El
admirable penitente y extático contemplativo san Pedro de Alcántara nació en la
villa de este nombre, provincia de Extremadura, en España, y fue hijo de don
Alfonso Garavito, hábil jurisconsulto y corregidor de la misma villa. Después
de haber aprendido las letras humanas pasó a Salamanca a estudiar el derecho
canónico, y dando luego de mano a todas las cosas del mundo, tomó el hábito del
seráfico padre san Francisco en el convento de Manjarrez a la edad de diez y seis
años. Toda la vida anduvo con los ojos bajos,
de manera que nunca supo si el coro o el dormitorio eran de bóveda, y a los
religiosos del convento les conocía sólo por la voz. Después de la
profesión pasó a morar en una soledad, donde se labró una celda que más bien
parecía sepultura, en la cual entabló una vida de tan áspera penitencia, que se
haría increíble si no la autorizara la bula de su canonización. Comía sólo una vez cada tercer día y a
veces se le pasaban ocho sin tomar bocado; traía a raíz de las carnes un
cilicio en figura de rallo: dormía no más que hora y media y por espacio de
cuarenta años lo hacía de rodillas o sentado, arrimada la cabeza a la pared. Su
celda era tan baja que en ella no podía estar en pie, ni tendido a lo largo, su
cuerpo estaba hecho una llaga, y no parecía el santo más que un esqueleto
animado. Mas así como ningún santo le excedió en su penitencia, pocos tuvieron
como él tan sublime don de contemplación: porque su oración era un éxtasis casi
continuo, en que Dios le regalaba con delicias de la gloria. A la edad de
veinte años fue nombrado guardián de Badajoz: y escogió para sí todos los
oficios más humildes del convento. En el tenor de su vida parecía un ángel;
pero ordenado de sacerdote fue un abrasado serafín. Cuando predicaba al pueblo,
con sola su vista y presencia ablandaba los corazones más duros, y los sermones
que hacía solían quedar interrumpidos por lágrimas y gemidos dolorosos; así
renovó en muchos obispados el espíritu de penitencia. Le nombraron provincial,
y emprendió luego la reforma de su Orden para resucitar en ella el primitivo espíritu
de san Francisco, obra dificultosísima que llevó a cabo, y fue confirmada por
breve de Julio III, y ponderada de santa Teresa de Jesús y de san Francisco de
Borja, que se encomendaban en las oraciones de este gran siervo de Dios. Quiso
tomarle por confesor el emperador Carlos V, cuando estaba meditando su retiro
en el monasterio de Yuste; pero el santo se resistió con tales razones, que el
emperador se rindió a ellas. Finalmente siendo comisario general de España para
la Reforma, se hizo llevar al convento de Arenas, donde en un dulcísimo
éxtasis, entregó su alma al Creador, a la edad de sesenta y tres años.
Reflexión:
De este santísimo varón dice santa
Teresa: «Hele
visto muchas veces con grandísima gloria. Di jome la primera vez que me
apareció: ¡Qué bienaventurada penitencia, que tanto premio había merecido!»
¿Somos
nosotros discípulos de Jesucristo? Pues no nos avergoncemos de
vestir su librea. Pobre soy, dice él por el Salmista, y lleno estoy de trabajos
desde mi más tierna edad: ¿y no será un verdadero contrasentido, que, mientras
nuestra cabeza de Cristo está coronada de espinas, andemos nosotros nadando en
los regalos y deleites?
Oración:
¡Oh Dios! que te dignaste ilustrar al bienaventurado san Pedro, tu confesor,
con el don de una altísima contemplación, y con el de una admirable penitencia;
te suplicamos nos concedas por sus méritos que mortificada nuestra carne,
alcancemos mayor inteligencia de las cosas celestiales. Por Jesucristo, nuestro
Señor. Amén.
FLOS
SANCTORUM
DE
LA FAMILIA CRISTIANA
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