— Las tres coronas.
Solían
antiguamente los emperadores cristianos, que con gran pompa y solemnidad se
coronaban, recibir tres coronas diferentes y de distinta significación.
Recibían la primera en Aquisgrán,
ciudad de Alemania, de mano del Arzobispo de Colonia, y ésta era de hierro,
para significar la fortaleza con que habían de abatir el orgullo y soberbia de
los infieles y rebeldes a la Iglesia. La
segunda la recibían en Italia de manos del Arzobispo de Milán, y era de
plata, para indicar la pureza de su vida y la claridad de sus obras. La tercera se la daba el Pontífice en
Roma, la cual era de oro puro, como si se quisiera significar que, cuanto el
oro aventaja a los demás metales, tanto excedía la dignidad imperial a la de
los demás príncipes de la tierra.
No será fuera de propósito valernos de
esta augusta ceremonia para explicar la coronación de la
santísima Virgen en el cielo por las tres divinas personas, ya
que a ello parece convidarnos la misma sagrada Escritura, que hablando con Ella
le dice: «Ven del Líbano, Esposa, ven del Líbano; ven,
y serás coronada». El significado de estas tres
coronas de nuestra excelsa Reina, lo explica el Padre Fr. José de Jesús María
por estas palabras:
«La primera corona recibió del Espíritu Santo
en significación de innumerables victorias, todas insignes, que alcanzó de
fuertes y poderosísimos contrarios, nunca antes con tanta fortaleza y valor
vencidos. Porque hasta entonces ninguna criatura humana había acertado a jugar
con tanta destreza las fuertes armas de la gracia, y en particular fué
significación de la que alcanzó de la serpiente antigua, soberbia con mil
trofeos que en el mundo había alcanzado. Esta victoria fué señaladísima por cinco
circunstancias que en ella concurrieron:
La primera, que siendo mujer, y tan flaco el
género de las mujeres, venció en guerra sangrienta y porfiada un orgulloso y
poderosísimo enemigo, acostumbrado a echar vencidos por tierra ejércitos
enteros. La segunda,
le venció no con cualquier herida, sino con golpe incurable... La tercera, que le quebró,
no brazo ni pierna, sino la cabeza, adonde tenía la ponzoña, que es golpe mortal
y sin remedio. La
cuarta, que no quebró la cabeza
a cualquier demonio, sino al príncipe de los demonios. La quinta, que
le venció despojándole de sus mismas armas, que hace la victoria más gloriosa.
Porque las armas con que este enemigo hace la guerra al hombre, son los vicios,
y éstas le quitó la Virgen con las virtudes contrarias a ellos, que ejercitó en
más heroico grado que otra pura criatura, aniquilando con mil ejemplos gloriosos
su poder tirano. Por lo cual dice San
Agustín: «Nunca
jamás hubo guerrero tan victorioso como la Virgen, que quebrantó la cabeza dé
la serpiente antigua»
Pues en premio de esta y de otras insignes
victorias la corona hoy el Espíritu Santo, diciendo (como considera un autor
grave): «Recibe esta insignia gloriosa de constante
vencedora, por haber peleado valerosamente con las armas que recibiste de mi mano,
para que así como en la tierra habitó en ti toda la plenitud de gracia, así en
el cielo habite en ti toda la plenitud de gloria».
La segunda corona de pureza de vida y resplandor
de obras, significada por la de plata, recibió de mano de su Hijo, como
insignia gloriosa de la mayor pureza e inocencia que después de Dios puede imaginarse,
como dice San Anselmo, y de los mayores resplandores de gracia que lucieron en
pura criatura. Y así le dió corona blanca
y resplandeciente, diciendo: «Recibe esta corona de
pureza e inocencia, hermosa paloma mía, en quien jamás fué hallada mancha; y pues
en la tierra me diste habitación en tus entrañas y me sustentaste a tus pechos,
recibe en el cielo, por pago de esto, mi trono por descanso y mi gloria por
sustento».
La tercera corona,
significada en la de oro, le dió el Padre Eterno, y con ella la suprema
autoridad sobre todas las criaturas, como Reina del cielo y señora del mundo,
diciéndole delante de toda aquella corte
bienaventurada: «Seas bendita para
siempre, y tu nombre sublimado en todos los siglos; por esta insignia te
entrego el dominio sobre todas las cosas criadas; tú serás Señora de mi casa, y
a tu imperio estarán obedientes todos los pueblos, y te servirán todos
fielmente. Reparte lo que quisieres de mi reino, y salva a los que te agradare,
que en tus manos pongo la distribución de mis riquezas como Reina universal de mis
tesoros y compañera de mi grandeza; y pues tan fiel fuiste en la administración
de las obras de gracia, goza para siempre de los mayores premios de mi gloria».
Puesta, pues, la Virgen en tan incomparable
felicidad y gloria, con qué Humildad y agradecimiento repetiría el cantar antiguo:
«Engrandece mi alma al Señor, y alegrase mi espíritu en Dios mi salud, que puso los ojos en la
pequeñez de su sierva para obrar en mi con mano
poderosa tan grandes cosas, que me llamen bienaventurada todas las generaciones». Y ¡con qué admiración
y alegría le daría el parabién toda aquella gloriosa turba de bienaventurados,
diciendo: «Tú eres la gloria de Jerusalén, tú la alegría de Israel y tú la honra de todo nuestro pueblo».
De lo dicho se puede colegir cuán grande
sea el poder de María, y el valimiento que tenga con Dios. Porque si tanto la
aman las divinas personas de la Trinidad augusta y tan gloriosamente la
coronan, ¿cómo no ha de poder mucho y se ha de extender
su imperio en el cielo, en la tierra y en los abismos?
De ahí que los Santos Padres la llamen omnipotente por gracia, omnipotentia
supplex, porque realmente alcanza cuanto pide; o más bien, como dicen los
Santos, no ruega, sino que manda; porque sus ruegos son para su divino Hijo
como mandatos. Jesús, más respetuoso con María que lo fué Salomón con su querida
madre Bethsabé, le dice mejor que éste a la suya: «Pide, Madre; porque no es lícito que yo te niegue cosa alguna»; o como Asuero á Ester:
«Si pidieres la mitad de mi reino, te será
concedida ». De
suerte que puede repetir la Virgen aquellas palabras que dijo de sí Jesús: «Se me
ha dado todo poder en el cielo y en la tierra»;
porque si bien este poder corresponde por naturaleza al Hijo, por gracia ha
sido también comunicado a María. Y él es
tal, que excede a cuanto podemos decir o pensar; porque se extiende al reino
de la naturaleza, al reino de la gracia y al reino de la gloria.
En el reino de la naturaleza María sosiega
las tempestades, encadena los vientos, detiene los rayos, o, si es menester, desata
las nubes para que viertan de su seno fecundante lluvia, que fertilice los
campos. María purifica el aire infecto de la atmósfera, apaga los incendios y
aleja de los pueblos que la invocan el azote de la peste, con que suele Dios
castigar los pecados de los hombres. María es la salud de los enfermos,
estrella del mar, iris de la alianza, columna del orbe: por Maria deja Dios de
enviar nuevos diluvios que aneguen la tierra.
En el reino de la gracia, Dios ha querido
que todo nos venga por medio de María. Este es el lenguaje común de los Santos
Padres, que llaman a María dispensadora de los tesoros de Dios, canal por donde
corre hasta nosotros los pecadores, perseverancia dé los justos. Ella abre las
fuentes de la misericordia divina con que se lavan las manchas de nuestros
pecados; infunde esfuerzo a los flacos para derrocar a los fuertes; da victoria
a los que pelean; allana los ásperos montes de la penitencia; trueca los
desiertos en verjeles, y adiestra a los niños y a las doncellas para que anden
sobre las brasas sin quemarse, y huellen incólumes las cabezas de los dragones y
basiliscos.
Finalmente, en el reino de la gloria, María
es la puerta del cielo, como canta la Iglesia; María conduce a sus devotos e
hijos a aquellos suntuosos alcázares, y nadie, sin su benéfica intercesión, logra
arribar a las risueñas playas de la bienaventuranza. Por esto los que la
hallan, hallan la vida. Y nadie perece de cuantos cobija Ella con su manto, o
tiene escritos en las palmas de sus manos. Tan fiel como esto se muestra al
encargo que le hizo la beatísima Trinidad; así cumple con la obligación que le
impuso su Hijo desde la cruz al constituirla Madre de los hombres; así proclama
a una voz el orbe católico, que jamás se oyó decir que se haya perdido ningún
hijo amante de María, ni que haya desechado ella sus preces. Es Reina y Madre de
misericordia, tan buena, tan compasiva, que cuanta gloria y grandeza y poder le
ha dado el Altísimo, todo lo emplea en beneficio del hombre; todo es para sus
hijos; nada se reserva para sí. Lejos de olvidarse de nosotros en el cielo,
presenta continuamente nuestras súplicas ante el trono de la divina clemencia,
expone nuestras necesidades y defiende con maternal solicitud nuestra causa
ante el tribunal del Padre y del Hijo.
Refiérese en el libro segundo de los Reyes
que una mujer de Tecua, celebrada por su discreción, habló a David de esta
manera: «Señor, yo tenía dos hijos, los cuales, por
desgracia mía, riñeron, y el uno mató al otro; y después de haber quedado sin
el uno, ahora quiere la justicia arrebatarme al que me queda. Tened compasión
de mí, y no permitáis, Señor, que me vea privada de mis dos hijos».
El rey, compadecido, perdonó al delincuente y mandó que se lo devolviesen
libre. Pues esto viene a ser lo que dice María cuando ve a Dios airado contra
el pecador que lo invoca: «Dios mío, yo tenía dos hijos que eran Jesús y el hombre; éste ha dado a Jesús la muerte, y vuestra justicia quiere
castigar al culpable; pero Señor, tened compasión de mí, y si perdí uno, no consintáis que pierda el otro también.»
¿Cómo le ha de condenar Dios, amparándole María
y pidiendo por él así, cuando el mismo Señor le dió por hijos a los pecadores?
¿Qué no conseguirá, recordándole las escenas de Belén y del Calvario, su amor,
sus padecimientos y el encargo que recibió junto a la cruz?
¿Y
seremos tan desdichados que no queramos valernos de su patrocinio? ¿Hallándonos
sumidos en tanta miseria, y teniendo el remedio tan cierto y a la mano,
querremos voluntariamente perdernos? ¿Por qué no imitar al gran Lope de Vega,
que hablando con Dios nuestro Señor le decía: «Mirad, Padre piadosísimo, que viene conmigo el mejor padrino
que yo he podido hallar en el cielo ni en la tierra, la Puerta del cielo, la
tesorera de vuestras riquezas, la limosnera mayor de vuestras misericordias, la
enemiga de la antigua sierpe, cuyo pie poderosísimo estampó en lo más duro de su cabeza su blanda planta; la estrella de
Jacob, la vara de Israel, que rompió las cervices de los capitanes de Moab;
aquella reina que con el vestido de oro, cercado de variedad, asiste a vuestra
presencia; aquella ciudad de Dios, de quien tan gloriosas cosas fueron dichas
desde que los hombres tuvieron lenguas, porque había de ser bendita en todas
las naciones; el arca de vuestra santificación; la hermosa y cándida paloma, a
cuya venida cesó el invierno; la blanca y colorada aurora que se levanta con tanta
hermosura de la vecina presencia del sol... aquella perpetua Virgen que en
medio de la claridad de tanto fuego fué verde zarza; aquella a quien fué dada
la gloria del Líbano y la hermosura del Carmelo; aquella Madre de amor hermoso,
de temor prudente y de esperanza santa: pues mirad, Señor, que dice que por mí
fué Madre vuestra... La Virgen, pues, dulce Jesús, viene conmigo a pediros que
me admitáis, para cuyo efecto me pongo entre Vos y Ella, donde es imposible perderme;
pues por ninguna parte puede entrarme enemigo ni darme asalto. Vuestra Madre es
Torre de David, Vos León vencedor; Ella es Puerta cerrada como la oriental del
Tabernáculo, Vos el que se ha de sentar sobre aquel imperio; Ella el Monte de donde
salió la piedra sin manos, y Vos, Cristo mío, la misma Piedra; Ella es el trono
de Salomón, de marfil y oro, cercado de leones, y Vos el que tiene en su vestido
escrito: Yo soy el Rey de los reyes y el Señor de los señores; Ella la ciudad
fuerte, y Vos el que la vela y guarda... Aquí, pues, Señor, estoy seguro; pero
si poniendo los ojos en mí vuelven a dar sangre vuestras heridas... no los
pongáis, amor mío, en mis culpas, sino en sus purísimas entrañas; consideraos.
Señor, tan pequeño y puesto en ellas para mi bien, que no es posible que en
razón de Hijo dejéis de tenerle reverencia, y si por la vuestra os oyó a Vos
vuestro Padre, por la de vuestra Madre debéis oírla».
Por
el…
P. VICENTE AGUSTÍ
De La COMPAÑÍA De JESÚS.
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