lunes, 18 de octubre de 2021

MES DE OCTUBRE CONSAGRADO A MARÍA A TRAVÉS DEL SANTO ROSARIO. DÍA 17.


 


—Hecha la señal de la cruz, y rezado con arrepentimiento el Acto de Contrición, se empezará con la siguiente…

 

 

ORACIÓN PARA TODOS LOS DÍAS



   Reina del santísimo Rosario, dulcísima Madre de nuestras almas: aquí tenéis a vuestros hijos que, confusos y arrepentidos de sus miserias, fatigados por las tribulaciones de la vida, y confiando en vuestra maternal protección, vienen a postrarse ante vuestro altar en este mes consagrado a honraros por el supremo Jerarca de la Iglesia.

 

 

   ¡Oh Madre amorosísima! Nosotros queremos obsequiaros dedicándoos estos breves momentos con toda la efusión de nuestras almas. Acogednos bajo las alas de vuestro maternal amparo, cubridnos con vuestro manto y atraednos bondadosa a vuestro purísimo Corazón, depósito de celestiales gracias.

 

 

   Dejaos rodear de vuestros hijos, que están pendientes de vuestros labros. Hablad, Madre querida, para que oyéndoos sumisos y poniendo en práctica las santas inspiraciones que cual maternales consejos os dignéis concedernos durante este bendito mes, logremos la dicha de vivir cumpliendo con perfección la santísima voluntad de vuestro Divino Hijo, creciendo en todo momento su amor en nuestros corazones, para que logremos la dicha de alabarle con Vos eternamente en la Gloria. Amén.

 





DÍA DECIMOSÉPTIMO —17 de octubre.

 

 

Tercera consideración sobre el segundo

Misterio doloroso.

 

 

De la Mortificación.

 

 

   Ya que nos hemos ocupado en los días anteriores de la necesidad que de la mortificación cristiana tenemos, y de las condiciones que esta mortificación debe reunir, consideraremos hoy las mortificaciones que continuamente se presentan en la vida, y que tanto pueden ayudarnos a la santificación de nuestra alma. No es necesario advertir que, entre ellas, ocupan el primer lugar todas cuantas sean necesarias para cumplir exactamente los Mandamientos de la Ley de Dios, los de la Iglesia, y las obligaciones particulares de cada uno; pero además de éstas de precepto, se nos presentan, sin buscarlas, mortificaciones cotidianas, cuyo valor es mucho mayor de lo que aparece a primera vista, y que pueden enriquecernos de méritos y ayudar grandemente a santificarnos si las sabemos mirar y recibir en espíritu de fe y de sacrificio. Entre estas mortificaciones son las principales, no olvidando que hablamos de la mortificación corporal, las enfermedades. Si ellas son violentas, no hay, en efecto, mortificación más penosa, ya que no está en nuestra mano apartarlas de nosotros al cabo de tanto o cuánto tiempo, y que hemos de sufrir sin alivio, pues poco valen, los exteriores cuidados cuando el sufrimiento es intenso. Por lo tanto, son tales enfermedades ocasiones preciosas para las almas santas de mostrar su amor al Señor, y tiempo oportuno para hacer rápidos progresos en la perfección de este mismo amor. Mas prescindiendo ahora de ellas, hay otros males, si no tan violentos, más frecuentes, de los que se sirve a menudo la Divina Providencia para nuestra santificación. Muchos Santos vemos que padecieron de este modo durante largos años; y así debernos de mirar esas enfermedades habituales que más o menos nos mortifican constantemente y nos hacen penosas las más ordinarias acciones, como medio adecuado para nuestra perfección, y besar amorosamente la mano soberana que para nuestro bien nos las envía.

 

   Por lo demás, se nos presentan ocasiones de practicar la mortificación a cada instante y, de todos modos, en mayor o menor escala, las cuales no debemos de desperdiciar por su pequeñez; pues si somos fieles en las cosas pequeñas, poco a poco, con la gracia de Dios, lo seremos también en las grandes. No pueden enumerarse estas continuas ocasiones que la vista del alma, ansiosa de sacrificio, descubre en todas partes, sabiendo aprovechar toda molestia natural de los elementos, o de las intenciones de los hombres, e imponerse constantes privaciones y sacrificios, si no notables por su importancia, sí por la continuidad y fidelidad en su práctica. Su deseo de padecer la hace descubrir estas ocasiones de que está poblada la vida, así como lo está la atmósfera de esos pequeños insectos, sólo perceptibles al que está provisto de un apropiado microscopio.

 




   Notemos que no se habla aquí del sacrificio de las cosas superfluas; pues éste, si ellas se oponen a la salvación del alma, es obligatorio al cristiano; y aunque esto no fuese, por el solo hecho de no ser necesarias; lo es al alma que, aspirando a la perfección, debe vivir según el espíritu de pobreza. Pero aun de lo necesario sabe cercenar algo el espíritu penitente, y sacrificar, siquiera sea en pequeña parte, ya el reposo, ya el alimento, ya el abrigo, algo, en fin, de lo lícitamente y sin exceso permitido, y aceptar mil y mil incomodidades que lícitamente también pudieran excusarse, en obsequio de la mortificación. Ciertamente que este constante sacrificio es penoso a la naturaleza; mas ¡dichosas las almas que le practican! Ellas podrían decirnos qué hermosos consuelos encontraron en este camino, en apariencia tan espinoso, pues hay ciertas gracias que parece no se conceden a otro precio que al del sacrificio. Animémonos a imitarlas, y aunque hayamos de hacernos alguna violencia para ello, entremos con valor en esa senda de la mortificación, tan frecuentada por los Santos. Miremos, en fin, a nuestro divino Salvador atado a la columna; arrojémonos a sus pies, y allí, contemplando aquel sacratísimo Cuerpo bañado en sangre preciosísima que dé Él mana para nuestro remedio, digámosle con fervorosas ansias de imitarle:

 

   ¡Oh amorosísimo Redentor de nuestras almas! ¡Qué confusión es para mí sensualidad veros en esa columna recibiendo con amorosa mansedumbre en vuestro inocentísimo cuerpo, los despiadados golpes de inhumanos verdugos! ¡Cuánto me habéis amado, Señor, y qué mal he correspondido yo a este amor, cuando        habiendo Vos sufrido tanto, huyo yo, miserable pecador, de los más ligeros sufrimientos, pareciéndome excesiva toda mortificación! ¡Perdón, Jesús mío, perdón y misericordia para tan vil é ingrata criatura! No obraré así en adelante, Señor, yo os lo prometo, pidiéndoos vuestra gracia, abrazado a esa columna en la que os he contemplado en suplicio tan espantoso, y regándola con mis lágrimas. ¡Cuántas veces, Jesús mío, he ligado yo también vuestras divinas manos con mis culpas, impidiendo que derramasen las gracias que vuestro amor me preparaba! Pero basta de ingratitud, Señor: ya me entrego a Vos completamente. Ligadme ahora, con los lazos de vuestro amor, a la columna de la mortificación, del sufrimiento, del sacrificio; y allí castigadme por mis culpas, que yo quiero sufrir por ellas en expiación de los pecados que en el mundo se cometen contra Vos, y sin esto, Jesús mío, quiero sufrir porque os amo. Vos sois verdaderamente Esposo de sangre, y las joyas de vuestro amor son los azotes, las espinas y la Cruz. Haced que no lo olvide en mi miseria, y que la sed de amaros y de padecer por vuestro amor, crezca siempre en mi alma, aumentando vuestro amor, el amor a la Cruz, y éste, las ansias de amaros más, de tal modo, que viva y muera en tan amoroso martirio.

 



 

EJEMPLO

 

 

   Dos meses antes de la guerra con los Estados Unidos había ingresado en la escuadra del contraalmirante Cervera un joven recién salido del Colegio de marinos, que fué incorporado a la oficialidad del acorazado Infanta María Teresa. Este joven fué desde su niñez devotísimo de la Santísima Virgen, no pasando día alguno sin que rezase, al menos, una parte del Rosario. Si solícito fué siempre en ofrecer este obsequio a la Virgen del Rosario, mucho más lo fué durante la guerra, sobre todo cuando pensaba que, de aceptar nuestra escuadra el combate, si se quedaba herido, forzosamente había de perecer, pues no sabía nadar.

   Llegó el 3 de Julio, día aciago y triste; la escuadra salió del puerto de Santiago, donde estaba embotellada, y a poco de salir disparó la escuadra yanqui sus potentes cañones, que por ser de mayor alcance sembraron de desolación y de cadáveres nuestros barcos. El Infanta María Teresa, que era el barco insignia, después de una hora de combate quedó incendiado, y su tripulación, reducida ya a menos de la mitad, trató de abandonar el barco para ganar a nado las costas. Nuestro marino empezó a desnudarse, invocando de todo corazón a la Santísima Virgen, cuyo Rosario rezaba en aquellos momentos. Ya con sólo la ropa interior se acercó a un amigo suyo, en el momento de coger éste una cuerda para lanzarse al agua, suplicándole que le dejase agarrar de un pie, para de este modo llegar ambos a la playa. Pero el soldado se negó diciendo: «Ya ve usted, la costa está lejos, y para quedarnos los dos en el agua, vale más que se quede uno.». Diciendo esto, se descolgó por la cuerda. Ya no había tiempo que perder. Si el marino no abandonaba el barco, o moría abrasado por las llamas, o con el barco quedaba sepultado bajo las olas. Entonces, lleno de confianza en María, se persigna, reza la Salutación Angélica y por una cuerda se deja caer en el mar. Lo primero que le sucedió, fué bajar hasta el fondo, haciendo esfuerzos desesperados para salir a flote, perdiendo el sentido después. Luego, habiéndose agarrado a una peña, se subió sobre ella, quedándose de nuevo sin sentido echado sobre él vientre. Esta postura le acabó de salvar; pues como de este modo iba arrojando el agua por la boca, fué poco a poco recobrando los sentidos.

 

   Cuando se hizo cargo de su situación, y vió muchos cadáveres sobre la playa, pregunto a los compañeros que cerca de él estaban que quién le había salvado. Todos dijeron que ellos no habían sido. «Pues entonces, dijo, ¿cómo me he salvado sin saber nadar?» En medio de su admiración divisó el cadáver de aquel amigo suyo que se había negado a dejarse coger del pie, y que, fiado en sus fuerzas, esperaba ganar a nado la playa. «¡Esto es admirable, exclamó: que se ahoguen los buenos nadadores, y que yo; que no sé nadar, me haya salvado!» Instintivamente puso la mano en un bolsillo. de los calzoncillos, y en él halló el Rosario con que todos los días rezaba a la Virgen. Arrodillado más tarde ante su maravillosa Gruta de Lourdes, la dio gracias, prometiendo invocarla en todos sus apuros y tribulaciones con la devoción del Rosario. (Revista del Rosario.)

 




SANTOS Y REYES DEVOTOS DEL ROSARIO

 

 



San Pablo de la Cruz, fundador de la Orden de los Pasionistas, obtuvo facultades para establecer la Cofradía en los noviciados de su Orden. Era socio del Rosario perpetuo, y como en el momento de su agonía le viniese a la memoria la hora que él había tomado, y no pudiese rezar el Rosario, suplió la imposibilidad física, repasando los Misterios con el mayor fervor de espíritu. (Revista del Rosario)

 



 

El Rey San Fernando, en sus campañas contra los sarracenos, llevaba siempre religiosos predicadores del Rosario, y una imagen de la Santísima Virgen, a la que encomendaba sus batallas. (P. Alvarez.)

 

 

 

ELOGIOS PONTIFICIOS DEL ROSARIO

 

 





Por los méritos de la Virgen María, y por obra de Santo Domingo, predicador eximio de la Cofradía del Rosario, ha sido el mundo universo preservado de la ruina. (Alejandro VI)

 

 



 OBSEQUIO

 


   El obsequio a la Santísima Virgen para este día, y lo mismo para todos los del mes será redoblar en cada uno de ellos el fervor en la recitación del Santo Rosario, y la atención en la meditación de sus misterios. También se podrá ofrecer a la Santísima Virgen como obsequio, los actos de piedad que inspire a cada uno su devoción.

 

 

 

SÚPLICAS Á LA SANTÍSIMA VIRGEN PARA TODOS LOS DÍAS DEL MES.

 

 

   Os saludamos, Virgen Santísima, Hija de Dios Padre, bendiciendo a Dios, que os preservó de toda mancha en vuestra Inmaculada Concepción. Por tan excelsa prerrogativa os rogamos nos concedáis pureza de alma y cuerpo, y que nuestras conciencias estén siempre libres, no sólo del pecado mortal, sino también de toda voluntaria falta é imperfección. (Avemaría).

 

 

   Os saludamos, Virgen Santísima, Madre de Dios Hijo, bendiciendo a Dios, que os concedió el privilegio de unir la virginidad a la maternidad divina. Por tan singular beneficio os rogamos que nos concedáis la gracia de vivir cumpliendo nuestras respectivas obligaciones, sin apartarnos nunca de la presencia de Dios, dirigiendo a su gloria y ofreciendo, por su amor hasta nuestro más leve movimiento, santificando, así todas nuestras obras. (Avemaría).

 

 

   Os saludamos, Virgen santísima, Esposa de Dios Espíritu Santo, bendiciendo a Dios por la gracia que os concedió en vuestra Asunción, glorificándoos en alma y cuerpo. Por tan portentosa gracia os rogamos nos alcancéis la de una muerte preciosa a los ojos del Señor y que nos consoléis bondadosa en aquellos supremos momentos, para que, confiados en vuestro poderoso auxilio, resistamos a los combates del enemigo y muramos dulcemente reclinados en vuestros amantes brazos. (Avemaría).

 

 

ORACIÓN FINAL

 

 

   ¡Oh Virgen Santísima del Rosario, Madre de Dios, Reina del cielo, consuelo del mundo y terror del infierno! ¡Oh encanto suavísimo de nuestras almas, refugio en nuestras necesidades, consuelo en nuestras penas, desalientos y pruebas! A Vos llegamos con filial confianza para depositar en vuestro tiernísimo Corazón todas nuestras necesidades, deseos, temores, tribulaciones y empresas. Vos, Madre mía, lo conocéis todo y omnipotente por gracia, podéis remediarnos. Vos nos amáis, Madre querida, y queréis todo nuestro bien. ¡Ah y cuán consolador es saber que no hay dolor para el que no nos ofrezcáis alivio, ni situación para la que no haya misericordia en vuestro amante Corazón! Por esto nos arrojamos confiadamente en vuestros brazos, esperando vuestro amparo maternal. Somos vuestros hijos, aunque indignos por nuestras miserias y por la ingratitud con qué hemos correspondido a vuestros maternales. favores. Pero una vez más, perdonadnos, oíd nuestras súplicas y despachadlas favorablemente. Haced, Madre querida, que no olvidemos las saludables enseñanzas que se desprenden de la consideración de los misterios del santo Rosario, ni las inspiraciones que durante ella nos habéis concedido, para que, imitándoos como buenos hijos, durante el destierro de la vida, merezcamos la dicha de vivir con Vos en las alegrías de la patria bienaventurada, alabando y bendiciendo al Señor por los siglos de los siglos. Amén.



 

 


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