miércoles, 13 de agosto de 2025

La Santísima Virgen María, refugio de los pecadores. —13 de agosto.

 


La Iglesia Católica Romana honra tradicionalmente a la Santísima Virgen María bajo el título de Refugio de los Pecadores.  San Alfonso María de Ligorio (n. 1696-f. 1787) escribió bastante sobre cómo Nuestra Señora es refugio para los pecadores en su libro Las Glorias de María.

 

Comienza así el extracto de Las Glorias de María:

 

En el primer capítulo del Libro del Génesis leemos que Dios hizo dos grandes lumbreras: una lumbrera mayor para gobernar el día; y una lumbrera menor para gobernar la noche (Gen. 1, 16). El Cardenal Hugo dice que “Cristo es la lumbrera mayor para gobernar a los justos, y María la menor para gobernar a los pecadores”; queriendo decir que el sol es figura de Jesucristo, cuya luz disfrutan los justos que viven en el día claro de la gracia divina; y que la luna es figura de María, por cuyo medio son iluminados los que están en la noche del pecado. Puesto que María es esta lumbrera auspiciosa, y lo es para beneficio de los pobres pecadores, si alguien hubiera sido tan desafortunado como para caer en la noche del pecado, ¿qué debe hacer? Inocencio III responde: “Quien esté en la noche del pecado, que ponga sus ojos en la luna, que implore a María” (In Assumpt. s. 2). Ya que ha perdido la luz del sol de la justicia al perder la gracia de Dios, que se vuelva hacia la luna y suplique a María; y ella sin duda le dará luz para ver la miseria de su estado y la fuerza para salir de él sin demora. San Metodio dice que «por las oraciones de María se convierten casi innumerables pecadores» (Paciucch. in Ps.  LXXXVI.  exc., 17).

 

Uno de los títulos más alentadores para los pobres pecadores, y bajo el cual la Iglesia nos enseña a invocar a María en las Letanías de Loreto, es el de «Refugio de los Pecadores». En Judea, en la antigüedad, existían ciudades de refugio, donde los criminales que acudían en busca de protección quedaban exentos de los castigos que merecían. Hoy en día, estas ciudades no son tan numerosas; solo hay una, y es María, de quien el salmista dice: «Se dicen cosas gloriosas de ti, oh ciudad de Dios» (Salmo 86, 3). Pero esta ciudad difiere de las antiguas en que en esta última no encontraban refugio todo tipo de criminales, ni se extendía la protección a toda clase de delitos; pero bajo el manto de María todos los pecadores, sin excepción, encuentran refugio para cualquier pecado que hayan cometido, siempre que vayan allí en busca de esta protección. «Yo soy la ciudad de refugio», dice san Juan Damasceno, en nombre de nuestra Reina, «para todos los que acuden a mí» (In Dorm. BV o. 2). Y basta con recurrir a ella, pues quien tenga la fortuna de entrar en esta ciudad no necesita hablar para salvarse.  Reuníos, y entremos en la ciudad fortificada, y callemos allí (Jer. VIII. 14), para hablar con las palabras del profeta Jeremías. Esta ciudad, dice el beato Alberto Magno, es la Santísima Virgen cercada de gracia y gloria. «Y callemos allí», es decir, continúa un intérprete, «porque no nos atrevemos a invocar al Señor, a quien hemos ofendido, ella invocará y pedirá» (Bib. Mar. Jer. n. 3). Porque si no nos atrevemos a pedir perdón a nuestro Señor, bastará con entrar en esta ciudad y callar, pues María hablará y pedirá todo lo que necesitemos. Y por eso, un devoto autor exhorta a todos los pecadores a refugiarse bajo el manto de María, exclamando: «Huid, Adán y Eva, y todos sus hijos, que habéis ultrajado a Dios; huid y refugiaos en el seno de esta buena madre; ¿no sabéis que ella es nuestra única ciudad de refugio?» (B. Fernandes en Gen. c 3, s. 22) «la única esperanza de los pecadores» (Serm. 194, EB app.), como también se la llama en un sermón de un escritor antiguo, que se encuentra en las obras de San Agustín.

 

San Efrén, dirigiéndose a esta Santísima Virgen, dice: «Tú eres la única abogada de los pecadores y de todos los desamparados». Y luego la saluda con las siguientes palabras: «¡Salve, refugio y hospital de los pecadores!» (De Laud. Dei gen.), verdadero refugio, en el que solo pueden esperar acogida y libertad. Y un autor señala que este era el significado de David cuando dijo: «Porque me ha escondido en su tabernáculo» (Sal. 26, 5). Y, en verdad, ¿qué puede ser este tabernáculo de Dios, sino María?, a quien San Germán llama «un tabernáculo hecho por Dios, en el que solo él entró para realizar la gran obra de la redención del hombre» (In Nat. SM or. 2).

 

San Basilio de Seleucia comenta: «Si Dios concedió a algunos, que eran solo sus siervos, tal poder que no solo su tacto, sino incluso su sombra, sanaban a los enfermos que eran colocados para este propósito en las calles públicas, ¿cuánto mayor poder debemos suponer que le ha concedido a quien no solo era su sierva, sino su Madre?». Ciertamente, podemos decir que nuestro Señor nos dio a María como enfermería pública, donde pueden ser recibidos todos los enfermos, pobres e indigentes. Pero ahora pregunto: en los hospitales erigidos expresamente para los pobres, ¿quiénes tienen mayor derecho a ser admitidos? Sin duda, los más enfermos y los más necesitados.

 

Y por eso, si alguno se encuentra falto de méritos y abrumado por enfermedades espirituales, es decir, por pecados, puede dirigirse a María así: Oh Señora, tú eres el refugio de los pobres enfermos: no me rechaces, que siendo yo el más pobre y el más enfermo de todos, tengo el mayor derecho a ser acogido por ti.

 

Clamemos, pues, con santo Tomás de Vallanova: «Oh María, nosotros, pobres pecadores, no conocemos otro refugio que tú, pues eres nuestra única esperanza, y en ti confiamos para nuestra salvación» (De Nat. VM conc. 3). Tú eres nuestra única abogada ante Jesucristo; a ti nos dirigimos todos.

 

En las revelaciones de Santa Brígida, María es llamada la “Estrella que precede al sol” (Extracto Rev. c. 50), dándonos con ello a entender que cuando la devoción hacia la divina Madre comienza a manifestarse en un alma que está en estado de pecado, es señal cierta de que pronto Dios la enriquecerá con su gracia. El glorioso San Buenaventura, para reavivar la confianza de los pecadores en la protección de María, les presenta la imagen de un mar tempestuoso, en el que los pecadores ya han caído de la barca de la gracia divina; ya están zarandeados por todos lados por el remordimiento de conciencia y por el temor a los juicios de Dios; están sin luz ni guía, y están a punto de perder el último aliento de esperanza y caer en la desesperación; Entonces es cuando nuestro Señor, señalándoles a María, comúnmente llamada la «Estrella del Mar», alza la voz y dice: «¡Oh, pobres pecadores perdidos, no desesperéis! Alzad la vista y fijadla en esta hermosa estrella; recuperad la confianza, pues ella os salvará de esta tempestad y os guiará al puerto de la salvación» (Salmo BV, salmo 18). San Bernardo dice lo mismo: «Si no quieres perderte en la tempestad, fija la vista en la estrella e invoca a María» (De Laud. VM, hom. 2).

 


El devoto Blosio declara que «ella es el único refugio de quienes han ofendido a Dios, el asilo de todos los oprimidos por la tentación, la calamidad o la persecución. Esta Madre es toda misericordia, benignidad y dulzura, no solo para los justos, sino también para los pecadores desesperados; de modo que tan pronto como los percibe acudir a ella y buscar su salud de corazón, los socorre, los acoge y obtiene el perdón de su Hijo. No sabe despreciar a nadie, por indigno que sea de misericordia, y por eso no niega su protección a nadie; consuela a todos, y tan pronto como se la invoca, ayuda a quien la invoca. Con su dulzura, a menudo despierta y atrae a su devoción a los pecadores más enemistados con Dios y más sumidos en el letargo del pecado; y luego, por el mismo medio, los excita eficazmente y los prepara para la gracia, haciéndoles así aptos para el reino de Dios». Cielo. Dios ha creado a esta su amada hija con una disposición tan compasiva y dulce, que nadie puede temer recurrir a ella. El piadoso autor concluye con estas palabras: «Es imposible que perezca quien con atención y humildad cultiva la devoción hacia esta divina Madre» (Par. An. fid.  p. 1, c. 18).

 

En el Eclesiástico, María es llamada plátano: «Como plátano fui exaltada». Y se la llama así para que los pecadores comprendan que, así como el plátano protege a los viajeros del calor del sol, María los invita a refugiarse bajo su protección de la ira de Dios, justamente encendida contra ellos. San Buenaventura señala que el profeta Isaías se quejó de los tiempos en que vivió, diciendo: «Mira, estás airado, y hemos pecado... no hay nadie... que se levante y te agarre» (Is. 64, 5). Y luego hace el siguiente comentario: «Es cierto, oh Señor, que en aquel tiempo no había nadie que levantara a los pecadores y sin tu ira, pues María aún no había nacido»; «antes de María», para citar las propias palabras del santo, «no había nadie que se atreviera a contener así el brazo de Dios». Pero ahora, si Dios está enojado con un pecador, y María lo toma bajo su protección, ella detiene el brazo vengador de su Hijo y lo salva. «Y así», continúa el mismo santo, «nadie puede ser encontrado más apto para este oficio que María, quien toma la espada de la justicia divina con sus propias manos para evitar que caiga sobre el pecador y lo castigue» (Spec. BV lect. 7, 14). Sobre el mismo tema, Ricardo de San Lorenzo dice que «Dios, antes del nacimiento de María, se quejó por boca del profeta Ezequiel de que no había nadie que se levantara y le impidiera castigar a los pecadores, pero que no pudo encontrar a nadie, porque este oficio estaba reservado para nuestra Santísima Señora, quien le detiene el brazo hasta que se pacifica» (De Laud. B. M. 1. 2, p. 5).

 

Basilio de Seleucia anima a los pecadores, diciendo: «Oh pecador, no te desanimes, sino recurre a María en todas tus necesidades; llámala en tu ayuda, pues siempre la encontrarás dispuesta a ayudarte; pues tal es la voluntad divina que ella ayude a todos en cualquier tipo de necesidad» (Paciucch. in Salve R. exc. 7). Esta madre de misericordia tiene un deseo tan grande de salvar a los pecadores más abandonados, que ella misma va en busca de ellos para ayudarlos; y si recurren a ella, ella sabe cómo encontrar los medios para hacerlos aceptables a Dios. El patriarca Isaac, deseando comer algún animal salvaje, prometió su bendición a su hijo Esaú si le conseguía este alimento; pero Rebeca, que estaba ansiosa de que su otro hijo Jacob recibiera la bendición, lo llamó y le dijo: Ve al rebaño, tráeme dos cabritos de lo mejor, para que pueda hacer de ellos carne para tu padre, como él come con gusto (Gén. XXVII. 9). San Antonino dice (P. 4, t. 15, c. 2, #2), «que Rebeca era una figura de María, que ordena a los ángeles que le traigan pecadores (es decir, cabritos), para que ella pueda adornarlos de tal manera (obteniendo para ellos dolor y propósito de enmienda) que los haga queridos y aceptables al Señor». Y aquí bien podemos aplicar a nuestra Santísima Señora las palabras del Abad Franco: «Oh mujer verdaderamente sagaz, que tan bien sabía cómo aderezar a estos cabritos, que no solo son iguales, sino a menudo superiores en sabor al venado rel» (De Grat. D. l. 3).

 

La Santísima Virgen reveló a Santa Brígida «que no hay pecador en el mundo, por muy enemistado que esté con Dios, que no vuelva a él y recupere su gracia, si recurre a ella y pide su ayuda» (Ap. 1, 6, c. 10). La misma Santa Brígida oyó un día a Jesucristo dirigirse a su madre y decir que “ella estaría dispuesta a obtener la gracia de Dios para el mismo Lucifer, si tan solo se humillara hasta el punto de buscar su ayuda” (Ap. extr. c. 50). Ese espíritu orgulloso nunca se humillará hasta el punto de implorar la protección de María; pero si tal cosa fuera posible, María sería suficientemente compasiva y sus oraciones tendrían suficiente poder para obtener de Dios para él tanto el perdón como la salvación. Pero lo que no se puede verificar con respecto al diablo se verifica en el caso de los pecadores que recurren a esta madre compasiva. El arca de Noé fue una verdadera figura de María; pues así como en ella se salvaron toda clase de bestias, así bajo el manto de María encuentran refugio todos los pecadores, que por sus vicios y sensualidad son ya como bestias; pero con esta diferencia, como señala un piadoso autor, que «mientras que las bestias que entraron en el arca siguieron siendo bestias, el lobo siguió siendo lobo y el tigre, tigre; bajo el manto de María, en cambio, el lobo se convierte en cordero y el tigre en paloma» (Paciucch. In Sal. Ang. exc. 4). Un día, santa Gertrudis vio a María con su manto abierto, y debajo había muchas bestias salvajes de diferentes clases: leopardos, leones y osos; y vio que nuestra Santísima Señora no solo no los ahuyentó, sino que los acogió y los acarició con su mano benigna. La santa comprendió que estas fieras eran miserables pecadores, que son acogidos por María con dulzura y amor en el momento en que recurren a ella (Insin. l. 4, c. 50).

 

No fue, pues, sin razón que San Bernardo se dirigiera a la Santísima Virgen, diciendo: «Tú, oh Señora, no rechazas a ningún pecador que se acerca a ti, por repugnante y aborrecible que sea. Si te pide ayuda, no desdeñas extenderle tu mano compasiva para sacarlo del abismo de la desesperación» (Depr. Ad. B. V.). Que nuestro Dios sea eternamente bendito y agradecido, oh dulcísima María, por haberte creado tan dulce y benigna, incluso con los pecadores más miserables. ¡Desdichado es quien no te ama y, teniendo en su poder obtener tu ayuda, no confía en ti! Quien no recurre a María está perdido; pero ¿quién estuvo perdido si recurrió a la Santísima Virgen?

 

Se relata en las Sagradas Escrituras que Booz permitió a Rut recoger las espigas de trigo, después de los segadores (Rut, II. 3). San Buenaventura dice: «que, así como Rut halló favor ante Booz, también María halló favor ante nuestro Señor, y también se le permite recoger las espigas de trigo después de los segadores. Los segadores seguidos por María son todos obreros evangélicos, misioneros, predicadores y confesores, que constantemente cosechan almas para Dios. Pero hay algunas almas endurecidas y rebeldes que son abandonadas incluso por estos. Solo a María se le concede salvarlas por su poderosa intercesión» (Spec. BVM lect. 5). Verdaderamente desdichados son aquellos si no se dejan recoger, incluso por esta dulce Señora. Ciertamente estarán perdidos y malditos. Pero, por otro lado, bienaventurado el que recurre a esta buena Madre. “No hay en el mundo”, dice el devoto Blosio, “ningún pecador, por repugnante y malvado que sea, que sea despreciado o rechazado por María; ella puede, quiere y sabe cómo reconciliarlo con su Hijo amado, si tan solo buscara su ayuda” (Sac. An. fid. p. 3, c. 5).

 

Con razón, pues, oh mi dulcísima Reina, te saludó San Juan Damasceno y te llamó la «esperanza de los desesperados». Con razón te llamó San Lorenzo Justiniano «esperanza de los malhechores», y otro escritor antiguo «única esperanza de los pecadores». San Efrén la llama «puerto seguro para todos los que navegan por el mar del mundo». Este último santo también la llama «consuelo de los condenados». Con razón, finalmente, San Bernardo exhorta incluso a los desesperados a no desesperar; y, lleno de alegría y ternura hacia su queridísima Madre, exclama con amor: «¿Y quién, oh Señora, puede desconfiar de ti, si asistes incluso a los desesperados? Y no dudo que siempre que recurramos a ti, alcanzaremos todo lo que deseamos. Que quien no tenga esperanza, confíe en ti» (Med. in Salv. R.).

 

EJEMPLO:

 

San Antonino relata (pág. 4, t. 15, c. 5, n.° 1) que había un pecador enemistado con Dios, quien tuvo una visión en la que se encontraba ante el terrible tribunal; el diablo lo acusó, y María lo defendió. El enemigo presentó el catálogo de sus pecados; este fue arrojado a la balanza de la justicia divina, y pesó mucho más que todas sus buenas obras. Pero entonces su gran abogada, extendiendo su dulce mano, lo colocó en la balanza, y así la hizo inclinarse a favor de su cliente, dándole a entender con ello que ella obtendría su perdón si cambiaba de vida; y esto hizo después de la visión, y se convirtió por completo.

 


ORACIÓN


   ¡Oh, Purísima Virgen María! Venero tu santísimo Corazón, que fue el deleite y morada de Dios, rebosante de humildad, pureza y amor divino. Yo, infeliz pecador, me acerco a ti con un corazón aborrecible y herido. ¡Oh, Madre piadosa!, no me desprecies por esto; que esta visión te conmueva más bien a una mayor ternura y te impulse a ayudarme. No te detengas a buscar virtudes o méritos en mí antes de socorrerme. Estoy perdido, y lo único que merezco es el infierno. Considera solo mi confianza en ti y el propósito que tengo de enmendarme. Considera todo lo que Jesús hizo y sufrió por mí, y luego abandóname si puedes. Te ofrezco todos los dolores de su vida: el frío que soportó en el establo; su viaje a Egipto; la sangre que derramó; la pobreza, los sudores, las penas y la muerte que sufrió por mí; y esto en tu presencia. Por amor a Jesús, hazte cargo de mi salvación. Ah, Madre mía, no quiero ni puedo temer que me rechaces ahora que recurro a ti y te pido ayuda. Si temiera esto, estaría ofendiendo tu misericordia, que va en busca de los desdichados para ayudarlos. Oh Señora, no niegues tu compasión a quien Jesús no ha negado su sangre. Pero los méritos de esta sangre no se me aplicarán a menos que me encomiendes a Dios. Por ti espero la salvación. No pido riquezas, honores ni bienes terrenales. Solo busco la gracia de Dios, el amor a tu Hijo, el cumplimiento de su voluntad y su reino celestial, para amarlo eternamente. ¿Es posible que no me escuches? No; porque ya has concedido mi oración, como espero; ya ruegas por mí; ya me obtienes las gracias que pido; ya me acoges bajo tu protección. Madre mía, no me abandones. Nunca, nunca dejes de orar por mí, hasta que me veas a salvo en el cielo a tus pies, bendiciéndote y dándote gracias por siempre. Amén.

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