún bajo el mismo techo, los
dos santos esposos vivían como antes de la partida de María, en la más profunda
paz y en una alegría sin igual, cuando una circunstancia vino si no a afligir,
al menos a probar el corazón de José. María en efecto, había llegado
hacia poco, cuando su esposo se apercibió sin que pudiera tener género alguno
de duda, que estaba en cinta, y se turbó. Resolvió
desde luego, nos dice la Escritura, separarse
de ella, e iba a poner en práctica su
resolución, cuando un ángel se le apareció en sueños y le dijo: «José, hijo de
David, no temas el permanecer con María tu esposa, porque lo que en ella existe
es obra del Espíritu Santo. Parirá un hijo a quien pondrás por nombre Jesús,
que quiere decir Salvador, el que remediará a su pueblo y borrará los pecados
del mundo».
SAN JOSÉ, NUESTRO MODELO
EN LA FE.
Si
como hemos demostrado en una meditación anterior, San
José ha sido justo por excelencia, y si como dice el Apóstol, el justo vive de
la fe, podemos pues creer legítimamente que la
fe de San José ha estado en relación con su justicia, su santidad, y por
consecuencia este gran Patriarca vivió la vida de la fe y fue por excelencia el
hombre de la fe. Sí, almas cristianas, San
José vivió de la fe; obró, amó y pensó por la fe; se nutrió por la fe su
inteligencia con las grandes verdades de la religión excitando en su alma los
nobles sentimientos que las corresponden; por la fe, en fin, cumplió las santas
acciones por las que fue agradable a los ojos del Señor. Consideremos
hoy a este gran servidor de Dios bajo el punto de vista de la fe de que estaba
animado, veamos cuáles fueron en él los caracteres de esta virtud que debemos
poner en primer lugar, puesto que, sin ella,
como dice el Apóstol, es imposible agradar a Dios.
La fe de San José
fue, pues, universal: en efecto, creyó todo lo que Dios ha revelado por sus profetas y
esperado la venida del Redentor para la época que ellos habían prefijado; creyó
en la Encarnación del Hijo de Dios, en el establecimiento de su reinado en el
mundo y en los medios de santificación que debía proporcionar a los hombres.
La fe de José fue sencilla y dócil. En efecto,
Dios no le manifiesta con un aparato imponente las verdades de que le hace
depositario, no le habla en medio de los truenos y relámpagos, como al pueblo
judío; ni del centro de una zarza encendida, como a Moisés, sino sólo por el
ministerio de un Ángel, y aun este mensajero no se pone en relación con él
cuando está despierto, como a Abrahán, Gedeón, Zacarías y otros; se le presenta al contrario, en medio del sueño y en
sueños le instruye en el más grande, más admirable de los misterios, para
decirle que María su esposa es la madre de Dios que dará a luz al Altísimo, que
viene a salvar los hombres y podrá darle el nombre de Jesús.
Ahora
bien, José en esta revelación como en las demás con que fue favorecido, cree simplemente en lo que Dios le da a conocer; no
ruega al Señor como el hijo de Gedeón, que le patentice con milagros que no es
juguete de ilusión, no; su corazón perfectamente dócil
está bajo la influencia de la gracia, se adhiere enteramente a todo lo que le
reveló el Ángel de parte de Dios. El Ángel
le habla y no necesita más, cree inmediatamente; cree que María es pura como el
Cielo, que es el Espíritu Santo quien ha obrado en ella y que el hijo que
nacerá de María será el Manuel que libertará al pueblo de sus pecados. José, es pues, después de María el primer creyente del
misterio de la Encarnación, el primer confesor de la fe en Jesucristo, y el
primer adorador de la divinidad del Verbo. Y ved cuán grande y profunda
es esta fe de José; parte de la tierra y se eleva a lo más encumbrado de los
cielos, y aun hasta cierto punto tiene un grado más que la fe de María, porque
María había visto realmente al Ángel Gabriel, puesto que en cierto modo había
tratado y discutido con él la obra de la Encarnación divina; porque además las
palabras y el anuncio del ángel se habían realizado y verificado en ella, y por
consecuencia no podía dejar de creer; mientras que José
no vio ni oyó al Ángel más que en sueños y lo que le dio como prueba de la
inocencia de María no podía menos de confirmar sus dudas, porque este es el
trastorno de todas las leyes naturales; es Dios mismo fecundando a la criatura.
La fe de José fue firme e inquebrantable; no tan
sólo creyó que era el Espíritu Santo mismo quien había fecundado a María, sino
también en la divinidad de Jesús, aunque una multitud de motivos
contrarios se presentasen a su mente para destruir su creencia. En efecto, ¿cómo podía
creer que fuera el Eterno aquel niño que vio nacer en un establo, cuyos vagidos
oyó y cuyas lágrimas vio correr? ¿Cómo podía creer que fuera el Todopoderoso
quien se presenta a él con todos los signos de la debilidad? ¿Cómo podía creer
que aquel es el árbitro de los acontecimientos y que dirige a su antojo las
inteligencias y los corazones, cuando se ve obligado él mismo á trasportarle a
un país extranjero, para sustraerle al tirano que quiere darle muerte? ¿Cómo
podía creer que el Santo entre los Santos apareciera con las señales exteriores
del pecado, que el Mesías prometido a la tierra, esperado por tantas naciones
desde el origen del mundo, no sea más que un pobre trabajador, que trabajaba
con él y ganaba como él el pan de cada día a costa del sudor de su frente? Y,
sin embargo, San José le cree. Su fe no
vacila por estas contradicciones aparentes que debían acudir a su mente. No
comprende cómo la grandeza soberana puede aliarse con semejante anonadamiento, pero no duda un sólo instante que Jesús no sea esta
soberana grandeza; adora en él al Verbo divino, la sabiduría eterna, revestida
con la naturaleza humana para salvar a los hombres. La fe de San José ha
sido firme e inquebrantable, aunque muy probada. Añadamos que ha sido una fe
práctica que le llevaba a obrar en todas circunstancias en armonía con lo que
creía.
José creyó, y por consecuencia, se aplicó continuamente a
alimentar su alma con las verdades reveladas; hizo de ellas la más dulce
ocupación de su espíritu, grabándolas profundamente en su corazón; ha
manifestado su convicción por sus sentimientos y por sus obras; siempre ha
deseado y hecho el bien que ha podido y la fe le mostraba. Por la fe, comprende a qué grado de
perfección le llama Dios, y para responderá su vocación sacrifica su propia
voluntad, supera las repugnancias de la naturaleza, abraza una vida penosa y
laboriosa, practica en un grado eminente las más excelentes virtudes.
Por la fe adora a Dios en Jesús, y honra a la Madre de Dios en
la santísima Virgen. Por la fe obra como el más tierno de los padres, respecto al divino
Niño, y como el mejor de los esposos con su santísima Madre.
Por
la fe ejecuta puntualmente todo lo que se le marca: parte
sin demora al Egipto y mora en él todo el tiempo que Dios quiere; sale de él
para regresar a su patria, se entrega a los más duros trabajos, se prodiga a
prestar sus cuidados al Niño Dios y a la Virgen Madre.
Así
que, ¡cuántos
méritos ha adquirido por esta virtud, llevada a tan alto grado de
perfección!... ¡Ah! glorifiquemos, pues,
a este gran servidor de Dios, que siempre ha tenido una gran fe tan universal,
tan sencilla, tan ilustrada, tan firme, tan constante, y sobre todo tan fecunda
en buenas obras. Pero acordémonos de que el verdadero medio de
glorificarle por la fe que admiramos en él, es hacer cuanto nos es posible
porque la nuestra tenga los mismos caracteres. Y ahora, almas cristianas,
examinémonos a la vista del modelo que acabamos de contemplar, y veamos si en
algo nos parecemos a él. Estamos obligados a ello
nosotros cristianos, que hacemos profesión de creer en Jesucristo y en todo lo
que nos ha enseñado. Sí, debemos tener una
fe sencilla, entera, firme, sincera e inquebrantable; una fe, en fin, viva y práctica.
¿Tiene
estos caracteres nuestra fe? ¿Nos adherimos simplemente e las enseñanzas de la
Iglesia? ¿Nos aplicamos a no mirarlo todo más que por el prisma de lo
sobrenatural? ¿Vemos en los pobres los amigos de Jesucristo? ¿Vemos a Dios lo
mismo en las cosas grandes que en las pequeñas, en lo que nos parece oscuro,
como en lo que comprendemos, en lo que nos contraría, como en lo que es
conforme a nuestras inclinaciones?
En
fin, ¿nuestra
fe es práctica? ¿Qué efecto obra en nuestro espíritu y en nuestro corazón? ¿Nos
aplicamos a ocupar nuestra inteligencia en santos pensamientos y en sostener en
nosotros religiosos sentimientos? ¿Nuestras acciones manifiestan lo que hacemos
profesión de creer, y no somos esclavos de los respetos humanos? ¡Ay! ¿No tememos que
se nos eche en cara que pensamos de una manera y obramos de otra? Apresurémonos, pues, a
cambiar de conducta y a dar a nuestra fe las cualidades que hemos admirado en
San José.
COLOQUIO
EL ALMA: ¡Oh! ¡Qué feliz seria, mi buen Padre, si pudiera recibir
de vos algunas lecciones sobre la fe!
SAN JOSÉ: Hija
mía, la fe es una virtud y un don de Dios comunicado al hombre por el bautismo
y que le hace creer en todas las verdades que Dios ha revelado a su Iglesia, y
que ésta le enseña: la fe es el fundamento de la esperanza y de la caridad. El
que está persuadido de la existencia de Dios y de que es perfecto, espera en su
bondad: le ama y como sabe que el pecado desagrada soberanamente a Dios, cuenta
con su gracia y emplea todos sus esfuerzos para corregirse.
EL ALMA: ¿Cómo se prueban las verdades que la fe nos propone?
SAN JOSÉ: Las
pruebas de las verdades que la fe propone, son: la santidad de su doctrina, la
conversión del mundo entero, la estabilidad siempre uniforme de los dogmas, el
testimonio de las profecías, el de los milagros, la constancia de los mártires.
La incredulidad reconoce por causa, o la ignorancia voluntaria que rehúsa
instruirse en las verdades de la religión, o la mala vida; porque dice San
Juan: «los hombres se han negado a ver la luz,
porque sus hechos eran malos». El que ama el pecado quisiera aniquilar
el pensamiento de Dios que debe castigarle, la de la muerte que debe separarle
de todo lo que desea, del juicio que debe sufrir y de los fuegos eternos que
serán el castigo de sus crímenes. Trata de aturdirse para gustar en paz las
alegrías de la voluptuosidad. Son además los malos libros y sistemas contra la
fe… ¡Oh ingratitud de los hombres! Dios los
ha creado para hacerlos enteramente felices; los ha colmado de luces y de gracias
a fin de que pudiesen adquirir la vida eterna; los ha rescatado muriendo por
ellos con un amor infinito, y estos hombres ingratos se esfuerzan en no ver
para abandonarse a sus brutales pasiones. ¿Puede
haber una ceguedad más deplorable?
EL ALMA: Gran
santo, ¿qué nos decís de la fe de María, nuestro
modelo después de Jesucristo?
SAN JOSÉ: La
bienaventurada Virgen María es la madre de los creyentes, merece bien este
título puesto que ella repara por su fe el mal que causó Eva por su
incredulidad. Al dar su consentimiento para la Encarnación del Verbo, trajo la
salvación a la tierra y abrió el Cielo, cerrado hacia tanto tiempo, Por su fe
mereció María ser la luz da los fieles y la Reina de la fe ortodoxa; al mérito
de su fe atribuye la Iglesia la extinción de las herejías, y San Ildefonso
invita al hombre a reproducir en sí el sello de la fe que brilla en María.
EL ALMA: Pero
¿cómo imitar la fe de María?
SAN JOSÉ: La
fe es un don de Dios que se le considera como una luz que ha derramado en
nuestras almas; pero es también una virtud cuando se la práctica y cuando
conformamos nuestra vida a sus máximas. Cree verdaderamente el que practica lo
que cree.
EL ALMA: ¡0h gran santo, cuán viva y constante fue la fe que brilló en
vos! Ella
os hizo caminar a grandes pasos en la senda de la perfección.
SAN JOSÉ: El
que cree, hija mía, en Jesucristo y le ama sinceramente, piensa siempre en las
máximas eternas y arregla a ellas su vida. Comprende, con el sabio, que toda la
grandeza humana no es más que humo; que todo es vanidad fuera de amar a Dios y
servirle; que el hombre no es más que lo que es ante Dios, y nada más; que para
nada sirve ganar el universo, si se llega a perder el alma; que, sólo Dios
puede contentar el corazón del hombre, y que hay que abandonarlo todo para
alcanzar la eternidad bienaventurada. Otros cristianos creen, pero tienen una
fa lánguida; creen los misterios y las verdades reveladas, mas no creen las que
contrarían sus pasiones. Jesucristo ha dicho: «bienaventurados
los pobres, los que lloran, los que llevan su cruz, los que sufren persecución
por la justicia». Ahora bien: ¿creen en el
Evangelio los que dicen: dichosos los que poseen grandes tesoros que son
honrados entre los hombres? ¿Creen los que se niegan a perdonar una injuria a
pesar del ejemplo del Salvador y sus preceptos formales? Evidentemente
no. Si los que niegan las verdades especulativas de la fe son heréticos, los
que no arreglan su vida a las verdades de la fe son heréticos de hecho, según
las siguientes palabras de Jesucristo: «Amad a los
que os aborrecen, orad por los que os persiguen, porque si no amáis más que a
los que os aman, o si no hacéis bien más que a aquellos de quienes esperáis la
recompensa, ¿qué mérito tendréis? ¿Los paganos y los publicanos no obran lo
mismo?». Sé, pues, cristiana, hija mía, por tus obras, que tu fe sea
viva y ardiente, que anime todas sus acciones y serás una verdadera discípula
de Jesucristo.
EL ALMA: Tenéis
razón, oh mi buen Padre: una vida de fe es absolutamente necesaria para la
salvación; pero ¿cómo he de vencer el respeto
humano y las demás tentaciones del infierno?
SAN JOSÉ: Por
la fe, hija mía. Como cederás ante el respeto humano, al pensar en estas
palabras del Salvador: «Aquel que se avergüence de
mi ante los hombres, yo me avergonzaré de él ante mi Padre celestial». Aunque
el demonio es fuerte y sus tentaciones terribles, sin embargo, con la fe puedes
salir victoriosa, como dice San Pedro: «El demonio,
vuestro enemigo da vueltas a vuestro alrededor como un león hambriento buscando
a quien podrá devorar: resistidle, pues, cifrando vuestra fortaleza en la fe»
(I Epístola V, 8 y 9). Como el escudo defiende al guerrero de las flechas
enemigas, la fe defiende de todas las tentaciones del infierno. Ruega, pues,
continuamente al Señor, que, con los apóstoles, aumente tu fe: «Dómine adóuge nobis
fidem: Señor, aumenta nuestra fe.».
RESOLUCIÓN: Pedir frecuentemente la fe de Dios. Creer
firmemente y sin reserva todo lo que nos enseña la Santa Iglesia nuestra madre.
LETANÍAS DE SAN JOSÉ.
Señor, tened piedad de nosotros.
Jesucristo, tened piedad de nosotros.
Señor, tened piedad de nosotros.
Jesús, óyenos.
Jesús, acoge nuestras súplicas.
Padre celestial, que sois Dios, tened piedad de nosotros.
Hijo redentor del mundo, que sois Dios, tened piedad de nosotros.
Espíritu Santo, que sois Dios, tened piedad de nosotros.
Santísima Trinidad, un solo Dios, tened piedad de nosotros.
Santa María, Madre de Dios, Esposa de San José, ruega por nosotros.
San José, nutricio del Verbo encarnado, ruega por nosotros.
San José, coadjutor del gran consejo, ruega por nosotros.
San José, hombre según el corazón de Dios, ruega por nosotros.
San José, fiel y prudente servidor, ruega por nosotros.
San José, custodio de la virginidad de María, ruega por nosotros.
San José, dotado de gracias superiores, ruega por nosotros.
San José, purísimo en virginidad, ruega por nosotros.
San José, profundísimo en humildad, ruega por nosotros.
San José, altísimo en contemplación, ruega por nosotros.
San José, ardientísimo en caridad, ruega por nosotros.
San José, que habéis sido declarado justo por el Espíritu Santo, ruega por nosotros.
San José, que fuisteis instruido divinamente en el misterio de la Encarnación, ruega por nosotros.
San José, que tuvisteis bajo vuestra protección y vuestra obediencia al Señor de los señores, ruega por nosotros.
San José, que tuvisteis durante tantos años la vida del mismo Dios por regla de la vuestra, ruega por nosotros.
San José, que visteis con María, en las acciones de Jesús, tantos secretos ignorados de los duros hombres, ruega por nosotros.
San José, fidelísimo imitador del gran silencio de Jesús y María, ruega por nosotros.
San José, que fuisteis ignorado de los hombres y conocido sólo de Dios, ruega por nosotros.
San José, que ocupáis el primer puesto entre los Patriarcas, ruega por nosotros.
San José, que habéis muerto santamente en los brazos de Jesús y de María, ruega por nosotros.
San José, que anunciasteis la venida de Cristo a los limbos, ruega por nosotros.
San José, a quien se cree resucitado con Jesucristo, ruega por nosotros.
San José, que habéis sido recompensado en el Cielo con una gloria especialísima, ruega por nosotros.
San José, padre y consolador de los afligidos, ruega por nosotros.
San José, protector de los pecadores arrepentidos, ruega por nosotros.
San José, poderosísimo para socorrernos en los peligros de la vida y en la hora de la muerte, ruega por nosotros.
Por vuestra infancia, escúchanos Jesús.
Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, acoge nuestros ruegos, Señor.
Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, ten piedad de nosotros.
Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, perdónanos, Señor.
℣. Ruega por nosotros, bienaventurado San José.
℞. A fin de que seamos dignos de las promesas de Jesucristo.
ORACION
¡Oh Dios! cuya bondad y sabiduría son infinitas, y que, al elevar al justo José a la dignidad de esposo de María, le disteis los derechos y autoridad de padre sobre vuestro único Hijo, haced que, imitando el respeto, la sumisión y el cariño que el mismo Jesucristo y su santísima Madre tuvieron a este gran Santo, le veneremos también con piedad filial, a fin de obtener por su intercesión, la gracia de amaros y serviros en este mundo, en espíritu y verdad, para tener la dicha de poseeros.
¡Jesús, María y José, os doy mi corazón, mi espíritu y mi vida!
¡Jesús, María y José, asistidme en vida y en mi última agonía!
¡Jesús, María y José, haced que expire en vuestra compañía! (Cien días de indulgencias cada vez que se recite cada una de estas invocaciones. Pío VII, 28 de abril de 1803).
MEMORÁRE
Acordaos, ¡oh castísimo esposo de la Virgen María, San José, mi amable protector!, que nunca se ha oído decir que ninguno de los que ha invocado vuestra protección o implorado vuestros auxilios, hayan quedado sin consuelo. Lleno de confianza en vuestro poder, llego a vuestra presencia, y me recomiendo con fervor. ¡Ah! No desdeñéis mis oraciones, oh vos, que habéis sido llamado padre del Redentor, sino escuchadlas con benevolencia, y dignaos recibirlas favorablemente. Así sea. (Trescientos días de indulgencias, una vez por día, aplicables a los difuntos. Breve de Nuestro Santo Padre el Papa León XIII).
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