martes, 21 de marzo de 2017

FÁTIMA: LA HUMILDAD



     ¿Qué es la humildad? Es lo contrario de la soberbia que alza el yo contra Dios. Que incluso afirma la superioridad  del  yo  sobre  Dios.  La  humildad, al  ser  lo  contrario  de  la  soberbia,  es  el  sometimiento voluntario y total a Dios, a su orden, a su voluntad.

      Fue   humilde   Jesús,   que   en   las   pruebas,  e  incluso  en  la  suprema  prueba de su terrible pasión y muerte atroz, pidió al Padre que lo librase de aquellos momentos  dramáticos,  pero  añadiendo  que  era  la  voluntad  del  Padre  y  no  la  suya  la  que  debía  cumplirse:  «Padre, si quieres, aleja de mí este cáliz, pero no se haga  mi  voluntad,  sino  la  tuya» (Lc.,  22,  42). Jesús estaba dispuesto a cumplir la voluntad del Padre hasta el final, «anulando» su  voluntad  individual  para  dejar todo el espacio a la necesariamente buena  voluntad  de  Aquel  que  lo  había  enviado.  La  humildad  de  Jesús  revela,  por tanto, su absoluta santidad, que requiere en primer lugar la humildad.

      Humilde  fue  también  María,  que  se  declaró  «esclava» del  Señor.  No  simple «sierva», como prefirió llamarla San Jerónimo en la «Vulgata», esto es, en la traducción latina de la Biblia. María era «esclava» no en el sentido despreciativo sino  en  el  más  noble.  María  era  «esclava» del  Señor  porque  el  Señor  estaba  con  ella,  como  dice  la  salutación  angélica  (el «Ave  María»),  esto  es,  porque identificaba su voluntad con la de su (y nuestro) Señor. Como hará luego Jesús, también  ella  se  «anulaba» a    misma  en  el  Omnipotente.  De  esta  «decisión», que   implicaba   toda   su   subjetividad,  era  consciente,  plenamente  consciente.  Tanto  que  en  el  «Magníficat» cantó el reconocimiento por parte de Dios de su  humildad:  «Respexit  humilitatem  ancillae  suae» (…ha puesto sus ojos en su humilde sierva),  proclamó  abiertamente  no  para  exaltarse  a    misma  (aunque  re-conociese  que  «ex  hoc  beatam  me  dicent  omnes  generaciones» …en adelante me llamarán bienaventurada todas las generaciones),  sino  para  alabar y dar gracias al Señor. María era, pues, consciente de su humildad, consecuencia de una elección deliberada de vida, de una decisión personal. Su humildad no era, por tanto, un hecho pasivo, sino una  opción,  adoptada  ciertamente  por  gracia  de  Dios,  pero  una  opción  subjetiva activa, una opción radical y fundamental de la Virgen.

      Humildes  son  también  aquellos a  quienes  se  aparece  María.  Humildes,  generalmente,  en  sentido  sociológico  (esto  es,  pobres  materialmente).  Pero,  sobre  todo, pobres en sentido espiritual,  que  Jesús  en el «Discurso de la Montaña» llamó  «bienaventurados» por  ser  «pobres de  espíritu».  La  pobreza  social puede ser de ayuda  para  destacar  la  pobreza  espiritual.  La  humildad de la extracción social,  en  otras  palabras,  puede  ser  de  ayuda  para  destacar  la  predilección  de  Dios por los humildes espiritualmente. No  es  sin  embargo  la  «preferencia» por los materialmente pobres que de cuando en cuando —ha sucedido sobre todo en  el  post-Concilio—  brota  en  la  cristiandad hasta el punto de afirmarse que se iría al cielo por el hecho de pertenecer a una «clase» (en sentido marxista), no por la gracia de Dios o por las buenas obras del hombre.

      Humildes eran también los tres pastorcitos  de  Fátima.  No  tanto  por  su  condición  social,  “normal” en  la  sociedad  portuguesa  (y  no  sólo  portuguesa)  de  principios  del  siglo  XX.  Al  visitante  de Aljustrel le parecen hoy casas de familias  no  indigentes.  Casas  sencillas,  sí,  en  las  que  estaba  (y  está)  ausente  lo superfluo. Casas que revelan que las familias  que  vivían  en  ellas  no  disponían de particulares comodidades: sólo se  buscaba  lo  necesario.  Tanto  que  no  estaban  provistas,  por  ejemplo,  de  armarios: los pocos vestidos que tenían se colgaban  de  simples  ganchos  fijados  a  la  pared.  Sin  embargo  eran  casas  ricas  de  fe.  En  el  dintel  de  la  puerta  de  entrada a la casa de Francisco y Jacinta se colocó  una  piedra  angular,  fechada  en  1858,  con  una  cruz  esculpida.  Signo  de  abierta  profesión  de  fe:  fe  profesada  y  vivida  también  por  quienes  la  habitaban  a  comienzos  del  siglo  XX.  Resulta  conmovedor, así, el amor de Jacinta por Jesús manifestado incluso en sus juegos infantiles.

      La humildad de los pastorcitos de Fátima  se  practicaba  también  en  y  por  sus  familias.  Familias  de  oración,  también en el sentido de que faltaba en su plegaria  toda  forma  de  «exaltación» y  de  soberbia.  Resulta  significativo,  por  ejemplo,  que  la  madre  de  Lucía  nunca  hubiera  querido  creer  que  la  Virgen  Santísima  se  había  aparecido  a  la  más  pequeña  de  sus  hijos:  le  parecía  una  cosa  demasiado  grande  tanto  para  Lucía como para la familia. No era, entiéndase, fruto del escepticismo, sino signo de la humildad practicada hasta el punto de «rechazar» lo que, sobre todo tras el  milagro  del  sol,  a  tantos  era  evidente.  Pero  no  sólo  eran  humildes  sus  familias. También lo eran personalmente Lucía,  Francisco  y  Jacinta.  En  primer  lugar, porque creían. Su adhesión a las verdades  reveladas  por  Nuestro  Señor  Jesucristo, custodiadas y enseñadas por la Iglesia, era —incluso antes de las apariciones—  sincera,  firme  y  profunda.  Bastaría pensar, por ejemplo, en la fe en la presencia real de Jesús en la Eucaristía,  que  Lucía  llamaba  “Jesús  escondido” y que Jacinta esperaba con ansia recibir y «ver».  Lo  que  permanecía  inaccesible  a los sabios y entendidos (por su orgullo),  fue  revelado  a  los  pequeños,  a  los  humildes  (Mt.,  11,  25).  Niños  de  corazón sincero, estaban animados por una fe  inquebrantable.  Eran  también  humildes  por  el  testimonio  ofrecido  tras  las apariciones: testimonio de fidelidad pese  a  las  duras  pruebas  (sobre  todo  para niños) a que fueron sometidos. No se  arredraron  frente  a  las  dificultades,  las hostilidades, las amenazas de sufrimiento y hasta de muerte. Su humildad se  transformaba,  así,  en  renuncia  total  a    mismos  por  amor  a  la  verdad.  No  prevalecía su «yo, sino el deseo de hacer la voluntad de Dios. Eran humildes, además, por la aceptación de someterse a sacrificios por el bien de las almas de los  pecadores: Dios,  en  efecto,  desea  y  quiere que todos se salven, aunque muchos  prefieran  el  camino  de  la  perdición. La aceptación de la invitación por parte de la Virgen para hacer penitencia por los pecadores reveló su disponibilidad para hacer todo lo posible para que se haga la voluntad del Señor.

      Francisco y Jacinta, en el brevísimo  tiempo  que  les  fue  concedido  tras  las  apariciones,  intensificaron  sus  sacrificios y oraciones. Sobre todo Jacinta experimentó  también  la  soledad  en  el  sufrimiento  por  permanecer  fiel  a  las  promesas hechas a la Santísima Virgen. Lucía, por su parte, con serenidad y sencillez, dedicó su larga vida a difundir la devoción   al   Inmaculado   Corazón   de   María.  Ofreció  sus  penas  por  las  almas  de los pecadores y el bien de la Iglesia. Fue  testigo  de  un  amor  puro  y  sin  límite  por  Jesús  y  María.  Nada  pidió para sí, ni siquiera cuando su salud lo habría justificado.  Permaneció  siempre  disponible  para  hacer  la  voluntad  de  Dios  y  de  la  «Señora»,  experimentando así, incluso desde el punto de vista humano,  su  amor  por  ella.  Sus  biografías  destacan, por ejemplo, su obediencia a los superiores, incluso cuando fue obligada a interrumpir las curas de la grave enfermedad que padecía: el médico que la  trataba,  sin  embargo,  fue  a  buscarla  al  nuevo  y  lejano  monasterio  al  que  la habían  destinado  y  la  curó  gratuitamente con éxito.

      Aun  sólo  con  estas  breves  notas  puede comprenderse la gran humildad de  los  tres  pastorcitos,  odiados  por  el  «mundo» y amados por el Cielo. Verdaderos  imitadores  de  Jesús  y  de  María.  Cristianos  auténticos,  nobles  y  verdaderos  ejemplos  para  nosotros  y  para  cuantos  prefieren  la  soberbia  a  la  humildad y la vida fácil y a veces disoluta —como  los  numerosos  hijos  pródigos de todos los tiempos— al sacrificio.



REVISTA de la CRUZADA CORDIMARIANA.

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