lunes, 1 de octubre de 2018

“LA VERDADERA HISTORIA DE FÁTIMA”




Una narración completa de las Apariciones de Fátima.

Contada por el Padre  John de Marchi, I.M.C.







Capítulo XIV: La misión de Lucía (parte 1).


   Después de que Francisco y Jacinta partieron a la casa del Cielo, Lucía se sentía solita en el mundo. Recordaba la promesa consoladora que Nuestra Señora le había hecho: nunca la dejaría sola, sino que sería su consuelo constante. Sin embargo, su corazón deseaba la simpática compañía de sus queridos primitos. Todo provocaba en ella echarles de menos, las colinas, los árboles, las ovejas, y especialmente la Cova da Iría. Además de eso, miles y miles de peregrinos convergían en Fátima para visitar la escena de las apariciones y todo el mundo quería hablar con Lucía. Venían a su casa a todas horas. Le importunaban insistiendo en enterarse de todos los detalles de las apariciones: cómo era el aspecto de Nuestra Señora, qué usaba, qué decía, etc. Cuando Jacinta y Francisco estaban con ella juntos, era más fácil hacer frente a toda esta gente, pero solita, ¡oh, si fuese apenas posible irse y estar solita con Nuestro Señor y Nuestra Señora! Y la cosa que hacía más daño a Lucía tal vez más que todo lo demás era la corriente constante de visitantes que perturbaba y trastornaba la paz de su hogar.


   Mientras tanto, en enero de 1918, sólo tres meses después de la última aparición, la Santa Sede, después de un lapso de 60 años, reestableció la diócesis de Leiria, Portugal, de la que es parte la aldea de Fátima. El Reverendo José Correia da Silva fue nombrado Obispo y tomó cargo de su Sede el 5 de agosto de 1920. Consideró su deber más importante obtener los hechos completos sobre las apariciones de Fátima de tal modo que pudiese salvaguardar y fomentar la verdadera devoción a Dios y a Su Madre. El Obispo procedía lenta y prudentemente, rehusando tomar decisión o medida alguna sin una extensa y piadosa reflexión. Investigó todas las fuentes de información y tuvo su primera entrevista con Lucía el 13 de junio de 1921.


   Habiéndose enterado de las frecuentes intrusiones de los muchos visitantes contra Lucía y su familia, invitó a Lucía y a su madre a hablar con él. En ese momento informaron ambas madre e hija de su plan de encomendar a Lucía a una escuela religiosa donde no la reconocerían y nadie la molestaría. Por otra parte, el Obispo consideraba que si continuaban las muchas curaciones y conversiones que ya habían sucedido en la Cova da Iría en la ausencia de Lucía, sería esto una señal casi cierta de la aprobación divina. Si no, la devoción se moriría por sí misma.

“No debe decir a nadie cuándo o a dónde vas a ir”, dijo el Obispo a Lucía, informándole que debería marcharse dentro de cinco días.
“Sí, Monseñor”, le respondió Lucía respetuosamente.
“No debes revelar a nadie en tu escuela quien eres tú”.
“Sí, Monseñor”.
“Y no debes decir ni una palabra sobre Fátima”.
“Sí, Monseñor”. Lucía haría todo lo que él le mandara. Y cuando volvió a casa con su madre los pocos días que quedaban pasaron muy rápidamente. Ella deseaba con ganas despedirse de los Martos y de la Señora de la Capillita, pero había prometido no decir a nadie que estaba para partir. Sin embargo, le fue posible pasar el tiempo de visita en los lugares santos, donde con sus primitos, había experimentado muchos días felicísimos. El último día en casa, el 17 de junio, Lucía fue primero al lugar rocoso donde el Ángel se había aparecido. Se postró en tierra allá, repitiendo una y otra vez la simple oración angélica, ¡“Dios mío! Yo creo, adoro, espero y os amo. Os pido perdón por los que no creen, no adoran, no esperan y no os aman”.


   Luego Lucía fue a Valiños, donde Nuestra Señora se había aparecido después de la encarcelación de los niños. Se arrodilló ante la pequeña encina donde Nuestra Señora había estado, aunque el árbol hace mucho que se había despojado de todos sus ramos por peregrinos piadosos. Pasó mucho tiempo allá y después de eso, se levantó de rodillas, paseó al lado del pantano y pequeño estanque donde los tres acostumbraban pastar sus ovejas, dirigiendo sus pasos hacia la Cova da Iría. Nadie estaba allá. ¡Cuán feliz era ella estar solita y recordarse del encanto de las apariciones celestiales! Una vez más escuchaba en su corazón aquellas lindas palabras de consuelo habladas por la Virgen Santísima: “No te desanimes. ¡Yo nunca te dejaré! Te llevaré al Cielo… Pero tú quedarás aquí algún tiempo más. Jesús quiere servirse de ti para darme a conocer y amar. Mi Inmaculado Corazón será tu refugio y el camino que te conducirá hasta Dios”. 




   Lucía permaneció en la Cova tanto tiempo que, perdiendo la cuenta del tiempo, el sol empezó a ponerse detrás de las colinas distantes. Se apresuró hacia la capilla para hacer una última visita, y después hacia la iglesia parroquial dónde se bautizó y tan a menudo había asistido a la Santa Misa y comulgado a Nuestro Señor. Se arrodilló en el comulgatorio, en acción de gracias a Dios por los maravillosos privilegios de la fe, y después se paseó por la Iglesia, deteniéndose un momento delante de cada imagen para despedirse de los muchos santos y pedir su auxilio para el viaje. Saliendo de la Iglesia, caminó hacia la tumba de su querido padre, que había fallecido hacía poco, y después de eso, a la tumba de Francisco. Ella amaba mucho su primito Francisco. Había sido un chico tranquilo, fuerte, varonil, sincero, y honesto, así como debió de haber sido San José cuando era muchacho. Recordó sus palabras poco antes de su muerte: “Lucía, ya me falta poco para ir al Cielo. Jacinta va a pedir mucho por los pecadores, por el Santo Padre y por ti; y tú te quedas acá, porque Nuestra Señora así lo quiere. Escucha: haz todo lo que Ella te diga.” Lucía le prometió que sí.


   La niña volvió a casa y cenó, y su madre le aconsejó acostarse temprano. Pero Lucía estaba demasiado hastiada para dormir. Aunque ansiaba irse para rezar y estar solamente con Jesús y María, no le era fácil dejar a su querida madre. Ofreció el sacrificio para salvar a las almas del Infierno. A las 2:00 de la madrugada su madre la despertó y la ayudó a prepararse, y juntas comenzaron su largo viaje. La luz de la luna y las estrellas hermosas alumbraban el camino y cuando se acercaron a Cova da Iría, Lucía dijo, “Mamá, detengámonos un rato y recemos nuestro Rosario”.


   “De acuerdo Lucía”, le contestó la señora María Rosa, y fueron juntas a rezar sus cuentas. Una vez terminadas, retomaron su viaje a la ciudad de Leiria donde Lucía iba a tomar el tren para ir a Oporto. Su madre la dejaría en la estación, porque el Obispo había designado a otra mujer para acompañarla en el tren y llevarla a la escuela. La escena de la estación era triste de presenciar mientras madre e hija se despedían porque se derramaron lágrimas en abundancia, signos de su mutuo amor profundísimo y dolor amargo. No sabían cuando se volverían a reunir de nuevo.


   Cuando Lucía llegó a la escuela conventual, la Madre Superiora, bajo las órdenes del Obispo, le dio un nuevo nombre. Se conocía desde entonces como María de los Dolores, 
porque nadie la reconocería por ese apodo. El superior también la advirtió sobre los entredichos del Obispo de nunca revelar quién era y de no hablar de Fátima. Lucía ofrecería alegremente este sacrificio a Nuestra Señora.


   Las niñas en la escuela comenzaron rápidamente a amar a Lucía. Se sentían atraídas hacia ella del mismo modo que las muchas niñas de Fátima que acostumbraban a reunirse en su casa alrededor de ella. Y aunque nunca hablaba de Fátima, les hablaba frecuentemente sobre Nuestra Señora, de cuán hermosa y bondadosa era y de lo que todas deberían de hacer para agradarla. Inspiraba en todas ellas un amor fervoroso para con María Santísima. Y cuando su plan de estudios terminó, pidió permiso para ingresar en la Orden de las buenas hermanas que la habían cuidado, las Hermanas de Santa Dorotea. Eran felices de acoger en su convento de monjas a esta niña tan santa y dulce.


   En el convento, Nuestra Señora no dejó a Lucía sola. Vino a visitarla varias veces. En la Cova da Iría, Nuestra Señora le había comunicado a Lucía ya el dolor amargo de su Corazón a causa de la ingratitud y pecados de la humanidad. Había pedido que el Primer Sábado de cada mes fuese apartado por todos los fieles como un día de reparación a Su Inmaculado Corazón. Nuestra Señora se apareció a Lucía el 10 de diciembre de 1925 en su celda en el convento. El Niño Jesús estaba al lado de Nuestra Señora, suspenso en una nube luminosa. La Santísima Virgen poniéndole una mano en el hombro de Lucía, le mostró al mismo tiempo un Corazón que tenía en la otra mano, cercado de espinas.


 El Niño Jesús habló primero a Lucía:


 “Ten compasión del Corazón de Tu Santísima Madre que está cubierto de espinas que los hombres ingratos continuamente le clavan sin haber quien haga un acto de reparación para arrancárselas”.


   Luego la Santísima Virgen le dijo a Sor Lucía: “Mira, hija Mía, Mi Corazón, cercado de espinas que los hombres ingratos me clavan continuamente con blasfemias e ingratitudes. Tú, al menos, procura consolarme y di que todos aquellos que durante cinco meses (consecutivos), en el Primer Sábado, se confiesen, reciban la Santa Comunión, recen la tercera parte del Rosario y Me hagan 15 minutos de compañía, meditando en los 15 misterios del Rosario, con el fin de desagraviarme, Yo prometo asistirles en la hora de la muerte con todas las gracias necesarias para la salvación de sus almas”.


   Lucía nunca podía olvidarse de esta visión del Corazón sangrante de María. Informó a ambos su confesor y superiora sobre la aparición, pero se sintieron ellos incapaces de difundir la devoción. Pasaron dos meses y el 15 de febrero de 1926, el Niño Jesús se apareció otra vez a Lucía para preguntar si ella había difundido la devoción reparadora al Inmaculado Corazón de Su Madre. Lucía le dijo que su confesor había planteado varias dificultades, y aunque la Madre Superiora ardientemente deseaba propagar la devoción, su confesor también le advirtió que nada podría por sí sola.


   
 
   “Es verdad que la Madre Superiora sola no puede hacer nada, pero con Mi gracia, puede hacer todo”, respondió Nuestro Señor.


   Lucía hizo su parte, en el entretanto, para dar a conocer la devoción escribiendo a su propia madre, e instándola a hacerse un apóstol en la cruzada de reparación:


   “Mi querida madre”, su carta empezaba, “Como sé que al recibir carta mía recibe al mismo tiempo un consuelo, decidí escribir ésta para animarla a ofrecer a Dios el sacrificio de mi ausencia. Verdaderamente comprendo que sienta tanto esta separación, pero crea que, si nosotros no nos separamos voluntariamente, Él se encargaría de hacerlo. Si no veamos: Tío Manuel no quería dejar salir de casa a sus hijos, y Dios, cómo se los llevó.
   “Por eso, yo quería que mi madre ofreciese con generosidad a la Santísima Virgen ese acto de reparación por las ofensas que recibe de sus hijos ingratos. Quería también que me diese Vd. el consuelo de abrazar una devoción que sé que le gusta al Señor y que fue nuestra querida Madre del Cielo quien la pidió.
   “En cuanto la conocí deseé hacerla mía y trabajar para que todos los demás la aceptasen. Espero, por lo tanto, que Vd. me contestará diciendo que la aceptó y que va a procurar trabajar para que todas las personas que ahí van la abracen también. Nunca podría darme mayor consuelo que este. Solamente consiste en hacer lo que va escrito en esa estampa. La confesión puede ser otro día; los 15 minutos es lo que puede parecerle más difícil. Pero es muy fácil. ¿Quién no puede pensar en los misterios del rosario? En la Anunciación del Ángel y en la humildad de nuestra Señora que al verse tan exaltada se llama a sí misma esclava. En la pasión de Jesús que tanto sufrió por nuestro amor. En nuestra Madre Santísima junto a Jesús en el Calvario. ¿Quién no puede con estos santos pensamientos, pasar 15 minutos con la más tierna de las Madres?
   “Adiós, mi querida madre. Consuele así a nuestra Madre del cielo y procure que muchos otros la consuelen también. De esta manera me dará a mí una incalculable alegría. Su hija que le quiere y besa su mano”.


María Lucía de Jesús


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