viernes, 26 de julio de 2019

SANTA ANA, madre de la santísima Virgen. —26 DE JULIO.




   No se puede formar concepto más noble, más elevado ni más cabal del extraordinario mérito, de las heroicas virtudes y de la sublime santidad de santa Ana, que diciendo fué madre de la Madre de Dios. Esta augusta cualidad comprende todos los honores, excede todos los elogios; y así como el mismo Espíritu Santo no pudo decir cosa mayor de María, que decir que de ella nació Jesús, de qua natus est Jesús, así tampoco es posible elogio más glorioso de santa Ana, que afirmar que de ella nació María.


   Santa Ana, pues, a quien los santos padres apellidan el consuelo de los hijos de Dios, que suspiraban por la venida del Mesías, nació en Belén, de la tribu de Judá, a dos leguas de Jerusalén, llamada comúnmente en el Evangelio Ciudad de David, por haber nacido en ella este monarca. Tuvo por padre á Matan, sacerdote de Belén, de la tribu de Leví y de la familia de Aarón, que entre los judíos era la familia sacerdotal. Su madre se llamó María, de la tribu de Judá, ambos muy recomendables por su nacimiento, por su notoria bondad y por su ejemplar virtud. Tuvieron tres hijas. La primera, que se llamó María como su madre, casó con Cleofás, y fué madre de Santiago el Menor, de san Judas, de san Simeón, sucesor de Santiago, obispo de Jerusalén, y de san José, por sobrenombre Bársabas o el Justo. Estos son aquellos discípulos del Salvador, a quienes el Evangelio llama hermanos suyos, según el estilo común de los judíos; pero no eran más que primos, como hijos de una tía de la santísima Virgen. La segunda hermana de santa Ana fué Sobé, madre de santa Isabel, la cual por consiguiente era prima hermana de la misma Virgen. En fin, la tercera hija de María y de Matan fué santa Ana, destinada por el Señor para dar al mundo aquella de quien había de nacer el Salvador.

   Luego que Ana nació, se reconocieron en ella aquellas especiales y distinguidas gracias que anuncian y forman los grandes santos, habiendo sido todas las delicias de sus padres, cuyo especial amor a esta hija sobre todas las demás pareció tan justo, que nunca causó celos ni emulación en las otras dos hermanas. Se descubrió en ella un fondo de juicio, de prudencia, de modestia y de virtud, con cierto carácter de capacidad y de madurez, que igualmente la hizo amable que admirable. Hechizado el mundo de sus prendas, se dio priesa a ganarla para sí; pero ella miró siempre con desvió todas las cosas del mundo. Su mayor gusto era el retiro, y nunca le halló aun en aquellas inocentes diversiones que son más naturales y más comunes en las niñas de su edad y de su condición. Entregada a la oración, comenzó a gustar de Dios desde sus primeros años, no pensando en otra cosa que en servirle y en agradarle. Por el grande amor que profesaba a la virginidad, virtud tan poco conocida en el mundo antes del nacimiento del Redentor, hubiera pasado su vida en el celibato, a no haberla escogido la divina Providencia para ser la más dichosa de todas las madres. La pretendieron por mujer los más nobles de toda la nación y sus padres escogieron entre todos a Joaquín, que vivía en la ciudad de Nazaret, y era de la real casa de David, con cuyo enlace se unió la familia sacerdotal con la real: circunstancia indispensable para que la Madre del Mesías pudiese nacer de este matrimonio.

   Aquellas mismas virtudes que tanto habían resplandecido en santa Ana siendo soltera, brillaron con nuevo resplandor en ella cuando se vio esposa del hombre más santo que se conocía en el mundo a la sazón. No hubo matrimonio más feliz: en ambos esposos reinaban las mismas inclinaciones, el mismo amor a la virtud, la misma inocencia y la misma pureza de costumbres; porque la misma mano que había formado aquellos dos corazones, los unió con el dulce vinculo del mas casto y del más perfecto amor; y aquel mismo espíritu (dice san Juan Damasceno) que con el tiempo debía animar a los cristianos, anticipaba en la persona de los dos santos esposos el más ajustado modelo de la vida perfecta e interior. Joaquín en el monte (dice san Epifanio) ofrecía incesantes oraciones y sacrificios al cielo para acelerar la redención de Israel; y Ana en el retiro de su casa se sacrificaba continuamente al Señor en el fervor de su oración. Cuando se dejaba ver en público, edificaba a todos; su compostura, su modestia, sus palabras inspiraban admiración de su virtud y respeto a su persona. Por su gran caridad consideraba a los pobres como a hijos suyos; y cuando se acordaba de que era estéril, se consolaba con que tenía tantos hijos como pobres. No correspondían los bienes temporales a la nobleza de su calidad ni de su sangre, pero suplía la caridad a la medianía de su fortuna. Le bastaba a cualquiera ser pobre o estar afligido, para que, acudiendo a ella como á madre, fuese considerado con derecho a lo que ella tenía.



   Parece que el Espíritu Santo hizo el retrato de santa Ana en el que formó de la mujer fuerte y perfecta que no tiene precio. Lo que no admite duda es, que esta gran santa nos dejó el modelo más perfecto que tenemos de la vida interior y escondida, con un compendio de las más raras virtudes.

   Hacía más de cuarenta años que estaba casada santa Ana sin haber tenido sucesión, esterilidad que entre los judíos se reputaba por cierta especie de oprobio, con alguna nota de infamia, porque, asegurados de que el Mesías había de nacer de una mujer de la nación, consideraban en las infecundas uno como linaje de reprobación o de maldición de la familia. Vivía santa Ana en esta triste humillación, sin esperanza de salir de ella a causa de su avanzada edad. Llevaba, a la verdad, con paciencia las amarguras de su estado por su rendimiento a la voluntad de Dios; mas no por eso dejaba de mirar con una santa envidia a aquellas dichosas mujeres que algún dia habían de tener afinidad con el deseado Mesías.

   Estando en esta disposición, y haciendo un dia oración en el templo con extraordinario fervor, se le ofreció con tanta viveza la idea de su ignominia, que no pudo contener las lágrimas: y acordándose de que Ana, mujer de Elcana y madre de Samuel, callándose en las mismas circunstancias había clamado al Señor con tanta confianza, que al fin fue bien despachada su petición; animada Ana con el mismo espíritu, pidió fervorosamente a Dios se dignase mirar con ojos favorables a su humilde sierva, y se compadeciese de su extrema aflicción; ofreciéndole que, si la hacia la merced de concederle algún fruto, se le consagraría inmediatamente, destinándole al templo para su santo servicio.



   Oyó benignamente el Señor una petición que el mismo había inspirado. Se asegura que en el mismo punto tuvo Ana revelación del feliz despacho, y que también le fué revelado a Joaquín por el ministerio de un ángel. Lo cierto es que pocos días después se vio libre de la ignominia de su esterilidad, sintiéndose en cinta de la santísima Virgen. Se llenó el cielo de admiración y de alegría viendo en la tierra aquella dichosísima criatura concebida sin pecado, y más agradable a los ojos de Dios en el primer instante de su concepción, que todos los santos juntos en el último momento de su vida. Y si en el mismo punto que san Juan fué santificado en el vientre de su madre, resaltó tanto en santa Isabel la santidad del hijo, fácilmente se dejan discurrir los tesoros de bendiciones y la abundancia de gracias que la santísima Virgen mereció para su santa madre en el instante de su concepción. Siendo depositaría de este precioso tesoro por espacio de nueve meses, ¡de cuántos favores celestiales seria enriquecida santa Ana! ¡que luces sobrenaturales no la iluminarían! ¡que fervorosos afectos no inflamarían su corazón mientras llevaba en su vientre a la que había de llevar en el suyo al Salvador del mundo! Desde entonces fué la vida de santa Ana una contemplación continua, y su conversación únicamente en el cielo, desde entonces inundaron su alma aquellos torrentes de consuelos espirituales, que son como la prueba de los gozos de la gloria.


   Fué el colmo de este gozo el nacimiento de la bienaventurada Hija; se comunicó a la familia la alegría del cielo, y fué como presagio de lo que aquella Niña había de ser. Si el árbol se conoce por sus frutos, exclama san Juan Damasceno, ¡qué concepto no debemos formar de vuestra inocencia y de vuestra sublime virtud, o gloriosos esposos Joaquín y Ana! Era preciso que la santidad de vuestra vida correspondiese a la santidad de la hija que disteis a luz, y que habia de ser madre del santo de los santos; porque, siendo vuestra vida pura, inocente y ejemplar, tuvisteis la dicha de engendrar al tesoro de la virginidad.  

   Luego que santa Ana convaleció de su parto, se aplicó únicamente a conservar y a cuidar del precioso tesoro, cuyo depósito le había el Señor confiado. ¡O madre la más dichosa de todas las madres, vuelve a exclamar el mismo santo, qué mayor gloria para ti, que dar el pecho a la que con la leche del suyo había de alimentar al que sustenta todo el universo! Fáciles son de comprender los desvelos, la solicitud y la ternura con que criaría santa Ana a su querida Hija; bien presto conoció que la gracia nada había dejado que hacer a la educación. Aquel entendimiento iluminado con las más puras y más penetrantes luces, aquel corazón dulce, humilde, dócil, formado para la más elevada santidad; aquella alma que por singularísimo privilegio no había contraído ni aun el pecado original, común a todos los hombres, con todo el conjunto de prendas y de gracias que se unían en aquella purísima criatura, ¿cómo podían menos de ser las delicias de su dichosa madre? Mas al fin, era menester separarse de ella en cierto modo, para cumplir el voto que había hecho; y así, luego que cumplió la Virgen los tres años, aunque eran tan estrechos los vínculos que unían aquellos dos corazones, fue forzoso hacer el sacrificio. Había ofrecido a Dios santa Ana consagrarle en el templo el fruto que le diese, y llegado el tiempo de cumplir su promesa, la cumplió. Condujo ella misma a su querida Hija al templo de Jerusalén, como lo había ofrecido antes que naciese, y entregándosela al sacerdote, consagró a Dios aquella criatura que tan singularmente había nacido para solo él. Hasta entonces no había visto el templo ofrenda tan preciosa, ni víctima tan pura. Fué desde luego recibida la santísima Niña para el ministerio del templo, y colocada entre las vírgenes y las viudas que vivían dentro, o inmediatas a él en un cuarto separado, para servir en sus correspondientes oficios bajo las órdenes de los sacerdotes.


   No pudiendo santa Ana y san Joaquín alejarse de una Hija tan querida, que era todo su consuelo, se fueron también a vivir en Jerusalén en una casa cercana al mismo templo. San Joaquín sobrevivió poco al sacrificio que habían hecho de su Hija, y se dice que pocos días después murió dulcemente entre los brazos de santa Ana, lleno de días y de merecimientos, a los ochenta años de su edad. Los que restaron de vida a nuestra santa los pasó en mayor retiro y con mucho aumento de fervor, siendo su vida una continua oración. Abrasado su corazón con las puras llamas del amor divino, solo suspiraba por el único objeto de sus ansias que era su Dios, su soberano bien y su último fin. Llegóse el de su santa vida, y habiendo tenido el consuelo de ver crecer a su amada Hija en sabiduría, en virtud y en lodo genero de perfecciones, al paso que iba creciendo en edad, entrego suavemente el alma a su Criador a los setenta y nueve años de su edad, y fué enterrada junto a su esposo san Joaquín. Llama la Iglesia dulce sueño a la muerte de santa Ana, para dar a entender la tranquilidad con que espiró.

   Muchos años después trasladaron los fieles sus reliquias a la iglesia del sepulcro de la Virgen en el valle de Josafat, donde aún hoy se halla el de santa Ana en una capilla.



   La ciudad de Apt en Provenza, tan célebre por su antigüedad, y hecha colonia romana por Julio César, se gloria de poseer muchos años el cuerpo de santa Ana, que san Auspicio, su primer obispo, trajo de Oriente, y en el año de 772 trasladó a la catedral el obispo Magnerico. El gran concurso de peregrinos que la devoción a esta gran santa atrae de todas partes a venerar su sepulcro, y las singulares gracias que se reciben en él por su poderosa intercesión, acreditan visiblemente lo mucho que puede con Dios, y cuán grata le es la piedad de los que acuden a honrar reverentemente sus reliquias.


AÑO CRISTIANO
ó
EJERCICIOS DEVOTOS
PARA TODOS LOS DÍAS DEL AÑO.

POR EL P. J. CROISSET, DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS.

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