Una narración completa de las Apariciones de Fátima.
Contada por el Padre
John de Marchi, I.M.C.
Capítulo XIV: La misión de Lucía (parte
1).
Después de que Francisco y Jacinta partieron
a la casa del Cielo, Lucía
se sentía solita en el mundo. Recordaba la promesa consoladora que Nuestra
Señora le había hecho: nunca la dejaría sola,
sino que sería su consuelo constante. Sin
embargo, su corazón deseaba la simpática compañía de sus queridos primitos. Todo
provocaba en ella echarles de menos, las colinas, los árboles, las ovejas, y
especialmente la Cova da Iría. Además de eso, miles y miles de peregrinos
convergían en Fátima para visitar la escena de las apariciones y todo el mundo
quería hablar con Lucía. Venían a su casa a todas horas. Le importunaban
insistiendo en enterarse de todos los detalles de las apariciones: cómo era el aspecto de Nuestra Señora, qué usaba, qué
decía, etc. Cuando Jacinta y Francisco estaban con ella juntos, era más fácil
hacer frente a toda esta gente, pero solita, ¡oh,
si fuese apenas posible irse y estar solita con Nuestro Señor y Nuestra Señora!
Y la cosa que hacía más daño a Lucía tal vez más que todo lo demás era
la corriente constante de visitantes que perturbaba y trastornaba la paz de su
hogar.
Mientras tanto, en enero
de 1918,
sólo tres meses después de la última aparición, la Santa Sede, después de un
lapso de 60 años, reestableció la diócesis de Leiria, Portugal, de la que es
parte la aldea de Fátima. El Reverendo José Correia da Silva fue nombrado Obispo
y tomó cargo de su Sede el
5 de agosto de 1920.
Consideró su deber más importante obtener los hechos completos sobre las
apariciones de Fátima de tal modo que pudiese salvaguardar y fomentar la
verdadera devoción a Dios y a Su Madre. El Obispo procedía lenta y
prudentemente, rehusando tomar decisión o medida alguna sin una extensa y
piadosa reflexión. Investigó todas las fuentes de información y tuvo su primera
entrevista con Lucía el 13 de junio de 1921.
Habiéndose enterado de las frecuentes
intrusiones de los muchos visitantes contra Lucía
y su familia, invitó a Lucía
y a su madre
a hablar con él. En ese momento informaron ambas madre e hija de su plan de
encomendar a Lucía a
una escuela religiosa donde no la reconocerían y nadie la molestaría. Por otra
parte, el Obispo consideraba
que si continuaban las muchas curaciones y conversiones que ya habían sucedido
en la Cova da Iría en la ausencia de Lucía, sería esto una señal casi cierta de
la aprobación divina. Si no, la devoción se moriría por sí misma.
“No debe decir a nadie
cuándo o a dónde vas a ir”, dijo
el Obispo a
Lucía,
informándole que debería marcharse dentro de cinco días.
“Sí, Monseñor”, le respondió Lucía respetuosamente.
“No debes revelar a nadie
en tu escuela quien eres tú”.
“Sí, Monseñor”.
“Y no debes decir ni una
palabra sobre Fátima”.
“Sí, Monseñor”. Lucía
haría todo lo que él le
mandara. Y cuando volvió a casa con su madre los pocos días que quedaban
pasaron muy rápidamente. Ella deseaba con ganas despedirse de los Martos
y de la Señora
de la Capillita,
pero había prometido no decir a nadie que estaba para partir. Sin embargo, le
fue posible pasar el tiempo de visita en los lugares santos, donde con sus
primitos, había experimentado muchos días felicísimos. El último día en casa,
el 17 de junio, Lucía
fue primero al lugar rocoso donde el Ángel se
había aparecido. Se postró en tierra allá, repitiendo una y otra vez la simple
oración angélica, ¡“Dios mío! Yo creo, adoro,
espero y os amo. Os pido perdón por los que no creen, no adoran, no esperan y
no os aman”.
Luego Lucía
fue a Valiños, donde Nuestra Señora se había aparecido después de la encarcelación
de los niños. Se arrodilló ante la pequeña encina donde Nuestra
Señora había estado,
aunque el árbol hace mucho que se había despojado de todos sus ramos por
peregrinos piadosos. Pasó mucho tiempo allá y después de eso, se levantó de
rodillas, paseó al lado del pantano y pequeño estanque donde los tres
acostumbraban pastar sus ovejas, dirigiendo sus pasos hacia la Cova da Iría.
Nadie estaba allá. ¡Cuán feliz era ella estar
solita y recordarse del encanto de las apariciones celestiales! Una vez
más escuchaba en su corazón aquellas lindas palabras de consuelo habladas por
la Virgen Santísima: “No te desanimes. ¡Yo
nunca te dejaré! Te llevaré al Cielo… Pero tú quedarás aquí algún tiempo más.
Jesús quiere servirse de ti para darme a conocer y amar. Mi Inmaculado Corazón será
tu refugio y el camino que te conducirá hasta Dios”.
Lucía permaneció
en la Cova tanto tiempo que, perdiendo la cuenta del tiempo, el sol empezó a
ponerse detrás de las colinas distantes. Se apresuró hacia la capilla para hacer
una última visita, y después hacia la iglesia parroquial dónde se bautizó y tan
a menudo había asistido a la Santa Misa y comulgado a Nuestro Señor. Se
arrodilló en el comulgatorio, en acción de gracias a Dios por los maravillosos
privilegios de la fe, y después se paseó por la Iglesia, deteniéndose un momento
delante de cada imagen para despedirse de los muchos santos y pedir su auxilio para
el viaje. Saliendo de la Iglesia, caminó hacia la tumba de su querido padre,
que había fallecido hacía poco, y después de eso, a la tumba de Francisco. Ella amaba mucho su primito Francisco. Había sido un chico tranquilo,
fuerte, varonil, sincero, y honesto, así como debió de haber sido San
José cuando era
muchacho. Recordó sus palabras poco antes de su muerte: “Lucía, ya me falta poco para ir al Cielo. Jacinta va a pedir
mucho por los pecadores, por el Santo Padre y por ti; y tú te quedas acá,
porque Nuestra Señora así lo quiere. Escucha: haz todo lo que Ella te diga.” Lucía le prometió que sí.
La niña volvió a casa y cenó, y su madre
le aconsejó acostarse
temprano. Pero Lucía
estaba demasiado hastiada para dormir. Aunque ansiaba irse para rezar y estar solamente
con Jesús y María, no le era fácil dejar a su querida
madre. Ofreció el sacrificio para salvar a las
almas del Infierno. A
las 2:00 de la madrugada su madre
la despertó y la ayudó a prepararse, y juntas comenzaron su largo viaje. La luz
de la luna y las estrellas hermosas alumbraban el camino y cuando se acercaron
a Cova da Iría, Lucía dijo, “Mamá, detengámonos un rato y
recemos nuestro Rosario”.
“De acuerdo Lucía”, le contestó la señora María
Rosa, y fueron juntas
a rezar sus cuentas. Una vez terminadas, retomaron su viaje a la ciudad de
Leiria donde Lucía
iba a tomar el tren para ir a Oporto. Su madre la dejaría en la estación,
porque el Obispo
había designado a otra mujer para acompañarla en el tren y llevarla a la
escuela. La escena de la estación era triste de presenciar mientras madre
e hija se despedían
porque se derramaron lágrimas en abundancia, signos de su mutuo amor
profundísimo y dolor amargo. No sabían cuando se volverían a reunir de nuevo.
Cuando Lucía llegó
a la escuela conventual, la Madre Superiora, bajo las órdenes del Obispo, le dio un nuevo nombre. Se conocía
desde entonces como María de los Dolores,
porque nadie la reconocería por ese apodo.
El superior
también la advirtió sobre los entredichos del Obispo
de nunca revelar quién era y de no hablar de Fátima.
Lucía ofrecería
alegremente este sacrificio a Nuestra Señora.
Las niñas en la escuela comenzaron rápidamente
a amar a Lucía.
Se sentían atraídas hacia ella del mismo modo que las muchas niñas de Fátima
que acostumbraban a
reunirse en su
casa alrededor de ella. Y aunque nunca
hablaba de Fátima,
les hablaba frecuentemente
sobre Nuestra Señora, de cuán hermosa y bondadosa era y de
lo que todas deberían de
hacer para agradarla.
Inspiraba en todas ellas un
amor fervoroso para con María Santísima. Y cuando su plan de estudios
terminó, pidió permiso
para ingresar en
la Orden de las buenas hermanas que
la habían cuidado, las Hermanas de Santa Dorotea. Eran felices de acoger en su
convento de monjas a esta
niña tan santa y dulce.
En el convento, Nuestra Señora no dejó a Lucía sola. Vino a visitarla varias veces.
En la Cova da Iría, Nuestra Señora le había comunicado a Lucía
ya el dolor amargo de su Corazón a causa de la
ingratitud y pecados de la humanidad. Había pedido que el Primer Sábado de cada
mes fuese apartado por todos los fieles como un día de reparación a Su Inmaculado
Corazón. Nuestra
Señora se apareció a Lucía el 10 de diciembre de 1925 en su celda en el
convento. El Niño Jesús estaba al lado de Nuestra Señora, suspenso en una nube
luminosa. La Santísima Virgen poniéndole una mano en el hombro de Lucía, le
mostró al mismo tiempo un Corazón que tenía en la otra mano, cercado de
espinas.
El Niño Jesús habló primero a Lucía:
“Ten compasión del
Corazón de Tu Santísima Madre que está cubierto de espinas que los hombres
ingratos continuamente le clavan sin haber quien haga un acto de reparación
para arrancárselas”.
Luego la Santísima Virgen
le dijo a Sor Lucía: “Mira, hija Mía, Mi Corazón, cercado de espinas que los
hombres ingratos me clavan continuamente con blasfemias e ingratitudes. Tú, al
menos, procura consolarme y di que todos aquellos que durante cinco meses
(consecutivos), en el Primer Sábado, se confiesen, reciban la Santa Comunión, recen
la tercera parte del Rosario y Me hagan 15 minutos de compañía, meditando en los
15 misterios del Rosario, con el fin de desagraviarme, Yo prometo asistirles en
la hora de la muerte con todas las gracias necesarias para la salvación de sus
almas”.
Lucía
nunca podía olvidarse de esta visión del Corazón
sangrante de María. Informó a ambos su confesor y superiora sobre la
aparición, pero se sintieron ellos incapaces de difundir la devoción. Pasaron
dos meses y el 15 de febrero de 1926, el Niño Jesús se apareció otra vez a Lucía
para preguntar si ella
había difundido la devoción reparadora al Inmaculado Corazón de Su Madre. Lucía le dijo que su confesor había
planteado varias dificultades, y aunque la Madre Superiora ardientemente deseaba propagar la devoción,
su confesor también le advirtió que nada podría por sí sola.
Lucía
hizo su parte, en el entretanto, para dar a conocer la devoción escribiendo a
su propia madre,
e instándola a hacerse un apóstol en la cruzada de reparación:
“Mi querida madre”, su carta empezaba, “Como sé que al recibir carta mía recibe al mismo tiempo un
consuelo, decidí escribir ésta para animarla a ofrecer a Dios el sacrificio de
mi ausencia. Verdaderamente comprendo que sienta tanto esta separación, pero
crea que, si nosotros no nos separamos voluntariamente, Él se encargaría de hacerlo.
Si no veamos: Tío Manuel no quería dejar salir de casa a sus hijos, y Dios,
cómo se los llevó.
“Por eso, yo quería que mi
madre ofreciese con generosidad a la Santísima Virgen ese acto de reparación por
las ofensas que recibe de sus hijos ingratos. Quería también que me diese Vd. el
consuelo de abrazar una devoción que sé que le gusta al Señor y que fue nuestra
querida Madre del Cielo quien la pidió.
“En cuanto la conocí deseé
hacerla mía y trabajar para que todos los demás la aceptasen. Espero, por lo
tanto, que Vd. me contestará diciendo que la aceptó y que va a procurar trabajar
para que todas las personas que ahí van la abracen también. Nunca podría darme
mayor consuelo que este. Solamente consiste en hacer lo que va escrito en esa
estampa. La confesión puede ser otro día; los 15 minutos es lo que puede parecerle
más difícil. Pero es muy fácil. ¿Quién no puede pensar en los misterios del
rosario? En la Anunciación del Ángel y en la humildad de nuestra Señora que al
verse tan exaltada se llama a sí misma esclava. En la pasión de Jesús que tanto
sufrió por nuestro amor. En nuestra Madre Santísima junto a Jesús en el Calvario.
¿Quién no puede con estos santos pensamientos, pasar 15 minutos con la más
tierna de las Madres?
“Adiós, mi querida madre.
Consuele así a nuestra Madre del cielo y procure que muchos otros la consuelen
también. De esta manera me dará a mí una incalculable alegría. Su hija que le
quiere y besa su mano”.
María Lucía de Jesús
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