viernes, 19 de abril de 2019

LA PRISIÓN DEL SALVADOR. Por Fray Luis de Granada.




   Después de esto considera cómo, acabada esta oración, vino luego todo aquel escuadrón de gente armada, y con ellos también muchos de los Príncipes de los Sacerdotes y Fariseos, para prender al Cordero.

   Porque no se atrevieron a fiar este negocio de los ministros y soldados mercenarios, porque no les acaeciese lo que otra vez, cuando la predicación del Señor los convirtió e hizo volver vacíos, sino ellos mismos vinieron en persona, como gente tan confiada de su malicia, que ni por sermones ni cosas que viesen esperaban desistir de su maldad.

   De manera que los que eran mayores en la dignidad fueron los mayores en la maldad cuando vinieron a estragarse.

   De donde aprenderás que, así como del mejor vino se hace más fuerte vinagre, cuando se viene a corromper, así aquellos que por razón de su estado están más altos y más allegados a Dios, como son todas las personas eclesiásticas y dedicadas a Dios, cuando se dañan vienen a ser peores de todos los otros hombres, como vemos que el mayor Ángel se hizo mayor demonio cuando pecó.

   Venía Judas por adalid y capitán de este ejército, caído ya, como otro Lucifer, del más alto estado de la Iglesia en el más profundo abismo de maldad, que era ser el primer conjurado en la muerte de Cristo.


   Mira, pues, a qué extremo de males llegó este miserable, por no resistir a los principios de sus codicias. ¡Ay de ti si no resistes a las tuyas!

Porque ¿qué se podrá esperar de ti, que no tienes tantos aparejos para la virtud como tenía éste? Pues no aprendes en tal escuela, no ves tales milagros, no conversas con tal Maestro, ni con tales discípulos. Pues ¿qué puedes esperar de ti, si por todas partes no te velas?

   Les había este traidor dado señal, diciendo: «A quienquiera que yo besare, ése es; tenedlo fuertemente».

   Al Maestro dulcísimo, y fuente de caridad y amor, ¿con qué otro cebo le había de armar lazos? ¿Con qué otra señal le había de prender sino con señal de amor?


   Aceptó el Señor este cruel beso, por quebrantar siquiera con la dulzura de la mansedumbre la dureza de aquel rebelde corazón; mas al ánimo obstinado y pervertido por demás son los remedios.

   Mas tú, alma mía, considera que, si este dulcísimo Cordero no desechó el engañoso beso del que tan cruelmente le vendía, ¿cómo desechará el beso interior del que entrañablemente le ama?

   Mas porque conociese la presunción humana que ninguna cosa podía contra la Omnipotencia divina, antes que le prendiesen, con una sola palabra derribó a aquellas huestes infernales en tierra, aunque ellos, como ciegos y obstinados en su malicia, ni aun con esta tan evidente maravilla se convirtieron; para que veas adonde llega un hombre desamparado de Dios y cuán incurable es aquel a quien Él no cura, pues esta tan eficaz medicina no sanó aquel a quien Él había desamparado. Maldito sea su furor tan pertinaz, pues ni con la vista de tan gran milagro se rindió, ni con la dulzura de tan grande beneficio se amansó.

   Mas no sólo mostró aquí el Señor su poder, sino también su misericordia, restituyendo la oreja que San Pedro había cortado y tomándola a su lugar.


   Donde son también para considerar las palabras que el Salvador dijo a Pedro en este acto. Vuelve, dice, la espada a su lugar. El cáliz que me dio mi Padre, ¿no quieres que beba?

   Este es el escudo general con que se ha de defender el cristiano en todas las tribulaciones y trabajos que se le ofrecieren, porque todo es cáliz que nos da a beber el Padre Eterno por nuestro ejercicio y purgatorio.

   Así lo confesó el Santo Job, cuando, viéndose tan afligido y maltratado del demonio, dijo: «El Señor lo dio y el Señor lo quitó; como al Señor plugo, así se hizo; sea el nombre del Señor bendito».

   Así lo confesó también el Rey David cuando le maldecía Semeí, diciendo que Dios le había mandado que le maldijese.

   Y pues todos éstos son cálices del Padre, no hay por qué temer la purga ordenada por mano de Físico tan sabio, y que tiene nombre y obras de Padre; ni tampoco hay por qué recelar la amargura del vaso, después que aquellos dulcísimos labios del Hijo de Dios, en quien toda la gracia fue derramada, quedaron impresos en él.

   Acabada esta cura, huyen luego los discípulos y desamparan al Señor.

   Le acompañaron a la cena y le dejaron solo en la Pasión.

   Todos somos en esta parte imitadores de los discípulos, pues todos huimos de los trabajos y dejamos de seguir a Cristo cuando camina a la Cruz, deseándole seguir cuando camina a su Reino. Y si por ventura alguna vez le seguimos, seguírnosle desde lejos, como los discípulos le seguían, que es poniéndonos a muy pequeñas cosas por El.

   Mas ¡ay de mí! que ellos huían de Vos, Señor, por el peligro que veían; mas yo sin peligro huyo; y no sólo sin peligro, mas antes viendo el peligro que se me sigue de apartarme de Vos, pues apartarme de Vos es apartarme de la luz, de la vida, de la paz y de todos los bienes. ¡Cuánto es, pues, mayor mi culpa que la suya!

   Desamparando, pues, al Salvador los discípulos, arremete luego toda aquella manada de lobos hambrientos al Cordero sin mancilla, que solo había quedado en sus manos.

   Más ¿quién podrá oír sin dolor de la manera que aquellos crueles sayones extendieron sus sacrílegas manos y ataron las de aquel mansísimo Señor, que ni contradecía ni se defendía?

   Y ¿qué sería ver de la manera que así maniatado lo llevarían con grande prisa y grita, y con grande concurso y tropel de gentes, por las calles públicas y casas de los Pontífices?

   ¿Cuál sería entonces el dolor de los discípulos, cuando viesen su dulcísimo Maestro apartado de su compañía y llevado de esta manera, vendido por uno de ellos, pues el mismo traidor que lo vendió sintió tanto el mal que había hecho que de pura pena desesperó y se ahorcó?


   Pues ¿quién, por más duro que fuese, no se movería a compasión, poniendo los ojos en un Señor de tanta santidad, y que tantos bienes había hecho en toda aquella tierra, lanzando los demonios y curando todos los enfermos, y enseñando tan maravillosa doctrina, cuando le viese llevar con tanto ímpetu por las calles públicas con una soga a la garganta, atadas las manos, y con tanta ignominia? ¡Oh crueles corazones! ¿Cómo no os mueve a piedad tanta mansedumbre?


   ¿Cómo podéis hacer mal a quien os ha hecho tanto bien? ¿Cómo no miráis siquiera esa tan grande inocencia y mansedumbre, pues provocado con tantas injurias ni os amenaza, ni se queja, ni se indigna contra tantas descortesías?

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