1. ° Sepulcro glorioso.
— Por el pecado entró
la muerte en el mundo...; todos los hombres han de morir porque son pecadores.
—Sólo Jesús y María estuvieron exentos de esta ley, y, no obstante, quiso
Dios que pasaran por la humillación de la muerte..., pero no debían quedar en
el sepulcro..., ni podía allí corromperse una carne tan limpia de toda mancha.
Además,
Cristo murió, pero no fue vencido por la muerte...,
sino,
al contrario, la muerte se convirtió en principio de vida... y de vida eterna, para
que todos los que en Cristo murieran, no murieran de veras... sino pasaran a la
vida de la inmortalidad.
— Por eso, su triunfo sobre la muerte había
de manifestarse necesariamente con la resurrección gloriosa de su cuerpo.
— El que había predicho tantas veces su muerte... otras tantas predijo
su resurrección.
— Tenía que demostrar su divinidad y poner el sello a su predicación,
con ese dominio sobre la vida y la muerte, propio y exclusivo de Dios.
Todas las grandezas humanas van a parar a un sepulcro..., por muy grande
que sea el poder de un hombre, un día caerá sobre él, la losa de una sepultura,
que diga: «aquí yace»..., «aquí está».
— Pero hay un sepulcro glorioso, donde triunfante de la muerte, se leen
estas palabras: «Resucitó,
no está aquí.»
— ¡Qué gloria tan grande la de Cristo en su Resurrección!...
¡Qué triunfo el suyo sin precedentes y sin igual!... Sólo Él podía
hacerlo.
— Pero esta gloria de Jesús, tiene que ser también gloria de María.
— Nada de cuanto a Él se refiere, es ajeno a su Madre.
—Estuvo asociada a Él
en el Calvario...; los dolores del Hijo fueron dolores de la Madre... Justo era
que sus triunfos y goces y alegrías, fueran también para la Santísima Virgen.
— Y no sólo para Ella, sino para todos nosotros también.
— ¡Cuánto no debe
consolamos el triunfo de la Resurrección de Cristo!
— Si no hubiera resucitado, nuestra fe sería inútil...; los enemigos
hubieran triunfado definitivamente de Él..., de su vida y de su obra.
— Pero con su Resurrección nos da el argumento más firme de nuestra
fe..., la razón más sólida de nuestra esperanza. También nosotros hemos de
morir..., también nosotros, hemos de resucitar.
—Pero, ¿cómo?... ¿Será nuestra muerte santa..., nuestro sepulcro glorioso...,
nuestra resurrección triunfante?... A estas preguntas sólo tú puedes y
debes responder..., de ti solamente depende.
— Pide a Jesús y a María sea así..., que así
lo esperes por sus méritos..., que también quieras ahora asociarte a sus
dolores, para participar un día de sus triunfos.
2. ° Aparición de Jesús a su
Madre.
— No es de fe..., ni consta en el Evangelio,
pero es cierto.
— La naturaleza y la gracia, exigen este encuentro entre Madre e Hijo.
— No podemos dudar de que la Virgen lo esperaba, con una fe viva e
inquebrantable.
— Los Apóstoles llegaron a dudar de la
Resurrección... María esperaba, con una certeza infalible, el cumplimiento de
las palabras de su Hijo.
— Por eso, Ella no fue al sepulcro..., sabía
que era inútil y que allí ya no estaba Jesús.
Piensa
ahora en esta santa impaciencia, que en especial al comenzar el día tercero,
invadiría el corazón de la Virgen. Los minutos se la harían eternidades..., la
daba el corazón de madre, que su Hijo ya se aproximaba, y el corazón de una
madre nunca se equivoca en cosas de sus hijos.
— Recuerda a la madre de Tobías, saliendo a diario al camino, para ver
si regresaba su hijo.
— Es necesario conocer el corazón de una madre y, sobre todo, el de
aquella Madre, para hacerse cargo de su deseo e impaciencia por ver al Hijo
resucitado.
— ¿No será dulce pensar que también ahora,
con sus deseos vehementes..., con sus fervientes súplicas..., hizo que se
acelerara la hora de la Resurrección, como lo había hecho en la Encarnación...
y en las bodas de Caná al adelantar el momento de la manifestación pública de
Jesús?
En fin, llegó el
instante dichoso que no es posible imaginar.
—Contempla a la Virgen aún en su soledad...,
sumida en el océano de las tristezas... Sus ojos hinchados y enrojecidos por el
llanto, ya no tienen lágrimas que dar.
— Y
de repente, una explosión de luz divina..., un cuerpo gloriosísimo con
vestiduras más blancas que la nieve... y, sobre todo, una voz dulcísima..., muy
conocida, que llama y repite mil veces: ¡¡¡Madre!!!
— ¿Qué lengua podrá explicar estas efusiones
de Hijo y de Madre en aquellos instantes?
—
Deja a tu corazón sentirlas y que se pierda y se abisme en este mar de dicha...,
de felicidad..., de gloria verdadera... ¡Qué bueno es Jesús para los que
le aman!
— Un poco de padecer y sufrir con El, y luego
cuánto goce y satisfacción sin fin.
—Compara con estos goces y alegrías, las que
el mundo ofrece, y verás si merecen siquiera este nombre, las mentiras que él
nos da.
También aplica ahora, la
regla del amor y del dolor: cuál es el amor, es el dolor..., y cuál es el
dolor, así es la alegría después.
— ¿Cómo sería la alegría de la Virgen si así
amaba a su Hijo?... Si así sufrió en su muerte, ¿qué sería verle ahora glorioso..., triunfante...,
resucitado, para nunca más morir?
— Ahora de nuevo, iría Ella recorriendo las
heridas de su Cuerpo..., y las adoraría con la felicidad que la produciría
verlas tan gloriosas.
— Recórrelas también tú con Ella, y una vez
más detente en aquel costado..., en aquel Corazón... ¡Qué
horno!... ¡qué volcán de fuego!... Entra
muy adentro y allí abrásate..., consúmete en santo amor a Dios.
3.° Efectos de esta
aparición.
A) Una
alegría tan grande y tan viva, que fue milagro de Dios que la Virgen no muriera
sin poderlo resistir.
— Una alegría espiritual y divina, de la que
no se saciaba el alma de María, semejante a la del Cielo, que nunca llega a
cansar.
B) Una compenetración más íntima y profunda,
que Dios la concedió, con su divino Hijo, como premio a su fidelidad y
generosidad en el sacrificio...; de suerte que sin llegar a convertirse en
Dios, fuera no obstante la participación más grande que de la divinidad pudiera
darse a una criatura.
C) Un conocimiento aún más claro..., una contemplación
más sublime, de lo que era su Hijo, y de su obra grandiosa de la Redención.
— Sin
duda, que Jesús la reveló entonces altísimos secretos..., sus planes y proyectos...,
su Ascensión a los Cielos después de unos días..., la fundación de su Iglesia y
la parte que Ella debía tener en tal obra...: en fin, grandes secretos del
Cielo y las muchas almas que ahora iban a entrar en él.
También tú, te has de alegrar con este grandioso
triunfo de Cristo... y con este gozo de tu Madre.
— Repítela la felicitación de la Iglesia:
Regina
Coeli Laetare, Alleluia...
Pídela que te dé alguna partecita de su felicidad,
si ahora no, al menos algún día en el Cielo..., y, en fin, no olvides que,
según San Pablo, de la Resurrección de Cristo, hemos de sacar grande asco y
hastío de las cosas de la tierra, que ni pueden ni merecen llenar nuestro
corazón... Que busquemos lo de arriba..., que suspiremos por la otra vida,
viviendo ahora despegados de ésta, y, que el espíritu de fe..., la vida de fe,
sea la que sobrenaturalice todos nuestros actos, para darlos un valor que por
sí mismos nunca tendrían... y que de este modo llegarán a constituir la gloria
de nuestra corona en el Cielo.
“Meditaciones sobre la Santísima Virgen
María”
ILDEFONSO
RODRÍGUEZ VILLAR
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