JACINTA – Vamos a exponer
brevemente y en partes la vida y muerte de Jacinta Marto. (Tomado del libro
“Apariciones de la Santísima Virgen en Fátima” por el Padre Leonardo Ruskovic
O.F.M. Año 1946)
En la presente historia es muy conveniente
hacer una breve reflexión sobre la vida de Jacinta. Su característica es: conmiseración hacia los pobres pecadores y
sentir por ellos; después de la primera aparición de la Virgen en Cova de Iria,
sed insaciable de inmolación ante la justicia ofendida de Dios.
Niña inocente, ignorando aún la fealdad y
malicia de aquel pecado que ultrajara la virtud angelical de la santa pureza,
después que la bondadosa Madre de los pecadores le hubo manifestado que la
mayoría de las almas se condenan, arrastradas por la ciega pasión de la
sensualidad, practica toda clase de sacrificios para expiar de alguna manera
tan nefandos crímenes.
Jacinta nació el 11 de marzo de 1910.
Su madre Olimpia contrajo segundas nupcias con don Manuel Marto. Del primer
matrimonio tuvo dos hijos, y del segundo nueve. De los once, la menor era
Jacinta.
La historia nos atestigua que de estas
numerosas familias salen ordinariamente eminentes figuras que honran a la
humanidad, mientras que se atraen la maldición de Dios y de la Patria los
matrimonios voluntariamente estériles, los que aniquilan las vidas de seres
indefensos apenas embarcados en la arquilla de la existencia, los que anhelando
únicamente el voluptuoso placer de satisfacer sus apetitos irracionales huyen
de los frutos sagrados del matrimonio.
Por ser la más pequeña de la familia,
Jacinta era el rico tesoro y la flor más mimada de sus padres y hermanos. En
ella, antes de la primera aparición, nada notaba de extraordinario, ni destello
alguno de su futura santidad. Al contrario, tenía mucha imperfección. Con sus
compañeras, afirma Lucía, era con frecuencia bastante antipática, por su
carácter demasiado melindroso. Siempre luchaba por salir triunfante con su
opinión. En los juegos era necesario dejarla que eligiera lo que más le
agradaba. Ordinariamente no gustaba entretenerse sino con Francisco y su prima
Lucía. Demostraba especial afición al juego de los botones; cuando la llamaban
para comer, siempre guardaba varias piezas de este artículo con el fin de ser
dueña absoluta en el juego siguiente. Pero el baile la atraía con singular
complacencia; era suficiente sentir el pulsar de cualquier instrumento para que
inmediatamente se pusiera a bailar y aunque niña todavía, era ya una “artista”
en la danza, según expresión de su prima Lucía.
Poca inclinación sentía a la oración. Para
terminar cuanto antes el rezo del santo rosario, decía solamente:
“Ave María,
Ave María”, y cuando llegábamos al fin de cada misterio —nos cuenta Lucía—, rezábamos con
mucha lentitud el padrenuestro y así concluíamos en un abrir y cerrar, de ojos.
Cuando más tarde, principalmente en los dos
últimos años de su vida, la encontramos practicando heroicas virtudes, podemos
admirar el efecto de la gracia divina cuando el alma corresponde ampliamente a
los amorosos llamados de Dios; la santidad no es un don gratuito del Señor,
sino el resultado feliz de la íntima cooperación del hombre con la voluntad de
Dios.
La
santidad consiste en el amor acendrado a Dios y al prójimo. Es necesario el
esfuerzo del hombre, luchando contra sus malas inclinaciones. Las
imperfecciones del alma son como herrumbres, que es menester limpiarlas para
que no priven al alma de su lucidez y hermosura.
En medio de la veleidad natural de la
infantil edad, Jacinta procuraba no ofender a Dios. Jugaba en cierta ocasión a
“las prendas”, juego en el que el ganador manda con absoluto imperio a los
otros, quienes deben obedecer sumisamente. Me tocó a mí la suerte de ganar —cuenta
Lucía—, y
mandé a Jacinta a abrazar y besar a un hermanito mío que estaba allí cerca.
—Eso no —contestó
Jacinta—; ¿por qué no me mandas otra cosa? Mándame besar el
Crucifijo, que está colgado de la pared.
—Está bien —contestó
Lucía—, bésalo.
Jacinta, subiéndose a
una silla, abrazó tres veces la sagrada efigie, dándole tres ósculos, uno por
Francisco, otro por Lucía y el tercero por ella; al besar el Crucifijo decía:
—A Cristo, Nuestro Señor, beso cuanto quieras.
Lucía les refería las dolorosas escenas do
la Pasión del Señor; al concluir, Jacinta, muy enternecida, suspiró:
— ¡Pobre Nuestro
Señor!; en adelante no quiero pecar más, no quiero que Nuestro Señor sufra.
Después
de la primera aparición, Jacinta no buscaba otra cosa sino agradar a Dios y a
su Divina Madre, imaginando siempre nuevas mortificaciones para ofrecerlas a
Dios por la conversión de los pecadores, en sufragio de las almas del
Purgatorio y por las ofensas cometidas contra el Inmaculado Corazón de María,
de tal manera que su breve vida podemos compendiarla en “breve vida de reparación por los ultrajes cometidos contra Dios
Nuestro Señor”. Este generoso amor a Dios lo observamos en los
innumerables sacrificios y lo veremos especialmente durante el período de su
dolorosa y grave enfermedad; tan enamorada estaba de Dios, que por su amor
aceptaba gustosa cualquier género de martirio; nada, absolutamente nada, podía
separarla de la caridad de Cristo.
Con agigantados pasos caminó Jacinta por la
senda de la santidad en los dos años siguientes a la aparición en Cova de Iria;
todos sus deseos y afectos estaban concentrados en Dios, y por eso anhelaba
tanto su alma unirse a Jesús - Hostia en
la sagrada comunión; bien sabía que el manjar eucarístico había que recibirlo
“solo por
amor, quien sólo por amor se ha dado a nosotros”, conforme afirma San Francisco de Sales.
Vio tornarse en dulce realidad su ardiente deseo en mayo de 1918, mes destinado
en Europa al culto de nuestra Divina Madre. Unió su alma por primera vez al
Cordero Inmaculado en la Iglesia de Fatima, lugar donde años atrás naciera a la
vida de la gracia. Desde este momento, Jacinta se abraza más que nunca a su
Divino Amado y para El continúa viviendo y latiendo su corazón.
Lucía, hablando de esta íntima unión con
Jesús, nos dice: “Se sentía junto a Jacinta lo que de ordinario se
experimenta junto a una persona santa, que en todo momento está en íntima unión
con Dios. Jacinta, (desde la
primera aparición) conservaba siempre un continente
serio, modesto, amable, que parecía traducir su sentimiento de la presencia de
Dios en todos sus actos, señales propias en personas de edad y consumadas en
virtud. Si en su presencia algún niño o persona de edad decía o hacía algo
inconveniente, los reprendía diciéndoles: “No hagas eso, porque ofendes a Dios Nuestro Señor”. Si alguna
persona se mofaba de ella llamándola beata, hipócrita o santa de pacotilla, lo
que acontecía con mucha frecuencia, la miraba dulcemente y recibía esas
injurias sin decir palabras”.
Mientras Francisco seguía en su lecho de
dolor, el mismo terrible mal, la fiebre española, postró también en cama a su
hermanita Jacinta, más pudo restablecerse prontamente de su enfermedad y volver
nuevamente junto al lecho de Francisco. Un
día, mientras aún estaba enferma, llamó apresuradamente a su prima Lucía;
cuando acudió, le dijo:
“¿Por qué no viniste más pronto?... así hubieras podido
ver a Nuestra Señora. Estuvo aquí y me dijo que pronto se llevaría al cielo a
Francisco. Me preguntó si deseaba convertir más pecadores, y al contestarla que
sí, me manifestó que iría a un hospital en donde me aguardaban muchos
sufrimientos, y me pidió que todos los sufriera por amor de Dios y en
reparación de los ultrajes contra el Inmaculado Corazón de María”.
Poco tiempo después de la muerte de
Francisco, Jacinta sentía agotarse su salud, hasta que un día, con santa
resignación a la divina voluntad, volvió al lecho del dolor. Cuando recibía
la visita de Lucía, siempre le encomendaba que le dijese a Jesús escondido
(así llamaba a Jesús en el
Santísimo-Sacramento), que le amaba mucho.
Recibía mucho consuelo con la visita de su
bondadosa prima y solía decirle:
—Quédate un poco más
conmigo; ¡me consuela tanto tu presencia!..
¡Cuánta caridad y unión ligaba a esas
inocentes almas!. . .
Algunas veces, Lucía le presentaba hermosas
y perfumadas flores recogidas del campo. Al verlas, Jacinta exclamaba:
—Yo nunca volveré al
Cabezo, ni a Valinhos, ni a Cova de Iría.
—Consuélate, porque pronto irás al cielo a gozar de Dios — le
respondía Lucía.
Por la extrema debilidad que había
alcanzado su inocente cuerpo, no le fué
posible llevar más tiempo ceñido el rudo cilicio con que había mortificado su
carne; lo depositó en manos de Lucía, diciéndole:
—Toma esta cuerda, y si me sano, me la devolverás.
La
cuerda tenía tres nudos y estaban teñidos en sangre. Hoy esta cuerda se
conserva junto con la de Francisco, como preciosa reliquia en el grandioso
santuario de Nuestra Señora de Fátima. Lucía quemó la suya al retirarse al
convento.
Al ver la señora Olimpia que su pequeña
Jacinta se agotaba por la acción lenta pero continúa de la enfermedad, amargo
tormento laceraba su corazón de madre y lágrimas ardientes surcaban sus
mejillas. En tal trance, Jacinta la
consolaba:
—No llores madre, porque me voy al cielo, en
donde rezaré mucho por ti.
A los amorosos cuidados de su madre, ella
manifestaba siempre que nada necesitaba. Únicamente Lucía conocía la razón de
esta conducta.
—Tengo sed— le decía a ésta—,
pero no
quiero beber; quiero ofrecer este sacrificio por la conversión de los
pecadores.
Un día no quiso gustar una taza de leche que
le ofrecía su madre, y grande fué el dolor de ésta al ver que su hija rechazaba
el alimento. Lucía estaba presente, y
cuando quedaron solas le dijo:
— ¿Por qué desobedeces a tu mamá y no ofreces este
sacrificio a Nuestro Señor?
Humildemente prometió obedecer siempre, y,
pidiendo el alimento, satisfizo la voluntad de su madre.
— ¡Ah, si supieras con cuánta repugnancia tomé la leche!
— confesaba a su prima.
Conforme había prometido obedecer, recibía
todos los alimentos que le suministraban, aunque ellos le causaban profunda
repugnancia. Otro día le ofreció su madre una taza de leche y un racimo de
uvas: ella, muy alegre, bebió lo primero y rechazó las uvas, aunque éstas eran
de su agrado.
Cuando
Lucía la animaba con la esperanza de recobrar la salud, ella contestaba:
—Ya sabes que no mejoraré. Siento dentro del pecho mucho
dolor, pero todo lo sufro por la conversión de los pecadores.
Horas enteras transcurrían sin, que
entablara conversación, excepto con Lucía. La señora Olimpia preguntó a ésta,
porqué Jacinta pasaba tanto tiempo en profundo silencio.
—Ya le pregunté —contestaba Lucía—, pero
sonriéndose no quiso decirme nada.
No obstante, para complacer a la afligida
señora, la interrogó nuevamente, respondiendo Jacinta:
—Pienso en Nuestro Señor Jesucristo y en el
Inmaculado Corazón de María, como también en el secreto que nos había
comunicado. . .
Bien podemos ver cuán íntimamente unida
estuvo Jacinta con su amado Jesús; este amor animaba en su alma la sed
insaciable de penitencias y sacrificios; su anhelo era sufrir y sufrir mucho
por los pecadores, consolar al Inmaculado Corazón de María en su pena por los
ultrajes de los hombres.
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