El Corazón Inmaculado
de María es el corazón de una madre, más bien, de la madre, generoso e
inquieto, constantemente preocupado por el bien de los hijos. El corazón ayuda
a percibir y percibe lo que la inteligencia por sí sola no puede o no lo hace
adecuadamente. El corazón de una madre a menudo prevé (en realidad, casi siempre) lo que es necesario para los hijos; los
ayuda a evitar los peligros; los guía en el camino del bien; los sostiene en
los sufrimientos y en las pruebas. Él es solícito, da antes de que se le pida.
A veces comprende y satisface justas exigencias propias de ellos, pero que
éstos no alcanzan a comprender o no expresan con la adecuada conciencia.
María Santísima dio una
manifestación del amor de madre por sus hijos. Hace casi cien años, se apareció
en Fátima a tres pastorcitos, dos de los cuales, Francisco y Jacinta, fueron «llevados al cielo» poco tiempo
después. La tercera, Lucía, tuvo una larga vida. Ella, en efecto, murió hace
diez años a la edad de 98 años. Las apariciones de Fátima constituyen una
prueba del amor y de las preocupaciones de María por sus hijos, en especial por
algunos de ellos.
Fátima era, sobre todo
entonces, un pequeño pueblo de una región pobre de Portugal, cuyos habitantes
llevaban una vida modesta, remunerados con pocos bienes esenciales, fruto de la
naturaleza y del trabajo. La economía era de subsistencia. Ciertamente no era una
economía de las que producen la acumulación de riquezas. Incluso por esto, las
apariciones asumen significados todavía más relevantes de lo que pueda parecer
a primera vista.
Será bueno considerar
brevemente algunos de sus aspectos evidentes, los cuales son pautas y
sugerencias para los hombres, y exigencias para los cristianos.
La
Virgen pidió antes que nada, a los tres Pastorcitos rezar, rezar mucho, sobre
todos por los pecadores
En este insistente
pedido pueden verse confirmadas algunas verdades. La primera se da por el
reconocimiento de que todo depende de
Dios. Él es la Providencia a quien confiadamente debemos abandonarnos. De
Él todo depende; no sólo no se lo debe ofender, sino que se lo debe amar. La
Virgen sin embargo, insistió sobre la necesidad de la oración por los
pecadores, quienes peligran de perder sus almas cediendo a las tentaciones de
la carne, del mundo y de Satanás.
Entonces, el alma existe y debemos preocuparnos
por ella. Contrariamente a lo que sostienen materialistas y racionalistas, ella
es un bien cuya pérdida lleva a la pérdida de sí mismo. No de algún bien
exterior al hombre, sino del hombre individual en su unidad y en su totalidad.
Entre los materialistas y racionalistas existen, lamentablemente, también
sacerdotes, algunos de los cuales son docentes en Seminarios. Éstos, luego de las apariciones de Fátima y contrario a todo lo afirmado y
pedido por la Virgen, sostienen que
el alma no existe; que ella es una
hipótesis de los monjes medievales.
Por lo tanto se trata de una
alucinación que hoy los cristianos «adultos»
denuncian como tal.
Hay todavía más. La Virgen pidió rezar por
los pecadores. Por lo tanto, incluso el
pecado existe. No es una «invención»
de la Iglesia institucional que –como
sostienen algunos– habría creado la fábula del pecado para dominar mejor a
las masas.
La
visión del infierno lleno de demonios y de almas condenadas
La Virgen con esta terrible visión ofrecida
a los pastorcitos de Fátima quiso «demostrar»
que el infierno existe; que no está vacío, como algunas décadas luego de 1917
algunos «teólogos» intentaron
sostener. Que el infierno no está acá, no es la existencia histórica de cada
uno de nosotros, como escribieron incluso cardenales (por ejemplo, el cardenal Carlo María Martini); que las almas de
los condenados no se «disuelven» como
se intentó sostener sobre la base de erróneas e impugnables teorías sobre la «misericordia».
El infierno es una
realidad. En él «se precipitan»
muchas almas que permanecen allí por la eternidad. Nadie en 1917 habría podido
imaginar que una tesis sobre la inexistencia del infierno o sobre su existencia
como «lugar» vacío, se enseñarían en
el interior de la Iglesia. Nadie habría podido imaginar, entonces, el mal que
ellas causarían a la cristiandad.
La Virgen puso oportunamente en guardia
contra semejantes herejías a los cristianos y a los hombres de Iglesia, sobre
todo a los que tienen la responsabilidad de custodiar y trasmitir el depósito
recibido. Poco se hizo. Mucho se dejó enseñar contra el Evangelio, pretendiendo sustituir a Jesucristo. La eliminación de
los Novísimos facilitó la decadencia
moral y la expansión en todas las direcciones del ateísmo, sobre todo del
práctico.
María
Santísima pidió oración y penitencia
Exactamente lo
contrario a lo predicado y hecho por las doctrinas «activistas», según las cuales el hombre, por sí mismo, puede crear el paraíso en la tierra. El americanismo, el liberalismo, el radicalismo, el marxismo, por ejemplo, asignan el primado de la acción sobre la contemplación.
En los años posteriores
al ’68, es decir, en los años de la «disputa»,
se decía abiertamente, incluso de parte de algunos sacerdotes «ilustres», que a la vida contemplativa
debía considerársela inútil, «parasitaria».
La vida moderna y su consiguiente organización social está orientada a producir;
a producir para consumir. El falso ideal del consumismo (usado para obtener el consenso) tiene a sociedades y generaciones enteras
engañadas. Éste convirtió al hombre en un medio de consumo; lo hizo esclavo de
sus deseos inducidos; de la publicidad; lo alienó declarando (y fingiendo) combatir la alienación.
El hombre que descuida la oración, que
olvida la contemplación, termina necesariamente por actuar con fines
absolutamente historicistas, inmanentistas. Se convierte en un «hecho» material. No comprende, no «puede» comprender sus fines últimos,
su grandeza, su dignidad.
El materialismo de estas doctrinas, unido
al vitalismo promovido por otras, hizo del hombre «otro» respecto al originario proyecto de Dios. Lo transformó de
hecho en un ser sin alma y sin valor. Lo volvió irreconocible incluso para sí
mismo.
La Virgen, en consecuencia, pidiendo oración
y penitencia, mostró el camino para evitar caídas y esclavitudes. Sugirió el
modo para templar la voluntad, para hacerla fuerte. Iluminó al hombre sobre su
fin, señalándole los medios para lograrlo, pero no fue escuchada.
De este modo el mundo cayó en una crisis
grave, que no se debe a una fase de crecimiento como el demonio astutamente
insinúa, para hacer que efectivamente los hombres continúen recorriendo el
camino equivocado. La crisis actual es crisis de confusión, de desorientación,
de incapacidad de apreciar y de buscar lo valioso, lo que importa. Las
ilusiones creadas por las revoluciones y por las reformas de los tiempos
modernos y contemporáneos son una prueba de esto. Las decepciones y tragedias
se suceden porque existe el rechazo individual y colectivo del plan de Dios, de
su verdad, de su amor, de su gracia. Es una locura presentada como normal. Es
el triunfo del orgullo, de la gnosis. Es la reafirmación del pecado original
que no está en la finitud, en la creación, como sostienen abiertamente gnósticos
externos e internos de la Iglesia, sino en el desafío del hombre a Dios, en el non serviam de la criatura dirigido al Creador.
El Inmaculado Corazón de María no puede
sino sufrir por este temporal triunfo de Satanás. Ella, que aplastó la cabeza
de la serpiente, al final será vencedora: «Mi
inmaculado Corazón triunfará». No se sabe cuándo ni cómo. El hecho es
que muchas almas se perderán por no escuchar su invitación y por no atender a
sus preocupaciones.
María Santísima pidió a Lucía difundir la
devoción a su Corazón Inmaculado ofendido por blasfemias e ingratitudes Pidió
reparar, antes que nada, las cinco ofensas dirigidas contra su Corazón:
a) las blasfemias
contra la Inmaculada Concepción;
b) las blasfemias contra su virginidad;
c) las blasfemias contra su maternidad divina y la negativa a
reconocerla como madre de los hombres;
d) las blasfemias
representadas por la obra de aquellos que públicamente infunden en el corazón de
los niños la indiferencia, el desprecio y el odio
contra Ella;
e) las blasfemias
representadas por la obra de los que la ofenden directamente en sus
imágenes sagradas.
Se trata de blasfemias
y de ofensas que no son nuevas: María Santísima fue constantemente «herida» a lo largo de los siglos. Lo
que es nuevo y que en 1917 todavía no era actual, es el hecho de que estas
ofensas vienen hoy incluso de hombres de Iglesia, quienes enseñan en la Iglesia
contra la misma Iglesia.
La
Inmaculada Concepción
Es dogma de fe
proclamado por Pío IX el 8 de diciembre de 1854, «confirmado» por las reconocidas apariciones de Lourdes de cuatro
años después. Se debería decir, por lo tanto, con San Agustín (Sermón 131.10 del 23 de septiembre del
417) que “Roma locuta, causa finita est”. En cambio, en nuestro tiempo se revivieron
viejas disputas con el intento de poner en duda el privilegio reservado a María
Santísima de haber sido concebida sin pecado original. Levantar dudas con
respecto a esto, o peor, sostener tesis contrarias al supremo magisterio de la
Iglesia católica, es obra del demonio y revela un odio inexplicable contra la
Virgen, que puede venir solamente de quien fue aplastado por Ella y será al
final derrotado.
La virginidad de María (antes, durante y
después del parto), es otra verdad, hoy negada por muchos; negada hasta por
algunos sacerdotes que, a este respecto, siembran dudas a manos llenas. Éstos
sonríen frente a quien cree que la Madre de Dios conservó siempre su
virginidad. Algunos biblistas, por ejemplo, enseñaron explícita y
equivocadamente y todavía enseñan con confianza (aunque los Obispos continúen fingiendo que ignoran que eso suceda en
los Seminarios de su dependencia), que María es una «madre soltera» quien en
nombre de la libertad infringió las reglas
de la moral y se rebeló contra la
costumbre social de su tiempo. Por esto
sería admirada, sólo por esto, por su
«fuerza» para rebelarse. María, por
el contrario, se autoproclamó «esclava» de Dios; manifestó y practicó una obediencia perfecta; aceptó e hizo totalmente la voluntad de su (y Nuestro)
Señor.
Sobre todo a partir de
los años del Concilio Vaticano II (es
decir, aproximadamente medio siglo luego de las apariciones de Fátima),
muchos sacerdotes y laicos se negaron a recitar la segunda parte del Ave María. Ellos sostenían, en efecto, que María
no era madre de Dios sino solamente de Jesús. Se trataba de una negativa en
cuya base estaba, antes que nada, una herejía cristológica según la cual Jesús
no era (y no sería) hijo de Dios sino hijo solamente de María y de José como
todo ser humano es hijo de un hombre y de una mujer.
La falta de transmisión de la verdad, o
peor, la proposición de enseñanzas contrarias a la Fe llevaron, desde el principio,
a la atenuación del amor hacia María Santísima en las nuevas generaciones de
cristianos y, consecuentemente, a la indiferencia y tal vez al desprecio de la
Madre celestial. A ello contribuyó también una forma de irenismo ecuménico preocupada más por la unidad que por
la verdad. Más bien, sostenedora de la tesis según la cual es la unidad la que
hace la verdad, la verdad no es condición de la unidad. La preocupación por
alcanzar un entendimiento con las doctrinas protestantes favoreció el abandono
del culto mariano, impulsado nuevamente, sin embargo, en parte por Juan Pablo
II. Se había pensado que se debía obrar una «renovación» con el fin de establecer una particular centralidad cristológica
que no siempre responde a la realidad y a la Revelación, y sobre todo no
implica el abandono a la devoción mariana. El hombre creyó ser más «astuto» que Dios y terminó en el
laberinto nihilista del tiempo presente.
Las preocupaciones del Corazón Inmaculado
de María, manifestadas en Fátima no
fueron temores infundados. Fueron proféticos. Proféticos, verdaderamente, lo
son todavía. En efecto, ellos indicaron y todavía ahora indican la realidad del
futuro de la Iglesia, que gradualmente se van desarrollando y se van mostrando.
Son, como dijo Benedicto XVI el 13 de mayo de 2010, anuncios de sufrimientos de
la Iglesia. Las tiernas solicitudes de María Santísima, en consecuencia,
reveladas a los tres pastorcitos, son una prueba ulterior de su ilimitado amor de madre por nosotros, pecadores
empedernidos.
Sea su Corazón
nuestro refugio. Él sabrá comprender y perdonar. Sobre todo nos dará consuelo y
fortaleza para volver a levantarnos luego de cada caída y para tomar un
renovado camino hacia nuestro único, verdadero y gran destino.
Danilo
Castellano
Cruzada
Italia
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