jueves, 6 de julio de 2017

EN LOS BRAZOS DE MARÍA



   Hay en nuestra vida un momento de capital importancia y, desgraciadamente, la mayor parte de las personas espirituales descuidan y aun pierden para el cielo. Es el momento de acostarse.

   Llena todavía la mente de cuidados y preocupaciones a consecuencia de la gran cantidad de trabajos que nos han tenido absortos durante el día, nos vamos a tomar el necesario descanso mientras por nuestro pensamiento van desfilando primero una cosa, luego otra y otras, hasta que, finalmente, nos invade el sueño, quizás sin que hayamos elevado una sola vez nuestros ojos ni nuestro corazón a Jesús y a María, los cuales, sin embargo, nos han colmado de tantas gracias, nos han sostenido tan afectuosamente y con solicitud tan tierna encargado a nuestro Ángel Custodio que no nos perdiera de vista un instante ni de día ni de noche.

¿No es esto incalificable ingratitud?

   Y después de todo, notémoslo bien, todas esas preocupaciones nocturnas y todos esos cálculos y planes no conducen a nada provechoso. A nada, puesto que en esos momentos el pensamiento, cansado, más que para razonar está para desvariar; podrá recordar las verdades y principios, pero no está en disposición de sacar consecuencias prácticas. Luego ese comportamiento es, por lo menos, perder un tiempo precioso; pero es algo más. Con esas voluntarias negligencias abrimos las puertas de la imaginación a mil futilidades, que nos distraerán y nos absorberán, y quizás un día u otro nos abrumarán con su peso.

   Y en todo caso, si por algún tiempo prolongamos esa negligencia voluntaria en santificar el acto de acostarnos, adiós oración, adiós encantadora dicha de una dulce noche y de un apacible despertar unidos a María, y adiós divina nostalgia de la ausencia de María.

   Qué reconfortante y, sobre todo, qué santificador nos resultará aplicar el pensamiento en esa hora a uno de los alentadores principios de la vida de intimidad diciéndonos, por ejemplo:

   ¡Voy a descansar en los brazos de María!

   Quiero descansar en los brazos de María, como el Niño Jesús en los primeros años de su vida mortal.

   ¿Y por qué no?

   Jesús descansaba en ellos porque María era su Madre, y entre una madre y su hijito media en toda su consoladora sublimidad la vida de unión, la vida de intimidad.

   Pero, ¿no es también María Madre nuestra, Madre muy real y verdadera? ¿Y no desea Ella que nosotros estemos siempre a su lado, que seamos para Ella lo que era su Jesús, niños dóciles y amantes?

   ¡Con qué inefable sonrisa dormiría Jesús junto al Corazón de su Madre!

   ¡Qué deliciosamente se uniría su Corazón divino con el amantísimo Corazón de María! Y allí, descansando sobre aquel purísimo Sagrario, ¡cómo se complacería en la pureza inmaculada y en la humildad sin límites de su tierna Madre!

   Y al despertar por la mañana, ¡su primera mirada sería, desde luego, para María!... Enlazando sus manitas al cuello de su Madre inmaculada, le diría con sonrisa toda celestial: « ¡Gracias, dulce Madre mía, gracias por haberme velado, por haberme protegido esta noche!»

   Todo hijo bien nacido lo hace, ¿por qué negar que lo haría Jesús?

   También nosotros, piadoso hijo de María, también nosotros pasemos la noche bajo la mirada de María y digámosle con amor: «En tus manos, Señora, encomiendo mi espíritu. Bondadosa Madre mía, en vuestras manos me pongo. Os confío mi imaginación, mi memoria, mi pensamiento, mi alma y mi cuerpo. Tenéis que velar por todo eso. Tenéis que alejar a los enemigos que intenten dañarme. Tenéis que infundir en mi entendimiento santos pensamientos, en mi corazón piadosos afectos y en mi alma disposiciones agradables a Jesús».

   Luego reclinemos la cabeza; la Virgen inmaculada se quedará cerca de nosotros y nosotros dormiremos en sus brazos.

   Y en los brazos de María no podemos temer nada. Allí nada puede el demonio. Toda su rabia se anula, todo su poder se hunde y toda su audacia desaparece a la vista de Aquella que le aplastó la cabeza.

   Los Ángeles, que sin cesar acompañan a la Madre de Dios para ejecutar sus órdenes, nos rodearán y protegerán, como los soldados protegen y rodean la posesión y señorío de su princesa.

   Apretemos contra nuestro corazón la cruz de Jesús, tomemos en la mano el rosario: que sea él como la mano de María que estreche la nuestra, y antes de cerrar los ojos besemos la cruz y el rosario, como si en realidad besásemos la mano bendita de nuestra Madre. De este modo:

   Santificaremos el acostarnos;

Sobrenaturalizaremos la noche,

   y el despertar será el comienzo de un día santo pasado en unión con María.

   Nuestra vida de intimidad, lejos de debilitarse por las horas de descanso, adquirirá nuevo vigor y lozanía, convirtiendo lo que naturalmente podía entorpecerla más o menos, en aumentos de su poder santificador.

   Nuestra existencia sobre la tierra vendrá a ser un continuo crecimiento hasta el día en que por última vez susurremos: En tus manos, Señora, encomiendo mi espíritu.

¡Bondadosa Madre mía, en vuestras manos me entrego!

Conducidme a Jesús;
unidme a Jesús;
haced que viva en Jesús.
¡Oh! Entonces
será la gloria,
será la eternidad,
pasada en los brazos de María;
porque en el cielo Dios no separará lo que en la tierra unió. ¿No es la gloria el coronamiento y la perfección del amor?

Nuestro amor fue María,
nuestra gloria será María.
Nuestro amor fue vivir cerca de María,
nuestra gloria será reinar cerca de María.

   ¡Oh, sí, María, tierna Madre mía, en este mísero valle de lágrimas quiero reposar en vuestros brazos, para poder en el cielo reinar cerca, muy cerca de vuestro Corazón inmaculado!



EJEMPLO


LA BENDICIÓN DE MARÍA


   Hace algunos años contó la revista El pequeño mensajero el siguiente caso, cuya completa autenticidad aseguraba. Nosotros no hacemos más que resumirlo.

   Una persona que durante su juventud había tenido muy particular devoción a la Madre de Dios se había desgraciadamente enfriado y poco a poco se había dejado arrastrar a una vida desordenada.

   Habiendo caído enferma, tuvo que ser cuidada en un hospital asistido por Hermanas de la Caridad.

   Al anochecer hicieron las religiosas en la sala de los enfermos la oración de la noche, y, como de costumbre, suplicaron a la Madre de Jesús los pusiese bajo su maternal protección.

   Muy pronto los enfermos se fueron durmiendo; sólo nuestra infortunada paciente, revuelta y torturada su conciencia con el recuerdo de su ingratitud para con María, seguía despierta.

   De pronto creyó ver que se iluminaba la sala con claridad celestial y vio brillar en medio de aquellos resplandores a la Santísima Virgen, que, llevando al Niño Jesús en los brazos, iba con la mano derecha bendiciendo a los enfermos. Esta divina Madre, al pasar de cama en cama parecía decir a cada enfermo algunas palabras de consuelo y le daba su bendición.




   Fácil es comprender el maravilloso asombro de la infortunada joven y luego su mortal ansiedad... ¿Recibiría ella esa bendición de la que se veía completamente indigna?

   ¡Cuál no sería su dolor cuando vio que la divina Madre pasaba de largo sin mirarla siquiera..., bendecía a los últimos enfermos y desaparecía!...

   ¡Sólo ella no había recibido nada!... Su alma quedó hondamente conturbada, pero a la mañana siguiente hizo llamar a un sacerdote y se confesó, llorando de pesar y de arrepentimiento. Se despertó en su alma toda la antigua ternura con María, y pasó el día alabando y bendiciendo a su dulce Madre del cielo. Llegada la noche se durmió apaciblemente, con el recuerdo de María en el pensamiento y su nombre bendito en los labios.

   «Bondadosa Madre mía —susurró––, me pongo en vuestras manos. He sido muy ingrata, pero obtenedme la gracia de morir antes que volver a ser indigna de Vos». Se durmió con esta plegaria en los brazos de María.

   La Virgen volvió seguramente a pasar bendiciendo a los enfermos; no la vio esta vez, pero al día siguiente, fortalecida con esta bendición y con el Pan de los Ángeles..., se recogió profundamente y lloró...: luego sonrió susurrando: « ¡Oh Madre mía! Me pongo en vuestras manos, perdonadme y presentadme a Jesús».

   Fue su último suspiro. La Virgen había premiado a su pobre hija, un instante pródiga, y, temiendo quizás desfalleciese de nuevo, la había tomado realmente en sus brazos y transportado al cielo.

   Este ejemplo nos prueba cómo le agrada a María que empecemos y finalicemos el día implorando su maternal bendición, durmiendo bajo su manto protector, y cómo Nuestra Señora vela por sus hijos y los bendice incluso durante el sueño.



“Espíritu de la vida de intimidad con la Santísima Virgen”


R. P. Lombaerde (Misionero de la Sagrada Familia)


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