lunes, 18 de septiembre de 2017

SAN JOSÉ DE CUPERTINO, EL SANTO VOLADOR- 18 de septiembre. Resumen de su larga vida.





   El pueblo de Cupertino donde nació nuestro santo pertenecía al reino de Nápoles, tenía entonces unos 2.000 habitantes, dedicados casi exclusivamente a la agricultura.
   Sus padres se unieron en matrimonio el año 1585. Su padre se llamaba Felipe Desa y su madre, de catorce años, era Franceschina Panaca. Los dos eran de familias económicamente modestas. Su padre era carpintero. El duque de Acerenza, lo nombró procurador del castillo que poseía en el pueblo por considerarlo un hombre de bien y de confianza. Por este motivo sus conciudadanos lo llamaban el castellano. 
    Tuvieron seis hijos, pero los cuatro primeros (Brígida, Pedro, Margarita y otro segundo Pedro) murieron muy pequeños. Sobrevivieron: Livia, nacida el 14 de octubre de 1601, y nuestro José María.
   Su padre cometió un gravísimo error, que condicionaría la vida de nuestro futuro santo. Un día, por excesiva ligereza, avaló a algunos conocidos por el valor de 1.000 ducados, una suma enorme en aquellos tiempos. Los amigos no cumplieron su compromiso y él, como garante, debió responder del dinero o ir a la cárcel. En esta disyuntiva huyó del lugar y dejó abandonada a la esposa, que estaba embarazada de José María.
    El día 17 de junio de 1603 llegaron algunos alguaciles a la casa, buscando al papá. Franceschina estaba a punto de dar a luz y huyó del hogar, refugiándose en casa de unos amigos y escondiéndose en el establo. Ese mismo día nació nuestro santo, José María Desa Panaca, en el establo, como Jesús.
    Al nacer, su madre lo consagró a la Virgen y, por eso, al nombre de José le añadió el de María. Su madre solía decir: Yo lo consagré a María y sólo he sido su nodriza.
    José creció alto y fuerte, aunque no muy atractivo de rostro. La mamá era muy religiosa, pero a raíz de quedarse sola, cuidando de dos hijos sin el apoyo y compañía de su esposo y habiendo caído en la pobreza total, se volvió muy nerviosa y lo castigaba con frecuencia. No obstante, el niño mostraba siempre muchos deseos de amar a Dios, visitaba mucho las iglesias y pasaba muchos momentos del día y de la noche rezando el rosario y las letanías de la Virgen. En su propia casa colocó un altar, donde se entretenía rezando.
   A los ocho años, en 1611, cayó gravemente enfermo de una úlcera cancerosa que lo obligó a guardar cama durante seis años, soportando el calor y la tiña, abandonado de todos, pues nadie quería visitarlo ya que la úlcera producía muy mal olor. Sólo su madre lo atendía, aunque a veces se dejaba llevar de su nerviosismo y le gritaba desesperada: Tú no eres mi hijo. Te he encontrado en el bosque, te tengo por amor de Dios. Él sufría todo con paciencia y aprendió a ser humilde, sintiendo que no era nada ni servía para nada. La mayor parte del tiempo lo pasaba solo. Así aprendió a rezar y a encomendarse a Dios como su único refugio en la adversidad; Dios fue para él la fuerza y la alegría de su vida. Después de seis años de inmovilidad obligatoria, pasó por Cupertino un anciano, medio religioso, que había ejercido la profesión de cirujano en el hospital de incurables de Nápoles. La mamá le pidió que hiciera algo por su hijo y él aceptó operarlo con la condición de que ella le firmara un documento en el que decía que se lo había entregado ya muerto. Hizo la operación para sacarle el tumor, pero fue un fracaso. Entonces, el mismo anciano recurrió al último recurso, llevó a José al santuario de la Virgen de las Gracias de Galatone (Lecce), donde él vivía, y ungió la herida con el aceite de la lámpara que ardía ante la Virgen. Y sucedió instantáneamente el milagro, de modo que José pudo regresar a Cupertino caminando con la ayuda de un bastón y radiante de felicidad. Era el año 1617 y tenía 14 años.
    La larga enfermedad había cambiado el alma de José. Ahora tenía más paciencia para afrontar las dificultades de la vida, y era más humilde, pues había aprendido que él por sí solo no valía nada. Había perdido años preciosos de estudio y era casi un analfabeto, pero su fe se había incrementado enormemente y su vida de oración era admirable con éxtasis y consolaciones espirituales. Apenas pudo caminar, se dirigió al santuario de la Virgen de la Grottella, a unos tres kilómetros y medio de su casa, donde había una imagen de la Virgen, que toda la vida le sería muy querida, para agradecerle la curación. Después debió pensar en su futuro y se decidió a aprender el oficio de zapatero, pero pronto tuvo que dejarlo, porque no era muy hábil para ello. Pensó seriamente en ser religioso, siguiendo el camino de sus tres tíos franciscanos conventuales: Giovanni Caputo, hermanastro de su madre; Giambattista, hermano carnal de su madre, y Franceschino, hermano de su padre; pero ellos no lo apoyaron, pensando que no servía para esa vida, pues era muy distraído y estaba muy atrasado en los estudios.
   Pidió el ingreso en los capuchinos, que lo recibieron en agosto de 1620, a sus 17 años, en el convento de Martina Franca. Pero sólo estuvo hasta marzo de 1621. Tenía poca aptitud para las cosas manuales y era muy tosco para manejar cosas frágiles. Fácilmente rompía platos, vasos y otras cosas útiles que caían de sus manos. Él era consciente de sus errores y se presentaba en el comedor ante la Comunidad con los pedazos rotos, pidiendo perdón a todos. Sin embargo, como eso sucedía con frecuencia, lo castigaban a ver si aprendía. De pronto, le volvió a salir un tumor en una pierna y él, pensando en la experiencia de sus seis años de enfermedad y considerando que lo tendrían que expulsar por falta de salud, no quiso decir nada a nadie, sufriendo en silencio. Un día decidió sacar el tumor con un cuchillo de cocina, pero la hemorragia fue tanta que tuvo que pedir auxilio a gritos, porque se desangraba. Con este suceso, los Superiores consideraron que no servía para la vida religiosa y lo expulsaron. Escribieron en el registro del convento: Totalmente inepto para la vida religiosa, inhábil e ignorante.
    Lo peor para él fue la ceremonia de expulsión en la que le quitaban el hábito religioso y lo vestían de civil, poniéndolo en la puerta. Él dirá que cuando le quitaban el hábito, le parecía que le sacaban la piel. Ese mismo día, debía comenzar su caminata a Cupertino; unos 80 kilómetros que debía recorrer a pie con el miedo y la vergüenza de presentarse en casa como un expulsado. Por eso, pensó que era mejor ir a ver a su tío franciscano Giovanni Caputo, que estaba predicando la cuaresma en el pueblo de Avetrana.
   José encontró a su tío y con él estuvo unos días hasta la Pascua, pero al manifestarle que quería ser religioso y que había sido expulsado de los capuchinos, su tío decidió llevarlo a casa con su madre. En Cupertino se enteró de que su padre había muerto y que las deudas, no pagadas, recaían sobre él como heredero, lo que significaba que podía ser arrestado en cualquier momento. Su madre no lo recibió bien, pero trató de ayudarlo, pidiendo la ayuda de sus otros tíos, pero ellos tampoco lo consideraron apto para la vida religiosa y no lo quisieron recibir en el convento de la Grotella.
    Sólo el modesto sacristán del convento lo recibió por caridad y lo escondió en un rincón oscuro del convento. Allí estuvo seis meses completamente aislado del mundo, pasando mucho calor en verano y mucho frío en invierno, con la poca comida que le procuraba el sacristán, tomando aire solamente por la noche, cuando nadie lo podía ver.
   Su tío se compadeció al verlo en ese estado extremo, habló con el Superior, que era su otro tío Franceschino Desa, lo hicieron curar y después lo recibieron como empleado para cuidar el establo y específicamente la mula del Superior. Ahora José ya se sentía mejor, pues no lo podían llevar a la cárcel por ser empleado del convento. Además lo aceptaron como terciario franciscano laico y podía tener algunas horas para estudiar, pensando siempre en su deseo de ser religioso.
   Después de tres años de empleado, todos los religiosos del convento lo estimaban, porque era muy servicial y humilde con todos. Sus tíos decidieron aceptarlo como novicio y comenzó el noviciado el 19 de junio de 1625, a los 22 años, siendo aceptado para estudiar con miras al sacerdocio.
    En enero de 1627 emitió sus votos perpetuos como religioso. Ese mismo mes recibió las órdenes menores y en febrero, el subdiaconado.
    Su carrera al sacerdocio fue vertiginosa, casi milagrosa. En tres años de estudios superiores llegó a la cima, a pesar de no haber tenido una buena base previa. Su tío, el padre Giambattista Panaca, hermano de su madre, fue su guía durante el noviciado y quien lo ayudó mucho en sus estudios. Al dar su examen para el diaconado, tuvo, según algunos, ayuda celestial, pues le mandaron explicar el único párrafo de la Escritura que sabía a fondo.
   Fue ordenado diácono en marzo de 1627.
    Para el examen al sacerdocio recibió ciertamente una ayuda de lo alto. El obispo encargado de tomar examen era muy estricto y fray José tenía miedo por no estar bien preparado. Los primeros examinados respondieron muy bien y el obispo pensó que todos estaban igualmente bien preparados. Al ser llamado con urgencia para atender algunos asuntos importantes, decidió sin más aprobar a todos los candidatos. Para nuestro José fue una bendición del cielo y, a lo largo de toda su vida, lo consideró como un milagro de su madre querida, la Virgen del santuario de la Grottella. Fue ordenado sacerdote el 28 de marzo de 1628 a los 25 años de edad. Y comenzó su ministerio sacerdotal en su mismo pueblo de Cupertino.
    El primer apostolado del padre José fue su ejemplo de vida santa. Como relata Giuseppe Capocio que lo conoció: “Caminaba con una túnica vieja y nunca aceptaba dinero de nadie… Muchas veces yo he comido con él y no lo he visto comer otra cosa que habas y cosas así. Siempre lo vi beber agua y se consideraba un gran pecador, llamándose a sí mismo “fray asno”. Dormía sobre una estera, con la cabeza apoyada en una piedra o tronco de madera. El piso y las paredes de su celda estaban teñidos de sangre por las disciplinas que se daba cada día. Llevaba una vida de mucha penitencia. Según un testigo, cuando comía, ponía a la menestra una hierba amarga en polvo. Normalmente, sólo comía hierbas crudas y frutos secos a los que añadía esos polvos amargos para hacer la comida menos agradable.
    El abad Rosmi escribió: Él mismo me manifestó que durante 10 años no comió más que hierbas crudas y bebía sólo agua. Durante cuatro o cinco años comió dos veces a la semana y durante una Cuaresma sólo frutas y agua, a pesar de transportar grandes piedras para hacer una construcción. Dormía en tierra sobre la piel de un animal. También hacía los servicios más humildes del convento por la noche sin ser visto y cogía la basura con sus manos. A los enfermos también los atendía, haciéndoles servicios indispensables como tirarles los orines, limpiar su habitación, etc.
    En cuanto a la obediencia, muchos autores lo consideran como un mártir de la obediencia por todo lo que debió sufrir de sus Superiores, que le mandaban celebrar misa delante de gente importante para verlo en éxtasis, lo que a él le disgustaba, porque quería permanecer ignorado de todos.
    El padre Nuti, su Superior, certificó: Muchas veces me dijo a mí y a otros que por obediencia se hubiera echado en un horno ardiente y que por el mérito de la obediencia esperaba haber salido sano y salvo.
    En cuanto a su pureza era muy estricto y no hablaba con mujeres, sino lo estrictamente indispensable. Tenía el don de detectar a las personas deshonestas por el hedor que sentía en sus personas. De hecho, salía de él un olor de santidad, un perfume sobrenatural, que era una manifestación sobrenatural de su pureza interior.
    El año 1636 fue un año especialmente movido. El Prior provincial Antonio de san Mauro, decidió que lo acompañara durante un año por todos los conventos de la Provincia para que fuera un ejemplo para todos los religiosos por su vida de santidad. Él aceptó obligado por la obediencia. Visitaron unos 60 conventos, pero a sus misas públicas asistía mucha gente y él se extasiaba y volaba dejando en todos una inmensa alegría espiritual, aparte de los muchos milagros que Dios hacía por su intercesión.
    El 15 de agosto de 1663 celebró su última misa con mucha fatiga, pues estaba muy enfermo. El 8 de setiembre, fiesta de la Natividad de María, pidió que le dieran la unción de los enfermos. Al final de la celebración, exclamó: “¡Oh, el paraíso, el paraíso!” Parece que tuvo alguna visión celestial. El 12 de setiembre le llevaron la comunión y cayó en éxtasis, diciendo: “¡Qué alegría, qué alegría!” Uno de esos días recibió la bendición del Papa Alejandro VII y, para recibirla bien, quiso levantarse y recibirla de rodillas con la cabeza inclinada en señal de respeto, mientras rezaban las letanías de la Virgen. El día 17 recibió por última vez la comunión.
   Ese mismo día Monseñor Onofri, vicario episcopal de la diócesis, escribía a la Secretaría de Estado del Vaticano que estaba muy enfermo, que no podía formar bien las palabras y que se sostenía con vida gracias a la comunión que había recibido esa misma mañana, manifestando que estaba absorto en las cosas de Dios.
    Al día siguiente hacia medianoche, después de sonreír dos veces, entregó su alma al Creador. Era el 18 de setiembre de 1663. Tenía 60 años.
    Los funerales tuvieron lugar el día 20. Su cuerpo fue colocado en un ataúd y sepultado en la capilla de la Inmaculada Concepción entre el altar mayor y la sacristía el día 21 sin ninguna demostración especial. Al año siguiente, el 26 de julio de 1664 fue nombrado ciudadano honorario de Ósimo. Cuando se reestructuró la iglesia en 1963, al celebrar el III centenario de su muerte, fue colocado en la cripta donde se encuentra actualmente, debajo del altar mayor. Actualmente, esa iglesia es el santuario de san José de Cupertino en Ósimo. 

    


“SAN  JOSÉ  DE  CUPERTINO
EL  SANTO  VOLADOR”

P. ÁNGEL PEÑA O.A.R.





No hay comentarios:

Publicar un comentario

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...