Valor santificador de la
devoción al Corazón Inmaculado de María.
Las sencillas consideraciones que siguen no pretenden ser originales ni
inéditas, y sólo tienen por objeto ayudar a preparar nuestros corazones a las
apariciones de la Virgen en Fátima, dando algunos elementos que animen y
afiancen el “establecimiento” en nuestras
vidas de “la devoción que Dios
quiere establecer en el mundo”.
“Ten cuidado con tu VIDA,
tal vez sea ella el único EVANGELIO que algunas personas vayan a leer”. Día a día aumenta mi convencimiento de que
estas palabras de san Francisco de Asís pueden y deben aplicarse analógicamente
a la devoción al Corazón Inmaculado, y que nuestra devoción hecha vida será la
mejor garantía ante el mundo de la autenticidad y valor del mensaje de Fátima.
Introducción
En orden a nuestra santificación, al Corazón
de María podemos darle el calificativo de “MOLDE” en
el que debemos dejarnos formar, o, según imagen de san Antonio María Claret, “FRAGUA” en donde debemos quedar definitivamente “caldeados” y “forjados” hasta
llegar a la edad perfecta de la que nos habla san Pablo en su carta a los
Efesios, hasta la medida de la plenitud, que es Cristo, Señor nuestro.
Esto nos lleva a afirmar con certeza y vigor
que la verdadera devoción al Corazón de María no puede limitarse al culto ordinario
de alabanza, que consiste en expresarle nuestros sentimientos de honor y veneración,
en invocarla y pedirle por nuestras necesidades y las de la Iglesia. Si de
verdad la amamos, nuestra devoción exigirá, esencialmente, como obra más perfecta,
la imitación y la entrega total a su acción maternal por la vida de consagración
y dependencia a Ella, como la Virgen nos lo reveló claramente en Fátima. En
esto consistirá el dejarse “moldear” y “ser forjados” en la fragua de su “Corazón abrasado de amor”, para llegar
a la perfección de la identificación con Cristo. En ello no haremos más que imitar
al modelo por excelencia, que es el mismo Jesús, el primer Hijo de María.
Escuchemos lo que nos dice un verdadero “maestro” en
este tema:
“María es el lugar santo
y el sancta sanctorum donde se han formado y moldeado los santos. Ten a bien
reparar en lo que te digo, que los santos son moldeados en María. San Agustín
llama a la Virgen molde de Dios: ‘si te llamare molde de Dios, digna
eres de ese nombre’. El molde propio para formar y
moldear hombres divinos. El que es echado en este molde divino, bien pronto
queda formado en Jesucristo y Jesucristo en él; a poca costa y en breve tiempo
será semejante a Dios, porque ha sido vaciado en el molde donde se formó el hombre
Dios. A los que abrazan este secreto de la gracia que les propongo, los comparo
acertadamente a los fundidores y moldeadores, que habiendo encontrado el
hermoso molde de María, en que Jesús fue natural y divinamente formado, no
fiándose de su propia industria, sino únicamente de la bondad del molde, se
arrojan y se funden en María, para llegar a ser retrato al natural de Jesucristo.
¡Hermosa y verdadera comparación! ¿Quién la
comprenderá? Ojalá seas tú, querido lector. Mas ten presente que no se echa en
el molde lo que está fundido y líquido, es decir, que es menester fundir y destruir
en ti al viejo Adán para que llegues a ser el nuevo en María”. (San Luis M.
G. de Montfort, Tratado de la verdadera devoción, nº 218-221).
Resumamos pues los grados de nuestra
santificación por el molde del Corazón de María en tres puntos.
La Imitación
Todos conocerán aquel viejo aforismo latino que,
traducido, dice: “El
amor, o supone la semejanza, o la engendra”. Y es verdad,
pero especialmente cierto, y tiene lugar en grado supremo, cuando se trata del
amor a Dios, a Jesucristo, y a su Santísima Madre. En efecto, Dios “infunde su amor en nuestros
corazones por el Espíritu que nos ha sido dado”, y además de ello, también engendra
ansias y anhelos de una mayor semejanza con Él, su Hijo y María. Es decir, el
amor nos lleva infaliblemente a la imitación. Nos lo dice también el gran San Agustín:
“Summa devotio imitari quod
colimus” (la
devoción perfecta o crecida consiste en imitar lo que honramos).
Así pues, la verdadera y perfecta devoción al
Corazón de María nos lleva necesariamente a un estímulo creciente para imitar
las virtudes, disposiciones y afectos del Corazón de nuestra Madre.
San Juan Eudes, el gran
apóstol y abanderado de este culto, ha dedicado a dicha exigencia de la
devoción al Corazón Inmaculado uno de los más grandes capítulos de su gran obra
“El Corazón Admirable de
la Madre de Dios”. Uno de los pensamientos dominantes del
libro es que el Corazón de María ha de ser, juntamente con el Corazón de Jesús,
“la regla viva” y “el objeto” de todos nuestros pensamientos y
afectos. “El
Corazón de María es el ejemplar y el modelo de nuestros corazones; y toda
felicidad, la perfección y la gloria de nuestros corazones consiste en trabajar
para que ellos sean imágenes vivas del Adorable Corazón de Jesús”. (El Corazón
Admirable, L 11, cap. 1). El blanco al que apunta este gran apóstol es inducirnos
a su imitación, por eso nos presenta y describe el Corazón de María bajo los símbolos
de Paraíso del Hijo de Dios, Arpa del nuevo y verdadero David, Trono del nuevo
Salomón, Altar mucho más digno y santo que el Templo de Jerusalén, Libro vivo
mucho más admirable e instructivo que las tablas de la ley de Moisés, etc. Pero
si así nos lo presenta, es para que nosotros lleguemos a imitar ese Corazón y en
definitiva imitar el Corazón de su Hijo, para que “tengamos sus mismos sentimientos”,
para
que, con sus palabras, nos convirtamos en libro vivo donde nuestros hermanos
puedan leer la ley evangélica…
Y con gran sentido teológico marca los grados
en la tarea de imitar las perfecciones del Corazón de la divina Madre:
“Tened en vuestro corazón
los sentimientos del Corazón de María, Madre de Jesús, que
son cinco principalmente:
a) Un gran
sentimiento de horror a todo pecado.
b) Un gran sentimiento
de odio y desprecio del mundo corrompido y de todas las cosas del mundo.
c) Un profundo
sentimiento de baja estima y hasta desprecio y odio de sí mismo, es decir, una
profunda humildad.
d) Un profundísimo
sentimiento de estima, respeto y amor hacia todas las cosas de Dios y de su
Iglesia.
e) Un gran
sentimiento de veneración y amor a la Cruz, o sea, a toda suerte de
privaciones, humillaciones, mortificaciones y sufrimientos, que es uno de los
más ricos tesoros del alma cristiana en este mundo.” (Cf. “El
Corazón Admirable”, L 11, cap. 2).
Y cuando el mismo santo autor nos presenta al Corazón de María todo
transformado en Dios y colmado de las perfecciones divinas, ¿qué intenta sino estimularnos a todos sus devotos a que
tratemos de copiar lo mismo en nuestros corazones, en toda nuestra vida, para
asemejarnos en lo posible a ese Corazón bendito? Aquí comienza el largo
e irreemplazable capítulo de nuestro trabajo personal, nuestra lectura y
meditación, ayudados precisamente por los escritos de experimentados maestros e
inspirados autores, sobre todo aquellos que han reproducido en sí mismos este
incomparable modelo. Entre ellos se encuentra, naturalmente, el insigne apóstol
del siglo XVII con su obra
clásica del “Corazón
admirable…”, donde dedica largas páginas a exponernos las virtudes
del Corazón de la Virgen Madre para proponerlas a nuestra imitación.
Recomendamos, pues, vivamente su lectura, pero como colofón de sus enseñanzas, retengamos
estas consideraciones y exhortaciones suyas, tan evangélicas y estimulantes:
“Una de las más útiles e
importantes maneras de honrar al divinísimo Corazón de la Reina de las virtudes
es tratar de imitar e imprimir en vuestro corazón una imagen viva de su
santidad, dulzura, mansedumbre, humildad, pureza, devoción, sabiduría y
prudencia; de su paciencia, obediencia, vigilancia, fidelidad, amor y de todas
las demás virtudes”. (…)
“Considerad que este Corazón virginal de la
Madre de Dios es el más fiel depositario de todos los misterios y de todas las
maravillas encerradas en la vida de nuestro Salvador, según el testimonio de
San Lucas: ‘…y su Madre conservaba todas estas
palabras y hechos rumiándolos en su Corazón’. (…)
Por tanto, el Corazón de María es el libro vivo y el Evangelio eterno en el
cual el Espíritu Santo ha escrito con letras de oro la Vida admirable de Jesús.
A este libro, pues, debemos acudir constantemente si queremos hallar la Sabiduría,
que se encuentra en los ejemplos y en las palabras de Nuestro Señor Jesucristo”.
(“Corazón Admirable”, L 11, c. 2 y passim).
A medida que tratemos de adentrarnos en esos secretos que guarda el Corazón
de María, será Ella misma la que se convertirá en nuestra Maestra viva, y no
solamente nos dará luz para
sondear todo ese tesoro espiritual, sino que, además, nos irá comunicando la gracia divina necesaria para que ello se
convierta en fuente de vida y en horno de encendido amor, es decir,
en un progreso constante de perfección y santidad.
No olvidemos que nuestro primer e imprescindible
modelo en este trabajo diario y escondido de imitación y de dependencia de
María, debe ser siempre el mismo Jesús, primer hijo de María. Sobre este tema
recomendamos vivamente leer y meditar frecuentemente un librito hermoso del Padre E. Neubert, marianista, titulado “La Devoción a María”. He aquí algunos
párrafos, resumidos, a modo de ejemplo:
“En este trabajo de imitación, Jesús mismo
quiso constituirse nuestro modelo. Pero,
¿no es verdad que fue María la que tuvo que
imitar a Jesús? Claro que sí. Pero también lo
contrario es verdad. Él quiso asemejarse a su Madre tanto en lo físico con lo
moral, como ningún hijo a la suya. En lo físico, tengamos en cuenta la ausencia
total de intervención paternal en la concepción de Jesús; por lo tanto, por ley
natural de herencia Jesús había de tener un parecido total a su Madre. Sus
rasgos, su fisonomía, su mirada, sus gestos, su continente, su andar, todo su
porte evocarían los de su Madre. En lo moral, podemos decir que todavía más.
Primero porque, como Dios, aún antes de engendrarle a Él, ya Él la había
preparado de propósito para que fuera digna madre suya. Él preparó con
tiempo y a perfección el palacio en el que luego había de
morar, según la frase repetidamente empleada por muchos Santos Padres y autores
eclesiásticos.
Por tanto, ¿qué perfección moral no sería
la del Corazón y el alma de María? Tanta que luego pudiera
servir de modelo (y digamos, también de molde) al mismo Dios, pero en su condición humana.
Este ha de ser, pues,
nuestro ideal: establecer entre María y nosotros el parecido que media entre
Jesús y Ella, entre Ella y Jesús, pues era continua la influencia mutua que
ejercía el uno en el otro.
No tengamos miedo, pues,
que el esfuerzo por pensar como María,
querer y obrar como María nos retraiga de
Jesús. Bien al contrario, pues Jesús, aun cuando será siempre el modelo perfecto,
como Dios-Hombre acabado, fue Él mismo quien ha querido como templar los
ardientes rayos del Sol, para que no ofusquen nuestros débiles ojos humanos, y
acomodarlos a nuestra condición por los más templados y apacibles de la Luna.
Hablamos metafóricamente, pero es la imagen que emplean los místicos cuando
quieren explicarnos las verdades sobrenaturales que alimentan el alma del
cristiano que aspira a la perfección”.
Nuestro querido San Pío X tiene también algo
que decirnos al respecto:
“Es tanta nuestra
cobardía que fácilmente nos arredramos ante la grandeza del ejemplar. Por eso
Dios, providentemente, nos ha propuesto una copia de Jesucristo, tan perfecta
cuanto es permitido a la naturaleza humana, pero al mismo tiempo
maravillosamente acomodada a nuestra debilidad. Esta copia es la Madre de Dios
y nadie más”. (Encíclica “Ad diem illum”).
Pero, podríamos preguntarnos:
¿Por qué imitar a María para imitar a Jesús,
y no imitar directamente a Jesús? Las razones son interesantes. Aparte
de las que ya conocemos, una peculiar que a primera vista puede sorprendernos,
es que María practicó y nos enseña virtudes que no encontramos en Jesús. Reparen
en que no decimos “que
faltaban a Jesús”. Por ejemplo, a causa de la unión
hipostática, Jesús nunca tuvo fe ni esperanza…Además, María nos muestra todas
las virtudes de Jesús, pero adaptadas a nuestra
capacidad, como nos explicaba el Padre Neubert en el texto de más arriba. No
cabe duda que ciertas virtudes, aun viéndolas en Jesús, al contemplarlas en
María revisten un especial atractivo y una fuerza misteriosa sobre nuestro
corazón. Contemplar con afecto filial, por ejemplo, su pureza virginal, su humildad, su sencillez,
su
caridad hacia el prójimo,
su obediencia
a Dios en el “Fiat
mihi…”, etc., hace brotar en nuestro corazón
una fuerza misteriosa que nos mueve a ser cada día más semejantes a la Madre
para ser más dignas copias del Hijo.
Por último, todavía nos falta resaltar el
rasgo más importante que María ofrece a nuestra imitación: es su actitud ante Jesús. ¿De quién mejor que ella aprenderíamos e imitaríamos las
disposiciones que un alma debe tener hacia Jesús? ¿Podríamos nosotros
procurarle un gozo más intenso que tratando de reproducir sus disposiciones
hacia Él? Sólo Ella nos puede enseñar a no
vivir sino para Jesús, a sacrificarse por Jesús: esta es la cumbre de la
imitación de María, y a la vez, el medio para escalar las cumbres de la
santidad. Es más, como explicaremos a continuación, nuestra vida de dependencia
y consagración
a su Corazón Inmaculado tendrá como fruto directo la gracia de
que María “nos
preste” habitualmente su Corazón, para con él y en él,
llegar a amar perfectamente a Jesús.
Es lo que confirma esta página del “Tratado” donde
nuestro santo de Montfort explica las prácticas interiores de la verdadera
devoción a María:
“Debemos en todas nuestras
acciones mirar a María como modelo acabado de toda virtud y perfección que el
Espíritu Santo ha formado en una pura criatura, para que lo imitemos, según nuestra
capacidad. Es menester, pues, que en cada acción miremos cómo María lo ha
hecho, o lo haría si estuviese en nuestro lugar. Para esto debemos examinar y
meditar las grandes virtudes que Ella practicó durante su vida. Acordémonos, diré una vez más, que María es el
grande y único molde de Dios, propio para hacer imágenes vivas de Dios, con
pocos gastos y en poco tiempo; y que el alma que ha hallado este molde y se
pierde en él, muy pronto se transformará en Jesucristo, a quien este molde
representa al natural”. (T.V.D. nº 260).
Este texto nos muestra claramente que la mirada
atenta y solícita a la divina Madre como modelo perfecto que debemos imitar nos
conduce natural y derechamente a la DEPENDENCIA
continua
y amorosa de María.
La Dependencia
¿Cuál es el motivo de la
afirmación precedente? La imitación nos lleva de por sí a la dependencia
porque el modelo que tratamos de conocer, examinar y reproducir en nosotros no
es inerte y muerto, sino “vivo
y vivificador”. Si la Vida y Fuente única de la Vida divina en
nosotros es Cristo Señor nuestro, María es el depósito y la dispensadora de
esta misma Vida. Ella es la “Madre
de la Divina Gracia”, es la “Medianera
de la Gracia”.
Por eso, el trabajo espiritual de imitación de María no puede separarse de nuestra
dependencia respecto a
su maternal acción en nuestra alma. Dependencia dulcísima que nos ennoblece,
nos eleva y nos deifica, ya que
supone como consecuencia espontánea y fecunda nuestra resolución sincera de:
1) Destruir
todo lo que en nosotros se oponga de alguna
manera a la acción maternal de María, que es la misma acción de la gracia en
nuestra alma. Y lo que más radicalmente se opone a la gracia es el amor propio o voluntad propia, y todo lo
que impide la acción del Espíritu Santo en nosotros.
2) Esforzarnos
continuamente por entrar en los sentimientos, afectos y virtudes del Corazón de María, si es que
realmente queremos ser hijos suyos predilectos.
3) Hacer
entrega de nuestro propio corazón
al Corazón de María, para que Ella, con plena posesión del mismo y
actuando con entera libertad lo “forje”
o
“moldee”
a
la medida del Corazón de Jesús. Es así como
el Corazón de María se
convertirá en nuestro molde, en nuestra fragua.
Dependencia amorosa que nos lleva directamente a nuestro tercer punto: la
Consagración al Corazón
Inmaculado. Es además la conclusión práctica de
toda perfecta devoción mariana, como nos lo enseña San Luis María coronando con
su famoso “acto
de Consagración a Jesucristo, Sabiduría Encarnada, por medio de María”, toda su “Esclavitud Mariana”,
que
bien podríamos llamar, si preferimos, “filiación
y consagración cordimariana”, con San Antonio María Claret. Y San
Juan Eudes nos enseña la misma dependencia amorosa cuando nos recomienda: “Entregad frecuentemente vuestro
corazón a esta Reina de los corazones consagrados a Jesús, y suplicadle que
Ella tome entera y plena posesión del mismo, para que Ella lo entregue entero a
su Hijo, a fin de que este grabe en él sus sentimientos, que lo adorne con sus
virtudes, que lo haga según el Corazón del Hijo y de la Madre”. (Corazón Admirable,
L 11, 2).
Veamos pues de qué se trata, pues la Virgen en Fátima también pidió la Consagración a su Corazón
Inmaculado.
La Consagración
Dejando para los expertos la misión de hablar
en un futuro artículo de esta revista sobre la “Consagración de Rusia” pedida por
la Virgen, diremos ahora brevemente qué entendemos por esta expresión, consagración, en una esfera
solo individual o personal, como medio eficacísimo, y el más
perfecto, de establecer en nuestra alma, y por lo tanto en nuestra vida, la
devoción santificadora al Corazón Inmaculado.
En toda “consagración” debemos destacar
ciertos elementos indispensables o esenciales:
1) La dedicación a un fin sagrado. Una dedicación
total lleva consigo la separación conveniente de todo lo profano, tanto en el
uso de los sentidos exteriores como de las potencias del alma. Además, si esta dedicación
es verdadera y sincera, ha de ser con una voluntad perpetua e irrevocable.
Finalmente, una dedicación de tal naturaleza
encierra necesariamente el concepto y la realidad de pureza total, especialmente de corazón o afectos,
que es la característica del Corazón de María. Pureza que envuelve la perfecta humildad, la conformidad plena
con
la voluntad de Dios, el amor a Dios y al
prójimo lo más intenso posible.
Una tal pureza implica, lógicamente, el rechazo
de todo egoísmo, amor propio o interés humano, y de todo placer que no concurra
a la gloria de Dios y al bien de nuestra alma y del prójimo.
2) La consagración o dedicación, para que
sea verdaderamente un “acto de religión” debe
manifestarse por una fórmula o “rito sagrado”, que
ratifica o sella
exteriormente de una manera especial la voluntad. En este sentido, la consagración se podría comparar a una profesión religiosa. En efecto, los teólogos católicos
nos dicen que la profesión religiosa es una ratificación voluntaria especial de
la consagración bautismal, con un compromiso
oficial ante la Iglesia, para cumplir con la mayor perfección posible los compromisos
del santo Bautismo, que es de suyo una consagración
a Dios, al quedar ungidos como miembros
de Cristo y templos del Espíritu Santo.
Pues bien, así como la profesión religiosa
adquiere valor canónico cuando el religioso pronuncia sus votos ante la
Iglesia, de la misma manera la consagración
al Corazón Inmaculado de María adquiere su valor propio y específico
cuando el devoto de la Virgen pronuncia su “voto” de
pertenencia total a la Santísima Virgen, a su Corazón Inmaculado. Y si bien
este “voto” carece de valor oficial o
canónico ante la Iglesia, no deja de ser un compromiso formal ante Dios por el
que nos obligamos a nosotros mismos a que Nuestra Señora sea dueña absoluta de nuestros corazones.
Dejemos al “doctor” de la
Esclavitud mariana explicarnos de qué se trata:
“Consagrarse a María es darse
todo entero a la Santísima Virgen, para estar totalmente unido a Jesucristo por
Ella. Debemos darle:
1º) Nuestro
cuerpo con todos sus sentidos y miembros.
2º) Nuestra
alma con todas sus potencias.
3º)
Nuestros bienes exteriores, llamados de fortuna, presentes o venideros.
4º)
Nuestros bienes interiores y espirituales, o sea, nuestros méritos, nuestras
virtudes y nuestras buenas obras pasadas, presentes y futuras; en una palabra, todo
cuanto tenemos en el orden de la naturaleza y en el de la gracia y de la
gloria, sin reservarnos nada, ni un céntimo, ni un cabello, ni la más pequeña acción
buena; y esto por toda la eternidad y sin pretender ni esperar ninguna
recompensa de nuestro ofrecimiento y servicio, más que el honor de pertenecer a
Jesucristo, por Ella y en Ella, aun cuando esta amabilísima Señora no fuese
siempre, como en realidad es, la más liberal y agradecida de las criaturas”. (T.V.D. cap.
4º, art. 1º).
3) En cuanto a la fórmula exterior de esta
consagración, sólo diremos que tiene una importancia secundaria: su valor
consiste en que es la expresión externa de una disposición interior, de la
generosidad con que cada cual quiere obligarse a sí mismo a vivir esta entrega
amorosa.
Cada uno puede inventar la suya, si lo desea. Pero es más seguro remitirse
a las fórmulas tradicionales, como la célebre del Tratado de la verdadera
devoción como “esclavo de amor”. Por eso
también en nuestro folleto “Cruzada del Corazón de
María” proponemos varias fórmulas inspiradas en san Juan Eudes y la
espiritualidad del “mensaje” de Fátima.
Finalmente, resumiendo, diremos con el apóstol de la Esclavitud la
manera práctica de cumplir y vivir la consagración: “Hacerlo todo por María, con
María, en María y para María”. Pero recomendamos vivamente que cada cual lea
personalmente la explicación detallada en el mismo “Tratado”.
Es muy posible que nos hayamos extendido
demasiado en el tema elegido. Confiamos en que nuestros benévolos lectores
comprenderán y se dedicarán a lograr con todas sus fuerzas el fruto natural de
la consagración
al Corazón de María, que consiste esencialmente en hacernos vivir en unión y
dependencia del espíritu y vida de María, para vivir en espíritu y dependencia
del Corazón de Jesús. Sólo así ella será la confirmación efectiva
del título que encabeza nuestras reflexiones sobre el valor santificador de
esta devoción: el
Corazón de María, nuestro molde vivo y vivificador.
No hay comentarios:
Publicar un comentario