Pregunta Santo Tomás en la tercera parte (Sum. Th. 3P., q. 46, a. 6.), si los dolores que padeció Cristo en
su sacratísima Pasión fueron los mayores que se han padecido en el mundo.
A lo cual responde él diciendo que, quitados
aparte los dolores de la otra vida, que son los del infierno y del purgatorio,
éstos fueron los mayores que en el mundo se padecieron ni padecerán jamás.
Esta conclusión prueba él por muchas razones.
La primera, por la
grandeza de la caridad de Cristo, que era la mayor que podía ser, la cual le
hacía desear la gloria de Dios y el remedio del hombre con sumo deseo. Y porque
mientras mayores dolores padecía por los pecados, más enteramente satisfacía a
la honra de Dios ofendido y más copiosamente redimía al hombre culpado; por esto
quiso Él que sus dolores fuesen gravísimos, porque así fuese perfectísima esta
redención.
La segunda causa era la
pureza de sus dolores, los cuales ninguna mixtura tenían de alivio ni
consolación. Porque jamás en esta vida padeció nadie dolores tan puros que no
se aguasen con alguna manera de consolación, con la cual se hiciesen a veces
tolerables, y a veces también alegres como acaeció a los Mártires.
Mas en Cristo no fue así, porque por la razón susodicha cerró El todas
las puertas por donde le pudiese entrar algún rayo de luz o de consolación; y así,
cruzados los brazos, se entregó al ímpetu de los tormentos, para que sin
contradicción ni mitigación alguna le atormentasen todo cuanto le pudiesen
atormentar.
La
tercera causa fue la delicadeza de su cuerpo,
el cual no fue formado por virtud de hombres, sino del Espíritu Santo, por lo
cual fue el más perfecto y más bien complexionado de todos los cuerpos, y así era
el más delicado y más sensible de ellos, por lo cual sentía mucho más que otro
alguno sus dolores.
La cuarta, Juntamente
con esto le afligía grandemente la memoria y compasión de su bendita Madre,
cuyo corazón sabía Él que había de ser atravesado con el más agudo cuchillo de
dolor que nunca Mártir alguno padeció. Porque así como ningún Mártir amó
tanto su propia vida cuanto ella la de su Hijo, así nunca Mártir sintió tanto
su propia muerte cuanto ella la del Hijo.
También naturalmente le afligía la representación y memoria de su propia
muerte; porque, así como es natural el amor de la vida, así lo es el horror de
la muerte, y tanto más cuanto más merece ser amada la vida. Por donde dice
Aristóteles que el sabio ama mucho la vida, porque, como sabio, entiende que
tal vida merece ser muy amada. Pues, según esto, ¿cuánto amaría el Salvador
aquella vida, de la cual sabía que una hora valía más que todas las vidas
criadas?
Pues estas cuatro (sic) causas de dolor
afligían aquella alma santísima sobre todo lo que se puede encarecer. En lo
cual parecen haber sido mucho mayores los dolores de su alma que los de su
cuerpo, y mucho mayor la pasión invisible que padecía de dentro que la visible
que padecía de fuera.
Además de esto el mismo linaje de muerte,
que fue de Cruz, es penosísimo, como adelante se verá, con lo cual se junta que
en esta muerte concurrieron tantas maneras de injurias y tormentos, que ninguna
cosa hubo en toda aquella sagrada humanidad, sacada la porción superior de su
alma, en la cual no padeciese su propio tormento.
Porque El primeramente padeció
en
su alma santísima los dolores que habernos dicho, y padeció en su cuerpo los
que nos quedan por decir.
Padeció
también
en la fama con los falsos testimonios y títulos ignominiosos con que fue
condenado.
Padeció en la honra
con tantas invenciones y maneras de escarnios, injurias y vituperios como le
fueron hechos.
Padeció
en
la hacienda, que eran solas aquellas pobres vestiduras que tenía, de las cuales
también fue despojado y puesto en la Cruz desnudo.
Padeció en sus
amigos, pues todos huyeron y le desampararon y le dejaron solo en poder de sus
enemigos.
Padeció también
en todos los miembros y sentidos de su sacratísimo cuerpo, en cada uno su
propio tormento. La cabeza fue coronada de espinas; los ojos, escurecidos con
lágrimas; los oídos, atormentados con injurias; las mejillas, heridas con
bofetadas; el rostro, afeado con salivas; la lengua, joropada con hiel y
vinagre; la sagrada barba, repelada; sus manos, traspasadas con clavos; el
costado, abierto con una lanza; las espaldas, molidas con azotes; los pies,
atravesados con duros clavos, y todo el cuerpo, finalmente descoyuntado, ensangrentado
y estirado en la Cruz.
Porque así como todos los miembros de su cuerpo místico estaban
especialmente heridos y llagados, así todos los del verdadero y natural
estuviesen heridos y atormentados. Y asimismo, pues nuestra malicia había sido
tal que con todas nuestras cosas y con todos nuestros miembros y sentidos
habíamos ofendido a Dios, la satisfacción de Cristo fuese tal que en todas sus
cosas padeciese tormento, pues nosotros con todas las nuestras habíamos
cometido pecados.
Creció también esta pena con la continuación
y muchedumbre de trabajos que el Salvador padeció, desde la hora de su Pasión
hasta que expiró en la Cruz.
Porque en este tiempo todos a porfía
trabajaban por atormentarle, cada cual de su manera. Uno le prende, otro le
ata, otro le acusa, otro le escarnece, otro le escupe, otro le abofetea, otro
le azota, otro le corona, otro le hiere con la caña, otro le cubre los ojos,
otro le viste, otro le desnuda, otro le blasfema, otro le carga la Cruz a
cuestas, y todos, finalmente, se ocupan en darle cada cual su manera de
tormento.
Vuélvenle y revuélvenle, llévanle y tráenle de juicio en juicio, de
tribunal en tribunal, de pontífice a pontífice, como si fuera un público ladrón
y malhechor. ¡Oh Rey de gloria!, ¿qué te debemos, Señor, por tantas invenciones
y maneras de trabajos como padeciste por nos?
Pues estas, y otras semejantes causas,
claramente prueban que los dolores que el Salvador padeció sobrepujan todos
cuantos dolores hasta hoy se han padecido en esta vida y padecerán jamás.
Pues ¿qué fruto sacamos de esta
consideración?
Verdaderamente
grande e inestimable.
Porque
todo cuanto enseña la filosofía cristiana nos enseña en breve la Cruz de
Cristo, y todo cuanto obran la ley y el Evangelio, dándonos conocimiento del
bien y amor de él, todo esto en su manera enseña y obra la filosofía de la
Cruz.
Porque primeramente por aquí mejor que por todos los medios del mundo se
conoce la gravedad y malicia del pecado, viendo lo que el Hijo de Dios padeció
por él y lo que hizo por destruirlo.
Por
aquí se conoce la gravedad de las penas del infierno; pues en tal infierno de
penas y dolores quiso entrar este Señor por sacarnos de ellas.
Por aquí se conoce cuán grandes sean los bienes, así de gracia como de
gloria; pues tal mérito fue menester para alcanzarlos, después de perdidos, por
vía de justicia.
Por aquí se ve la dignidad del hombre y el
valor de su alma; considerando en lo que Dios la estimó, pues tal precio quiso
dar por ella.
Por aquí también más que por otro medio venimos en conocimiento de Dios,
no cual le tuvieron los filósofos (que tan poco les aprovechó, pues poco más
conocieron que la omnipotencia y sabiduría suya, la cual resplandece en las cosas
criadas), mas tal cual conviene para hacer a los hombres santos y religiosos,
que es de la bondad, de la caridad, de la misericordia, de la providencia y de
la justicia de Dios.
Porque este conocimiento causa en
nuestras almas amor y temor de Dios, y confianza en su misericordia, y
obediencia en sus mandamientos, en las cuales virtudes consiste la suma de la
verdadera religión.
Pues
cuánto resplandezcan estas perfecciones divinas en este misterio, parece claro
por esta razón.
Porque a la bondad pertenece comunicar y darse a sí misma; al amor,
hacer bien al amado; a la misericordia, tomar sobre sí todas las miserias y
males del miserable, y a la justicia, castigar severamente los delitos del
culpado.
Pues siendo esto así, ¿qué mayor bondad que
la que llegó a comunicar a sí mismo y hacerse una misma cosa con el hombre?
¿Qué mayor caridad que la que repartió cuantos bienes tenía con el hombre? ¿Qué
mayor misericordia que la que tomó sobre si todas las miserias y deudas del
hombre? ¿Qué mayor misericordia que recibir Dios en sus espaldas los azotes que
nuestros hurtos merecían, padecer nuestra cruz, beber nuestro cáliz y querer
ser atormentado por nuestros deleites, deshonrado por nuestras soberbias,
despojado en la Cruz por nuestras codicias y, finalmente, entregado al poder de
las tinieblas por librar los hombres de ellas? ¿Puede ser mayor misericordia
que ésta?
Pues no es menor la justicia que aquí resplandece. Porque ¿qué mayor justicia que haber querido tomar Dios tan
extraña manera de venganza de los pecados del mundo, en la persona de su
amantísimo e inocentísimo Hijo? Porque justísimo es el juez que a su
mismo hijo no perdona por haber tomado sobre sí la culpa ajena.
Pues siendo esto así, ¿quién no temerá tal
justicia? ¿Y quién no esperará en tal misericordia? ¿Y quién no amará tal
bondad?
Verdaderamente no era posible darse al hombre mayores motivos de amor,
de temor, de obediencia y de confianza de los que aquí le fueron dados; y en
corazón que con esto no se vence, no sé cosa que lo pueda vencer.
Además de esto, ¿qué tan grandes son los
ejemplos y motivos que aquí se nos dan para todas las otras virtudes, y señaladamente
para la virtud de la humildad, de la obediencia, de la paciencia, de la
mansedumbre, de la pobreza de espíritu y para todas las demás?
Porque, como dice Santo Tomás, los ejemplos de las virtudes tanto son
más eficaces cuanto son de personas más altas. Porque ¿quién
tendrá corazón para ir a caballo cuando ve su rey ir a pie, o para quedarse en
la cama cuando lo ve entrar en la batalla?
Pues si tanto pueden ejemplos de reyes, que al fin son hombres mortales
como nosotros, ¿cuánto más deben poder los ejemplos
de aquella Real Majestad que tanto más hizo por nosotros? Especialmente que los ejemplos
de Cristo tienen otra dignidad y fuerza admirable, que en ningunos otros se
puede hallar. Porque sus ejemplos de tal manera son ejemplos que también son
beneficios, y remedios, y medicinas, y estímulos de amor, de devoción y de toda
virtud.
Demos, pues, infinitas gracias al Señor por
este tan grande beneficio, esto es, por lo mucho que Él nos dio y por lo mucho
que le costó, y mucho más por lo mucho que nos amó, porque mucho más amó que
padeció y mucho más padeciera si nos fuera necesario.
Por
todos estos títulos le debemos eterno agradecimiento. Y pues de nuestra parte
no tenemos cosa digna que le dar, a lo menos trabajemos porque toda nuestra
vida sea suya, pues la suya fue toda nuestra.
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