FORTALEZA Y SUAVIDAD.
— Se termina septiembre con la lectura del
libro de Judit y el de
Ester en el Oficio del Tiempo. Dos libertadoras gloriosas,
que fueron figura de María; el nacimiento de
María ilumina este mes con un resplandor tan claro, que, sin esperar
más, el mundo siente ya su ayuda.
“Adonaí, Señor, tú eres grande; te
admiramos, oh Dios, a ti, que pones la salvación en manos de la mujer”
(Antífona
del Magníficat de las primeras Vísperas del 4.° Domingo de septiembre) de este
modo abre la Iglesia la historia de la heroína que salvó a Betulia con la
espada, mientras la sobrina de Mardoqueo tan sólo empleó, para librar de la
muerte a su pueblo, halagos y peticiones. Dulzura en una, valentía en otra, y
en las dos bellezas; pero la Reina que se escogió el Rey de reyes, lo eclipsa todo
con su perfección sin igual; ahora bien, la presente fiesta es un monumento del
poder que despliega para poner también ella en libertad a los suyos.
LA ESCLAVITUD.
— La Media Luna no
se extendía ya más. Rechazada en España, contenida en Oriente por
el reino latino de Jerusalén, se la vio a lo largo del siglo XII hacer más que nunca
esclavos entre los piratas, ya que no podía tenerlos conquistando nuevas
regiones. Menos molestada por los cruzados de entonces, el África sarracena
cruzó el mar para sostener el mercado musulmán. Se
estremece el alma al pensar en tantísimos desgraciados de toda clase, sexo y
edad, arrebatados de las costas de los países cristianos o apresados mares
adentro y rápidamente repartidos entre el harén y la mazmorra. Con todo,
hubo allí, en el secreto espantoso de prisiones sin historia, admirables
heroísmos con que se honró tanto a Dios como en las luchas de los mártires
antiguos que con razón llenan el mundo con su fama; después de doce siglos, bajo de la mirada de los Ángeles, allí encontró María ocasión
de abrir horizontes, en los dominios de la caridad, a aquellos cristianos libres
que, dedicándose a salvar a sus hermanos, quisiesen dar ellos también pruebas
de un heroísmo desconocido hasta entonces. ¿Y
no está aquí harto bien justificada, la razón que permite el mal pasajero en
este mundo? El cielo que tiene que ser
eterno, sin el mal no sería tan bello.
Cuando en 1696, Inocencio XII extendió la fiesta de hoy a la Iglesia
universal, no hizo más que ofrecer al mundo agradecido el medio de hacer una declaración
tan universal como lo era el beneficio.
LAS ÓRDENES REDENTORAS.
— En su
origen, la Orden de la Merced, fundada, si así se puede decir, en pleno campo
de batalla contra los Moros, contó más caballeros que clérigos; cosa que no
ocurría en la Orden de la Santísima Trinidad, que la precedió veinte años. Se la llamó la Orden real,
militar y religiosa de Nuestra Señora de la Merced para la redención de cautivos.
Sus clérigos se dedicaban de modo más especial al cumplimiento
del Oficio del coro en las encomiendas; los caballeros vigilaban las costas y
desempeñaban la comisión peligrosa de rescatar a los prisioneros cristianos. San Pedro Nolasco fué el
primer Comendador o gran Maestre de la Orden; al
hallarse sus preciosos restos, se encontró al santo todavía armado de la coraza
y de la espada.
Leamos las líneas siguientes, en las que la Iglesia
nos da hoy su pensamiento, recordando hechos ya conocidos.
Cuando el yugo sarraceno pesaba con todo su
peso sobre la mayor parte de España y la más rica, y eran innumerables los desgraciados
creyentes que en una espantosa esclavitud estaban expuestos al peligro
inminente de renegar de la fe y de olvidar su salvación eterna, la bienaventurada
Reina de los cielos, acudiendo con bondad a tantos males, demostró su gran caridad
para rescatar a los suyos. Se apareció a San Pedro Nolasco, cuya piedad corría parejas con su fortuna, el cual, meditando
en la presencia de Dios, pensaba sin cesar en el medio de socorrer a tantos desgraciados
cristianos prisioneros de los moros; dulce y propicia, la bienaventurada Virgen
se dignó decir que para Ella y para su único Hijo sería muy agradable, el que
se fundase en su honor una Orden religiosa a
la que incumbiese la tarea de libertar a los cautivos de la tiranía de los
Turcos. Animado con esta visión del cielo, es imposible expresar en qué ardor
de caridad se abrazaba el varón de Dios; no tuvo más que un pensamiento en su
corazón: entregarse
él, y la Orden que debía fundar, a la práctica de esta altísima caridad que
consiste en entregar su vida por sus amigos y por su prójimo.
Pues bien, la misma noche, la Santísima
Virgen se aparecía al bienaventurado Raimundo
de Peñafort y al rey Jaime I de Aragón, haciéndoles
saber igualmente su deseo respecto a los dichos religiosos y rogándolos se
ocupasen en una obra de tal importancia. Pedro,
pues, acudió rápidamente y se puso a los pies de Raimundo, que era su confesor, para referirle todo; se encontró
con que estaba instruido de lo alto, y se sometió humildemente a su dirección.
El rey Jaime llegó entonces, favorecido
también de las revelaciones de la bienaventurada Virgen y resuelto a llevarlas adelante. Por lo cual, después de
tratarlo entre ellos, de común acuerdo tomaron a su cuenta el instituir en honor
de la Virgen Madre la Orden que se llamaría de
Santa María de la
Merced para la Redención de cautivos.
El diez de agosto, pues, del año del Señor 1218,
el rey Jaime llevó al cabo el proyecto
anteriormente madurado por estos santos personajes; los nuevos religiosos se
obligaban, por un cuarto voto, a quedar en rehenes bajo del poder de los
paganos, si era ello necesario para la liberación de los cristianos. El rey les
concedió llevar en el pecho sus propias armas; tuvo empeño en conseguir de Gregorio
IX la confirmación de un instituto religioso que
practicaba una caridad tan eminente con el prójimo. Pero el mismo Dios, por medio
de la Virgen Madre, dió también tales
acrecentamientos a la obra que fué pronto felizmente conocida en todo el mundo;
contó
multitud de sujetos notables en santidad, piedad, caridad, recogiendo las limosnas
de los fieles de Jesucristo y empleándolas en el rescate del prójimo,
entregándose más de una vez a sí mismos para la liberación de muchísimos. Convenía que
por tal institución y por tantos beneficios se diesen a Dios dignas acciones de
gracias y también a la Virgen Madre; y por eso, la Sede Apostólica, después de
otros mil privilegios con que había colmado a esta Orden, dispuso la
celebración de esta fiesta particular y de su Oficio.
NUESTRA SEÑORA LIBERTADORA.
— ¡Sé,
bendita, oh tú, gloria de tu pueblo y alegría nuestra! El día de tu
Asunción gloriosa subiste por nosotros a tomar posesión de tu título de Reina; los
anales del linaje humano están llenos de tus intervenciones misericordiosas.
Por millones se cuentan los que dejaron caer sus grillos gracias a tu protección,
y los cautivos que sacaste del infierno sarraceno, vestíbulo del de Satanás. Ha
bastado siempre tu sonrisa para disipar las nubes, para secar las lágrimas de
este mundo, que saltaba de gozo al recordar hace poco tu nacimiento. ¡Cuántos dolores hay todavía hoy en el mundo! ¡Tú misma
quisiste saborearlos durante tu vida mortal en el cáliz del sufrimiento! para
algunos, dolores fecundos, dolores santificadores; pero ¡qué lástima!, dolores estériles y perniciosos también en los
desgraciados amargados por la injusticia social, para quienes la esclavitud de
la fábrica, las mil formas de explotación del débil por el fuerte, pronto se
echa de ver que son peor que la esclavitud de Argel o de Túnez.
Tú sola, oh María, puedes
desenredar esas cadenas tan enmarañadas con que el príncipe del mundo
irónicamente tiene apresada a una sociedad que él extravió en nombre de las
grandes palabras de igualdad y de libertad. Dígnate intervenir y prueba que
eres Reina. El mundo entero, todo el género humano te dice como Mardoqueo a la
que había criado: Habla
al Rey por nosotros y líbranos de la muerte.
DOM PROSPERO
GUÉRANGER
ABAD DE SOLESMES.
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