Hay en nuestra vida un momento de capital
importancia y, desgraciadamente, la mayor parte de las personas espirituales
descuidan y aun pierden para el cielo. Es el momento de acostarse.
Llena todavía la mente de cuidados y
preocupaciones a consecuencia de la gran cantidad de trabajos que nos han
tenido absortos durante el día, nos vamos a tomar el necesario descanso
mientras por nuestro pensamiento van desfilando primero una cosa, luego otra y
otras, hasta que, finalmente, nos invade el sueño, quizás sin que hayamos
elevado una sola vez nuestros ojos ni nuestro corazón a Jesús y a María, los
cuales, sin embargo, nos han colmado de tantas gracias, nos han sostenido tan
afectuosamente y con solicitud tan tierna encargado a nuestro Ángel Custodio
que no nos perdiera de vista un instante ni de día ni de noche.
¿No es esto incalificable ingratitud?
Y después de todo, notémoslo bien, todas
esas preocupaciones nocturnas y todos esos cálculos y planes no conducen a nada
provechoso. A nada, puesto que en esos momentos el pensamiento, cansado, más
que para razonar está para desvariar; podrá recordar las verdades y principios,
pero no está en disposición de sacar consecuencias prácticas. Luego ese
comportamiento es, por lo menos, perder un tiempo precioso; pero es algo más.
Con esas voluntarias negligencias abrimos las puertas de la imaginación a mil
futilidades, que nos distraerán y nos absorberán, y quizás un día u otro nos
abrumarán con su peso.
Y en todo caso, si por algún tiempo prolongamos
esa negligencia voluntaria en santificar el acto de acostarnos, adiós oración,
adiós encantadora dicha de una dulce noche y de un apacible despertar unidos a
María, y adiós divina nostalgia de la ausencia de María.
Qué reconfortante y, sobre todo, qué
santificador nos resultará aplicar el pensamiento en esa hora a uno de los
alentadores principios de la vida de intimidad diciéndonos, por ejemplo:
¡Voy a descansar en los
brazos de María!
Quiero descansar en los
brazos de María, como el Niño Jesús en los primeros años de su vida mortal.
¿Y por qué no?
Jesús descansaba en ellos porque María era
su Madre, y entre una madre y su hijito media en toda su consoladora sublimidad
la vida de unión, la vida de intimidad.
Pero,
¿no es
también María Madre nuestra, Madre muy real y verdadera? ¿Y no desea Ella que
nosotros estemos siempre a su lado, que seamos para Ella lo que era su Jesús,
niños dóciles y amantes?
¡Con qué inefable
sonrisa dormiría Jesús junto al Corazón de su Madre!
¡Qué deliciosamente se uniría su Corazón divino con el
amantísimo Corazón de María! Y allí, descansando sobre aquel purísimo
Sagrario, ¡cómo
se complacería en la pureza inmaculada y en la humildad sin límites de su
tierna Madre!
Y al
despertar por la mañana, ¡su primera mirada sería, desde luego, para María!...
Enlazando sus manitas al cuello de su
Madre inmaculada, le diría con sonrisa toda celestial: «
¡Gracias, dulce Madre mía, gracias por haberme velado, por haberme protegido
esta noche!»
Todo hijo bien nacido lo hace,
¿por qué
negar que lo haría Jesús?
También nosotros, piadoso hijo de María,
también nosotros pasemos la noche bajo la mirada de María y digámosle con amor:
«En tus
manos, Señora, encomiendo mi espíritu. Bondadosa Madre mía, en vuestras manos
me pongo. Os confío mi imaginación, mi memoria, mi pensamiento, mi alma y mi
cuerpo. Tenéis que velar por todo eso. Tenéis que alejar a los enemigos que
intenten dañarme. Tenéis que infundir en mi entendimiento santos pensamientos,
en mi corazón piadosos afectos y en mi alma disposiciones agradables a Jesús».
Luego reclinemos la cabeza; la Virgen
inmaculada se quedará cerca de nosotros y nosotros dormiremos en sus brazos.
Y en los brazos de María no podemos temer nada. Allí nada
puede el demonio. Toda su rabia se anula, todo su poder se hunde y toda su
audacia desaparece a la vista de Aquella que le aplastó la cabeza.
Los Ángeles, que sin cesar acompañan a la
Madre de Dios para ejecutar sus órdenes, nos rodearán y protegerán, como los soldados
protegen y rodean la posesión y señorío de su princesa.
Apretemos contra nuestro corazón la cruz de Jesús,
tomemos en la mano el rosario: que sea él como la mano de María que estreche la
nuestra, y antes de cerrar los ojos besemos la cruz y el rosario, como si en
realidad besásemos la mano bendita de nuestra Madre. De este modo:
Santificaremos el acostarnos;
Sobrenaturalizaremos la
noche,
y el despertar será el comienzo de un día
santo pasado en unión con María.
Nuestra vida de intimidad, lejos de
debilitarse por las horas de descanso, adquirirá nuevo vigor y lozanía, convirtiendo
lo que naturalmente podía entorpecerla más o menos, en aumentos de su poder
santificador.
Nuestra existencia sobre la tierra vendrá a
ser un continuo crecimiento hasta el día en que por última vez susurremos: En tus manos,
Señora, encomiendo mi espíritu.
¡Bondadosa Madre mía, en vuestras manos me entrego!
Conducidme
a Jesús;
unidme
a Jesús;
haced
que viva en Jesús.
¡Oh!
Entonces
será
la gloria,
será
la eternidad,
pasada
en los brazos de María;
porque
en el cielo Dios no separará lo que en la tierra unió.
¿No es la
gloria el coronamiento y la perfección del amor?
Nuestro
amor fue
María,
nuestra
gloria será
María.
Nuestro
amor fue vivir
cerca de María,
nuestra
gloria será reinar
cerca de María.
¡Oh, sí, María, tierna Madre mía, en este mísero valle de
lágrimas quiero reposar en vuestros brazos, para poder en el cielo reinar
cerca, muy cerca de vuestro Corazón inmaculado!
EJEMPLO
LA BENDICIÓN DE MARÍA
Hace algunos años contó la revista El pequeño mensajero el siguiente caso,
cuya completa autenticidad aseguraba. Nosotros no hacemos más que resumirlo.
Una persona que durante su juventud había
tenido muy particular devoción a la Madre de Dios se había desgraciadamente
enfriado y poco a poco se había dejado arrastrar a una vida desordenada.
Habiendo caído enferma, tuvo que ser cuidada
en un hospital asistido por Hermanas de la Caridad.
Al anochecer hicieron las religiosas en la
sala de los enfermos la oración de la noche, y, como de costumbre, suplicaron a
la Madre de Jesús los pusiese bajo su maternal protección.
Muy pronto los enfermos se fueron durmiendo;
sólo nuestra infortunada paciente, revuelta y torturada su conciencia con el
recuerdo de su ingratitud para con María, seguía despierta.
De pronto creyó ver que se iluminaba la sala
con claridad celestial y vio brillar en medio de aquellos resplandores a la
Santísima Virgen, que, llevando al Niño Jesús en los brazos, iba con la mano
derecha bendiciendo a los enfermos. Esta divina Madre, al pasar de cama en cama
parecía decir a cada enfermo algunas palabras de consuelo y le daba su
bendición.
Fácil es comprender el maravilloso asombro
de la infortunada joven y luego su mortal ansiedad... ¿Recibiría ella esa bendición de la que se
veía completamente indigna?
¡Cuál no sería su dolor cuando vio que la divina Madre
pasaba de largo sin mirarla siquiera..., bendecía a los últimos enfermos y
desaparecía!...
¡Sólo ella no había recibido nada!... Su
alma quedó hondamente conturbada, pero a la mañana siguiente hizo llamar a un
sacerdote y se confesó, llorando de pesar y de arrepentimiento. Se despertó en
su alma toda la antigua ternura con María, y pasó el día alabando y bendiciendo
a su dulce Madre del cielo. Llegada la noche se durmió apaciblemente, con el
recuerdo de María en el pensamiento y su nombre bendito en los labios.
«Bondadosa Madre mía —susurró––,
me pongo en
vuestras manos. He sido muy ingrata, pero obtenedme la gracia de morir antes
que volver a ser indigna de Vos». Se durmió con esta plegaria en los
brazos de María.
La Virgen volvió seguramente a pasar
bendiciendo a los enfermos; no la vio esta vez, pero al día siguiente,
fortalecida con esta bendición y con el Pan de los Ángeles..., se recogió
profundamente y lloró...: luego sonrió susurrando: « ¡Oh Madre mía! Me pongo en vuestras
manos, perdonadme y presentadme a Jesús».
Fue su último suspiro. La Virgen había premiado a su
pobre hija, un instante pródiga, y, temiendo quizás desfalleciese de nuevo, la
había tomado realmente en sus brazos y transportado al cielo.
Este ejemplo nos prueba cómo le agrada a María que
empecemos y finalicemos el día implorando su maternal bendición, durmiendo bajo
su manto protector, y cómo Nuestra Señora vela por sus hijos y los bendice
incluso durante el sueño.
“Espíritu
de la vida de intimidad con la Santísima Virgen”
R.
P. Lombaerde (Misionero de la Sagrada Familia)
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