Una narración completa de las Apariciones de Fátima.
Contada por el Padre
John de Marchi, I.M.C.
Capítulo X: Sexta
aparición (continuación)
¡“Silencio! ¡Silencio! Que ya viene Nuestra
Señora”, gritó Lucía al ver el relámpago.
Nuestra Señora vino y puso sus níveos pies sobre las lindas guirnaldas de
flores y las cintas con que la Señora da Capelinha había adornado el árbol. Los
rostros de los tres niños tomaban una expresión sobrenatural; las facciones se
les tornaban más delicadas, el colorido de las mejillas más fino, el mirar
concentrado en la Señora. No oían a la
madre de Lucía que le advirtió: ¡“Mira bien hija! ¡Mira que no te engañes”! Lucía entra en
comunicación directa con la Reina del Cielo:
¿“Qué
es lo que me quiere”?
“Quiero
decirte que hagan aquí una capilla en mi honor, que soy Nuestra Señora del
Rosario, que continuéis rezando el Rosario todos los días. La guerra va a
terminar y los soldados volverán pronto a sus casas.”
“Tengo muchas peticiones para Usted: sanar
unas personas enfermas y convertir a unos pecadores, etc.”
“Algunas
sí; otras no – Es preciso que se enmienden, que pidan perdón de sus pecados.”
Y, tomando un
aspecto muy triste, continuó: ¡“Qué
no ofendan más a Nuestro Señor, que está ya muy ofendido”!
¿“No
quiere nada más de mí”?
“No
quiero nada más”.
“Yo
tampoco quiero nada más”.
Mientras la Señora se despedía de ellos,
abrió las manos que emitían un flujo de luz. Según se elevaba, apuntó hacia el
sol y la luz destellando de Sus manos reflejaba hacia los fulgores del sol.
Sin quitar su vista de la radiosa Reina del
Cielo, Lucía grita a la gente: ¡“Ya va! ¡Ya va
allá! ¡Allá va!” Lucía no recordaba después haber dicho
estas palabras, aunque Francisco y Jacinta y muchos otros distintamente las
oyeron. Lucía después dijo que no tenía ningún recuerdo de eso. “Mi fin no era llamar la
atención de la gente hacia él, pues ni siquiera me daba cuenta de su presencia.
Lo hice sólo llevada por un movimiento interior que me impulsaba a ello”.
El eco del grito de Lucía volvió en un voceo inmenso de maravilla y
pasmo de parte de la muchedumbre. Fue
en este preciso momento que las nubes rápidamente se dispersaron y el cielo
aclaró. El sol estaba pálido como la luna. A la izquierda del sol, San José
apareció con el Niño Jesús en su brazo izquierdo. San José salía de entre nubes
luminosas dejando ver apenas su busto y junto con el Niño Jesús dibujaron por
tres veces la Señal de la Cruz bendiciendo al mundo. Mientras San José lo
hacía, Nuestra Señora estaba en todo su resplandor a la derecha del sol,
vestida en azul y blanco como Nuestra Señora del Rosario. Mientras tanto,
Francisco y Jacinta estaban bañados en los colores y señales maravillosos del
sol, y Lucía tuvo el privilegio de ver a Nuestro Señor vestido de rojo como el
divino Redentor bendiciendo al mundo, como Nuestra Señora había vaticinado. Al
igual que San José, era visible apenas su busto. A su lado estaba Su Madre
Santísima con las características de Nuestra Señora de los Dolores, vestida de
rosa, pero sin espadas en el pecho. Terminada esta visión, la Santísima Virgen
se aparecía a Lucía otra vez en todo su resplandor etéreo usando finalmente el
simple manto de Nuestra Señora del Carmen.
Mientras los niños contemplaban estáticos a las celestiales visiones, se
obraban en los cielos contundentes y pasmosos milagros ante los ojos de
incontables millares de personas. El
sol había asumido un color extraordinario. Las palabras de los testigos oculares
mejor describen estas señales estupendas. “La
gente – atestigua Tío
Marto –miraba fijamente al sol sin que le dañara.
Parecía como si se oscureciese e iluminase sucesivamente. Lanzaba manojos de
luz a un lado y a otro y todo lo pintaba de distintos colores, los árboles y la
gente, el suelo y el aire. Pero lo más notable era que el sol no dañaba la
vista”. Un hombre como Tío Marto que trabajaba con
sus rebaños todos los días en los campos abiertos y cuidaba de su jardín bajo
el sol ardiente de la sierra portuguesa, se maravillaba por ese hecho. “Todos clavaban la vista en el
astro-rey tranquila y sosegadamente,” continuó él.
“De improviso el sol se
para y comienza a danzar y bailar; y otra y otra vez comienza a danzar y a
bailar hasta que por fin pareció que se desprendía del cielo y venía encima de
la gente. ¡Fue un momento terrible”!
María da Capelinha dio al autor sus impresiones sobre este milagro
tremendo. “El
sol producía diferentes colores, amarillo, azul y blanco e infundía un gran
terror, porque parecía una rueda de fuego que iba a caer sobre la gente”. Mientras el
sol se precipitaba hacia la tierra zigzagueando vigorosamente, la multitud
gritó aterrorizada, ¡“Ay
Jesús! ¡Qué aquí morimos todos! ¡Ay Jesús! ¡Qué aquí morimos todos”! Otros rogaban
por misericordia, ¡“Nuestra
Señora nos valga”! Y rezaban el acto de contrición. Hubo hasta
una señora que hizo confesión general y decía en alta voz: ¡“Yo hice esto y aquello”!
Por fin el sol desvió hacia atrás a su órbita en el cielo. “Todos dieron un suspiro de
alivio. Estábamos vivos y había tenido lugar el milagro que los niños habían
anunciado”.
Nuestro Señor, ya tan ofendido por los pecados de la humanidad y en
especial por el trato a los niños por parte de los funcionarios del distrito, fácilmente
pudiese haber destruido el mundo ese día memorable. Sin embargo, Nuestro Señor
no vino a destruir, sino a salvar. Salvó el mundo ese día por medio de la
bendición del bienaventurado San José y el amor del Inmaculado Corazón de María
para con Sus hijos en la tierra. Nuestro Señor habría detenido la gran Guerra
Mundial que entonces estallaba y concedido la paz al mundo por medio de San
José, Jacinta declaró más tarde, si los niños no hubiesen sido detenidos y
llevados a Ourém. “Siempre
que lo hicisteis con alguno de estos mis más pequeños hermanos,” advierte
Nuestro Señor, “conmigo lo hicisteis”.
El milagro había sucedido a la hora y en el día designado por Nuestra
Señora. Nadie estaba decepcionado, nadie sino, tal vez, Nuestra Señora, que
había dicho que el milagro habría sido más grande si los niños no hubiesen sido
maltratados. Muchos miles de personas en Cova da Iría y en aldeas cercanas
atestiguaban las señales contundentes. Sus testimonios son de sumo interés. Hay
pequeñas variaciones en sus descripciones de los acontecimientos, aunque todos
concuerdan que era el suceso más tremendo e impresionante que nunca
atestiguaron. Para llegar a la idea de cuánto el suceso impresionó a la gente,
debe leerse las narrativas periodísticas de aquel entonces.
“A la una de la tarde, hora solar, cesó la lluvia,” O Día
notició. “El cielo presentaba un tono gris
perla y una claridad extraña que iluminaba aquella gran extensión dando al
paisaje un aspecto trágico, triste, muy triste, cada vez más triste. Tenía el
sol como un velo de gasa transparente para que los ojos lo pudiesen mirar. El
tono ceniciento de madreperla se transformaba en una lámina de plata brillante
que se iba rompiendo hasta que las nubes se rasgaron y el sol plateado,
envuelto en la misma envoltura ligera cenicienta se vio rodar y girar en torno
de las nubes desviadas. Un solo grito salió de todas las bocas; cayeron de
rodillas en la tierra encharcada los millares de criaturas a las que Dios y la
fe levantaban hasta el cielo.
“La luz se azulaba en un delicado
azul, como si se derramase a través de las vidrieras de una inmensa catedral en
aquella nave gigantesca que ojivaban las manos que se erguían por los aires. La
azulada luz se extinguió lentamente para aparecer como filtrada por vidrieras
amarillas. Manchas amarillas aparecían sobre los lienzos blancos y sobre las
sayas oscuras y pobres de estameña. Eran manchas que se reproducían
indefinidamente en las encinas rastreras, en las piedras de la sierra. Todos
lloraban, todos rezaban sombrero en mano con la impresión grandiosa del milagro
esperado. Fueron segundos, fueron instantes que parecieron horas ¡de tanta
viveza fueron”!
O Século, otro periódico de Lisboa, publicó un artículo aún más
detallado de los acontecimientos extraordinarios. “…Desde lo alto de la carretera, donde se aglomeraban los
carruajes y se mantenían muchos cientos de personas sin valor para meterse
tierra adentro, se vio a toda la inmensa multitud volverse al sol, que se
presentó en el cenit libre de nubes. El astro parecía una placa de plata opaca
y era posible fijarse en su disco sin el menor esfuerzo. No quemaba, no cegaba.
Se diría que se estaba realizando un eclipse. Mas he aquí que se levanta un
alarido colosal, y a los espectadores que se encuentran más cerca se oye
gritar: ¡“Milagro! ¡Milagro! ¡Prodigio! ¡Prodigio”!
“A los ojos deslumbrados de aquel pueblo, cuya actitud nos transporta a
los tiempos bíblicos e que, pálido de asombro, con la cabeza descubierta,
miraba cara a cara al cielo, el sol se agitaba y tenía movimientos bruscos
nunca vistos, fuera de todas las leyes cósmicas; el sol bailó según la típica
expresión de aquella sencilla gente.
“Encaramado en el estribo del auto-ómnibus de Torres Novas, un anciano,
cuya estatura y fisionomía a un tiempo dulce y enérgica, recordaban las de Paul
Deroulade, reza, vuelto al sol, con voz clamorosa el Credo. Le veo después
dirigirse a los que le rodean y que se mantenían con la cabeza cubierta,
suplicándoles con todo encarecimiento que se descubran ante tan extraordinaria
manifestación de la existencia de Dios. Escenas idénticas se repiten donde
nosotros nos encontramos, y una señora clama, bañada en llanto y sofocada:
¡‘Qué lástima! ¡Aún hay hombres que no se descubren ante tan estupendo
milagro’!
“Y seguidamente se preguntan unos a otros si
vieron y lo que vieron. El número mayor confiesa que vio agitarse y bailar el
sol: otros declaran haber visto el rostro risueño de la propia Virgen, juran
que el sol giró sobre sí mismo como una rueda de fuegos artificiales, que bajó
casi hasta quemar la tierra con sus rayos. Hay quien dice que lo vio cambiar
sucesivamente de colores”.
El Testimonio de otro espectador, Dr. Almeida Garrett, catedrático
de la Universidad de Coimbra, es muy informativa y corrobora las otras: “Mirando el lugar de las Apariciones
serena y fríamente y con una curiosidad que se iba amorteciendo, porque el
tiempo se deslizaba pausadamente sin que nada activase mi atención, oí el
murmullo de millares de voces y vi aquella multitud acomodada a lo largo del
campo que a mis pies se extendía, que volvía la espalda al punto al que hasta
entonces convergían los deseos y ansias, y miran al cielo del lado opuesto.
Eran sobre las dos oficiales, que correspondían, poco más o menos, al mediodía
solar.
“El
sol, momentos antes, había disipado el grueso grupo de nubes que lo tenía
oculto, para brillar clara e intensamente. Me volví hacia ese imán que atraía
todas las miradas y pude verlo semejante a un disco nítido de luz viva,
luminosa y luciente, pero sin molestar. No me pareció buena la comparación que
en Fátima oí hacer, de un disco de plata opaca. Porque tenía un color más
claro, activo y rico y además con cambiantes como una perla.
“No se
parecía en nada a la luna en noche transparente y pura, porque se veía y se
sentía que era un astro vivo. No era como la luna, esférica, no tenía la misma
tonalidad ni claro-oscuros. Parecía una rueda bruñida cortada en el nácar de
una concha. Tampoco se confundía con el sol encarado a través de la niebla (que
por otra parte no hacía aquel tiempo), porque no era opaco, difuso, ni estaba
velado. En Fátima tenía luz y calor y se dejaba ver nítido y con bordes en
arista, como una mesa de juego. Había en la bóveda celeste ligeros cirros con
giros de azul aquí y allá, pero el sol algunas veces se dejó ver en trozos de
cielo azul. Las nubes que corrían ligeras de poniente a oriente no empañaban la
luz (que no hería) del sol, dando la impresión, fácilmente comprensible y
explicable, de que pasaban por detrás; nubes que al deslizarse delante del sol
parecían tomar una tonalidad rosa o azul diáfana.
“Maravillosa
cosa que pudiera fijarse largo tiempo en el astro, llama de luz y brasa de
calor, sin el menor dolor en los ojos y sin ningún deslumbramiento en la retina
que cegase. Este fenómeno, con dos breves interrupciones, en las que lanzó el
sol sus más ardorosos y refulgentes rayos obligando a desviar la vista, debió
durar unos diez minutos.
“Este
disco tenía el vértigo del movimiento. No era el centelleo de un astro en plena
vida. Giraba sobre sí mismo con una velocidad pasmosa. De repente se oyó un
clamor, como un grito de angustia de toda aquella gente. El sol, conservando la
celeridad de su rotación, se destaca del firmamento, y avanza sanguíneo sobre
la tierra amenazando aplastarnos con el peso de su ígnea e ingente mole. Fueron
momentos de terrorífica impresión.
“Durante
el accidente solar, que poco a poco estaba describiendo, hubo en la atmósfera
coloridos cambiantes. Estando mirando al sol, noté que todo se oscurecía a mi
alrededor. Miré lo que estaba cerca y alargué mi vista a lo lejos, y todo lo vi
color de amatista. Los objetos, el cielo y la atmósfera tenían el mismo color.
Un arbusto rojizo, que se erguía delante de mí, lanzaba sobre la tierra una
sombra recargada.
“Recelando
haber sufrido una afección a la retina, hipótesis poco probable, porque dado
este caso no debía ver las cosas de color rosa, me volví, cerré los párpados y
los contuve con las manos para interceptar toda luz. Volví a abrir los ojos y
reconocí que, como antes, el paisaje, y el aire continuaban del mismo color
rosa.
“La
impresión no era de eclipse. Continuando mirando al sol, reparé que el ambiente
había cambiado. Al poco oí a un campesino que decía espantado: ¡‘Esta señora
está amarilla’! Realmente, todo iba cambiando, de cerca y de lejos, tomando el
color de hermosos damascos amarillos. Las personas parecían enfermas de
ictericia. Me reía al verlas francamente feas. Mi mano tenía el mismo color
amarillo”.
El testimonio de este hombre erudito
demuestra cuán difícil era describir adecuadamente las señales maravillosas que
ocurrieron en los cielos ese día. El 13 de octubre de 1917 fue un día memorable
para toda la gente que presenció los acontecimientos. El
periodista para la Ordem, un diario de Oporto, lo relataba con estas palabras: “El sol, unas veces rodeado de llamas muy vivas, otras aureolado de
amarillo y rojo atenuado, otras veces pareciendo animado de velocísimo
movimiento de rotación, otras aparentando desprenderse del cielo, acercarse a
la tierra e irradiar un fuerte calor”.
El mismo día 13 a la noche escribía otro testigo, el P. Manuel Pereira da Silva,
una carta a un amigo suyo en que trataba de describir los sucesos del día. Relataba la
lluvia matutina y después, “…inmediatamente aparece el
sol con la circunferencia bien definida. Se aproxima como a la altura de las
nubes y comienza a girar sobre sí mismo vertiginosamente como una rueda de
fuegos artificiales, con algunas intermitencias, durante más de ocho minutos.
Todo se quedó casi oscuro y los rostros de las personas eran amarillos. Todos
se arrodillaron en la enlodada tierra”.
Ignacio
Lourenço era un niño que tenía nueve años en aquel entonces y que vivía en la
aldea de Alburitel, a 16 kilómetros distante de Fátima. Es ahora un sacerdote y
recuerda vivamente ese día. Estaba en una escuela.
“…Era hacia el mediodía
–
dijo él – cuando
fuimos sorprendidos y quedamos sobresaltados por los gritos y exclamaciones de
algunos hombres y mujeres que pasaban por la calle delante de nuestra escuela.
La maestra fue la primera que corrió a la calle sin poder evitar que detrás de
ella corriesen todos los niños. En la calle la gente lloraba y clamaba,
apuntando al sol. Era el gran ‘Milagro’ prometido por Nuestra Señora. Me siento
incapaz de describirlo como entonces lo vi y sentí. Miraba fijamente al sol,
que me parecía pálido, de manera que no cegaba los ojos. Era como un globo de
nieve que rodaba sobre sí mismo. Después, de repente, pareció que bajaba en
zig-zag amenazando caer sobre la tierra. Aterrado, corrí a meterme en medio de
la gente. Todos lloraban aguardando de un instante a otro el fin del mundo.
“Junto
a nosotros estaba un incrédulo, sin religión alguna, que había pasado la mañana
mofándose de los simplones que andaban toda aquella caminata de Fátima para ir
ver a una niña. Lo miré, estaba como paralizado, asombrado, con los ojos fijos
en el sol. Después lo vi temblar de pies a cabeza, y, levantando las manos al
cielo, cayó de rodillas en tierra gritando: ¡‘Nuestra Señora! ¡Nuestra Señora!’
Entretanto, la gente continuaba gritando y llorando, pidiendo a Dios perdón de
los propios pecados. Después corrimos a las dos capillas de la aldea, que en
pocos instantes quedaron repletas.
“Durante
estos largos minutos del fenómeno solar los objetos que nos rodeaban reflejaban
todos los colores del arco iris. Mirándonos unos a otros, una parecía azul,
otro amarillo, otro rojo, etc. Todos estos extraños fenómenos aumentaban el
terror de la gente. Pasados unos diez minutos, el sol volvió a su lugar, del
mismo modo como había bajado, pálido aún y sin esplendor. Cuando la gente se
persuadió de que el peligro había desaparecido, estalló una explosión de
alegría. Todos prorrumpieron en una exclamación de acción de gracias:
¡‘Milagro! ¡Milagro! ¡Milagro! ¡Bendita sea Nuestra Señora’”!
Acabado el fenómeno solar y cuando la gente se levantó del suelo
fangoso, otra sorpresa les esperaba, también naturalmente inexplicable. Unos
minutos antes, habían estado de pie en la lluvia torrencial, con la ropa
totalmente empapada. Ahora cayeron en la cuenta de que se encontraba su ropa
súbita y perfectamente seca. Con qué bondad trataba Nuestra Señora a Sus amigos
que habían hecho frente la lluvia y el lodo, y se habían vestido con su ropaje
dominical para ir a Su encuentro.
El Obispo de Leiria, el señor Don José Alves
Correia da Silva escribió en su Carta Pastoral que aquellos que habían presenciado
los sucesos de ese gran día eran verdaderamente afortunados. Dijo:
“Los
niños fijaron con antelación el día y la hora en que había de darse: La noticia
corrió veloz por todo Portugal y, a pesar de lo desabrido del día y de llover
copiosamente, se reunieron millares y millares de personas que, al final de la
última Aparición, presenciaron todas las manifestaciones del astro-rey,
homenajeando a la Reina del Cielo y de la tierra, más brillante que el sol en
el auge de sus luces. Este fenómeno que ningún observatorio astronómico
registró y, por lo tanto, no fue natural, lo presenciaron personas de toda
posición y clase social, creyentes y ateos, periodistas de los principales
diarios portugueses y hasta individuos a kilómetros de distancia”.
Son esas sus palabras oficiales, habladas después de estudios extensos e
interrogaciones cuidadosas de muchos de los testigos de la aparición. No hay
posibilidad de error o ilusión cuando cerca de cien mil personas convienen en
atestiguarlas.
Dios
en el Cielo había llamado a la gente del mundo a juntarse a Él en prestar
homenaje y gloria a Su Bendita Madre María.
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