lunes, 2 de abril de 2018

“LA VERDADERA HISTORIA DE FÁTIMA”




Una narración completa de las Apariciones de Fátima.

Contada por el Padre  John de Marchi, I.M.C. 


Capítulo IX: La sexta Aparición


   Durante las tres Apariciones anteriores la Virgen Santísima había asegurado a los pastorcitos que la última vez que se apareciera, en octubre, obraría un milagro para que todos viesen y de este modo creyesen. Lucía lo había repetido a todos los que le venían a preguntar y las noticias al respecto se habían esparcido como un incendio forestal a lo largo y ancho del país. Imagine, siendo avisado anticipadamente de que un gran milagro sucedería en una fecha tope no de cien años sino de treinta días. La expectativa y ansiedad provocadas por el pronóstico de este tremendo presagio pesaban mucho sobre los creyentes, especialmente las familias de los pastorcitos.  Los incrédulos se reían de la profecía y los enemigos de la Iglesia lo llamaban una gran filfa con que la Iglesia intentaba endilgar al pueblo. Para ellos el 13 de octubre sería un día en el que regocijarse porque el engaño sería desenmascarado y la Iglesia sería desacreditada por completo.

   Los niños estaban entristecidos extremadamente frente a la incredulidad de tantos, pero confiaban totalmente en la bondad de Nuestra Señora y por eso no se preocupaban. Sin embargo, sus familias fueron atormentadas en especial por los muchos vecinos que no daban crédito a las Apariciones. Hasta amenazaban a las familias con castigos severos si la promesa de un milagro resultase falsa.

   “Mi familia – cuenta María de los Ángeles, la hermana mayor de Lucía – estaba muy preocupada. Cuanto más se acercaba el día 13, más repetíamos a Lucía que no se entercase, que iba a suceder algo malo a ellos y a nosotros; que íbamos a sufrir todos por lo que ellos habían inventado. El padre la reprendía frecuentemente, pero nunca llegó a pegarle. Era la madre la que más la castigaba. Se decía que iban a arrojar bombas en Cova da Iría para meter miedo en todos los que fuesen allá. ‘Si estuviese en nuestras manos – decían algunos – los metíamos en un cuarto hasta que se desdijesen’. Teníamos mucho miedo. Cuando no estábamos con Lucía, decíamos: ¿‘Qué será de todos nosotros’? Alguien vino a aconsejar a la madre que llevase a Lucía fuera de aquí, a un sitio donde nadie diese con ella. La gente se quedaba sin saber lo que debía hacer.

   “La madre quería hacer lo correcto, pero no comprendía. ‘Si es Nuestra Señora la que allí se aparece – lamentaba la madre – bien podía haber hecho ya un milagro. Podría haber hecho brotar un ribero, o cualquier otra cosa. ¡Ay, en qué va a parar esto’! Pero los niños no tenían miedo. Una vez fui a estar con ellos un poco y les dije: ¿‘Entonces vosotros no estáis resueltos a decir que no habéis visto nada en Cova da Iría? Andan diciendo que echarán bombas para destruir nuestras casas. Será mejor que me lo digáis sólo a mí y yo voy y se lo digo al señor Cura, y el señor Cura lo dice desde el púlpito. ¿Queréis?’ Lucía, frunciendo el ceño, se callaba. Jacinta, entre lágrimas y con su vocecita fina, me dijo: ‘Pues sí, pero ¡el caso es que la hemos visto’”!

   Era tan grande el terror que la madre de Lucía tenía sobre el inminente desastre, que la víspera del día 13, apenas amaneció, saltó de la cama, fue a despertar a Lucía y le rogó que fuese a confesarse. “Dicen que vamos a morir mañana en Cova da Iría. Si la Señora no hace el milagro, la gente nos mata”.
   Pero Lucía respondió con placidez: “Si la madre quiere confesarse, yo también voy. Yo no tengo miedo que nos maten. Estoy segurísima de que la Señora ha de hacer mañana todo lo que prometió.” Y no se habló más de confesiones.

   En casa de Francisco y de Jacinta había más paz. No había nada que pudiese debilitar la fe del Tío Marto. “Pocos días antes del día 13 de octubre – nos cuenta él – apareció por aquí el P. Poças, Párroco de Porto de Mos, con un feligrés suyo. Venía a ver si conseguía que los niños se desdijesen. Habían preguntado a Francisco, pero sin resultado alguno. Querían también hablar con Lucía y con Jacinta, pero las dos niñas habían ido a Boleiros a buscar cal con un jumentillo. A pesar de decirles yo que las niñas vendrían, allá fueron el sacerdote y su feligrés en busca de ellas, acompañados de Juan.” Iba a forzar a los niños a repudiar su historia, o en caso contrario, haría algo drástico.
   “Oye, niña – dijo el sacerdote a Lucía – vas a decirme ahora que todo eso son historias y brujerías. Si tú no lo dices, lo digo yo y lo hago decir por todas partes y, es claro, vosotros tampoco os escapáis”.
   Lucía no respondió palabra, pero Tío Marto no podía contenerse sin decirle: “Pues lo mejor es mandar telegrafiar por todas partes”.
   ¡“Pues eso es lo que se debería hacer! Así nadie vendría acá el día 13 y se terminaría todo”, – dijo el sacerdote triunfante. 
   El otro hombre que venía con el Padre, declaró: “Aquí no hay más que brujería”.

   Tío Marto quedó encolerizado, y Jacinta, a quien no gustaba ver a nadie enfadado, desapareció. Se volvió su padre al cura y le dijo: “Si así es, dejen en paz a los niños. Nadie impide a los señores que hagan lo que les parezca”. Tío Marto fue para casa con Lucía y Juan, seguidos por el sacerdote y su feligrés. Estaba ya Jacinta en el umbral de la puerta, peinando el cabello de otra niña.
 ¡“Oye, Jacinta – dijo entonces el P. Poças – ¿Tú no quieres decir nada? Ya nos lo ha contado todo Lucía; y todo es mentira”.

   “No, Lucía no ha dicho nada,” – respondió con firmeza la niña. Pero él insistía y Jacinta insistía aún más. Todos estaban pasmados de la firmeza de la pequeña; hasta Tío Marto se pensó que se convencían de las Apariciones. A una de esas el tal individuo sacó un tostão del bolsillo para entregarlo a Jacinta.
   Tío Marto lo cogió del brazo y le dijo: ¡“Alto, eso no se hace”!
   “Por lo menos, a Juan he de darle algo”.
   “No hace falta – dijo el padre – pero si quiere, a él se lo puede dar”.
   Cuando iban a salir, el sacerdote se volvió a Tío Marto y le dijo: “Sí, señor, ¡ha desempañado Usted bien su papel”!

   “Bien o mal, no lo sé; en esta casa así las gastamos. No conseguirán que los niños se desdigan, pero, aunque lo consiguiesen, yo me quedaba con la mía, con que los niños dicen la verdad”. El Señor Marto era un buen padre, siempre fiel a sus hijos, así como eran fieles a él, porque todos sin reservas creían en Dios y en Su Santísima Madre María. 

   La mañana del 13 de octubre, 1917, un injustificado terror prevalecía en Fátima. La lluvia caía a cántaros, un triste inicio para el día glorioso prometido por Nuestra Señora y los niños. Sin embargo, la lluvia no desanimó la fe viva con que millares de peregrinos de todas las provincias de Portugal se encaminaban a la dichosa tierra para presenciar el milagro prometido. Incluso los diarios, hasta entonces tan hostiles a los sucesos en Fátima, enviaron periodistas al lugar, y como publicaron en los días siguientes extensos artículos sobre los eventos extraordinarios, los aprovecharemos aquí, citando las narrativas periodísticas que describen la auténtica historia del acontecimiento.

   “Se despoblaron los lugares, las aldeas, las ciudades próximas”, – dijo el periodista de O Dia, un diario de Lisboa. “Por todas partes, ya desde la víspera, se veían camino de Fátima grupos de romeros. Venían a pie, con los borceguíes en sus piernas musculosas, con las vistosas sayas pendientes de las caderas, a la cabeza el saquito de provisiones, a paso ligero que hacía girar el vuelo de las faldas y agitar los pañuelos anaranjados con que sujetaban sus sombreros.
   “Obreros de Marinha, labradores de Monte Real, de Cortes, de los Marrazes, serranas de las lejanas sierras de Soubio, de Minde, de Louriçal – gente de todas partes a donde había llegado la voz del milagro, dejaban las casas y los campos y venían por aquellas afueras a caballo, en carro o a pie, cruzando las carreteras, atravesando montes y pinares interminables por caminos que durante dos días se vieron animados con el rodar de los carros, el caminar de los asnos y el vocear de los grupos de romeros.
   “El otoño amarilleaba las viñas ya vendimiadas. El viento del nordeste, frío y cortante, anunciando el invierno, sacudía los chopos transparentes de las orillas de los ríos.
   “En los aires se veían girar las aspas blancas de los molinos. En los pinares inclinaban al viento sus verdes copas los pinos. Las nubes cubrían ya el cielo. La niebla se amontonaba en inconsistentes bloques. El mar, en la amplia playa de Vieira, lanzaba doquier su espuma, bramaba, se enroscaba en altas olas y se dejaba oír por los campos su clamor siniestro.
   “Toda la noche, toda la madrugada, se pasó cayendo una lluvia menuda, persistente, que encharcaba los campos, que entristecía la tierra, que calaba hasta los huesos, con su humedad fría, a mujeres, niños, hombres y animales que cruzaban las macilentas carreteras que conducen a la sierra del milagro. La lluvia caía, caía, insistente y blanda. Las faldas de estameña y las estampadas telas parecían pingos y pesaban como plomo en las tiras de las cinturas. Las gorras y los largos sombreros escurrían agua sobre las chaquetas nuevas de los días de fiesta. Los pies descalzos de las mujeres, las botas herradas de los hombres patinaban en los grandes pozos del lodazal de las carreteras. Pero la lluvia parecía que no mojaba, parecía que no se la sentía.
   “Caminaban sierra arriba iluminados por la fe, con ansias del milagro que Nuestra Señora prometió, para el día 13, a la una de la tarde, hora del sol, a las almas sencillas y puras de tres niños que apacentaban sus ganados”. Pero en realidad era mediodía en Fátima porque el sol en ese momento estaba en su cenit.
   “Se oía cada vez más cercano un murmullo que bajaba del monte; murmullo que parecía la voz lejana del mar, que había penetrado en el silencio de los campos. Eran cánticos que se definían entonados por millares de bocas. En la planicie alta de la sierra se veía cubriendo el monte, llenando un valle, una mancha enorme y movediza de millares y millares de criaturas de Dios, millares y millares de almas que rezaban”.

   O Século, otro diario de Lisboa, publicó un artículo extenso sobre los acontecimientos del día. Su periodista escogió para su punto de observación el camino de Chão de Maçãs a Vila Nova de Ourém.
   “…Por el camino se topan los primeros grupos que marchan en dirección al lugar santo, distante más de veinte kilómetros bien medidos. Hombres y mujeres van casi todos descalzos, ellas con el saquito a la cabeza, además de los zapatones; ellos apoyándose en los gruesos bastones y provistos cautelosamente de paraguas. Diríamos que iban completamente ajenos a cuanto veían, sin preocuparse para nada ni del paisaje que tal vez desconocían, ni de los demás viandantes, como si estuvieran sumergidos en un sueño, rezando en melancólico tono el santo Rosario. Una mujer entona la primera parte del Ave María, la salutación; los compañeros, a coro, continúan con la segunda parte, la súplica. Con paso seguro y cadencioso pisan el embarrado camino, entre pinos y olivos, para llegar antes de la noche a lugar de la Aparición, donde bajo el relente y a la luz fría de las estrellas, proyectan dormir, ocupando los primeros puestos junto a la encina bendita para poder ver mejor al día siguiente.
   “A la entrada de la Villa, mujeres del pueblo a quienes el ambiente ya había injertado el virus del ateísmo, comentan en tono de mofa el caso del día: ‘Entonces ¿vas mañana a ver a la santa’? pregunta una. ‘Yo no. ¡Si ella no viene acá’! Y se ríen a gusto, mientras los devotos prosiguen indiferentes a todo lo que no sea el objetivo de su romería. Durante la noche se reúnen en la plaza de la Villa los más variados vehículos, conduciendo creyentes y curiosos, sin que falten viejas damas vestidas de oscuro, encorvadas ya por el peso de los años, pero brillándoles en los ojos la luz ardiente de la fe que las llevó al acto animoso de abandonar por un día el rinconcito imprescindible de la casa.
   “Al romper el alba, nuevos grupos aparecen intrépidos y atraviesan, sin pararse, el poblado, cuyo silencio rompen con la armonía de los cánticos que voces femeninas muy afinadas, entonan en un violento contraste con la rudeza de los tipos.
   “Nace el sol, pero el cariz del cielo amenaza tormenta. Las nubes negras se amontonan precisamente por el lado de Fátima. Nada, sin embargo, les detiene; por todos los caminos, y sirviéndose de todos los medios de locomoción, quieren a toda costa verse en Fátima. Los automóviles lujosos se deslizan vertiginosamente, haciendo sonar sus bocinas; los carros de bueyes se arrastran ladeándose hacia la cuneta, las galeras, las manuelas, los vehículos cerrados, los carruajes de todas clases, en los que se improvisan asientos, van cargados a más no poder.
   “Casi todos van provistos de sus alforjas o saquitos con comidas más o menos modestas para ellos y forraje para los animales a los que el ‘poverello’ de Asís llamaba nuestros hermanos, que llenan cumplidamente su cometido. Se oye algún que otro tintineo, se ven carretas adornadas de follaje; no obstante, el ambiente de fiesta no raya en lo exagerado; las maneras son compuestas y el orden absoluto. Tratan los borriquillos a un lado del camino, y los ciclistas, numerosísimos, hacen verdaderos prodigios para no precipitarse contra los carros.
   “Hacia las diez el sol se entolda completamente y no tarda en comenzar a llover y llover bien. Las mangas de agua, batidas por un viento agreste, fustigan los rostros, encharcando el camino empedrado y calando hasta los huesos a los caminantes. Si algunos se cobijan bajo las copas de los árboles, junto a las paredes de las fincas o en las distanciadas casas que se topan a lo largo del camino, otros continúan la marcha con una resistencia impresionante.
   “El lugar de Fátima donde se dice que la Virgen se aparece a los pastorcitos del pueblecito de Aljustrel, está dominado por una enorme extensión desde el camino que lleva a Leiría y a lo largo del cual se acomodan los vehículos que allá han conducido a peregrinos y mirones. Pero el grueso de los grupos, millares de personas venidas de muchas leguas alrededor y a los que se juntan creyentes de varias otras provincias se congregan en torno de la pequeña encina que, al decir de los pastorcitos, la Visión ha escogido por su pedestal y que puede considerarse como el centro del amplio circo en cuyo reborde se acomodan otros espectadores y devotos”.

   Algunos estimaban que la muchedumbre en Cova da Iría ese día debía de ser por lo menos de setenta mil personas. Un profesor de la Universidad de Coimbra, Dr. Almeida Garrett, después de considerarla con cuidado, nos habla en su relación de más de cien mil. “El día 12 – nos cuenta la señora María Carreira – sobraba tanta gente allá. Y era tal el barullo, que se oía hasta arriba en nuestro lugar. Pasaron la noche todos al aire libre, porque no había ni una habitación disponible. Aún no apuntaba el sol y ya se rezaba, se lloraba y cantaba. También yo fui para allá muy pronto y conseguí llegar a la encina, de la que no quedaba más que el tronco, a la que yo la víspera adorné con flores y cintas de seda”.

   En casa de Lucía, había gran conmoción. La señora María Rosa se estremecía como nunca antes suponiendo que para la hija sería aquel el último día de su vida. Corriéndole las lágrimas por las mejillas, contemplaba a la niña que, acariciándole el rostro, procuraba animarla.
   “No tenga miedo, madrecita – dijo Lucía – porque nada malo nos ha de suceder. Nuestra Señora ha de hacer lo que prometió”.
   Y Lucía se disponía a salir. La señora María Rosa se decidió a acompañarla. “Si mi hija va a morir, ¡quiero morir yo a su lado”! Y con el padre fue a llevar a la niña a casa de los tíos.
   La casa rebosaba de gente; centenares estaban también afuera, esperando a los niños. “Os curiosos y devotos nos llenaban la casa a más no poder” – Tío Marto recordaba.  “Fuera llovía mucho. Aquello estaba hecho un barrizal. Mi mujer se afligía con todo aquello. Había gente encima de las arcas y de las camas; todo lo manchaban. ‘Déjalo, querida’ – la tranquilicé. ‘En llenándose, no cabe uno más’. A la hora justa, me disponía yo a salir detrás de los pequeños cuando un vecino me llama aparte y me dice bajito: ‘Tío Marto, será mejor que no vaya Usted. Podía suceder que lo maltraten. A los pequeños, no. Son criaturas; nadie va a hacerles nada. Pero Usted, corre peligro’. ‘Yo voy de buena fe’ – le contesté. ‘No tengo ningún miedo. Las cosas irán bien, no tengo el menor recelo’. Mi Olimpia, sí, tenía mucho miedo: siempre andaba con confusiones. Se encomendaba a Nuestra Señora. Veía aquello de otro modo, porque los sacerdotes y otras personas no lo veían bien.
   “Los niños estaban muy tranquilos. Jacinta y Francisco de nada se preocupaban. ‘Oye – decía Jacinta – si nos matan vamos al Cielo, pero los que nos hagan mal ¡pobres! ¡Van al Infierno’!

   “Una señora de Pombalinho, nada menos que la Baronesa de Almeirim, trajo dos vestidos para las pequeñas y ella misma se los vistió; uno azul, para Lucía, y uno blanco, para Jacinta; en la cabeza les puso una coronita de flores de tela, de modo que parecían angelitos. Salimos de casa lloviendo a mares. El camino era un lodazal. Todo lo cual no impidió que hubiese mujeres y hasta señoras que se arrodillaban delante de los niños. ¡‘Déjense de todo esto, señoras’! – les decía yo. Aquella gente pensaba que los niños tenían un poder que sólo los santos tienen.
   “Después de muchos trabajos y muchas intervenciones, llegamos a Cova da Iría. La gente estaba tan apiñada que no se podía pasar. Entonces fue cuando un chófer levantó a mi Jacinta en los brazos y a empujones se abrió paso hasta las varas que sostenían las linternas, gritando: ¡‘Dejen pasar a los niños que han visto a Nuestra Señora’!
   “Yo me puse detrás de ellos y Jacinta, afligida por verme en medio de tanta gente, comenzó a gritar: ¡‘No aplasten a mi padre! ¡No aplasten a mi padre’!
   “La pusieron en el suelo junto a la encina, pero también allí la aglomeración era espantosa y la pequeña lloraba. Entonces Lucía y Francisco la pusieron en medio de ellos.
   “Mi Olimpia estaba al otro lado, no sé por dónde; pero la madre de Lucía, María Rosa, llegó hasta allí mismo. Yo me quedé un poquito separado y uno de mala traza me dio con un palo en el hombro y pensé entre mí: ‘Esto es el principio del desorden’. La gente ondulaba para atrás y para adelante, hasta que, cuando llegó aquel momento, todo quedó silencioso y tranquilo. El momento, ya es sabido, era el mediodía solar”.

    “Junto al lugar de las Apariciones había también un sacerdote – nos dice la señora María da Capelinha – que había pasado allí la noche, y se encontraba ahora rezando el breviario. Al mediodía llegaron los niños vestidos de blanco como si fuese de Primera Comunión y el señor sacerdote les preguntó a qué hora iba a llegar la Santísima Virgen. ‘Al mediodía’ – respondió Lucía. El sacerdote miró el reloj y dijo: ‘El mediodía ya ha pasado. ¡Nuestra Señora no es mentirosa! ¡Vamos a ver’! Pasaron unos minutos y el tal sacerdote mira otra vez el reloj y dice: ‘El mediodía ya ha pasado: ¡Esto no es más que una ilusión! ¡Fuera de aquí’!

   “Pero Lucía no se quería ir y el sacerdote comenzó a empujar con las manos a los tres niños. Lucía entonces le dijo llorando: ‘El que quiera que se vaya, ¡que yo no me voy! Yo estoy en lo mío. Nuestra Señora dijo que vendría. Otras veces ha venido y ahora también vendrá’. Al mismo tiempo miró para el oriente y dijo a Jacinta: ‘Jacinta arrodíllate, que ya viene Nuestra Señora. Ya he visto el relámpago’. El sacerdote se calló, muy calladito, y no lo vi más”.

   La hora de la Aparición había llegado; el milagro que se les prometió había comenzado.


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