No se puede formar concepto más noble, más
elevado ni más cabal del extraordinario mérito, de las heroicas virtudes y de
la sublime santidad de santa Ana, que diciendo fué
madre de la Madre de Dios. Esta augusta cualidad comprende todos los
honores, excede todos los elogios; y así como el mismo Espíritu Santo no pudo
decir cosa mayor de María, que decir que de ella
nació Jesús, de qua natus est Jesús, así tampoco es posible elogio más
glorioso de santa Ana, que afirmar que de ella
nació María.
Santa Ana, pues, a quien los santos padres
apellidan el consuelo de los hijos de Dios, que suspiraban por la venida del
Mesías, nació en Belén, de la tribu de Judá, a dos leguas de Jerusalén, llamada
comúnmente en el Evangelio Ciudad de David,
por haber nacido en ella este monarca. Tuvo por
padre á Matan, sacerdote de Belén, de la tribu de Leví y de la familia de Aarón,
que entre los judíos era la familia sacerdotal. Su madre se llamó María,
de la tribu de Judá, ambos muy recomendables por su nacimiento, por su notoria
bondad y por su ejemplar virtud. Tuvieron tres hijas.
La primera, que se llamó María como su madre, casó con Cleofás, y fué madre de
Santiago el Menor, de san Judas, de san Simeón, sucesor de Santiago, obispo de Jerusalén,
y de san José, por sobrenombre Bársabas o el Justo. Estos son aquellos discípulos
del Salvador, a quienes el Evangelio llama hermanos suyos, según el estilo común
de los judíos; pero no eran más que primos, como hijos de una tía de la
santísima Virgen. La segunda hermana de
santa Ana fué Sobé, madre de santa Isabel, la cual por consiguiente era prima
hermana de la misma Virgen. En fin, la tercera hija de María y de Matan fué
santa Ana, destinada por el Señor para dar al mundo aquella de quien había de
nacer el Salvador.
Luego que Ana nació, se reconocieron en ella
aquellas especiales y distinguidas gracias que anuncian y forman los grandes santos,
habiendo sido todas las delicias de sus padres, cuyo especial amor a esta hija sobre
todas las demás pareció tan justo, que nunca causó celos ni emulación en las
otras dos hermanas. Se descubrió en ella un fondo de juicio, de prudencia, de
modestia y de virtud, con cierto carácter de capacidad y de madurez, que
igualmente la hizo amable que admirable. Hechizado el mundo de sus prendas, se dio
priesa a ganarla para sí; pero ella miró siempre con desvió todas las cosas del
mundo. Su mayor gusto era el retiro, y nunca le halló aun en aquellas inocentes
diversiones que son más naturales y más comunes en las niñas de
su edad y de su condición. Entregada a la oración, comenzó a gustar de Dios desde
sus primeros años, no pensando en otra cosa que en servirle y en agradarle. Por el grande amor que profesaba a la virginidad, virtud
tan poco conocida en el mundo antes del nacimiento del Redentor, hubiera pasado
su vida en el celibato, a no haberla escogido la divina Providencia para ser la
más dichosa de todas las madres. La pretendieron por mujer los más
nobles de toda la nación y sus padres escogieron entre todos a Joaquín, que vivía en la ciudad de Nazaret, y era de la
real casa de David, con cuyo enlace se unió la familia sacerdotal con la
real: circunstancia indispensable para que la Madre
del Mesías pudiese nacer de este matrimonio.
Aquellas mismas virtudes que tanto habían resplandecido
en santa Ana siendo soltera, brillaron con nuevo resplandor en ella cuando se vio
esposa del hombre más santo que se conocía en el mundo a la sazón. No hubo
matrimonio más feliz: en ambos
esposos reinaban las mismas inclinaciones, el mismo amor a la virtud, la misma
inocencia y la misma pureza de costumbres; porque la misma mano que había formado
aquellos dos corazones, los unió con el dulce vinculo del mas casto y del más
perfecto amor; y aquel mismo espíritu (dice san Juan
Damasceno) que con el tiempo debía animar a los
cristianos, anticipaba en la persona de los dos santos esposos el más ajustado
modelo de la vida perfecta e interior. Joaquín en el monte (dice san
Epifanio) ofrecía incesantes oraciones y sacrificios
al cielo para acelerar la redención de Israel; y Ana en el retiro de su casa se
sacrificaba continuamente al Señor en el fervor de su oración. Cuando se
dejaba ver en público, edificaba a todos; su compostura, su modestia, sus
palabras inspiraban admiración de su virtud y respeto a su persona. Por su gran
caridad consideraba a los pobres como a hijos suyos; y cuando se acordaba de que
era estéril, se consolaba con que tenía tantos hijos como pobres. No
correspondían los bienes temporales a la nobleza de su calidad ni de su sangre,
pero suplía la caridad a la medianía de su fortuna. Le bastaba a cualquiera ser
pobre o estar afligido, para que, acudiendo a ella como á madre, fuese
considerado con derecho a lo que ella tenía.
Parece que el
Espíritu Santo hizo el retrato de santa Ana en el que formó de la mujer fuerte
y perfecta que no tiene precio. Lo que no admite duda es, que esta gran santa
nos dejó el modelo más perfecto que tenemos de la vida interior y escondida,
con un compendio de las más raras virtudes.
Hacía más de cuarenta años que estaba casada
santa Ana sin haber tenido sucesión, esterilidad que entre los judíos se reputaba
por cierta especie de oprobio, con alguna nota de infamia, porque, asegurados
de que el Mesías había de nacer de una mujer de la nación, consideraban en las
infecundas uno como linaje de reprobación o de maldición de la familia. Vivía santa Ana en esta triste humillación, sin esperanza
de salir de ella a causa de su avanzada edad. Llevaba, a la verdad, con
paciencia las amarguras de su estado por su rendimiento a la voluntad de Dios;
mas no por eso dejaba de mirar con una santa envidia a aquellas dichosas
mujeres que algún dia habían de tener afinidad con el deseado Mesías.
Estando en esta disposición, y haciendo un
dia oración en el templo con extraordinario fervor, se le ofreció con tanta viveza
la idea de su ignominia, que no pudo contener las lágrimas: y acordándose de
que Ana, mujer de Elcana y madre de Samuel, callándose en las mismas
circunstancias había clamado al Señor con tanta confianza, que al fin fue bien
despachada su petición; animada Ana con el mismo espíritu, pidió fervorosamente
a Dios se dignase mirar con ojos favorables a su humilde sierva, y se compadeciese
de su extrema aflicción; ofreciéndole que, si la hacia la merced de concederle
algún fruto, se le consagraría inmediatamente, destinándole al templo para su
santo servicio.
Oyó benignamente
el Señor una petición que el mismo había inspirado. Se asegura que en el mismo punto
tuvo Ana revelación del feliz despacho, y que también le fué revelado a Joaquín
por el ministerio de un ángel. Lo cierto es que pocos días después se vio libre
de la ignominia de su esterilidad, sintiéndose en cinta de la santísima Virgen.
Se llenó el cielo de admiración y de alegría viendo
en la tierra aquella dichosísima criatura concebida sin pecado, y más agradable
a los ojos de Dios en el primer instante de su concepción, que todos los santos
juntos en el último momento de su vida. Y si en el mismo punto que san Juan fué
santificado en el vientre de su madre, resaltó tanto en santa Isabel la
santidad del hijo, fácilmente se dejan discurrir los tesoros de bendiciones y
la abundancia de gracias que la santísima Virgen mereció para su santa madre en
el instante de su concepción. Siendo depositaría de este precioso tesoro por
espacio de nueve meses, ¡de cuántos favores
celestiales seria enriquecida santa Ana! ¡que luces sobrenaturales no la
iluminarían! ¡que fervorosos afectos no inflamarían su corazón mientras llevaba
en su vientre a la que había de llevar en el suyo al Salvador del mundo! Desde
entonces fué la vida de santa Ana una contemplación continua, y su conversación
únicamente en el cielo, desde entonces inundaron su alma aquellos torrentes de consuelos
espirituales, que son como la prueba de los gozos de la gloria.
Fué el colmo de este gozo el nacimiento de
la bienaventurada Hija; se comunicó a la familia la alegría del cielo, y fué como
presagio de lo que aquella Niña había de ser. Si el árbol se conoce por sus
frutos, exclama san Juan Damasceno, ¡qué
concepto no debemos formar de vuestra inocencia y de vuestra sublime virtud, o
gloriosos esposos Joaquín y Ana! Era
preciso que la santidad de
vuestra vida correspondiese a la santidad de la hija que disteis a luz, y que habia
de ser madre del santo
de los santos; porque, siendo vuestra vida pura, inocente y ejemplar, tuvisteis
la dicha de engendrar al tesoro de la virginidad.
Luego que santa Ana convaleció de su parto,
se aplicó únicamente a conservar y a cuidar del precioso tesoro, cuyo depósito
le había el Señor confiado. ¡O madre la más dichosa
de todas las madres, vuelve a exclamar el mismo santo, qué mayor gloria para ti,
que dar el pecho a la que con la leche del suyo había de alimentar al que
sustenta todo el universo! Fáciles son de
comprender los desvelos, la solicitud y la ternura con que criaría santa Ana a
su querida Hija; bien presto conoció que la gracia nada había dejado que hacer a
la educación. Aquel entendimiento iluminado con las más puras y más penetrantes
luces, aquel corazón dulce, humilde, dócil, formado para la más elevada
santidad; aquella alma que por singularísimo privilegio no había contraído ni
aun el pecado original, común a todos los hombres, con todo el conjunto de
prendas y de gracias que se unían en aquella purísima criatura, ¿cómo podían menos de ser las delicias de su dichosa
madre? Mas al fin, era menester separarse de ella en cierto modo, para
cumplir el voto que había hecho; y así, luego que cumplió la Virgen los tres
años, aunque eran tan estrechos los vínculos que unían aquellos dos corazones, fue
forzoso hacer el sacrificio. Había ofrecido a Dios
santa Ana consagrarle en el templo el fruto que le diese, y llegado el tiempo
de cumplir su promesa, la cumplió. Condujo ella misma a su querida Hija al
templo de Jerusalén, como lo había ofrecido antes que naciese, y entregándosela
al sacerdote, consagró a Dios aquella criatura que tan singularmente había
nacido para solo él. Hasta entonces no había visto el templo ofrenda tan
preciosa, ni víctima tan pura. Fué desde luego recibida la santísima Niña para
el ministerio del templo, y colocada entre las vírgenes y las viudas que vivían
dentro, o inmediatas a él en un cuarto separado, para servir en sus
correspondientes oficios bajo las órdenes de los sacerdotes.
No pudiendo santa Ana y san Joaquín alejarse
de una Hija tan querida, que era todo su consuelo, se fueron también a vivir en
Jerusalén en una casa cercana al mismo templo. San
Joaquín sobrevivió poco al sacrificio que habían hecho de su Hija, y se dice
que pocos días después murió dulcemente entre los brazos de santa Ana, lleno de
días y de merecimientos, a los ochenta años de su edad. Los que restaron de
vida a nuestra santa los pasó en mayor retiro y con mucho aumento de fervor,
siendo su vida una continua oración. Abrasado su corazón con las puras llamas
del amor divino, solo suspiraba por el único objeto de sus ansias que era su Dios,
su soberano bien y su último fin. Llegóse el de su santa vida, y habiendo
tenido el consuelo de ver crecer a su amada Hija en sabiduría, en virtud y en
lodo genero de perfecciones, al paso que iba creciendo en edad, entrego
suavemente el alma a su Criador a los setenta y nueve años de su edad, y fué
enterrada junto a su esposo san Joaquín. Llama la Iglesia dulce sueño a la
muerte de santa Ana, para dar a entender la tranquilidad con que espiró.
Muchos años después trasladaron los fieles
sus reliquias a la iglesia del sepulcro de la Virgen en el valle de Josafat,
donde aún hoy se halla el de santa Ana en una capilla.
La ciudad de Apt en Provenza, tan célebre
por su antigüedad, y hecha colonia romana por Julio César, se gloria de poseer
muchos años el cuerpo de santa Ana, que san Auspicio, su primer obispo, trajo
de Oriente, y en el año de 772 trasladó a la catedral el obispo Magnerico. El
gran concurso de peregrinos que la devoción a esta gran santa atrae de todas
partes a venerar su sepulcro, y las singulares gracias que se reciben en él por
su poderosa intercesión, acreditan visiblemente lo mucho que puede con Dios, y
cuán grata le es la piedad de los que acuden a honrar reverentemente sus
reliquias.
AÑO CRISTIANO
ó
EJERCICIOS DEVOTOS
PARA TODOS LOS DÍAS DEL AÑO.
POR EL P. J. CROISSET, DE LA COMPAÑÍA DE
JESÚS.
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