Siendo
Jesús el hijo más perfecto, el mejor hijo que haya existido, sintió con dolor
amarguísimo la repercusión de los terribles dolores que su amadísima Madre tuvo
que sufrir durante toda su vida, principalmente en los días de su Pasión. Los
dolores de Jesús eran los de María, y los de María eran los de Jesús.
Llegado el día de su acerba Pasión, Nuestro
Señor, obediente hasta la muerte a su Santa Madre lo mismo que a su Padre
celestial, pidió a la Santísima Virgen, en común sentir de los Santos,
consentimiento para llevar a cabo su sangriento sacrificio, y Ella se lo dio
con un amor y un dolor inconcebibles. Jesús le dio a conocer sus futuros
sufrimientos, y le pidió que en ellos le acompañara en espíritu y en cuerpo.
Así, pues, María
ofreció su Corazón, y Jesús entregó su cuerpo; y de esta suerte la Madre tuvo
que sufrir en su Corazón todos los tormentos de su Hijo, y el Hijo tuvo que
sufrir a la vez torturas inconcebibles en su cuerpo, y en su sagrado Corazón
las del Corazón de su Madre.
Después de tu tierna despedida, el Salvador
fue a abismarse en el océano inmenso de sus dolores, llevando, como aguda saeta
atravesada en su Corazón, el pensamiento y las desolaciones de Aquella a quien
Él amaba sobre todas las cosas. Por su parte, la Santísima Virgen, entrando en
profunda oración, empezó a acompañarle interiormente y a participar de las
angustias de su agonía. María decía con Jesús: “Señor,
cúmplase vuestra voluntad y no la mía”.
Durante la terrible noche
de la Pasión, la Santísima Virgen siguió en espíritu a su querido y adorable
Jesús, vendido traidoramente, abandonado, maltratado, cubierto de insultos y
ultrajes, abofeteado, escupido. ¡Qué noche! El Corazón de Jesús no dejó un solo instante el Corazón desgarrado
de su Madre, y le enviaba incesantemente gracias extraordinarias para que
pudiera sufrirlo todo sin morir. Entre
otras gracias, le envió a San Juan, su discípulo
amado, que ya no la dejó, y fue el único entre los Apóstoles que la acompañó
hasta el pie de la Cruz y al sepulcro.
Sabiendo que se acercaba el momento en que
debía seguir, no sólo con el corazón, sino también personalmente, a la Víctima
divina hasta el sangriento altar del sacrificio, salió al clarear el día,
acompañada de San Juan, de María Magdalena y de otras santas mujeres. Pronto,
confundida entre la turba del pueblo, vio a su Hijo, su Señor, su Dios, y su
único Amor; le vio pálido y desfigurado, arrastrado como vil malhechor del
palacio de Caifás al de Pilatos, del palacio de Pilatos al de Herodes, y otra
vez al de Pilatos, vestido de blanco en señal de loco. Vio a su dulce e
inocente Cordero azotado y bañado en sangre en el pretorio; y luego, cubierto
con andrajoso manto de púrpura, con irrisorio cetro de caña en sus manos, y
coronado de espinas, ser mostrado a un pueblo ebrio de furor, y por último
condenado a muerte. En sus oídos resonaba la horrible blasfemia: “¡Crucifícale, crucifícale! No tenemos otro rey que el
Cesar.”
Y durante todo este tiempo Jesús miraba a su Madre, a veces con
los ojos del cuerpo, ¡siempre con los ojos del Corazón! ¡Qué de angustias en esta
mirada! Imitando al inocente Cordero que se dejaba inmolar en silencio, María,
como Oveja de Dios, lloraba y sufría en silencio. Sólo el silencio podía
convenir a semejantes dolores.
Se pone en marcha el lúgubre cortejo. La
Oveja podía seguir a su Cordero por el rastro de su sangre. Con esta sangre
divina mezclaba la de su Corazón, es decir, sus lágrimas. Vio a su Amado, a su
Jesús, caer bajo el peso de la Cruz. Le vio subir la cuesta del Calvario. Le
vio, después de clavado en el terrible madero, elevarse como ensangrentada
bandera de salvación y de esperanza, de amor y de justicia, de vida y de
muerte, dominando la multitud. El amor la obligó a
aproximarse lo más que pudo a su adorable Hijo, y durante aquellas horas interminables
sufría con Jesús dolores que jamás podrá el hombre comprender; dolores divinos,
en expresión de San Buenaventura. Todo lo que Jesús pendiente de la Cruz sufría
en su alma y en su cuerpo, lo sufría la Madre de los Dolores en su Corazón.
Y desde lo alto de la Cruz, a través de las
lágrimas y de la sangre que oscurecían sus ojos, el Redentor contemplaba a su
Santísima Madre, y daba a sus sufrimientos un mérito que sólo Él medir podía.
La Sacratísima Oveja y el divino Cordero se
miraban en silencio y se comunicaban sus dolores. Y a medida que el sacrifico
avanzaba a su término, a medida que la santa Víctima entraba en las angustias
de la muerte, el sufrimiento inenarrable de Jesús, y por consiguiente de María,
de María y por consiguiente de Jesús, subían, subían siempre como la marea de
los grandes mares. Este sufrimiento llegó a su
colmo cuando, consumado todo, el Verbo eterno crucificado exhaló su último
grito de horrible angustia y de triunfo, inclinó la cabeza y entregó su
espíritu. Jesús espiró mirando a su Madre. María fue la primera que recibió
aquella divina mirada en Belén, cuando el Hijo de Dios vino al mundo; justo era
que fuese también la última en gozar de ella cuando el misterio de la Redención
se consumaba en el Gólgota.
¡Oh! ¡Quién pudiese sondear los misterios de
amor y de dolor contenidos en aquella última mirada de Jesús moribundo! Esta
caía sobre la más perfecta de todas las criaturas, sobre la Virgen inmaculada,
sobre la Hija predilecta del padre Eterno, sobre la Madre de Dios-Hijo, sobre
la Obra maestra y Esposa del Espíritu Santo. Caía sobre la mejor de las madres;
sobre la que Jesús amaba más que a todas las criaturas de la tierra y de los
cielos; sobre la compañera fidelísima de toda su vida y de todos sus trabajos.
Desde lo alto de la
Cruz, el Corazón de Jesús nos dio por Madre a todos y a cada uno la Santísima
Virgen en la persona de San Juan. Si, del fondo de ese Corazón lleno de amor
han salido estas dos palabras escritas en caracteres de fuego en el corazón de los
verdaderos cristianos: ¡He ahí a vuestro Hijo! Y ¡He ahí a vuestra Madre!
¡Recibir por Madre a la inmaculada Madre de Dios! ¡Qué legado! ¡Qué donación
tan divina! Bien se reconoce en ella al sagrado Corazón de Jesús: sólo Él era
capaz de semejante exceso de ternura! ¡Así se "venga" de los
pecadores, dándoles su Madre inmaculada!
¡Oh buen Jesús! Inocentísimo Cordero, que
tanto sufristeis en vuestra Pasión y que visteis el Corazón virginal de vuestra
Madre abismado en un océano de dolores! Enseñadme, si os place, a acompañaros
como Ella en vuestras aflicciones.
Enseñadme a odiar el pecado, y a ser un buen hijo para con vuestra
Madre. Pobre corazón mío, tan débil y tan culpable, ¿No
te derretirás de dolor viendo que eres la causa de los indecibles dolores de
tan Santa Madre y tan dulcísimo Salvador?
¡Oh Jesús crucificado, amor de mi corazón!
¡Oh María, mi consuelo, y Madre mía! Imprimid en mi alma un gran desprecio
de las vanidades y placeres mundanales, y haced que tenga siempre ante mis ojos
vuestros sagrados dolores, a los cuales deberé mi salvación y mi eterna
felicidad.
Monseñor Louis-Gastón de Ségur
(1820-1881)
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