Por el R. P. Ricardo F. Olmedo
El Código de Derecho Canónico de 1983 no
especifica lo que debe entenderse por aborto y tampoco lo hacia el de 1917. (El
Código, en su canon 2350 dice así: “Los que procuran el aborto, incluso la
madre, incurren, si el aborto se verifica, en excomunión latae sententiae
reservada al Ordinario; y si son clérigos, deben además ser depuestos”. El Código
de 1983, en el canon 1398 dice: “Quien procura el aborto, si éste se produce,
incurre en excomunión latae sententiae”, es decir, automática).
Los antiguos manuales de moral médica y los
manuales de teología moral usados en los Seminarios, en definiciones breves se referían
al aborto como “la expulsión del seno
materno de una criatura viva pero inmadura”, aludiendo
al ser concebido que todavía no había alcanzado
el desarrollo suficiente para poder vivir separado de su madre; se decía que era “inmaduro” o “inviable” cuando
no había llegado a los siete (otros hablaban de seis) meses completos desde el
comienzo de la gestación, considerándolo desde ese momento “viable”
o “maduro”. (Definiciones
modernas acortan el plazo a 22 semanas, y así afirman que aborto es “la muerte
del producto de la concepción antes de las 22 semanas de vida dentro del utero
materno”. Las técnicas modernas hacen que los plazos de inviabilidad-es decir,
de imposibilidad de sobrevivir afuera del utero materno- se hayan abreviado más
y más. En Orlando, Estado de Florida, Estados Unidos, se registra el caso de
una niña que nació [y sobrevivió] a las 21 semanas-cuatro meses y medio- de
concebida. Hoy en día, la viabilidad depende en gran medida de la habilidad de
los médicos, de las enfermeras y de contar con la técnica de apoyo adecuada. Se
habla de lograr, quizás en poco tiempo, la sobrevida en niños nacidos con solo
diez a doce semanas de gestación en el útero materno). A partir de entonces la expulsión
provocada para eliminar al niño no era considerada “aborto”
sino homicidio o “aceleración del parto”. (Que es lícita con causa justa
proporcionada. Y así lo ha dicho el Santo Oficio en 1898: “La aceleración del
parto no es de suyo ilícita, con tal que se haga por causas justas y en tiempo
y de modo que, según las contingencias ordinarias, se atienda a la vida de la
madre y del feto” [Dz. 1890b]).
Delimitado el alcance del término, conviene ahora
dilucidar las clases de “aborto” que
existen, para así poder determinar cuándo hay culpa moral (pecado), cuando no, y poder ver luego que consecuencias trae el
primero según el Derecho Canónico de la Iglesia.
Una primera división de orden médico habla
de aborto
provocado y aborto espontáneo. El primero es el querido o inducido,
no importa por qué medios, y es siempre objetivamente un pecado mortal. También
recibe el nombre de aborto criminal. En el segundo, opuesto al
primero, no ha intervenido la voluntad y puede suceder por un accidente absolutamente
no querido o ser obra de la naturaleza. Entonces no hay aquí culpa moral, no
existe ningún pecado.
Se dice aborto “terapéutico” al indicado por razones médicas para salvar a una
madre, cuya vida corre peligro a causa de un embarazo. La indicación terapéutica
es, indudablemente, la que mayor perplejidad ocasiona en su discernimiento
desde el punto de vista moral, la más utilizada en las campañas abortistas, y
la que antiguamente provoco algunas disputas entre los moralistas.
Sin embargo, no hay duda alguna para afirmar
que es moralmente condenable, puesto que se trata simplemente del aborto
provocado al que nos hemos referido en el párrafo anterior: ningún fin hace
buena una acción intrínsecamente mala como es el asesinato de un inocente.
Papa Pío XII: |
Al respecto decía el Papa
Pío XII: “salvar la vida de la
madre es un nobilísimo fin; pero la muerte directa del niño como medio para
este fin no es lícita” (Discurso
dirigido al “Congreso de Obstetras Católicas”, del 29 de octubre de 1951);
y explicando el mandato divino de “No mataras”, señalaba que: “Este principio vale tanto para la vida del niño como para la de
la madre. Jamás y en ningún caso ha
enseñado la Iglesia que la vida del niño deba preferirse a la de la madre. Es
un error plantear la cuestión con esta disyuntiva: o la vida del niño o la de
la madre. No; ni la vida de la madre ni la del niño pueden ser sometidas a un
acto de supresión directa. Por una u otra parte
la exigencia no puede ser más que una sola: hacer todo esfuerzo para
salvar la vida de ambos: de la madre y del hijo”. (Discurso al “Congreso de Familias
numerosas”, el 28 de noviembre de 1951).
Para dar terminada la cuestión en este
punto, recordemos lo que decía hace más de medio siglo atrás en el mismo ámbito
de la medicina: “Cualquiera que lleve a
cabo un aborto terapéutico, o desconoce los modernos métodos médicos, o no
quiere gastar ni tiempo ni esfuerzo para aplicarlos… El aborto terapéutico, al
implicar la directa destrucción de una vida humana, es contrario a todas las
reglas y tradiciones de una buena práctica médica. Desde su mismo principio el
enfoque del problema ha sido anticientífico”. (Expresiones
del Dr. Roy J. Hefferman, en la Asamblea del Colegio de Cirujanos de los
Estados Unidos, en el año 1951[citado por el Padre Domingo Basso, en su obra “Nacer
y Morir con dignidad-Bioética”, ed. CAC y Depalma, año 1993, pág. 378).
La última división que nos interesa es la que habla de
aborto “directo” y aborto “indirecto”.
“Directo” se
dice de aquel que es buscado por sí mismo, y entonces entra en la primera
calificación de aborto provocado (pecado mortal).
El aborto “indirecto”, en cambio, no es directamente querido sino antes
bien rechazado en sí, pero se produce a consecuencia de otra acción querida y
buena en sí o indiferente, que tiene un fin bueno.
Obrar así es permitido según el principio
general de las acciones de “doble efecto” o del “voluntario indirecto”, que es explicado por el Padre Royo Marín de esta manera: “Con causa gravemente
proporcionada es licito cooperar indirectamente a la muerte del inocente, o
sea, haciendo u omitiendo alguna cosa, de suyo buena o indiferente, de la cual
se siga, sin intentarla, la muerte del inocente. [Y esto] es una sencilla
aplicación de las leyes del voluntario indirecto, según las cuales, cuando, de
una acción de suyo lícita, se siguen dos efectos, uno bueno—el más inmediato—y
otro malo—el más remoto o, al menos, simultaneo al bueno—, es licito intentar el
bueno y permitir el malo si hay causa proporcionalmente grave para ello, o sea,
si el efecto inmediato bueno compensa con creces al remoto malo. En el caso
concreto que nos ocupa, será causa proporcionada el bien mayor que se siga
inmediatamente de la acción licita y no a través de la muerte del inocente”.
El mismo Papa Pío XII dirá al respecto que “si…independientemente
del estado de embarazo, se requiriese urgente una intervención quirúrgica … que tuviera como consecuencia
secundaria, en ningún modo querida ni intentada,
pero inevitable, la muerte del niño, tal acto no podría ya llamarse un atentado
directo contra la vida inocente, [y] la operación puede ser licita, … siempre
que se trate de un bien del alto valor como es la vida y no sea posible
diferirla hasta el nacimiento del niño ni recurrir a otro remedio eficaz”. (Discurso
al “Congreso de Familias numerosas”, del 28 de noviembre de 1951).
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