¿Quæ est ista quæ
ascendit sicut aurora consurgens,
pulchra ut luna, electa
ut sol?
¿Quién es ésta que surge
cual la aurora,
bella como la luna,
refulgente como el sol?
Grande
debió ser la admiración de los santos ángeles cuando vieron a la Santísima
Virgen, Madre de Dios, ascender al cielo en cuerpo y alma al término de su vida
terrena. Aquella que les había sido vaticinada como la gran Reina a la que
debían rendir vasallaje para alcanzar la bienaventuranza eterna, por fin
entraba en sus dominios, glorificada por su Hijo Dios en todo su ser, cuerpo y
alma.
• Era una aurora que se
levantaba, la primicia de todos los que deben resucitar con vida gloriosa, a
título de miembros de Cristo y de hijos de María.
• Era bella como la luna, pues no
tenía, por así decir, luz propia: solo Cristo es verdadero sol que, en su
transfiguración, nos muestra que a Él le correspondía tener una naturaleza
humana glorificada, a pesar de que El veló esa gloria que le correspondía para
poder padecer por nosotros; mientras que la Santísima Virgen es la luna del
mundo sobrenatural: ningún astro más hermoso que Ella, pero Ella recibe del
Sol, que es Cristo, toda su gloria.
• Pero también, a su modo, le tocaba a
la Virgen ser refulgente como un sol, pues la
gloria que hoy se manifiesta en la Virgen, de Ella debe comunicarse un día a
todos nosotros.
Es
este misterio de la Asunción la culminación de todos los misterios de Nuestra
Señora, que sin él no tendrían su digno y conveniente acabamiento. Podríamos decir
que Nuestra Señora es una hermosa catedral en que su divino Hijo ha ido
colocando paso a paso las diferentes columnas que deben sostener la cúpula final
que la completa y acaba: los pilares son como los privilegios que Nuestra Señora
recibe en vida, pero todos ellos sólo encuentran su perfección en la glorificación
definitiva de la Virgen por la Asunción, y por eso todos apuntan hacia la
Asunción como hacia su fin. Es lo que hermosamente explica el Papa Pío XII, dejando hablar a los Santos Padres, en la bula
Munificentissimus Deus, en la que define el dogma
de la Asunción de María.
Veamos,
pues, la conveniencia y armonía que existe entre este nuevo privilegio de
María, y todos los anteriores.
1º Conveniencia de la
Asunción
con los misterios de la vida
terrena de María.
1º
Ante todo, la Asunción corporal de la Virgen es el complemento de la Inmaculada Concepción. La
que no había sido corrompida por el pecado, no tenía por qué sufrir la
corrupción del cuerpo, que sólo al pecado se debe. Si el alma no ha sido
manchada por el pecado, tampoco debe serlo el cuerpo; redimida la Virgen en el
alma, lo fue también en el cuerpo; y así le tocaba ser glorificada inmediatamente.
Se nos manifiesta así, en cierto modo, el primitivo plan de Dios, por el que el
hombre habría sido glorificado sin pasar por la corrupción.
2º
La plenitud de gracia, que es en María el acompañamiento
necesario de la exención del pecado original, también reclamaba la Asunción. En
efecto, María, por ser la llena de gracia, no debía carecer de nada que se
refiera al orden de la gracia, y por eso tuvo plenitud de virtudes, de dones
del Espíritu Santo y de carismas. Tenía toda
gracia. Pero no hay que olvidar que la gracia sólo encuentra su perfección en
la gloria, a la que apunta y a la que prepara; y por eso, para poseer todo ese
orden de la gracia en plenitud, le correspondía recibir, al término de su vida
terrena, la perfección de la gloria, en el cuerpo y en el alma.
3º Algo
similar sucede con su virginidad perpetua. Quien nació de María sin detrimento
de su virginidad corporal, quiso también respetar la integridad corporal de su
Madre en el momento de su muerte, no permitiendo que su cuerpo sufriera
corrupción. Tan excelsa era la santidad que la virginidad perpetua confería al
cuerpo de María, que San Germán no duda en decir que
«tu cuerpo virginal es
santísimo, castísimo, morada y domicilio de Dios; y por eso mismo no sólo no
debe reducirse en polvo, sino que debe ser transformado hasta convertirse en
incorruptible, y ser vivo, gloriosísimo, incólume y dotado de la plenitud de la
vida».
Y
San Buenaventura afirma:
«Así como Dios preservó
a María Santísima de la violación del pudor y de la integridad virginal en la
concepción y en el parto, del mismo modo no permitió que su cuerpo se
deshiciese en podredumbre y ceniza».
4º
¿Y qué decir de la Maternidad divina de María? El arca que había
contenido a Dios es mucho más incorruptible que el arca que había contenido las
tablas de la ley: la primera sólo fue incorruptible para significar la
incorrupción de la segunda.
«¿Y quién, pregunto –dice San
Roberto Belarmino–, podría creer que el arca de la santidad,
el domicilio del Verbo, el templo del Espíritu Santo, haya caído? Mi alma aborrece el solo pensamiento de que aquella
carne virginal que engendró a Dios, le dio a luz, le alimentó, le llevó, haya
sido reducida a cenizas o haya sido dada por pasto a los gusanos»
San
Francisco de Sales, por su parte, dice:
« ¿Quién es el Hijo que,
pudiendo, no volvería a llamar a la vida a su propia madre y la llevaría
consigo después de la muerte al paraíso?».
Finalmente,
San Alfonso María de Ligorio enfatiza:
«Jesús preservó el
cuerpo de María de la corrupción, porque redundaba en deshonor suyo que fuese
comida de la podredumbre aquella carne virginal de la que El mismo se había
revestido».
5º
Finalmente, la colaboración de María con
Cristo a título de nueva Eva reclamaba
también su gloriosa Asunción a los cielos: estando junto a Cristo en toda la
línea de la obra redentora, la Virgen debía acompañarlo en su gloria, después
de haberlo acompañado en el dolor y el sufrimiento. O, dicho de otro modo,
después de haber ayudado a Cristo a redimir a las almas, ahora debía seguir
ayudándolo, desde el cielo, en la misión de Mediador, de Rey, de Abogado ante
el Padre. Y así como para lo primero debió María compartir la pasibilidad del
Hijo, para lo segundo debía María compartir la gloria del Hijo, en el alma pero
también en el cuerpo.
«Desde el siglo primero –dice el
Papa Pío XII en la Bula de definición– María Virgen
es presentada por los Santos Padres como la nueva Eva, estrechamente unida al nuevo
Adán, aunque subordinada a Él, en aquella lucha contra el enemigo infernal que,
como fue preanunciado en el Protoevangelio, había terminado con la plenísima victoria
sobre el pecado y sobre la muerte, siempre unidos en los escritos del Apóstol de
las Gentes. Por lo cual, como la gloriosa resurrección de Cristo fue parte
esencial y signo final de esta victoria, así también para María la común lucha
debía concluir con la glorificación de su cuerpo virginal; porque, como dice el
mismo Apóstol, cuando este cuerpo mortal sea revestido de inmortalidad, entonces
sucederá lo que fue escrito, que la muerte fue absorbida en la victoria».
2º Conveniencia de la
Asunción
con los misterios de la vida
celestial de María.
Con
la cita anterior, queda resumida toda la conveniencia de la Asunción con aquellos
privilegios por los que María colabora con Cristo en el cielo. Para poder ejercer
juntamente con El la Mediación de todas las
gracias,
la Maternidad espiritual sobre las almas, la Realeza sobre todas las
creaturas, la
intercesión por todos los pecadores, era necesario que la Santísima Virgen
se encontrara junto a Cristo en el cielo igual que Cristo mismo, esto es,
plenamente glorificada en su cuerpo y en su alma, con la sola diferencia
indicada al principio: que dicha gloria Cristo la tiene como sol, esto es, como
propia, mientras que la Virgen la tiene como luna, esto es, como recibida de
Cristo.
«San Bernardino de
Siena, resumiendo todo lo que habían dicho los teólogos de la Edad Media,
afirma que la semejanza de la divina Madre con el Hijo divino, en cuanto a la
nobleza y dignidad del alma y del cuerpo –porque no se puede pensar que la
celeste Reina esté separada del Rey de los cielos–, exige abiertamente que María
no debe estar sino donde está Cristo; además, es razonable y conveniente que se
encuentren ya glorificados en el cielo tanto el alma como el cuerpo, lo mismo
del Hombre que de la Mujer» (Pío XII, en la Bula Munificentissimus Deus).
Conclusión.
Podríamos
decir, para concluir, que la glorificación de la Santísima Virgen es día de alegría,
no sólo para Ella, que por fin alcanza la visión cara a cara de su Hijo como
Dios y como hombre glorificado, sino para todos nosotros, que somos sus hijos.
En efecto, con la Asunción de María, como bien
nos recuerda la liturgia de esta fiesta, el Señor hace entrar a María en su providencia,
y nos entrega en Ella a una solícita Madre y a una diligente Reina, que por su
gloria tiene un conocimiento cabal de todas nuestras necesidades, y el poder
necesario para remediarlas. No hay, pues, pecado, ni miseria, ni adversidad,
para la que no tengamos remedio en nuestra Madre, Reina y Abogada ya
glorificada, y glorificada en parte a favor nuestro.
Además, tenemos en la glorificación y
Asunción de María el primer cumplimiento de la promesa que Nuestro Señor nos ha
hecho de glorificarnos a todos nosotros. Como anticipo que nos muestra la
veracidad de la palabra de Cristo, de resucitarnos en el último día, Nuestro
Señor nos presenta a la Virgen a modo de prenda de nuestra futura gloria. Allí
donde está la Madre, allí han de estar también un día los hijos.
Tú, gloria de Jerusalén;
tú, alegría de Israel;
tú, honra de nuestro
pueblo.
Bendita tú, hija del Dios
Altísimo,
sobre todas las mujeres de la
tierra.
Y bendito el Señor Dios,
que creó el cielo y la tierra,
y te ha dirigido hasta
aplastar
la cabeza del jefe de
nuestros enemigos,
y ha hecho hoy tu nombre tan
célebre,
que los hombres, al acordarse
del poder del Señor,
no cesarán nunca de alabarte,
porque no has perdonado a
tu vida
al ver la angustia y la
tribulación de tu pueblo,
sino que lo has socorrido
delante de nuestro Dios.
(Alabanza
de Ozías, príncipe de Israel, a Judit)
HOJITAS DE FE.
Seminario Internacional Nuestra Señora
Corredentora
Moreno, Pcia. De Buenos Aires
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