Una narración completa de las Apariciones de Fátima.
Contada por el Padre
John de Marchi, I.M.C.
Capítulo XII: La muerte de
Jacinta
La
muerte de Francisco dejó
completamente desoladas a Lucía y
Jacinta. Aunque se daban cuenta de que era feliz en el Cielo con Nuestro Señor
y Nuestra Señora, lo echaban de
menos. Sus tres corazones eran como uno sólo y con la pérdida de él, se sentían
como si hubiesen perdido parte de su corazón. Jacinta, en especial, se sentía solita sin su hermano. Sentada en
la cama, con la frente abrasada por la fiebre, la pequeñita pasaba horas y
horas sin moverse, su rostro expresaba la más profunda melancolía.
¿“En qué piensas
Jacinta”? – preguntaba su
madre.
“Pienso en Francisco. ¡Cuánto deseo verlo”! Jacinta no podría decir a su madre
todo lo que pensaba, pero se lo comunicaba todo en confidencia a Lucía. “Pienso en Francisco. ¡Cuánto deseo verlo! Pienso en la guerra
que ha de venir. Ha de morir mucha gente y ¡tantos han de ir al Infierno! Serán
arrasadas muchas casas y morirán muchos sacerdotes. Mira, yo voy al Cielo, y
cuando veas de noche esa luz que la Señora dijo que vendría antes, huye también
tú al Cielo”.
¿“No ves que al Cielo no se puede huir”?
“Es verdad, no puedes,
pero no tengas miedo; yo en el Cielo he de pedir mucho por ti, por el Santo
Padre, por Portugal, para que la guerra no venga para acá, y por todos los sacerdotes”.
Jacinta no sólo rezaba, sino también sufría.
La bronconeumonía que padecía empeoraba diariamente y se formó en su pecho un
absceso. A la madre, que se mostraba muy triste al ver su querida pequeñita
sufrir tanto, Jacinta siempre respondía con palabras de consuelo: “No se ponga triste, madre, que yo voy al Cielo; allá he de
pedir mucho por Usted. No llore, que estoy bien.” Pequeña soldado que era, se esforzaba
por olvidar su enfermedad y sus dolores para dar consuelo a su familia y para
ofrecer todo por la conversión de los pecadores. “¡Pobrecitos! Tenemos que rezar y hacer muchos sacrificios por
ellos” – confiaba a
Lucía.
¡“Ah, si pudiésemos con nuestros sacrificios
cerrar para siempre las puertas de aquel terrible horno; si pudiésemos hacer
que todos los pecadores fuesen al Cielo”! Jacinta no dejaba desperdiciar ni un momento
de sufrimiento. Una sola punzada de dolor le tenía más valor que todo el oro en
el mundo.
El médico vino a su casa y por carecer de
medios profesionales en la aldea, aconsejó a los padres que la internaran en el
hospital de Vila Nova de Ourém.
Jacinta sabía que ni los mejores médicos del mundo podrían devolverle la salud.
Aceptó ir, con todo, en obediencia a Nuestra
Señora porque esto le daría una mejor oportunidad de sacrificarse. Jacinta se esforzaba por ser valiente,
pero lo de ir a un hospital y convivir entre desconocidos, sin sus padres y
hermanos, no era un sacrificio fácil. Pero
lo más duro de todo sería despedirse de Lucía. ¿Cómo
podría pasar sin ella?
¡“Lucía”! – susurraba con lágrimas en los ojos. ¡“Si tú estuvieses conmigo! Lo que más me cuesta es ir sin ti.
Tal vez el hospital sea una casa muy oscura donde no se ve nada y yo… ¡allí
sufriendo solita”!
Sin
embargo, así había de ser. A primeros de julio su buen padre sacaba de la
cama el debilucho cuerpo y la acomodaba cariñosamente sobre la borriquilla.
Partían los dos juntos para el hospital del pueblo de Vila Nova de Ourém. Jacinta permaneció en el hospital dos meses y
el tratamiento a que la que fue sometida fue riguroso. Tuvo visitas apenas una
vez, su madre y Lucía.
Lucía
nos cuenta sobre la visita: “La encontré con la misma
alegría de sufrir por amor de Dios y del Inmaculado Corazón de María, por los
pecadores y por el Santo Padre. Era su ideal, no hablaba de otra cosa”.
Quedaron
dos días con Jacinta. La señora
Olimpia tuvo que volver a su familia y Lucía
a la suya, aunque se les partía el corazón al dejar a Jacinta solita y entre gente desconocida en aquel hospital
distante. Lo que empeoraba aún más la situación era la inutilidad de todos sus
esfuerzos. No estaba mejorando, a pesar de todo cuánto hacían los médicos. La
herida en su pecho era grande, abierta y continuamente sangraba con purulencia.
Finalmente, los médicos decidieron que sería igual para ella estar en casa con
su familia y hacia finales de agosto la pusieron en libertad.
“La pequeña está esquelética” – decía el Padre Formigão que la
visitó en casa. “Sus brazos presentan una
delgadez asombrosa. Tiene siempre mucha fiebre. La tuberculosis, después de un
ataque de bronconeumonía y de una pleuresía purulenta, minaba despiadadamente
aquel débil organismo. La humilde niña de Lourdes, Bernardita, oyó de la boca
de la Inmaculada que se dignó aparecérsele en las rocas de Massabielle, la promesa
de que la haría feliz, no en este mundo, sino en el otro. ¿Había hecho la
Virgen la misma promesa a la pastorcita de Sierra de Aire”?
Un día Jacinta confiaba a Lucía – “Cuando estoy sola, bajo de la cama para rezar las oraciones
del Ángel. Pero ya no soy capaz de llegar con la cabeza al suelo, porque me caigo;
rezo sólo de rodillas”.
Lucía no le contestaba una palabra, pero en
la primera ocasión en que se encontró con el Vicario del Olival, le contó todo.
El prudente sacerdote mandó entonces decir a la pequeña mártir que podía rezar
echada, que no era preciso que bajara de la cama.
¿“Y Nuestro Señor quedará contento”? –
preguntaba Jacinta, aún dudosa.
“Sí, Nuestro Señor quiere que se haga lo
que el señor Vicario manda”.
“Entonces, está bien: ya no me vuelvo a
levantar”. Jacinta
haría lo que el representante de Dios había aconsejado.
Aunque
no podía arrodillarse para rezar sus oraciones, de alguna manera, a veces, Jacinta
tenía fuerza suficiente para dar un paseo a Cova da Iria. Cuando llegó el invierno,
sus padres no permitían a Jacinta que fuese a Cova da Iría, sin embargo, no le prohibían
que fuese a Misa. Quería asistir todos los días, como hacía Lucía.
“No vengas, Jacinta –
le decía Lucía, intentando aconsejarla – tú no puedes; hoy no es domingo”.
“No importa. Voy por los
pecadores que no van a Misa ni el domingo. Oye, ¿sabes? Nuestro Señor está triste porque Nuestra
Señora nos dijo que no le ofendieran más, que estaba ya muy ofendido, y nadie
hace caso; continúan cometiendo los mismos pecados”.
¿“Has hecho algún otro sacrificio Jacinta”?
“Sí, Lucía. Tenía mucha sed y no quise
beber: lo ofrecí a Jesús por los pecadores. Esta noche he tenido muchos dolores
y he ofrecido a Nuestro Señor el sacrificio de no moverme en la cama, por lo
que no he dormido nada… Y tú, Lucía ¿has hecho hoy muchos sacrificios?” Los sacrificios de Lucía eran sólo para los
oídos de Jacinta.
Lucía cuenta otra historia sobre Jacinta. “Un día la madre le llevó una taza de leche y le dijo que la tomase.
“‘No la quiero, madre’ – respondió desviando la taza
con la mano. La señora Olimpia insistía, pero Jacinta no le hacía caso.
“‘No le pude
obligar a tomar nada. Tenía tanta repugnancia’ – decía su mamá dejando el cuarto.
Una
vez que la señora Olimpia hubo salido, Lucía objetaba a Jacinta.
¿“Cómo? ¿Así desobedeces a tu madre y no ofreces este sacrificio a
Nuestro Señor”?
Al
oír esto, Jacinta dejó caer algunas lágrimas. Llamó a su madre, le pidió perdón
y le dijo que tomaría todo lo que ella quisiese. La madre le trajo de nuevo la
taza de leche, que tomó sin el más mínimo signo de repugnancia. Después,
mientras Lucía enjugaba las lágrimas de Jacinta, la niñita confesaba – ¡“Si tú supieses cuánto me costó tomarla”!
De
allí en adelante, aunque a Jacinta le resultase cada vez más difícil beber leche
o caldo, o comer, nunca se quejaba, sino que se esforzaba valientemente en
tomar cualquier cosa que su madre le daba. Un día la madre le llevó, junto con
la taza de leche, un racimo de uvas. A Jacinta le gustaban las uvas, y su madre
sabía que la complacería.
“No, madre, las uvas no las quiero;
llévelas. Deme la leche.” Y, una vez que las hubo retirado su
madre, dijo a Lucía: ¡“Me apetecían tanto
aquellas uvas y me costó tanto tomar la leche! Pero quise ofrecer este
sacrificio a Nuestro Señor”.
Casi
todos los días, camino a casa, después de la Misa y la Comunión matutina, Lucía
visitaba a Jacinta. Era una gran alegría para Jacinta – “Lucía ¿has comulgado hoy”?
“Sí, Jacinta”.
“Entonces acércate a mí, que tienes en tu
corazón a ‘Jesús escondido’. No sé cómo es; siento a Nuestro Señor dentro de
mí, comprendo lo que me dice y no lo veo ni oigo, pero ¡es cosa tan buena estar
con Él”!
Lucía sacaba entonces de su misal una
estampa con el Cáliz y la Hostia y Jacinta la besaba con avidez.
¡“Es ‘Jesús escondido’!
Gusto tanto de Él. ¡Quién me diera recibirle en la iglesia! En el Cielo ¿no se
comulga? Si allá se comulga yo comulgaré todos los días. ¡Si el Ángel fuese al
hospital a llevarme otra vez la Comunión! ¡Qué contenta me quedaría”!
Le
enseñó Lucía una estampa del Corazón de Jesús. Jacinta la guardaba día y noche,
besándola frecuentemente. “Lo beso en el Corazón,
que es lo que más me gusta. ¡Quién me diera tener un Corazón de María! ¿No
tienes uno”?
“No Jacinta. No puedo encontrar ninguno”.
“Ya falta poco para ir al Cielo. Tú te
quedas acá para decir que Dios quiere establecer en el mundo la devoción al
Inmaculado Corazón de María. Cuando vayas a decir eso no te escondas: di a todo
el mundo que Dios nos concede las gracias por medio del Corazón Inmaculado de
María, que se las pidan a Ella, que el Corazón de Jesús quiere que a su lado se
venere el Corazón Inmaculado de María. Que pidan la paz al Inmaculado Corazón
de María, que Dios a Ella la entregó. ¡Si pudiese meter en el corazón de todo mundo
el fuego que tengo acá dentro del pecho, que tanto me hace gustar del Corazón de
Jesús y del Corazón de María”!
Mientras
tanto, Nuestra Señora no dejaba sola a su enfermita. Visitó a Jacinta para decir
que quería de ella que fuese a otro hospital en Lisboa. La niñita ni podía
esperar para contarlo a Lucía. “Me dijo que iría a
Lisboa, a otro hospital; que ya no volvería a verte, como tampoco a mis padres;
que después de sufrir mucho, moriría solita, pero que no tuviera miedo, que
vendría a por mí para llevarme al Cielo”.
Y
entre lágrimas, habiendo extendido sus brazos chiquititos, abrazó a Lucía:
¡“Ya nunca te volveré a ver!
Reza mucho por mí, que
voy a morir solita”. La
idea torturaba a la pequeñita.
Un
día la encontró Lucía abrazada a una estampa de Nuestra Señora y rezando.
¡“Querida Madrecita mía del Cielo! Entonces
¿he de morir solita”?
¿“Qué te importa morir solita si Nuestra
Señora viene a buscarte”? Lucía, con todo, procuraba animarla,
esperando distraerle la mente.
“Es verdad, no me importa nada. Pero no sé
qué me pasa, a veces no me acuerdo de que vendrá por mí”.
¡“Ánimo Jacinta! A ti te
falta poco para ir al Cielo, pero a mí…” El corazón de Lucía se entristecía
con la idea de perder muy pronto su Jacinta.
¡“Pobre”! ¡No llores!
Allá he de pedir mucho, mucho por ti… Tú te quedas, pero Nuestra Señora lo
quiere así”.
¡“Oye Jacinta! ¿Y qué vas a hacer en el
Cielo”?
“Amar mucho a Jesús, al
Inmaculado Corazón de María, pedir por ti, por los pecadores, por el Santo
Padre, por mis padres, por mis hermanos y por todas las personas que me han
pedido que pida por ellas. ¡Gozo tanto sufriendo por amor de Nuestro Señor y de
Nuestra Señora! Ellos gozan mucho en que se sufra por convertir a los
pecadores”.
En la familia Marto juzgaban como fantasías
las profecías de Jacinta de ir al hospital en Lisboa. ¿Cómo iría
allá? ¿Y para qué? Sus padres no podrían pagar eso. Nuestra Señora,
sin embargo, lo había organizado todo.
Unos
días después de que Jacinta había anunciado que se iría a Lisboa, apareció en
Aljustrel un automóvil que paró ante la casa Marto. Era el Padre Formigão con dos
personas más, el Dr. Eurico Lisboa y su esposa. El médico había oído hablar
sobre los acontecimientos en Cova da Iría y quería visitar el lugar santo y
hablar con los pastorcitos.
“A mediados de enero de 1920 – afirmaba el médico – de paso por Santarém, fuimos a saludar al Rvdo. Dr. Formigão,
que sabíamos había de instruirnos sobre todo lo ocurrido en Fátima de lo que él
había sido testigo. Después de haber ido a Cova da Iría con él donde rezamos el
Rosario, regresamos a Fátima, donde estuvimos hablando con Jacinta. La pequeña
estaba muy pálida y demacrada, andaba con dificultad, diciéndome la familia que
estaba muy enferma, pero que no les apenaba viendo que la mayor ambición de Jacinta
era ir también con Nuestra Señora. Al censurarles yo porque no ponían todos los
medios para procurar lo curación de Jacinta, me dijeron que no merecía la pena,
porque era el deseo de Nuestra Señora llevársela, y que ya había estado en el
hospital de Vila Nova de Ourém, sin lograr mejoría alguna. Les repliqué que la
voluntad de Nuestra Señora es superior a todas las fuerzas humanas, y que, para
tener la certeza de que realmente Nuestra Señora se la quería llevar, deberían
echar mano de todos los recursos de la ciencia para conservarle la vida.
“Animados por este
consejo mío, fueron a oír el parecer del Dr. Formigão, que estaba allí cerca, y
que confirmó lo que yo les dije, quedando acordado que iría a Lisboa, (el 2 de
febrero de 1920) donde, en un hospital sería entregada a los cuidados de los
mejores clínicos, para ser tratada bajo la dirección de uno de los más
distinguidos pediatras portugueses. Fue admitida con el diagnóstico: Pleuresía
purulenta, con una gran caverna en el lado izquierdo, fistulosa; osteítis de
las costillas 7.a y 8.a del mismo lado”.
Antes
de dejar Fátima, Jacinta suplicó a su madre que la acompañase para despedirse de
Cova da Iría. “Me arreglé con una pariente para llevar a Jacinta en una
borrica; y así se hizo, que a pie no lo hubiera soportado la pobre niña. Cuando
llegamos a Lagoa da Carreira, Jacinta bajó del jumento y comenzó a rezar el Rosario
solita, cogiendo después unas flores para ponerlas en la capillita. Cuando
llegamos allá, nos arrodillamos y ella estuvo un rato rezando como podía. Dijo
al levantarse
– ‘Nuestra Señora cuando
se iba, pasaba por encima de aquellos árboles; y después entraba en el Cielo
tan de prisa que parecía que le quedaban los pies fuera’”.
Al
día siguiente, Jacinta despidió a su querida Lucía. La separación entre Lucía y
Jacinta era la cruz más amarga de todas, para ambas niñas; sus corazones eran
uno.
“Partía el alma” –
cuenta Lucía. “Se mantuvo mucho tiempo
abrazada a mi cuello y decía llorando: ¡‘Ya nunca nos volveremos
a ver! Reza mucho por mí hasta que vaya al Cielo; después yo pediré allá por
ti. No digas nunca el secreto, aunque te maten. Ama mucho a Jesús y al
Inmaculado Corazón de María y haz muchos sacrificios por los pecadores’”.
El
viaje a Lisboa era triste tanto para la madre como para la niña. Jacinta hizo
de pie casi todo el trayecto, mirando por los cristales de las ventanas el
paisaje y la gente de las aldeas que a través pasaron. En Santarém subió una
señora que había oído sobre el viaje de Jacinta y se le ofreció un paquetito de
dulces, pero la pequeñita no quiso comer nada.
Cuando llegaron a Lisboa, algunas señoras las encontraron
y juntas suplicaron a sus amigos que buscasen un lugar para dormir ellas. Nadie
quería albergar una niña enferma. Jacinta se identificó mucho con el
padecimiento del Inmaculado Corazón de María y el de San José cuando
deambulaban en busca de un lugar para dormir en Belén, pero “no hubo
lugar para ellos en el mesón”. Cansadas y
decepcionadas, madre e hija llegaron al orfanato de Nuestra Señora de los
Milagros y pidieron ser dejadas entrar. La Superiora, Madre María de la
Purificación Godinho las acogió con los brazos
abiertos.
Estimaba muchísimo a la pequeñita que había visto Nuestra
Señora.
Mientras
estaban en la sala de espera, se acercó a Jacinta una señora adinerada que le
contaba que sufría mucho de los ojos. Pidió a la niña que rezase por ella a
Nuestra Señora. Pero Jacinta nada respondía de manera que la señora se fue
desconsolada, dejando cincuenta escudos en la mano de la pequeña quien los
entregó inmediatamente a la Superiora de la Casa.
“Da ese dinero a tu madre” –
dijo ella. “No” –
respondió Jacinta. “El dinero es para Usted,
porque tendrá mucho trabajo conmigo”.
Más
tarde la religiosa preguntaba a Jacinta: ¿“Por qué no respondiste
a aquella señora cuando te pidió que rezaras por ella”?
“Mire, madrina –
respondía Jacinta – recé mucho por ella. Pero
aquel día no le quise decir nada, porque tenía miedo de olvidarme. Estaba con
tantos dolores”.
La
señora Olimpia quedó unos días en el orfanato para asegurarse de que Jacinta sería
bien cuidada. La Superiora fue una verdadera madre con la niña; la amaba mucho y
en aquella casa Jacinta se encontró muy bien con todas las otras niñas. Lo que
la alegró especialmente era que en aquel lugar había una capilla. Vivir bajo el
mismo techo que cobijaba a Jesús Sacramentado era una felicidad con la que
nunca había soñado.
A partir del momento en que se dejó entrar
en el orfanato, Jacinta quiso ser llevada a la capilla. “Jacinta comulgaba
casi todos los días” – relataba
su madre. “Llevada de mi brazo o del brazo de la Superiora podía ir
hasta el comulgatorio. Recuerdo que antes de volver a casa, me dijo: ‘Madre, quiero confesarme’. Fuimos entonces, antes
de la salida del sol a una iglesia y cuando salíamos después, me repetía la
niña: ¡‘Ay! ¡Madre qué Padre tan bueno! Me ha
preguntado muchas cosas, muchas cosas’. Hubiera querido saber
qué le preguntó el Padre; pero las confesiones no son cosas para que anden de boca
en boca”.
Todo el tiempo que le permitían, lo pasaba arrodillada en
la capilla. Después, estaba sentada en una butaquita, cuando ya no podía estar
de rodillas, con los ojos clavados en el Sagrario. A causa de su ardiente amor
a Jesús, no dejaba de observar las pequeñas descortesías de los visitantes.
Dijo
la Superiora – “Reparando que algunas
personas no estaban con la debida compostura en la iglesia, me decía: ‘No consienta, madrina,
que esta gente no esté delante de Jesús Sacramentado como se debe estar. En la
Iglesia hay que estar quietos y sin hablar. ¡Si esta pobre gente supiese lo que
les espera!’
Yo entonces bajaba a la
iglesia y daba los avisos convenientes, pero no siempre lograba buen resultado;
y cuando volvía me preguntaba: ¿‘Qué hacen’? ‘No quieren saber nada’ – le respondía. Jacinta me decía entonces con seriedad: ¡‘Paciencia! Nuestra
Señora está contenta con la madrina. Se lo dirá al señor Cardenal ¿no? Nuestra
Señora no quiere que la gente hable en la Iglesia’”.
A menudo, para tomar el aire y el sol, la
madrina obligaba a Jacinta a sentarse frente a la ventana que daba al jardín.
La niñita quedaba complacida mirando los árboles y oyendo cantar a los pájaros.
Más que la de los padres, Jacinta sentía la falta de Lucía, a quien tanto
hubiera gustado tener a su lado. Con todas las huérfanas (había unas 25) se encontraba
bien Jacinta; pero no le gustaba mucho hablar. Prefería la compañía de una niñita
de su edad a la que daba sus largos sermones.
“Era gracioso oírla” –
contaba la Superiora. “‘No debes ser perezosa;
¡tienes que ser muy obediente y soportarlo todo por amor de Nuestro Señor con
paciencia, si quieres ir al Cielo’! Hablaba con tal
autoridad, como si no fuese una niña.
“Durante los días que
pasó en mi casa debió de tener más de una visita de Nuestra Señora” – continuaba la Superiora. “Recuerdo una ocasión en que me dijo: ‘Apártese, madrina, ¡que estoy esperando a Nuestra Señora’! Su rostro tomaba entonces una expresión radiante, celestial. A
veces no se aparecía la Señora, sino un globo de luz parecido al que había
visto en Fátima, y después nos decía: ‘Esta vez no ha sido como allá abajo, (en Fátima)
pero yo bien sabía que era Ella’”.
Después
de cada visita de Nuestra Señora, Jacinta hablaba con una sabiduría mucho más
allá de su edad, educación o experiencia. ¿“Quién te ha enseñado
esas cosas”? –
le preguntaba una vez la Superiora, maravillada ante su sabiduría e intuiciones
celestiales.
“Ha sido Nuestra Señora, pero algunas las
pienso yo. Me gusta mucho pensar”. Era
tan abierta y sincera en todo lo que decía. La Madre Superiora tomaba notas de
todo.
“Nuestra Señora ha dicho que en el mundo hay
muchas guerras y discordias. Las guerras no son sino castigos por los pecados
del mundo. Nuestra Señora ya no puede sostener el brazo de su amado Hijo sobre
el mundo. Es preciso hacer penitencia. Si la gente se enmienda, Nuestro Señor
amparará al mundo; pero si no se enmienda, vendrá el castigo”.
Explicando esta afirmación anterior de
Jacinta, la Superiora escribía: “Se refiere Jacinta a un gran castigo del que la Virgen le habló
en secreto. Nuestro Señor está profundamente indignado con los pecados y
crímenes que se cometen en Portugal, por lo que amenaza a nuestro país,
principalmente a la ciudad de Lisboa, un terrible cataclismo de orden social.
Se ha de desencadenar, según parece, una guerra civil de carácter anárquico o
comunista, acompañada de saqueos, muertes, incendios y devastaciones de todas
clases. La capital se convertirá en una verdadera imagen del infierno. Cuando
la Divina Justicia ofendida despliegue este pavoroso castigo, todos los que
puedan huyan de la ciudad. Este castigo ahora predicho conviene que sea
anunciado poco a poco y con la debida discreción.
‘¡Pobre Nuestra Señora! –
Decía la niña – ¡Ay, tengo mucha pena de Nuestra
Señora! ¡Tengo mucha pena!’”
Nuestra Señora había revelado a esta niñita
algunas catástrofes terribles que el mundo tendrá que aguantar. “Si la gente se enmendase – Jacinta decía a Madre Godinho – Nuestro Señor amparará al mundo; pero si no, vendrá el castigo”.
Si la gente
no se enmienda, Dios Todopoderoso dejará estallar, empezando en España, un castigo
tal como nunca se ha visto antes. Habló después de grandes sucesos mundiales
que tendría lugar a partir de1940. El pensamiento de las terribles aflicciones
que la gente se le dejará caer sobre si misma por su odio y desobediencia a
Nuestro Señor y a Nuestra Señora llenaba los corazones de los pastorcitos con
una tristeza desoladora. Le producía a Jacinta más dolor que su propia
enfermedad el darse cuenta de cómo los hombres ingratos trataban a Jesús y a
María.
“Ay, ¡tengo mucha pena de
Nuestra Señora! ¡Tengo mucha pena”! – decía entre lágrimas a la Madre
Godinho.
La Superiora hizo un día a la señora
Olimpia, que había venido a visitar a la hija, una pregunta: ¿“Le gustaría que sus hijas Florinda y Teresa abrazasen la vida
religiosa”?
¡“Dios me libre”! –
contestó la madre, su corazón afligido por la muerte de Francisco y ya
inminente, la de Jacinta.
Jacinta, que no había oído la conversación,
momentos después cuando la Superiora entró en su cuarto, comentó –“A Nuestra Señora le agradaría mucho que mis hermanas fuesen
religiosas. Mi madre no quiere, pero por eso Nuestro Señor no tardará en
llevárselas al Cielo”. Así
fue. Murieron poco después las dos jóvenes.
La madre Godinho hacía mucho que deseaba ir
a hacer una visita a Cova da Iría. Era un viaje largo y le parecía imposible.
“Esté tranquila, madrina, después de mi
muerte ha de ir allá”.
“Los pecados que más almas llevan al
infierno son los pecados de la carne. Vendrán unas modas que han de ofender
mucho a Nuestro Señor. Las personas que sirven a Dios no deben ir con la moda.
La Iglesia no tiene modas. Nuestro Señor siempre es el mismo. Los pecados del
mundo son muy grandes. Si los hombres supiesen lo que es la eternidad, harían
cualquier cosa para cambiar de vida. Los hombres se pierden porque no piensan en
la muerte del Señor y no hacen penitencia.
“Muchos matrimonios no son buenos y no
agradan a Dios Nuestro Señor y no son de Dios.
¡“Pida mucho por los
gobiernos! ¡Ay de los que persiguen la Religión de Nuestro Señor! Si el gobierno
dejase en paz a la Iglesia y diese libertad a la Religión, sería bendecido de Dios.
“Madrina, no viva con lujo; huya de las
riquezas. Sea muy amiga de la santa pobreza y del silencio. Tenga mucha caridad
aún con el que es malo. No hable mal de nadie y huya de quien habla mal. Tenga
mucha paciencia, porque la paciencia nos lleva al Cielo. La mortificación y los
sacrificios agradan mucho a Nuestro Señor.
“La confesión es un sacramento de
misericordia. Por eso, es preciso acercarse al confesionario con confianza y
alegría. Sin confesión no hay salvación.
“La Madre de Dios quiere más almas
virginales que se unen a Ella con voto de castidad. Yo iría con gusto al
convento, pero más me gusta ir al Cielo. Para ser religiosa es preciso ser muy
pura de alma y de cuerpo”.
¿“Ya sabes tú lo que
quiere decir pura”? –
preguntaba la Superiora.
“Sí, lo sé. Ser pura en el cuerpo es guardar
castidad; y ser pura en al alma es no hacer pecados: no mirar lo que no se debe
ver, no robar, no mentir nunca, decir siempre la verdad, aunque nos cueste. El
que no cumple las promesas que hace a Nuestra Señora nunca tendrá paz ni suerte
en sus cosas”.
Llegó el día en que Jacinta tuvo que salir
de los cuidados de la Madre Godinho para ir al hospital. La separación de la
madrina era dura porque la amaba mucho pero más dura aún era la separación de
Jesús. En el hospital no había capilla, ni ninguna persona de quien pudiese
recibir consuelo. Todos se le mostraban simpáticos, pero ¿quién podría tomar
el lugar de la Madre Godinho o el de Nuestro Señor? A veces lo que más la hacía
sufrir era ver a algunas enfermeras u otras personas que venían a visitar a los
enfermitos atravesar la sala en traje poco modesto, ropa de moda a menudo con
escote bajo. ¿“A qué viene todo esto”? –
preguntó a la Madre Godinho. ¡“Si supiesen lo que es la eternidad”!
Un día algunos
visitantes discutían en su presencia los defectos de un cierto sacerdote al que
se le había sido prohibido celebrar Misa. Jacinta se puso triste, empezó a
llorar y dijo que la gente no debe criticar a los sacerdotes sino rezar por
ellos. Ella misma rezaba frecuentemente por los sacerdotes y pedía a los otros
que hiciesen lo mismo.
Muchos médicos venían a
examinarla y su única preocupación era la ciencia y la medicina. Desconfiaban
de la influencia que Dios ejerce sobre la condición de un enfermo. La niñita no
vacilaba en censurarlos, señalado así la causa de sus frecuentes fracasos. Pero
tenía compasión por los médicos diciendo ¡“Pobres! ¡No saben lo que les espera”! Decía que los médicos
no saben cómo sanar con éxito a los enfermos porque no tienen amor para con
Dios.
Un día, un médico pidió sus oraciones por
una intención especial y Jacinta le aseguró que sí, que iba a rezar por él pero
que él iba a morir, y dentro de poco. Dijo lo mismo a otro médico, no sólo él
sino también su hija.
Era para Jacinta una gran alegría cuando Nuestra Señora hubo
organizado que apareciese su padre para ver a su hijita, pero fue apenas una
visita fugaz. Él no podía quedar mucho tiempo porque los otros hijos estaban en
cama y reclamaban su presencia.
Ver a Jacinta solita en el hospital y teniendo que dejarla
así partía su corazón, pero estaba convencido por completo de que Nuestra
Señora la estaba cuidando.
Cuando
los médicos sugirieron por primera vez una operación, Jacinta les avisó que sería
inútil.
Todo era en vano porque
Nuestra Señora le había dicho que iría a morir pronto. Pidió hasta que alguien
escribiese a Lucía para informarle del día y hora de su muerte. Los médicos,
sin embargo, insistían; y cuando finalmente fue llevada a la sala de
operaciones, tuvo que sufrir muchísimo, no pudiendo haber sido cloroformizada,
sino simplemente anestesiada localmente, a causa de la extrema debilidad en que
se encontraba. Pero lo que sin duda la hizo sufrir más fue la humillación de verse
desnuda y en las manos de médicos desconocidos.
El resultado de la operación practicada por ellos se presentaba
alentador a pesar de que del costado izquierdo le fueron extraídas dos costillas
y la llaga era tan grande que cabía una mano. Sufrió dolores atroces que se
renovaban cada vez que tenían que lavar la herida.
¡“Ay! ¡Nuestra Señora! ¡Ay! ¡Nuestra
Señora”! –
era la única exclamación que Jacinta dejaba escapar. O también: ¡“Paciencia! ¡Paciencia! ¡Todos tenemos que sufrir para ir al
Cielo”!
Nadie la oía quejarse,
aunque sufría tanto. Lo soportaba todo con alegría porque se daba cuenta que
ayudaría a muchas almas a escapar del fuego espantoso del Infierno.
“Ahora puedes convertir a
muchos pecadores, mi Jesús – dijo al Señor – ¡porque sufro mucho”!
Nuestra Señora continuaba visitándola a
menudo. Cuatro días antes de su muerte dijo – ¡“Ahora ya no me quejo! Nuestra Señora se me ha vuelto a aparecer y me ha dicho que
pronto vendrá a buscarme y que terminarían todos mis dolores”.
El
Dr. Lisboa atestiguaba eso. “A la verdad, con la
feliz aparición en plena enfermería, desaparecieron por completo todos los
dolores, apeteciéndole entonces jugar y distraerse, lo que hacía pasando la
vista por varias estampas religiosas, una de las cuales era Nuestra Señora de
Sameiro – que más tarde me la ofrecieron como
recuerdo de Jacinta – y que ella decía ser la que
más le hacía recordar a la Señora aparecida. Pude enterarme varias veces de que
la niña deseaba que le fuese a hacer una visita, porque quería revelarme un
secreto. Como mis ocupaciones clínicas eran muchas, y como las noticias que me llegaban
eran de que Jacinta estaba un poco mejor, no me di prisa y desgraciadamente no
fui a verla”.
La
Madre Godinho visitaba a Jacinta
todos los días, acompañada cada vez por amigos diferentes. Si alguien se
sentaba al pie de la cama donde se le había aparecido la Virgen Santísima, protestaba Jacinta: “Quítese de ahí, por
favor, que en ese sitio ha estado Nuestra Señora”.
Poco
antes de morir, se le preguntó si deseaba ver a su madre. “Mi familia durará poco tiempo y en breve nos encontraremos en
el Cielo. Nuestra Señora se aparecerá otra vez, pero no a mí, porque me muero,
como Ella me dijo”.
Llegó por fin el 20 de febrero. Jacinta parecía igual; podría durar algunos días más, o irse
en cualquier momento. Hacia las seis de la tarde la niña dijo que se sentía mal
y que deseaba recibir la Extremaunción. Fue llamado un sacerdote que la oyó en
confesión. Jacinta insistió en que le llevase el Santo Viático, a lo que no
accedió él, por verla aparentemente buena, y prometió llevarle el Señor el día
siguiente. Ella insistió que iba a morir dentro de poco.
Y,
efectivamente, a las 10:30 de la noche falleció con la mayor tranquilidad, pero
sin haber comulgado.
A su tránsito asistió sólo una joven
enfermera por nombre de Aurora Gomes – mi Aurorita – como Jacinta le gustaba llamarle porque la amaba mucho. La
enfermera velaba durante toda la noche al pie del pequeño cadáver y al amanecer
la vistió con un vestidito blanco de Primera Comunión con una cinta de seda
azul, tal como Jacinta le había pedido, porque eran los colores de Nuestra
Señora.
El Dr. Lisboa pensó conveniente no
depositar el cuerpo en una sepultura común, en caso de que las Apariciones sean
verdaderas, y la autoridad eclesiástica diese algún día su aprobación oficialmente.
Se determinó entonces ir al cura de la iglesia local y después de mucha
persuasión, prevaleció que el sacerdote dejase que el ataúd, con el cuerpo de
Jacinta, fuese depositado en la sacristía hasta que se resolviese su traslado a
otra parte.
Conocida la noticia, rápidamente pasó de unos a otros a
través de la ciudad y comenzó a formarse una verdadera romería de creyentes que
venían a la iglesia para ver el cuerpo. Todos querían tocar en los vestidos de
la niña Rosarios e imágenes y a rezar junto a ella. El cura no quería permitir
este homenaje porque decía que pertenecía solamente a los santos canonizados
por la Iglesia. Quitó el cuerpo a otra sala y la cerró bajo siete llaves. Pero
las muchedumbres continuaron viniendo y para aplacarles el enterrador dejó que
pequeños grupos entrasen a ver el cuerpo de la niñita de quien estaban
convencidos estaba ya con Nuestro Señor y Nuestra Señora en el Cielo.
El
enterrador atestiguaba que nunca antes o después había tratado un caso como el de
Jacinta. “Me parece estar viendo
al angelito. Echadita en la caja, parecía viva, con los labios y mejillas de
color de rosa. He visto muchos muertos, de niños y de grandes, pero estas cosas
no acontecen nunca. El olor agradable que el cuerpo exhalaba no se puede
explicar naturalmente. El mayor incrédulo no lo podría dudar… Aquí la niña llevaba
muerta tres días y medio y su olor era como de un ramillete compuesto de las más
variadas flores”.
Tomando
cuenta de la naturaleza grave de la enfermedad de Jacinta y el veneno que estaba
en su sistema a causa de la pleuresía y que habría apresurado su corrupción, podemos
apreciar el asombro del enterrador ante este fenómeno extraordinario, porque el
cuerpo de Jacinta le parecía exento de la ley natural. El día 24 de febrero se colocó dentro de un
ataúd de plomo y fue soldado, habiendo asistido a este acto, las autoridades y
algunas señoras, y después, la cajita se transfirió a la sepultura del señor
Barón de Alvaiázere, en Vila Nova de Ourém.
La
Madre Godinho acompañó el cuerpo y fue así posible para ella visitar Fátima
como Jacinta le había vaticinado.
El Tio Marto estaba en la estación
ferrocarril para encontrar el cuerpo.
“Cuando llegué a Vila y vi aquel grupo de
personas en torno a la cajita de mi Jacinta – todo tan bien y tan a propósito – me eché a llorar, como una criatura. Me quedé extenuado.
Nunca he llorado tanto. ‘¡Nada te ha valido! ¡De nada ha servido todo! ¡Aquí
dos meses y después en Lisboa!¡Y allá te has muerto solita’”!
Quince años más tarde, el 12 de septiembre
de 1935, el Obispo de Leiria decidió trasladar sus restos mortales al
cementerio de Fátima, para ser colocados en una tumba hecha exprofeso para
Jacinta y Francisco. Antes de la salida, fue abierto el ataúd de plomo y, con
gran asombro de todos los allí presentes, el rostro de la niña apareció perfectamente
incorrupto. Ella y Francisco habían vuelto a casa para descansar en los Corazones
de Jesús y María, para darles consuelo y para rezar por la conversión de los
pecadores, el Santo Padre, los sacerdotes, y por todos los que invoquen su
piadoso auxilio.
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