sábado, 10 de marzo de 2018

“LA VERDADERA HISTORIA DE FÁTIMA”




Una narración completa de las Apariciones de Fátima.

Contada por el Padre  John de Marchi, I.M.C. 


Capítulo VIII: Quinta aparición 



   Las palabras que más profundamente impresionaron las mentes de los pastorcitos fueron las últimas habladas por Nuestra Señora en Valinhos, “Rezad, rezad mucho y haced sacrificios por los pecadores. Mirad que van muchas almas al Infierno, por no haber quien se sacrifique y pida por ellas”.

   Estas palabras despertaban en los niños un hambre cada vez más fuerte de mortificación, oración y sufrimientos. Su único deseo era cerrar para siempre las puertas de aquel terrible horno del Infierno de tal modo que no fuesen allá más almas.

   Cuando dejados en paz en los campos con sus ovejas, los tres pastorcitos se pasaban así horas y horas, en el peñasco del Cabeço, donde el Ángel había aparecido, postrados en tierra y repitiendo la oración que el Ángel les había enseñado: “¡Dios mío, creo y espero en Vos, os adoro y os amo! ¡Os pido perdón por los que no creen, no adoran, no esperan, y no os aman!... Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, yo Os adoro profundamente y Os ofrezco el preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, presente en todos los sagrarios de la tierra, en reparación de los ultrajes, sacrilegios, e indiferencias con que Él mismo es ofendido. Y por los méritos infinitos de Su Sacratísimo Corazón y del Inmaculado Corazón de María, Os pido la conversión de los pobres pecadores”.
  
   Cuando la incómoda postura se les hacía insoportable, se ponían a rezar el Rosario, sin olvidarse de intercalar la jaculatoria que les había enseñado Nuestra Señora: “Oh Jesús, perdonadnos, libradnos del fuego del Infierno, llevad a todas las pobres almas al Cielo, especialmente a las más necesitadas”.

   Los niños rezaban mucho, pero se sacrificaban aún más. Se dedicaban a descubrir nuevos modos de sufrir por la conversión de los pecadores. Para evitar que los otros mal entendiesen los motivos de sus mortificaciones e impedirles salvar almas del Infierno, lo guardaban en sigilo entre ellos mismos y la Virgen Santísima. Tan sólo por orden de sus superiores, muchos años después, fue que Lucía contó cuan extensas eran sus oraciones y sacrificios juveniles.

   En la aridez abrasadora de la sierra, mientras vigilaban las ovejas, ofrecían a Dios y a Nuestra Señora su ardiente sed. Pasaban días sin beber cosa alguna mientras estaban solos en los campos. Era uno de sus sacrificios más grandes y más difíciles. En verdad, pasaron todo el mes de agosto de aquel verano sin agua. En cierta ocasión, dice Lucía, los tres volviendo a casa de Cova da Iría, al llegar al pequeño charco de Carreira, Jacinta estaba tan vencida por la sed que fue forzada a levantar la voz: “Oye, tengo tanta sed y me duele tanto la cabeza. Voy a beber un poquito de esta agua”.

   “De ésta no – le respondió Lucía. “Mi madre no quiere que bebamos de aquí, porque hace daño; en este lago se lava la ropa y entran a beber los animales. Vamos a pedir un poquito de agua a la tía María de los Ángeles”.
“No, Lucía – interrumpió Jacinta – de esa agua buena no quiero. Beberé de ésta, porque en vez de ofrecer a Nuestro Señor la sed, le ofreceré el sacrifico de beber de esta agua sucia”.

   Los niños jugaban un día junto al pozo, cuando la madre de Jacinta les vino a traer unos racimos de uva para que se refrescasen. “No las comemos – resolvió Jacinta cuando la madre les dio la espalda – y ofrecemos este sacrificio por los pecadores”. Y, viendo por el camino a unos pobres niños, corrió a darles las uvas deliciosas. En otra ocasión, les llevó la señora Olimpia un cesto de higos. Los pequeños, sentados en el suelo, se disponían a saborearlos cuando Jacinta se acordó de los pecadores que tanto quería salvar del fuego del Infierno. Dejó el higo, que tenía ya en la mano en el cesto, y se marchó rápidamente por un tiempo, por miedo a ceder al deseo de los higos. Iban a coger unas yerbitas que crecían entre las piedras y que dan unos estallidos cuando se aplastan en la mano. A Jacinta, ocupada en esta faena, le picó una ortiga y, como quien ha hecho un precioso hallazgo, exclamó: ¡“Oíd! ¡Oíd, otra cosa con que nos podemos mortificar”!

   Yendo cierto día a pastorear el ganado, encontraron un pedazo de cuerda. Lucía se lo ató al brazo y no tardó en notar que la cuerda le lastimaba. ¿“Sabéis? ¡Esto causa dolor! Podríamos atarlo a la cintura y ofrecer a Dios este sacrificio”. La cuerda era gruesa y muy áspera. La cortaron en tres partes y la ataron alrededor de sus cinturas. La aspereza y grosura de la cuerda ocasionaban un suplicio verdaderamente difícil de soportar, especialmente para la Jacintica. Cuando Lucía le aconsejó que se la quitase, Jacinta insistió en que no. Sufriría con ganas cualquier sacrificio para salvar a los pecadores del Infierno. Hasta se acostaban usado la cuerda. Esto impedía dejarles descansar suficientemente y Nuestra Señora les habló del asunto en Su próxima visita.


   Mientras los niños procuraban agradar en todo a la bondadosa Señora, vinieron hombres determinados a desacreditarlos y hacer de las apariciones un fiasco. Para ellos era otra oportunidad de destruir a la Iglesia en Portugal. Cuando los esfuerzos del Alcalde local fueron estorbados, otro hombre surgió para tomar la porra. Era José do Vale, el editor de un periódico izquierdista. Su idea era terminar con el asunto de Fátima llevando a cabo una reunión pública y difundir folletos en las ciudades y pueblos que contaban la “verdad” sobre Fátima y sobre la Iglesia. José do Vale pensaba que la mejor oportunidad de hallar a la gente reunida sería después de la última Misa en la iglesia de Fátima.

   Anticipando un fácil éxito, fue allá un domingo temprano con unos guardas y gente de influencia del distrito. El único hombre que hallaron en el patio de la iglesia era el Regidor de la aldea.

   El lugar de la Misa había sido inesperada y calladamente cambiado ese domingo por el Párroco que a veces alternaba entre varias iglesias de la parroquia.

   Sin darse por vencido, el grupo se dirigió a Cova da Iría donde sabía que se había reunido mucha gente. Una recepción insólita les esperaba. Un hombre había traído unos burros y los ató a las encinas. Una vez que aparecieron los hombres, provocó que los burros a rebuznasen y los mantuvo rebuznando incesantemente a la gran molestia de los mal acogidos visitantes.

   José do Vale se acercó a la encina donde otra sorpresa le esperaba. Había un montón de paja y pienso colocado alrededor del árbol. La buena gente de Moita les invitó a comerlo a imitación de los animales que comen tales cosas. “Era un insulto y lo interpretaron como tal”, dijo María da Capelinha. “Llegué allá a las once y media con dos vecinas. Nos escondimos para que pudiésemos estar cerca de los hombres cuando llegasen. La capilla de las Confesiones está ubicada ahora en el lugar donde nos escondimos. A poca distancia, tres hombres se sentaron en las ramas de un gran roble. Uno de los hombres malos empezó a blasfemar contra la Iglesia y cada vez que decía algo especialmente malo contestábamos, ¡‘Viva Jesús y María’! Un chico de pie encima de otro gran roble al lado de nosotros hacía eco después ¡‘Viva Jesús y María’! cada vez quitándose el sombrero con gran reverencia. 

Los hombres se disgustaron tanto que despacharon a dos guardias para que nos persiguiesen, pero huimos a través de los campos y desaparecimos de su vista. Mientras tanto, la Misa terminó y llegaron nuestros hombres. Cuando cayeron en la cuenta de lo que estaba pasando, comenzaron a interrumpir a los oradores y a burlarse de los guardas. ‘Mulos, mulos, mulos’. José y sus cohortes comenzaron a llamar a los hombres ‘patanes montañeses’ y ‘palurdos’, etc. Mandaron a los guardas que los persiguiese, pero los hombres huyeron a la izquierda y a la derecha, riéndose y tomando el pelo de los incrédulos que fuesen a revelar la ‘verdad completa’ sobre la Iglesia y Nuestra Señora. Nunca se supo otra vez de José do Vale y sus conspiradores”.

   Mientras tanto los tres pastorcitos contaban las horas hasta la próxima aparición. Muchos miles creían y un número igual rehusaban aún de dar crédito en las apariciones. Esta incredulidad y mal entendimiento, en especial por parte de los sacerdotes junto con las repetidas y constantes preguntas del pueblo, provocaron en los pastorcitos un sufrimiento afilado y un sentimiento de soledad total. Les parecía que nadie sino Nuestra Señora en verdad les entendía y que únicamente ellos la entendían a Ella.

   Desde las primeras horas del día 13 de septiembre, las casas de los videntes se encontraron repletas de gente y todos querían hablar a los niños y pedirles que encomendasen a Nuestra Señora sus necesidades. “Al acercarse la hora – Lucía escribió – fui a Cova da Iría con Jacinta y Francisco, entre numerosas personas que con mucho trabajo nos dejaban andar. Los caminos estaban apiñados de gente. Todos querían vernos y hablarnos; allí no había respetos humanos. Mucha gente del pueblo y hasta señoras y caballeros, consiguiendo romper por entre la multitud que en torno nuestro se apiñaba, venían a postrarse de rodillas delante de nosotros pidiendo que presentásemos a Nuestra Señora sus necesidades. Otros, no consiguiendo llegar hasta nosotros, clamaban de lejos. Decía uno de ellos: ‘Por amor de Dios, pidan a Nuestra Señora que cure a mi hijo, que está imposibilitado’. Otro: ‘Que me cure a mí, que estoy ciego’. Otro: ‘A mí, que estoy sordo’. ‘Que me traiga a mi marido, a mi hijo, que están en la guerra; que convierta a un pecador; que me dé salud, que estoy tuberculoso, etc’. Allí aparecían todas las miserias de la pobre humanidad y algunos gritaban hasta de encima de los árboles y paredes, a donde subían con el fin de vernos pasar. 

“Diciendo a unos que sí, dando la mano a otros para ayudarles a levantarse del suelo, llegamos allá gracias a algunos caballeros que nos iban abriendo paso entre la multitud. Cuando leo ahora en el Evangelio aquellas escenas tan encantadoras del paso de Jesús por Palestina, recuerdo éstas que, tan niña aún, Nuestro Señor me hizo presenciar en los pobres caminos y carreteras de Aljustrel a Fátima y a Cova da Iría, y doy gracias a Dios ofreciéndole la fe de nuestro buen pueblo portugués y pienso: si esta gente así se abate delante de tres pobres niños, sólo porque a ellos les es concedida misericordiosamente la gracia de hablar con la Madre de Dios ¿qué no haría si viesen delante de sí al mismo Jesucristo”?

   Por fin, llegados los niños junto a la encina, Lucía como de costumbre, empezó el Rosario con el pueblo respondiendo. Aún no había terminado el rezo, cuando los niños se levantaron y escudriñaron el horizonte. Habían visto el relámpago. Nuestra Señora vendría pronto. Pasados unos momentos y un globo de luz aparece ante la muchedumbre y sobre la encina se posa ya la Reina de los Ángeles.

   ¿“Qué es lo que me quiere”? – pregunta Lucía muy humildemente.


   “Que continuéis rezando el Rosario a Nuestra Señora del Rosario todos los días para alcanzar el fin de la guerra,” – la Santísima Virgen respondió, a la vez renovando las promesas que había hecho durante su aparición anterior. “El último mes, en octubre, haré un milagro, para que todos crean en Mis Apariciones. Si no os hubiesen llevado a la aldea, el milagro hubiera sido más grandioso. Vendrá San José con el Niño Jesús para dar la paz al mundo. Vendrá también Nuestro Señor para bendecir al pueblo. Vendrá también Nuestra Señora del Rosario y Nuestra Señora de los Dolores”.
“Dios está contento con vuestros sacrificios, pero no quiere que durmáis con la cuerda; llevadla sólo durante el día”.

   “Me han suplicado que os pida muchas cosas – le dice entonces Lucía – Esta niña es sordo-muda. ¿No la quiere curar”?

   “Durante el año experimentará alguna mejoría”.

   ¿“Ayudará Usted a estas otras personas”?

   “A algunos curaré, a otros no, porque Nuestro Señor no se fía de ellos”.
   “El pueblo tiene mucho interés en tener aquí una capilla” – Lucía sugirió.

   “Empleen la mitad del dinero, que hasta hoy habéis recibido, en las andas, y sobre una de ellas pongan a Nuestra Señora del Rosario; la otra parte será para ayuda de la construcción de una capilla”.

   “Hay muchos que dicen que yo soy una intrusa, que merecía ser colgada o quemada. ¡Haga un milagro por favor para que todos crean”!

   “Sí, en octubre haré un milagro para que todos den fe”.

   “Unas personas me han dado unas cartas para Usted y un frasco de agua de colonia”. Lucía no quería olvidarse de ninguna petición.

   “Eso de nada sirve para el Cielo”.

   Nuestra Señora entonces empieza salir. Lucía grita entonces a la gente: “Si quieren verla, ¡miren para allí”! – e indica el oriente por donde la Virgen iba a desaparecer. Ávidamente todos los ojos toman la dirección hacia oriente y muchos pueden observar de nuevo el globo luminoso ahora ascendiendo hacia el Cielo. Después de unos instantes de emoción inusitada, toda la muchedumbre se lanzó sobre los niños asediándoles con mil preguntas. ¿“Qué dijo Nuestra Señora”?... ¿“Curará a mi hijo”? ¿“Volverá mi marido sano y salvo de la guerra”? ¿“Ayudará Ella a mi hijita”? Con gran dificultad consiguieron los padres recuperar a sus hijos y llevarlos a sus casas. Cuando llegaron, nuevamente las encontraron literalmente atestadas de gente esperando para indagar más a los niños.

   “Cómo era Nuestra Señora”? ¿“Fue en verdad la Santísima Virgen”? “Contadnos todo lo que sucedió”.

   Entre los muchos testigos de esta aparición, había unos sacerdotes incluso Mons. Juan Quaresma, Vicario General de la Diócesis de Leiría y el Padre Manuel do Carmo Góis. El Monseñor, un hombre muy erudito que había venido con escepticismo a Cova da Iría; no sabía si debería dar crédito o no al testimonio de los pastorcitos. Nos da su propia narración personal de los acontecimientos de ese día:
Había pensado para sí mismo, “… ¿no se habrán tal vez engañado los pastorcitos? ¿No habrán sido acaso víctimas de una hermosa ilusión? ¿Había entonces en las afirmaciones de los pequeños algo de verdad? ¿Qué habrá que decir de aquellas multitudes siempre crecientes de hombres que todos los días 13 afirmaban haber visto en el cielo de Fátima fenómenos extraordinarios? 

“La hermosa mañana del 13 de septiembre de 1917 salíamos de Leiria, en un lento carruaje arrastrado por un caballo viejo, hacia el lugar donde se realizaban las discutidas Apariciones. Nuestro querido P. Gois fue el que eligió el punto desde donde se dominaba el vasto anfiteatro de Cova da Iría; desde allí podíamos ver más fácilmente sin acercarnos demasiado al lugar donde los pastorcitos rezaban esperando la celestial Aparición. Al mediodía se hizo completo silencio. Se oía el murmullo de las preces. De repente suenan gritos de júbilo. Se oyen voces que alaban a la Virgen. Se levantan brazos para apuntar algo en lo alto. ¿‘No ven? ¿No ven? ¡Sí, ya lo veo’!

“Levanto yo también los ojos y me pongo a sondear la amplitud del cielo, para ver lo que los otros ojos más felices que los míos contemplan. Con gran satisfacción mía, veo clara y distintamente un globo luminoso que se movía de oriente a poniente deslizándose lento y majestuoso a través del espacio. Mi amigo miró también y tuvo la felicidad de gozar de la misma inesperada y encantadora aparición cuando de repente el globo, con su luz extraordinaria, desapareció de nuestra vista.
“Cerca de nosotros estaba una niña vestida como Lucía y poco más o menos de la misma edad. Llena de alegría seguía gritando: ¡‘Todavía La veo! ¡Todavía La veo! ¡Ahora va para abajo’! Pasados unos minutos, exactamente el tiempo que acostumbraba durar las Apariciones, comenzó la niña a exclamar de nuevo apuntando el cielo: ¡‘Ya sube! ¡Ya sube otra vez’! Y continuó siguiendo al globo con los ojos hasta que desapareció en dirección al sol.

¿“‘Qué piensas de ese globo’? – pregunté a mi amigo, que estaba entusiasmado con lo que había visto. ‘Que era Nuestra Señora’ – respondió sin titubear. Esa era también mi convicción. Los pastorcitos contemplaron a la misma Madre de Dios, a nosotros nos fue concedida la gracia de ver la carroza que la había transportado del Cielo al erial inhospitalario de Sierra de Aire. Debemos decir que todos los que allí estaban habían observado lo mismo que nosotros. Porque de todas partes se oían manifestaciones de alegría y saludos a Nuestra Señora. Muchos sin embargo no veían nada. Cerca de nosotros se encontraba una piadosa y sencilla criatura que lloraba amargamente porque no había visto nada.

“Con qué entusiasmo iba mi compañero de grupo en grupo, en Cova da Iría, y luego por el camino, informándose de lo que habían visto. Las personas interrogadas eran de las más diversas clases sociales; todas a una afirmaban la realidad de los fenómenos que nosotros mismos habíamos presenciado.

“Altamente satisfechos de nuestra peregrinación a Fátima, regresamos a casa con el propósito firme de volver el próximo día 13 de octubre, para acceder a la invitación de Lucía y fortificarnos aún más en nuestra fe en las Apariciones de Nuestra Señora”.

   Otros fenómenos se presenciaban ese día. Había un repentino enfriarse de la atmósfera, el palidecer del sol hasta el punto de verse las estrellas, tanto así que miles de personas podían verlas, aunque era mediodía. Había también una especie de lluvia como de pétalos irisados que desaparecían antes de llegar al suelo.


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