jueves, 1 de junio de 2017

MARÍA AMADA DE DIOS



Las tres coronas.


     Solían antiguamente los emperadores cristianos, que con gran pompa y solemnidad se coronaban, recibir tres coronas diferentes y de distinta significación. Recibían la primera en Aquisgrán, ciudad de Alemania, de mano del Arzobispo de Colonia, y ésta era de hierro, para significar la fortaleza con que habían de abatir el orgullo y soberbia de los infieles y rebeldes a la Iglesia. La segunda la recibían en Italia de manos del Arzobispo de Milán, y era de plata, para indicar la pureza de su vida y la claridad de sus obras. La tercera se la daba el Pontífice en Roma, la cual era de oro puro, como si se quisiera significar que, cuanto el oro aventaja a los demás metales, tanto excedía la dignidad imperial a la de los demás príncipes de la tierra.


     No será fuera de propósito valernos de esta augusta ceremonia para explicar la coronación de la santísima Virgen en el cielo por las tres divinas personas, ya que a ello parece convidarnos la misma sagrada Escritura, que hablando con Ella le dice: «Ven del Líbano, Esposa, ven del Líbano; ven, y serás coronada». El significado de estas tres coronas de nuestra excelsa Reina, lo explica el Padre Fr. José de Jesús María por estas palabras:
     «La primera corona recibió del Espíritu Santo en significación de innumerables victorias, todas insignes, que alcanzó de fuertes y poderosísimos contrarios, nunca antes con tanta fortaleza y valor vencidos. Porque hasta entonces ninguna criatura humana había acertado a jugar con tanta destreza las fuertes armas de la gracia, y en particular fué significación de la que alcanzó de la serpiente antigua, soberbia con mil trofeos que en el mundo había alcanzado. Esta victoria fué señaladísima por cinco circunstancias que en ella concurrieron:
                   La primera, que siendo mujer, y tan flaco el género de las mujeres, venció en guerra sangrienta y porfiada un orgulloso y poderosísimo enemigo, acostumbrado a echar vencidos por tierra ejércitos enteros. La segunda, le venció no con cualquier herida, sino con golpe incurable... La tercera, que le quebró, no brazo ni pierna, sino la cabeza, adonde tenía la ponzoña, que es golpe mortal y sin remedio. La cuarta, que no quebró la cabeza a cualquier demonio, sino al príncipe de los demonios. La quinta, que le venció despojándole de sus mismas armas, que hace la victoria más gloriosa. Porque las armas con que este enemigo hace la guerra al hombre, son los vicios, y éstas le quitó la Virgen con las virtudes contrarias a ellos, que ejercitó en más heroico grado que otra pura criatura, aniquilando con mil ejemplos gloriosos su poder tirano. Por lo cual dice San Agustín: «Nunca jamás hubo guerrero tan victorioso como la Virgen, que quebrantó la cabeza dé la serpiente antigua»



     Pues en premio de esta y de otras insignes victorias la corona hoy el Espíritu Santo, diciendo (como considera un autor grave): «Recibe esta insignia gloriosa de constante vencedora, por haber peleado valerosamente con las armas que recibiste de mi mano, para que así como en la tierra habitó en ti toda la plenitud de gracia, así en el cielo habite en ti toda la plenitud de gloria».


     La segunda corona de pureza de vida y resplandor de obras, significada por la de plata, recibió de mano de su Hijo, como insignia gloriosa de la mayor pureza e inocencia que después de Dios puede imaginarse, como dice San Anselmo, y de los mayores resplandores de gracia que lucieron en pura criatura. Y así le dió corona blanca y resplandeciente, diciendo: «Recibe esta corona de pureza e inocencia, hermosa paloma mía, en quien jamás fué hallada mancha; y pues en la tierra me diste habitación en tus entrañas y me sustentaste a tus pechos, recibe en el cielo, por pago de esto, mi trono por descanso y mi gloria por sustento».



    

     La tercera corona, significada en la de oro, le dió el Padre Eterno, y con ella la suprema autoridad sobre todas las criaturas, como Reina del cielo y señora del mundo, diciéndole delante de toda aquella corte bienaventurada: «Seas bendita para siempre, y tu nombre sublimado en todos los siglos; por esta insignia te entrego el dominio sobre todas las cosas criadas; tú serás Señora de mi casa, y a tu imperio estarán obedientes todos los pueblos, y te servirán todos fielmente. Reparte lo que quisieres de mi reino, y salva a los que te agradare, que en tus manos pongo la distribución de mis riquezas como Reina universal de mis tesoros y compañera de mi grandeza; y pues tan fiel fuiste en la administración de las obras de gracia, goza para siempre de los mayores premios de mi gloria».



     

     Puesta, pues, la Virgen en tan incomparable felicidad y gloria, con qué Humildad y agradecimiento repetiría el cantar antiguo: «Engrandece mi alma al Señor, y alegrase mi espíritu en Dios mi salud, que puso los ojos en la pequeñez de su sierva para obrar en mi con mano poderosa tan grandes cosas, que me llamen bienaventurada todas las generaciones». Y ¡con qué admiración y alegría le daría el parabién toda aquella gloriosa turba de bienaventurados, diciendo: «Tú eres la gloria de Jerusalén, tú la alegría de Israel y tú la honra de todo nuestro pueblo».


     De lo dicho se puede colegir cuán grande sea el poder de María, y el valimiento que tenga con Dios. Porque si tanto la aman las divinas personas de la Trinidad augusta y tan gloriosamente la coronan, ¿cómo no ha de poder mucho y se ha de extender su imperio en el cielo, en la tierra y en los abismos? De ahí que los Santos Padres la llamen omnipotente por gracia, omnipotentia supplex, porque realmente alcanza cuanto pide; o más bien, como dicen los Santos, no ruega, sino que manda; porque sus ruegos son para su divino Hijo como mandatos. Jesús, más respetuoso con María que lo fué Salomón con su querida madre Bethsabé, le dice mejor que éste a la suya: «Pide, Madre; porque no es lícito que yo te niegue cosa alguna»; o como Asuero á Ester: «Si pidieres la mitad de mi reino, te será concedida ». De suerte que puede repetir la Virgen aquellas palabras que dijo de sí Jesús: «Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra»; porque si bien este poder corresponde por naturaleza al Hijo, por gracia ha sido también comunicado a María. Y él es  tal, que excede a cuanto podemos decir o pensar; porque se extiende al reino de la naturaleza, al reino de la gracia y al reino de la gloria.


     En el reino de la naturaleza María sosiega las tempestades, encadena los vientos, detiene los rayos, o, si es menester, desata las nubes para que viertan de su seno fecundante lluvia, que fertilice los campos. María purifica el aire infecto de la atmósfera, apaga los incendios y aleja de los pueblos que la invocan el azote de la peste, con que suele Dios castigar los pecados de los hombres. María es la salud de los enfermos, estrella del mar, iris de la alianza, columna del orbe: por Maria deja Dios de enviar nuevos diluvios que aneguen la tierra.



     

     En el reino de la gracia, Dios ha querido que todo nos venga por medio de María. Este es el lenguaje común de los Santos Padres, que llaman a María dispensadora de los tesoros de Dios, canal por donde corre hasta nosotros los pecadores, perseverancia dé los justos. Ella abre las fuentes de la misericordia divina con que se lavan las manchas de nuestros pecados; infunde esfuerzo a los flacos para derrocar a los fuertes; da victoria a los que pelean; allana los ásperos montes de la penitencia; trueca los desiertos en verjeles, y adiestra a los niños y a las doncellas para que anden sobre las brasas sin quemarse, y huellen incólumes las cabezas de los dragones y basiliscos.


     Finalmente, en el reino de la gloria, María es la puerta del cielo, como canta la Iglesia; María conduce a sus devotos e hijos a aquellos suntuosos alcázares, y nadie, sin su benéfica intercesión, logra arribar a las risueñas playas de la bienaventuranza. Por esto los que la hallan, hallan la vida. Y nadie perece de cuantos cobija Ella con su manto, o tiene escritos en las palmas de sus manos. Tan fiel como esto se muestra al encargo que le hizo la beatísima Trinidad; así cumple con la obligación que le impuso su Hijo desde la cruz al constituirla Madre de los hombres; así proclama a una voz el orbe católico, que jamás se oyó decir que se haya perdido ningún hijo amante de María, ni que haya desechado ella sus preces. Es Reina y Madre de misericordia, tan buena, tan compasiva, que cuanta gloria y grandeza y poder le ha dado el Altísimo, todo lo emplea en beneficio del hombre; todo es para sus hijos; nada se reserva para sí. Lejos de olvidarse de nosotros en el cielo, presenta continuamente nuestras súplicas ante el trono de la divina clemencia, expone nuestras necesidades y defiende con maternal solicitud nuestra causa ante el tribunal del Padre y del Hijo.



     

     Refiérese en el libro segundo de los Reyes que una mujer de Tecua, celebrada por su discreción, habló a David de esta manera: «Señor, yo tenía dos hijos, los cuales, por desgracia mía, riñeron, y el uno mató al otro; y después de haber quedado sin el uno, ahora quiere la justicia arrebatarme al que me queda. Tened compasión de mí, y no permitáis, Señor, que me vea privada de mis dos hijos». El rey, compadecido, perdonó al delincuente y mandó que se lo devolviesen libre. Pues esto viene a ser lo que dice María cuando ve a Dios airado contra el pecador que lo invoca: «Dios mío, yo tenía dos hijos que eran Jesús y el hombre; éste ha dado a Jesús la muerte, y vuestra justicia quiere castigar al culpable; pero Señor, tened compasión de mí, y si perdí uno, no consintáis que pierda el otro también.» ¿Cómo le ha de condenar Dios, amparándole María y pidiendo por él así, cuando el mismo Señor le dió por hijos a los pecadores? ¿Qué no conseguirá, recordándole las escenas de Belén y del Calvario, su amor, sus padecimientos y el encargo que recibió junto a la cruz?

      ¿Y seremos tan desdichados que no queramos valernos de su patrocinio? ¿Hallándonos sumidos en tanta miseria, y teniendo el remedio tan cierto y a la mano, querremos voluntariamente perdernos? ¿Por qué no imitar al gran Lope de Vega, que hablando con Dios nuestro Señor le decía: «Mirad, Padre piadosísimo, que viene conmigo el mejor padrino que yo he podido hallar en el cielo ni en la tierra, la Puerta del cielo, la tesorera de vuestras riquezas, la limosnera mayor de vuestras misericordias, la enemiga de la antigua sierpe, cuyo pie poderosísimo estampó en lo más duro  de su cabeza su blanda planta; la estrella de Jacob, la vara de Israel, que rompió las cervices de los capitanes de Moab; aquella reina que con el vestido de oro, cercado de variedad, asiste a vuestra presencia; aquella ciudad de Dios, de quien tan gloriosas cosas fueron dichas desde que los hombres tuvieron lenguas, porque había de ser bendita en todas las naciones; el arca de vuestra santificación; la hermosa y cándida paloma, a cuya venida cesó el invierno; la blanca y colorada aurora que se levanta con tanta hermosura de la vecina presencia del sol... aquella perpetua Virgen que en medio de la claridad de tanto fuego fué verde zarza; aquella a quien fué dada la gloria del Líbano y la hermosura del Carmelo; aquella Madre de amor hermoso, de temor prudente y de esperanza santa: pues mirad, Señor, que dice que por mí fué Madre vuestra... La Virgen, pues, dulce Jesús, viene conmigo a pediros que me admitáis, para cuyo efecto me pongo entre Vos y Ella, donde es imposible perderme; pues por ninguna parte puede entrarme enemigo ni darme asalto. Vuestra Madre es Torre de David, Vos León vencedor; Ella es Puerta cerrada como la oriental del Tabernáculo, Vos el que se ha de sentar sobre aquel imperio; Ella el Monte de donde salió la piedra sin manos, y Vos, Cristo mío, la misma Piedra; Ella es el trono de Salomón, de marfil y oro, cercado de leones, y Vos el que tiene en su vestido escrito: Yo soy el Rey de los reyes y el Señor de los señores; Ella la ciudad fuerte, y Vos el que la vela y guarda... Aquí, pues, Señor, estoy seguro; pero si poniendo los ojos en mí vuelven a dar sangre vuestras heridas... no los pongáis, amor mío, en mis culpas, sino en sus purísimas entrañas; consideraos. Señor, tan pequeño y puesto en ellas para mi bien, que no es posible que en razón de Hijo dejéis de tenerle reverencia, y si por la vuestra os oyó a Vos vuestro Padre, por la de vuestra Madre debéis oírla».





Por el…

P. VICENTE AGUSTÍ

De La COMPAÑÍA De JESÚS.




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