“EL HALLAZGO DEL NIÑO EN EL TEMPLO”
Dicen
que los hijos únicos son difíciles de educar. Jesucristo era hijo único; menos
mal que ya nació educado. Sin embargo, les
dio un disgusto a sus padres a los 12 años de edad, perdiéndose de su vista.
Subió la Sagrada Familia desde Nazareth al
Templo de Jerusalén para la Pascua; los judíos tenían esa obligación, a no ser
estuviesen impedidos; de modo que la capital de Judea decuplicaba en ese tiempo
su población, como Mar del Plata en verano.
Cuando volvían a Nazareth, al fin de la
primera jornada, echaron de menos al Niño; como las mujeres al comienzo
viajaban separadas de los varones, la Virgen creyó que el Niño iba con san José
y san José pensó que iba con la Virgen. Volvieron pues atrás otra jornada, y al
tercer día lo hallaron en el Templo, sentado en medio de los doctores de la
ley, preguntando y respondiendo preguntas acerca de las antiguas profecías.
Existía
una ceremonia por la cual el joven judío a los 13 años era nombrado “hijo de la Ley”, o sea,
aceptaba personalmente la religión que le habían enseñado de niño; la cual
corresponde a nuestra Confirmación, así
como la Circuncisión
judía corresponde a nuestro Bautismo. En
todos los pueblos del mundo ha existido un rito que marca el paso del niño a la
vida adulta; que entre los romanos se llamaba “la toga
pretexta”, entre los ingleses
es la
Confirmación y entre nosotros ahora “los pantalones largos”. En la Iglesia latina se ha introducido la costumbre
de administrar la Confirmación ya en la niñez.
Esa
es la razón que dio el joven Jesús de su proceder: que el pertenecía ya al servicio de su Padre
Celestial, o sea de la Religión. Eso no tiene dificultad: todo
hombre pertenece primordialmente a la Religión, que es el primero de sus
deberes; pero el caso de Jesús era aún más fuerte. El pertenecía a la Religión en forma EXCLUSIVA: era el Mesías, el Salvador, el Revelador; tenía una misión
única en el mundo. Más tarde responderá en forma abrupta a los
que pretendían ligarlo con los lazos sociales o familiares lo mismo que
respondió san Pedro a los Fariseos; “primero Dios
que los hombres”. Tan solo que Jesús no respondía: “primero Dios”, sino en
forma radical, “solamente Dios”. “Ahí fuera te llaman
tu madre y tus hermanos” — “¿Quién son mi madre y mis hermanos? El que hace la
voluntad de mi Padre que está en los cielos, ese es mi madre y mi hermano y mi
hermana...”
La
Virgen y san José de momento no entendieron esa palabra. No suelen
entenderla tampoco algunos padres cuando sus hijos deciden consagrarse del todo
a Dios haciéndose religiosos; y entonces se suele aducir este ejemplo del joven
Jesús en el Templo.
La
dificultad está en otra parte: ¿por qué no avisó a la Virgen? ¿Era creíble que ella le
negase el permiso si Él se lo pidiera? ¿Qué necesidad había de darles un
disgusto? Parece un mal
ejemplo de falta de respeto y piedad filial.
¿Por qué no avisó a la Virgen?
Porque
no pudo.
Imaginemos
el suceso. Los rabinos enseñaban la Escritura por medio de preguntas y
respuestas. Jesús hizo una pregunta acerca del Rey Mesías, que los sorprendió.
Los rabinos se habían forjado ideas equivocadas acerca del futuro Ungido o
Mesías, a quien todos en este tiempo esperaban con ansia. Se entabló un vivo
diálogo en el cual varios doctores se levantaron y rodearon al Niño, que acaparó
la atención general. El jefe de la
Sinagoga le dio orden de que se quedara allí. Y Él se quedó: obedeció al momento
y sin una palabra de réplica a la autoridad religiosa —como hizo toda su
vida; a
pesar de que Él era de hecho una autoridad religiosa mayor; pero por eso
mismo debía dar ejemplo de respeto a la Religión establecida, hasta que su propia autoridad de Mesías y de Hijo de Dios
fuese conocida de todos.
No hay otra
explicación. Y esta explicación es confirmada
por el diálogo entre la Virgen y el Niño.
—“Hijo ¿por qué
has hecho esto con nosotros? He aquí que tu padre y yo te buscábamos con dolor.
Cristo respondió:
—“¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo en las cosas
que son de mi Padre debo de estar?
Esta respuesta no tiene sentido —“¿por qué me buscabais?”
— ¿Y cómo no te íbamos a buscar? — si
no se lee cuatro versículos antes, donde dice: “lo buscaron entre los parientes y conocidos”. Entonces la
respuesta de Cristo: “¿Por qué me buscabais entre
los parientes y conocidos?” equivale a decir: “Si yo me pierdo, búsquenme en el Templo de
Dios y no en otra parte”. “Y ellos de momento no entendieron sus palabras”.
Porque la Virgen y san José eran hombres, y en el entender los misterios de
Dios debían ir creciendo siempre, en profundidad por lo menos, si no en
extensión. El mismo Cristo dice san
Lucas enseguida que “crecía en Sabiduría”. Y así vemos que la Virgen preguntó al Ángel: “¿Y esto cómo puede hacerse?” y san
José no entendió la Encarnación hasta que Dios se la reveló, y los dos
meditaban en su corazón las palabras de Navidad “Gloria a Dios en lo alto y en la tierra paz a
los hombres de buena fe”; y se
asombraron de la profecía del anciano Simeón, creciendo siempre con gozo en el
conocimiento de Dios. Porque el conocer a Dios es el gozo del hombre.
Si advierten,
todos estos misterios “gozosos” son
revelaciones de Dios. Si no se
tiene experiencia, es difícil creer que el mayor gozo del hombre es conocer a
Dios; pero bien podemos creer incluso al pagano Aristóteles, que es el rey de
los filósofos y el padre de la Filosofía, y dijo esto mismo, aunque no con
estas palabras, del conocimiento de Dios. Pero no conocimiento cualquiera de
Dios, sino un conocimiento vivo, activo y jugoso, es decir, afectuoso; al cual
llama el Filósofo “contemplación” y
el Evangelio “conocer
con el corazón”; del cual dijo más tarde el mismo Jesús: “Esta es la vida eterna, que te conozcan a
Ti, Padre Celestial, y Al que Tú has enviado, el Cristo”.
CANTIGA
DE LOORES
Quiero seguir a ti flor
de las flores,
Quiero siempre decir —
de tus loores,
Non me partir
De te servir
Mejor de las mejores.
Grande fianza he yo en ti, Señora
La mi esperanza — en ti
es toda hora
De tribulanza
Sin más tardanza
Venme librar ahora.
Virgen muy santa paso
tributado
En pena atenta — en
dolor tormentado
Tú me levanta
En cuita tanta
Que veo, mal pecado.
Estrella del mar, puerto de folgura
De dolor singular e de
tristura
Venme librar
Y confortar
Señora de la altura.
Nunca fallece tu merced cumplida
Siempre guarece —
cuitas e da vida
Nunca perece
Ni entristece
Quien a ti no olvida.
Sufro gran mal sin merecer, a tuerto
Escribo tal — porque
pienso ser muerto
Más tú me val
Que non veo al
Que me reduzca a
puerto.
JUAN
RUIZ (el Arcipreste de Hita)
(Español – Siglo IV)
P. LEONARDO CASTELLANI.
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