¿Qué
es la humildad? Es lo contrario de la soberbia que alza el yo contra Dios.
Que incluso afirma la superioridad
del yo sobre
Dios. La humildad, al
ser lo contrario
de la soberbia,
es el sometimiento voluntario y total a Dios, a su
orden, a su voluntad.
Fue
humilde Jesús, que
en las pruebas, e incluso en la suprema prueba de
su terrible pasión y muerte atroz, pidió al Padre que lo librase de aquellos momentos dramáticos,
pero añadiendo que
era la voluntad
del Padre y
no la suya
la que debía
cumplirse: «Padre, si quieres, aleja de mí este cáliz, pero no se haga mi
voluntad, sino la
tuya» (Lc., 22, 42). Jesús estaba dispuesto a cumplir la voluntad
del Padre hasta el final, «anulando»
su voluntad individual
para dejar todo el espacio a la
necesariamente buena voluntad de
Aquel que lo
había enviado. La humildad
de Jesús revela,
por tanto, su absoluta santidad, que requiere en primer lugar la humildad.
Humilde
fue también María,
que se declaró
«esclava» del Señor.
No simple «sierva», como prefirió llamarla San Jerónimo en la «Vulgata», esto es, en la traducción latina
de la Biblia. María era «esclava» no
en el sentido despreciativo sino en el
más noble. María
era «esclava» del Señor porque
el Señor estaba
con ella, como
dice la salutación
angélica (el «Ave María»), esto
es, porque identificaba su
voluntad con la de su (y nuestro)
Señor. Como hará luego Jesús, también
ella se «anulaba»
a sí
misma en el
Omnipotente. De esta «decisión», que implicaba
toda su subjetividad, era
consciente, plenamente consciente.
Tanto que en
el «Magníficat» cantó el reconocimiento por parte de Dios de su humildad:
«Respexit humilitatem
ancillae suae» (…ha puesto sus ojos en su humilde sierva), proclamó
abiertamente no para
exaltarse a sí
misma (aunque re-conociese que «ex hoc beatam me
dicent omnes generaciones» …en adelante me llamarán bienaventurada todas las generaciones), sino
para alabar y dar gracias al
Señor. María era, pues, consciente de su humildad, consecuencia de una elección
deliberada de vida, de una decisión personal. Su humildad no era, por tanto, un
hecho pasivo, sino una opción, adoptada
ciertamente por gracia
de Dios, pero
una opción subjetiva activa, una opción radical y fundamental
de la Virgen.
Humildes
son también aquellos a
quienes se aparece
María. Humildes, generalmente,
en sentido sociológico
(esto es,
pobres materialmente). Pero,
sobre todo, pobres en sentido
espiritual, que Jesús
en el «Discurso de la Montaña»
llamó «bienaventurados» por
ser «pobres de espíritu». La
pobreza social puede ser de
ayuda para destacar
la pobreza espiritual.
La humildad de la extracción social, en otras palabras,
puede ser de ayuda para destacar la
predilección de Dios por los humildes espiritualmente.
No es
sin embargo la «preferencia» por los materialmente
pobres que de cuando en cuando —ha
sucedido sobre todo en el post-Concilio— brota
en la cristiandad hasta el punto de afirmarse que se
iría al cielo por el hecho de pertenecer a una «clase» (en sentido marxista), no por la gracia de Dios o por las
buenas obras del hombre.
Humildes eran también los tres pastorcitos de
Fátima. No tanto
por su condición
social, “normal” en la sociedad
portuguesa (y no sólo
portuguesa) de principios
del siglo XX.
Al visitante de Aljustrel le parecen hoy casas de familias no indigentes. Casas
sencillas, sí, en
las que estaba
(y está)
ausente lo superfluo. Casas que
revelan que las familias que vivían
en ellas no
disponían de particulares comodidades: sólo se buscaba
lo necesario. Tanto
que no estaban
provistas, por ejemplo,
de armarios: los pocos vestidos
que tenían se colgaban de simples
ganchos fijados a la pared.
Sin embargo eran
casas ricas de
fe. En el dintel de
la puerta de entrada
a la casa de Francisco y Jacinta se colocó
una piedra angular,
fechada en 1858,
con una cruz esculpida.
Signo de abierta
profesión de fe:
fe profesada y vivida también
por quienes la
habitaban a comienzos
del siglo XX.
Resulta conmovedor, así, el amor
de Jacinta por Jesús manifestado incluso en sus juegos infantiles.
La humildad de los pastorcitos de Fátima se practicaba también
en y por sus familias.
Familias de oración,
también en el sentido de que faltaba en su plegaria toda
forma de «exaltación»
y de
soberbia. Resulta significativo, por ejemplo, que
la madre de
Lucía nunca hubiera
querido creer que
la Virgen Santísima
se había aparecido
a la más pequeña de sus hijos:
le parecía una cosa demasiado
grande tanto para Lucía
como para la familia. No era, entiéndase, fruto del escepticismo, sino signo de
la humildad practicada hasta el punto de «rechazar»
lo que, sobre todo tras el milagro del
sol, a tantos
era evidente. Pero
no sólo eran humildes sus familias.
También lo eran personalmente Lucía,
Francisco y Jacinta.
En primer lugar, porque creían. Su adhesión a las verdades reveladas
por Nuestro Señor Jesucristo,
custodiadas y enseñadas por la Iglesia, era —incluso antes de las apariciones—
sincera, firme y
profunda. Bastaría pensar, por
ejemplo, en la fe en la presencia real de Jesús en la Eucaristía, que Lucía llamaba
“Jesús escondido” y que Jacinta esperaba con
ansia recibir y «ver». Lo que
permanecía inaccesible a los sabios y entendidos (por su orgullo), fue
revelado a los
pequeños, a los humildes (Mt., 11,
25). Niños de
corazón sincero, estaban animados por una fe inquebrantable. Eran
también humildes por el testimonio
ofrecido tras las apariciones: testimonio de fidelidad pese a las duras
pruebas (sobre todo para niños) a que fueron sometidos. No se arredraron
frente a las
dificultades, las hostilidades,
las amenazas de sufrimiento y hasta de muerte. Su humildad se transformaba,
así, en renuncia
total a sí
mismos por amor
a la verdad.
No prevalecía su «yo, sino el
deseo de hacer la voluntad de Dios. Eran humildes, además, por la aceptación de
someterse a sacrificios por el bien de las almas de los pecadores: Dios, en
efecto, desea y quiere
que todos se salven, aunque muchos
prefieran el camino
de la perdición. La aceptación de la invitación por
parte de la Virgen para hacer penitencia por los pecadores reveló su disponibilidad
para hacer todo lo posible para que se haga la voluntad del Señor.
Francisco y Jacinta, en el brevísimo tiempo
que les fue
concedido tras las
apariciones, intensificaron sus sacrificios
y oraciones. Sobre todo Jacinta experimentó también
la soledad en
el sufrimiento por
permanecer fiel a
las promesas hechas a la
Santísima Virgen. Lucía, por su parte, con serenidad y sencillez, dedicó su
larga vida a difundir la devoción al Inmaculado
Corazón de María.
Ofreció sus penas
por las almas de
los pecadores y el bien de la Iglesia. Fue
testigo de un
amor puro y sin límite
por Jesús y
María. Nada pidió para sí, ni siquiera cuando su salud lo
habría justificado. Permaneció siempre
disponible para hacer
la voluntad de
Dios y de
la «Señora», experimentando así, incluso desde el punto de
vista humano, su amor
por ella. Sus
biografías destacan, por ejemplo,
su obediencia a los superiores, incluso cuando fue obligada a interrumpir las
curas de la grave enfermedad que padecía: el médico que la trataba,
sin embargo, fue
a buscarla al
nuevo y lejano
monasterio al que la
habían destinado y
la curó gratuitamente con éxito.
Aun sólo con
estas breves notas puede
comprenderse la gran humildad de
los tres pastorcitos,
odiados por el «mundo» y amados
por el Cielo. Verdaderos imitadores de
Jesús y de
María. Cristianos auténticos,
nobles y verdaderos
ejemplos para nosotros
y para cuantos
prefieren la soberbia
a la humildad y la vida fácil y a veces disoluta —como los
numerosos hijos pródigos de todos los tiempos— al sacrificio.
REVISTA de la CRUZADA CORDIMARIANA.
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