Día 7 de diciembre
LA DEVOCIÓN A MARÍA
Rezar la Oración inicial para todos los días:
Oración para todos los días del Mes
¡Oh María! durante el bello
Mes que os está consagrado, todo resuena con vuestro nombre y alabanza. Vuestro
santuario resplandece con nuevo brillo y nuestras manos os han elevado un trono
de gracia y de amor, desde donde presidís nuestras fiestas y escucháis nuestras
oraciones y votos.
Para honraros, hemos esparcido frescas
flores a vuestros pies y adornado vuestra frente con guirnaldas y coronas. Mas ¡oh María! no os dais por satisfecha con estos homenajes: hay flores
cuya frescura y lozanía jamás pasan y coronas que no se marchitan. Estas son
las que Vos esperáis de vuestros hijos; porque el más hermoso adorno de una
madre es la piedad de sus hijos, y la más bella corona que pueden deponer a sus
pies es la de sus virtudes.
Sí; los lirios que Vos nos pedís son la
inocencia de nuestros corazones; nos esforzaremos pues, durante el curso de
este Mes consagrado a vuestra gloria ¡oh Virgen santa! en conservar nuestras almas puras y sin mancha y en
separar de nuestros pensamientos, deseos y miradas aun la sombra misma del mal.
La rosa cuyo brillo agrada a vuestros ojos
es la caridad, el amor a Dios y a nuestros hermanos: nos amaremos, pues, los
unos a los otros como hijos de una misma familia, cuya madre sois, viviendo
todos en la dulzura de una concordia fraternal. En este Mes bendito
procuraremos cultivar en nuestros corazones la humildad, modesta flor que os es
tan querida; y con vuestro auxilio llegaremos a ser puros, humildes,
caritativos, pacientes y resignados.
¡Oh María! haced producir en
el fondo de nuestros corazones todas estas amables virtudes; que ellas broten,
florezcan y den al fin frutos de gracia para poder ser algún día dignos hijos
de la más santa y de la mejor de las madres. Amén.
CONSIDERACIÓN
La devoción a María es tan antigua como el
mundo y tan prolongada como la historia. Nació el mismo día en que, en medio de la catástrofe del paraíso, fue anunciada al
mundo como la corredentora del linaje humano. El mismo Jesús, mientras estuvo
en la tierra, fue el maestro de esa devoción consoladora que tantas horas
felices y tantos consuelos inefables depara a los desgraciados peregrinos de la
tierra. La devoción no es más que una expresión del amor interno. Y ¿quién dio manifestaciones más tiernas y elocuentes de
amor hacia María que su divino Hijo? Cuando
pendiente del cuello de María imprimía en sus mejillas ternísimos ósculos de amor;
cuando corría a refugiarse en el regazo de su madre para dormir allí el sueño
de los ángeles; cuando la acompañaba en sus veladas y compartía con Ella el
fruto del trabajo; cuando, en fin, próximo a espirar en la cruz, la recomendó a
la solicitud del más amado de sus discípulos, ¿qué
otra cosa hacía Jesús sino enseñarnos a amar a María?
Jesucristo quiso dejar establecida en el mundo
la devoción a su Madre juntamente con la Iglesia. Por eso los apóstoles,
herederos del espíritu de su Maestro, propagaron la
devoción a María al mismo tiempo que llevaban a todas partes la luz del
Evangelio; la Iglesia, por su parte, la ha
conservado, propagado y defendido con el celo que requieren los grandes
intereses de las almas. Por eso todos los hijos de la Iglesia emulan en
entusiasmo por el culto de la Madre de Dios. ¡Desventurado
de aquel cuyo corazón esté negado a los dulcísimos consuelos que esa devoción
produce en el alma! Como es triste y amarga la condición de un pobre
huérfano, que jamás conoció las ternuras del amor maternal, así es triste y digna de compasión la condición del
hombre que no ha probado las delicias que se encierran en el amor a María.
Y nada hay más justo que esa devoción. Ella
es el Refugio de los pecadores, que se compadece de su miseria y procura su
salvación con más amorosa solicitud que la que tiene una madre por la felicidad
de sus hijos. Ella es la amable Consoladora de los afligidos, que guarda en su
corazón de madre consuelo para las almas atribuladas, remedio para todas las
dolencias, bálsamo celestial para todas las heridas. Ella ha sido tan generosa
para con nosotros, que no ha omitido sacrificio con tal de socorrernos y salvarnos.
Si se sometió al dolor de ver morir a su Hijo fue únicamente, porque sabía que
ese sangriento sacrificio era necesario para salvarnos. Pero ¿quién podrá fijar los límites de su amor? -Más
fácil sería medir la extensión de los mares, la inmensidad del espacio y la
profundidad de los abismos.
Para que la devoción a María sea verdadera,
es preciso que viva y se manifieste dentro y fuera del hombre; que viva en el
corazón y que se manifieste en las obras. Si de alguna de estas dos condiciones
careciese, seria o un cuerpo sin alma o un alma sin cuerpo.
Nuestra devoción debe consistir en honrarla,
amarla y servirla. Debemos honrarla porque ha sido sublimada a la más excelsa grandeza. Toda
dignidad merece ser honrada, y ¿quién puede
sobrepujar en dignidad a la que ha sido Madre de Dios? -A ella, pues, debemos tributarle un culto sólo inferior
al de Dios, pero superior al de los ángeles y de los santos porque a todos
ellos sobrepasa en dignidad, grandeza y excelencia.
Debemos amarla, porque si la grandeza merece
respeto, la bondad despierta amor y confianza. ¿Quién más amable y
bondadosa que María?
Pero nuestro amor sería estéril si no se manifestase por medio de
nuestras obras: por eso debemos servirla, como un
hijo sirve a su madre y un súbdito a su señor. Sólo con estas condiciones
nuestra devoción será verdadera y atraerá sobre nosotros las bendiciones de
María.
EJEMPLO
La perseverancia en la devoción a María recompensada
El
sabio obispo de Orleans escribe el hecho que pasamos a referir:
«Hay algunas veces en la vida del sacerdote circunstancias en que un
rayo de gracia eterna penetra en el alma y proyecta resplandores celestiales
que no permiten olvidarlas jamás. Yo tuve un día una revelación clara y
manifiesta del poder que encierra el Ave María en la escena conmovedora que
tuve ocasión de presenciar junto a un lecho de muerte al recoger y bendecir el
último suspiro de una joven, que había asistido algunos años antes a la preparación
que yo hacía a los niños de primera Comunión.
«Yo tenía la costumbre de recomendar a los niños que siempre fuesen
fieles a la recitación diaria del Ave María, como un medio de perseverancia en
los buenos propósitos hechos al pie de los altares. La joven moribunda, que
frisaba apenas en los veinte años de edad y que hacía un año se había
desposado, había sido siempre fiel a mis consejos.
«Hija de uno de los viejos mariscales del Imperio, adorada de un padre,
de una madre y de un esposo, rica, joven y feliz, con toda la felicidad que
pueda apetecerse en el mundo, en medio de toda esa dicha del presente y acariciada
por los más hermosos sueños del porvenir, fue herida en la primavera de su vida
por la guadaña que no perdona ni edades, ni condiciones. Era necesario morir,
porque hay enfermedades ante las cuales la ciencia y el poder de los hombres
son vanos. Yo fui encargado de comunicar a la joven enferma tan terrible nueva.
Lleno de dolor, pero con frente serena, entré en la alcoba de la enferma. Su
madre estaba desolada, su padre anonadado, su marido desesperado. Pero cual no
fue mi sorpresa al ver dibujarse en sus labios una dulce sonrisa. ¡Esa joven que iba a ser arrebatada súbitamente a las
esperanzas más halagüeñas, a las más legitimas felicidades, a los afectos más
tiernos, más ardientes y más puros, sonreía dulcemente! La muerte se acercaba con pasos apresurados: ella
lo sabía, lo sentía y lo adivinaba, y sin embargo sonreía con cierta tristeza
dulce y con una serenidad heroica. Al verla, yo no pude reprimir las emociones
de mi corazón, y mis labios se abrieron involuntariamente para exclamar: —«Hija mía, ¡qué desgracia!»
Y ella con un acento, cuyo eco
suave resuena todavía en mi oído, me dijo: —«¿Acaso no creéis que yo vaya al cielo?»
—Hija mía, repliqué, yo abrigo esa dulce esperanza.
—Yo estoy segura, repuso la joven sin
vacilación.
—Y ¿qué os da esa certeza, hija mía? le
dije.
—Un consejo que vos me disteis en otro
tiempo. Cuando tuve la dicha de hacer mi primera Comunión, me recomendasteis
que recitase todos los días el Ave María con filial amor. Yo he sido desde
entonces fiel a esa práctica y de cuatro años ha, no he dejado ni un solo día
de recitar mi rosario. Este es lo que me concede la dulce seguridad de irme al
cielo, porque yo no puedo creer que habiendo dicho tantas veces: Santa María,
Madre de Dios, ruega por mí, pobre pecadora, Ahora y en la hora de mi muerte,
la Virgen me desampare en este momento en que voy a espirar.
«Así habló la piadosa joven con un acento que me arrancó lágrimas de
admiración y de ternura. Yo presenció el
espectáculo de una muerte enteramente celestial. Yo vi a una criatura
arrebatada en flor a todo lo que puede amarse en el mundo, dejar a un padre, a
una madre, a un esposo y a un pequeño hijo sin lágrimas en los ojos y con una
serenidad imperturbable en el corazón. En medio de todos esos lazos que se
cortaban y que en vano se empeñaban en retenerla, no viendo más que el cielo,
no hablando más que del cielo, escapase de su pecho su último suspiro como el
último perfume que despide la flor al inclinar su corola marchita por el viento
helado de la tarde.»
JACULATORIA
En tu regazo ¡oh María!
mi vida, mi alma y mi cuerpo
yo pondré desde este día.
ORACIÓN
Sólo al pensar ¡oh María! en que pueda alguna vez olvidar tus favores y abandonar
tu amor, siento mi alma desgarrada por la más amarga pena. ¡Ser ingrato a tus beneficios, ser desconocido a tus
finezas, ser indiferente a tu amor! ¡oh qué terrible desgracia! Vivir
privado de los consuelos que se encierran en tu regazo maternal, vivir sin
probar las dulzuras de tu amor, vivir sin ser acariciado por tu mano de madre,
es, Señora mía, vivir muriendo. ¡Ah! no lo
permitas, bondadosa Madre, no me prives, por piedad, de la felicidad de amarte,
no me niegues jamás la dicha de ser siempre tu hijo y de poder llamarte siempre
mi madre. ¡Qué sería de mi si tú no me consolaras
con tus amorosas palabras, y no me regalaras con tus bendiciones, si no me
alentaras en las desgracias de la vida, si no vinieras a enjugar mis lágrimas y
a sostener en mi debilidad!…
No, mil veces no: yo seré siempre fiel a tus inspiraciones, recordaré
siempre con ardiente gratitud tus beneficios, estimaré siempre más que mi
propia vida la conservación de tu amor. No me importa vivir privado de todos
los goces de la vida, con tal de verte siempre a mi lado y sentir en mi corazón
el perfume de tu aliento y en mi frente el contacto de tu mano.
Ámame ¡oh
María! y vengan después sobre mí todas
las tribulaciones, que nada temo si me es permitido tener la seguridad de que
me amas. Ámame ¡oh María! nada me importará que el mundo me olvide y me desprecie.
Con tu amor todo lo tengo, con tu amor todo lo espero, con tu amor seré feliz
en la vida, y tendré la inefable seguridad de gozar contigo en el cielo de la
eterna bienaventuranza. Amén.
Rezar la oración final para todos los días:
Oración final para todos los días
¡Oh María!, Madre de Jesús,
nuestro Salvador, y nuestra buena Madre nosotros venirnos a ofreceros con estos
obsequios que colocamos a vuestros pies, nuestros corazones, deseosos de seros
agradables, y a Solicitar de vuestra bondad un nuevo ardor en vuestro santo
servicio.
Dignaos presentarnos a vuestro divino Hijo;
que en vista de sus méritos y a nombre de su Santa Madre dirija nuestros pasos
por el sendero de la virtud; que haga lucir con nuevo esplendor la luz de la fe
sobre los infortunados pueblos que gimen por tanto tiempo en las tinieblas del
error; que vuelvan hacia él y cambie tantos corazones rebeldes, cuya penitencia
regocijará su corazón y el vuestro.
Que confunda a los enemigos de su Iglesia, y
que, en fin, encienda por todas partes el fuego de su ardiente caridad, que nos
colme de alegría en medio de las tribulaciones de esta vida y de esperanza para
el porvenir. Amén.
PRÁCTICA ESPIRITUAL
—Coronar los ejercicios de este Mes con una comunión
fervorosa.
Presbítero Vergara Antúnez.
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