lunes, 8 de octubre de 2018

LA FE DE MARÍA.


   — “La fe de Nuestra Señora fué perfecta. Nunca dudó de la verdad, ni siquiera cuando preguntó al ángel cómo se cumpliría el mensaje. Gabriel reveló el modo virginal de la concepción prometida y en nombre; de Dios solicitó el consentimiento a la unión hipostática: para honra de la Virgen y para honra de la naturaleza humana, Dios quiso que dependiese de Nuestra Señora el lugar que iba a ocupar en su creación.


   Y entonces se pronunció libre y conscientemente la palabra divina que se oirá hasta el fin de los siglos: ‘He aquí la esclava del Señor: hágase en mí según tu palabra’”.

   En Nuestra Señora se encuentran todas las gracias, toda luz y toda vida; por su santísimo Rosario, ha multiplicado las flores y los frutos en el jardín de la santa Iglesia. Eso es lo que canta el Ofertorio: por Jesús y con Jesús, no hay ofrenda que acepte Dios y no provenga de María. 



PLEGARIA A NUESTRA SEÑORA DEL ROSARIO.


   Te saludo, María, en la suavidad de tus misterios gozosos, y primeramente en la santa Encarnación, que te hizo Madre de mi Salvador y Madre de mi alma, y te doy gracias por la dulce claridad que has traído al mundo.

   ¡Oh Nuestra Señora de la alegría! Enséñanos las virtudes que hacen mansos los corazones y haz que, en este mundo, donde abundan los dolores, caminen tus hijos en la luz de Dios para que, cogidos de tu mano maternal, logren alcanzar y poseer un día de modo completo el término con que los sostiene tu corazón, es decir, el Hijo de tu amor, Jesucristo Señor Nuestro.

   Te saludo María, Madre de los Dolores, en los misterios de más amor, en la Pasión y en la muerte de mi Señor Jesucristo; y, juntando mis lágrimas con las tuyas, querría amarte tanto, que mi corazón, traspasado con el tuyo por los clavos que desgarraron a mi Salvador, sangrase con la misma sangre de los Corazones sagrados del Hijo y de la Madre. Y te bendigo, oh Madre del Redentor y Corredentora, en el rojizo esplendor del Amor crucificado, te bendigo por este sacrificio, que ya antes aceptaste en el Templo y que hoy consumas, ofreciendo en perfecto holocausto a la justicia de Dios a ese Hijo de tu cariño y de tu virginidad. Te bendigo por la sangre preciosa que ahora corre para lavar los pecados de los hombres, la cual tuvo su origen en tu Corazón purísimo; y te ruego, oh Madre, que me lleves a las cumbres del amor a que sólo se puede llegar mediante una íntima unión con la Pasión y con la muerte de nuestro muy amado Señor Jesús.



   Te saludo, oh María, en la gloria de tu Majestad Real. Los dolores de la tierra han dado paso a los goces infinitos, y su púrpura de sangre te ha tejido el manto maravilloso que conviene a la Madre del Rey de reyes y a la Reina de los Ángeles. En el esplendor de tus triunfos, Señora digna de nuestro amor, permíteme simplemente levantar mis ojos hacia ti. Mejor que las palabras, te dirán ellos el amor de este hijo tuyo y las ansias que tiene de pasar su eternidad mirándote con Jesús, porque eres bella y eres buena, ¡oh Clementísima, oh Piadosa, oh Dulce Virgen María!






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