— “La fe de Nuestra Señora fué perfecta. Nunca dudó de la verdad, ni siquiera cuando preguntó al ángel cómo se cumpliría el mensaje. Gabriel reveló el modo virginal de la concepción prometida y en nombre; de Dios solicitó el consentimiento a la unión hipostática: para honra de la Virgen y para honra de la naturaleza humana, Dios quiso que dependiese de Nuestra Señora el lugar que iba a ocupar en su creación.
Y entonces se pronunció libre y
conscientemente la palabra divina que se oirá hasta el fin de los siglos: ‘He aquí la esclava del Señor:
hágase en mí según tu palabra’”.
En Nuestra Señora se encuentran todas las
gracias, toda luz y toda vida; por su santísimo Rosario, ha multiplicado las
flores y los frutos en el jardín de la santa Iglesia. Eso es lo
que canta el Ofertorio: por
Jesús y con Jesús, no hay ofrenda que acepte Dios y no provenga de María.
PLEGARIA A
NUESTRA SEÑORA DEL ROSARIO.
Te saludo, María, en la
suavidad de tus misterios gozosos, y primeramente en la santa Encarnación, que
te hizo Madre de mi Salvador y Madre de mi alma, y te doy gracias por la dulce claridad
que has traído al mundo.
¡Oh Nuestra Señora de la alegría!
Enséñanos
las virtudes que hacen mansos los corazones y haz que, en este mundo, donde
abundan los dolores, caminen tus hijos en la luz de Dios para que, cogidos de
tu mano maternal, logren alcanzar y poseer un día de modo completo el término
con que los sostiene tu corazón, es decir, el Hijo de tu amor, Jesucristo Señor
Nuestro.
Te saludo María, Madre de los Dolores,
en
los misterios de más amor, en la Pasión y en la muerte de mi Señor Jesucristo;
y, juntando mis lágrimas con las tuyas, querría amarte tanto, que mi corazón,
traspasado con el tuyo por los clavos que desgarraron a mi Salvador, sangrase con
la misma sangre de los Corazones sagrados del Hijo y de la Madre. Y te bendigo,
oh Madre del Redentor y Corredentora, en el rojizo esplendor del Amor
crucificado, te bendigo por este sacrificio, que ya antes aceptaste en el
Templo y que hoy consumas, ofreciendo en perfecto holocausto a la justicia de
Dios a ese Hijo de tu cariño y de tu virginidad. Te bendigo por la sangre
preciosa que ahora corre para lavar los pecados de los hombres, la cual tuvo su
origen en tu Corazón purísimo; y te ruego, oh Madre, que me lleves a las
cumbres del amor a que sólo se puede llegar mediante una íntima unión con la Pasión
y con la muerte de nuestro muy amado Señor Jesús.
Te saludo, oh María, en la gloria de tu
Majestad Real. Los dolores de la tierra han dado paso
a los goces infinitos, y su púrpura de sangre te ha tejido el manto maravilloso
que conviene a la Madre del Rey de reyes y a la Reina de los Ángeles. En el
esplendor de tus triunfos, Señora digna de nuestro amor, permíteme simplemente levantar
mis ojos hacia ti. Mejor que las palabras, te dirán ellos el amor de este hijo tuyo
y las ansias que tiene de pasar su eternidad mirándote con Jesús, porque eres
bella y eres buena, ¡oh
Clementísima, oh Piadosa, oh Dulce Virgen María!
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