“OBEDIENTE HASTA LA MUERTE”
Como decíamos, la espiritualidad mariana de San Luis María de Montfort es
maravillosamente rica y realmente completa.
Significa, ni más ni menos, la “marialización” de toda la vida
cristiana en todas sus formas y bajo todo sus aspectos, para adaptarnos
perfectamente al plan divino, que es mariano en todas sus partes y en todos sus
detalles. Significa también a María prácticamente reconocida como Mediadora en todas las relaciones de nuestra alma
con Dios.
Uno de los aspectos más fundamentales de la
vida espiritual consiste en la dependencia absoluta y radical respecto de Dios,
en la total e incesante sumisión de nuestra voluntad a la voluntad divina. La
perfección consiste, se nos dice, en la conformidad de nuestra voluntad con la
de Dios. Es la exacta verdad, aunque la santidad puede enfocarse y se presente
bajo varios aspectos.
Es fácil comprender que la dependencia
absoluta e incesante respecto de Dios sea uno de los deberes más esenciales de
nuestra vida, un deber que está de tal modo en la naturaleza de las cosas, que
Dios mismo no podría dispensarnos de él.
¡Y cómo encontramos en nuestro Maestro
adorado un admirable ejemplar de esta sumisión absoluta!
San
Pablo resumió verdaderamente toda la vida de Jesús al escribir que “se hizo obediente hasta la
muerte, y muerte de cruz” (Fil. 2, 8).
Pero Jesús
mismo es quien nos proclama su amor por la voluntad de su Padre. Debemos estar profundamente agradecidos a San Juan por habernos conservado estas
preciosas palabras en su Evangelio.
Y en primer lugar, ante la voluntad de su Padre, Jesús elimina, tanto en
principio como en la práctica, su propia voluntad humana. “He descendido del cielo”, dice, “No para hacer mi
voluntad, sino la voluntad de Aquel que me envió” (Jn. 6,38).
Es el programa de su vida, y a este programa permanecerá invariable y escrupulosamente
fiel. Y
cuando su naturaleza humana se espante y vacile ante los horrendos
sufrimientos que los acechan, exclamará: “Padre mío, si es posible
pase de Mi este Cáliz”; pero enseguida añade firmemente: “Mas no se haga como Yo quiero, sino como Tú”. (Mt. 26, 39).
Jesús vive de esta dependencia: es su alimento
y su bebida. “Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar
a cabo su obra” (Jn,
5,30). Esta dependencia va tan lejos que Jesús no obra sino
bajo su influencia, bajo el impulso del Padre, de modo que sus obras son
realmente las del Padre. Sus palabras son las del Padre, las que el Padre
le inspira decir. “Yo no puedo hacer nada
por mi cuenta: juzgo según lo que oigo… El que me ha enviado es veraz, y lo que
le he oído a Él es lo que hablo al mundo… Yo no hago nada por mi propia cuenta,
sino que hablo lo que el Padre me ha enseñado” (Jn.
5,30 – 8, 26-28).
¿Podríamos jamás meditar
suficientemente estas palabras, nosotros que queremos tender a la perfecta
sujeción de amor?
En efecto, esta misma dependencia, esta
obediencia absoluta, Jesús la exige a sus discípulos, nos la exige a todos
nosotros. Pues “no todo el que me diga: Señor, entrara en el Reino de los
Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre Celestial” (Mt. 7, 21).
Sin duda, amar a Dios es el primero y el
mayor de todos mandamientos, pero Él mismo indica cómo se debe comprender y practicar
este mandamiento: por la obediencia y dependencia. “El que tiene mis mandamientos y los guarda, ese es el que me
ama… Si alguno me ama, guardará mi Palabra… El que no me ama no guarda mis
palabras” (Jn.
14, 22-24).
También nos dice que esta sumisión fiel y
vivida es el medio de merecer sus preferencias y entrar en su intimidad: “Quien cumpla la voluntad de Dios, ese es mi hermano, mi hermana
y mi madre”. (Mc.
3, 35).
Nunca podremos recordar lo suficiente estas
importantes palabras, ni grabarlas en nuestro espíritu y nuestro corazón tan
profundamente como fuera menester.
Pero nosotros, hijos y
esclavos de Nuestra Señora, no olvidemos un aspecto importantísimo, el aspecto mariano, de la
dependencia de Jesús.
Esta dependencia misma, y
el aspecto mariano de esta dependencia, se encuentran encerrados en una brevísima frase que nos
descubre y revela todo un mundo divino: “Vivía sujeto a ellos” (Lc.
2,51). Fuera del relato del encuentro del Niño
Jesús en el Templo, eso es todo, absolutamente todo, lo que se nos ha
transmitido de la vida escondida de Jesús. Y es que, según el parecer del
Espíritu Santo, de la Santísima Virgen, que transmitió a los Evangelistas la vida
de infancia de Jesús y su vida oculta en Nazaret, y de los mismos Evangelistas,
no había más que decir. Por lo tanto, en esas
cuatro palabras encontramos el programa completo de la vida de Jesús, desde su
tierna infancia hasta su vida pública.
Esta sumisión se ejerció, sin duda alguna,
respecto de San José, pero también, y sobre todo, respecto de la Santísima
Virgen: porque Jesús no practicaba esta sumisión a San José más que a causa de
maría, la única en ser su verdadera Madre, y porque, según la creencia común,
el Santo Patriarca desapareció desde temprana hora del santo hogar de Nazaret.
Nuestro
Padre quedaba impresionado por este adorable misterio de la obediencia de Jesús; a él vuelve
frecuentemente, y se apoya en este Modelo divino para exhortarnos a la vida de
dependencia respecto de la Santísima Virgen: “Este buen Señor no ha
tenido como indigno de Él encerrarse en el seno de la Santísima Virgen, como un
cautivo y un esclavo de amor, y estarle sometido y serle obediente durante treinta
años. Aquí es, lo repito, donde el espíritu humano se abisma cuando reflexiona
seriamente en esta conducta de la Sabiduría encarnada… Esta Sabiduría infinita,
que tenía un deseo inmenso de glorificar a Dios su Padre y de salvar a los
hombres, no ha encontrado medio más perfecto y más corto para hacerlo que
someterse en todo a la Santísima Virgen, no solo durante los ocho, diez o
quince primeros años de su vida, como los otros niños, sino durante treinta
años; y ha dado más gloria a Dios su Padre, durante todo este tiempo de
sumisión y de dependencia a la Santísima Virgen, que la que le hubiera dado
empleando esos treinta años en hacer prodigios, en predicar por toda la tierra,
en convertir a todos los hombres; de otros modo, lo hubiera hecho”.
Y Montfort saca de estas consideraciones las
siguientes conclusiones, que se imponen por sí misma: “¡Oh! ¡Oh! ¡Cuán altamente se glorifica a Dios sometiéndonos a
María a ejemplo de Jesús! Teniendo ante nuestros ojos un ejemplo tan visible y
tan conocido de todo el mundo, ¿somos tan insensatos como para creer encontrar
un medio más perfecto y más corto para glorificar a Dios, que el de someternos
a María, a ejemplo de su Hijo?” (Verdadera
Devoción, nº 18. – Estos textos no solo deben leerse, sino también meditarse).
Esta
dependencia es la que el gran Apóstol de Nuestra Señora nos pide en la primera
práctica interior, cuya explicación vamos a abordar: “Es menester hacer todas las acciones por María, es decir, es
preciso que obedezcan en todas las cosas a la Santísima Virgen, y que se rijan
en todas las cosas por su espíritu”. (Verdadera Devoción, nº 258).
Y el tercer deber de los predestinados para
con la Santísima Virgen queda descripto en los siguientes términos: “Son sumisos y obedientes a la Santísima Virgen, como a su buena
Madre, a ejemplo de Jesucristo, que, de los treinta y tres años que vivió sobre
la tierra, empleo treinta en glorificar a Dios su Padre por una perfecta y
entera sumisión a su santa Madre”. (Verdadera Devoción, nº 198).
De
este modo, según la exhortación de San Pablo, adoptaremos los sentimientos y
las disposiciones de Cristo Jesús. (Fil. 2,8). Él se hizo obediente a su Padre; pero, en lo
que se refiere a sus actos exteriores u humanos, durante la mayor parte de su
vida manifestó esta obediencia al Padre en la persona de su Santísima Madre. Y
puesto que también nosotros, aunque de distinto modo, hemos aceptado libremente
la condición de esclavos de amor, queremos humillarnos y hacernos obedientes a
Dios y a María hasta el extremo y hasta la muerte; a Dios, sí, pero EN Y POR MARÍA.
Padre José María Hupperts.
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