“CREACION
DE EVA EN EL PARAÍSO” (pintura renacentista, siglo XVI).
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Marzo
09, 2018
El jueves 8 de marzo se celebró el “día
internacional de la mujer”. Paradójicamente,
en Argentina, ese mismo día se buscaba debatir la posibilidad de despenalizar
aquello que atenta directamente contra lo que define a la mujer como tal. ¿Qué hay detrás
de ese nombre: “mujer”?
LA MUJER CREADA POR DIOS
Un viejo amigo me precisó que la palabra “mujer” era un adjetivo sustantivado. Ese ser que Dios
puso como compañera del hombre era en el inicio designado como “varona” (virago),
que es lo que significa Eva, y en algún lugar de la historia su mejor
expresión la terminó designando para siempre por su mayor cualidad: “la ternura”. La palabra mujer (mullier) viene de “muelle”, blando,
tierno. Es decir que cuando llamamos a ese ser “mujer”,
ya estamos haciendo mención a una cualidad, que es la ternura. En fin,
resulta que la palabra ya indica por sí misma un piropo, una designación
amorosa que hace el varón inspirado por el cariño.
No me cabe a mí mucha duda que debe haber
sido el mismo Adán –que fue quien nombró
todas las cosas– el que comenzó esta amorosa pirueta gramatical. Y tampoco
dudo que esta idea no nació en aquella aventura temprana de la inocencia, donde
la naturaleza toda brindaba ternura, sino después, ya fuera del paraíso y él
condenado a buscar el pan con sudor y sangre. Más probable que en el momento de
la intimidad matrimonial consoladora de aquella enorme pérdida –en el que no dudo que haya pronunciado el
adjetivo– se le debe haber hecho patente en ese momento increíble del
primer parto de la historia, cuando ambos vieron el primer nacimiento y, esa
madre de todos nosotros (a la que
imagino más bella que todas las mujeres que el mundo haya visto) se
maravilló dolorida y atemorizada ante un hecho que no tenía experiencia
anterior alguna; del que quizá temió que pudiera ser la muerte y con ella el
final de todo, pero que de pronto ponía en sus manos y a su pecho “un niño”. Y su cara llorosa ya comenzó a hacer mohines para
calmar el berrido de aquel primer cachorro.
Un tanto celoso, el mismo Adán,
tomó por primera vez la medida de la “ternura”; de
una ternura que a él, y por él, jamás le hubiera sido regalada, y debe haber
sido en ese momento, del que él era un testigo casi ajeno (como lo somos todos los padres ante un nacimiento), que concibió
la palabra como un sustantivo, pues toda la ternura se expresaba en aquella
extraordinaria relación.
Aquel primer parto era mucho más en ellos de
lo que podemos experimentar o imaginar nosotros hoy. Alejados de Dios, a la
intemperie de la selva, pensando cómo se podría hacer realidad aquella Promesa
del Padre, este hijo, ese pequeño, era el principio de cumplimiento de esa
promesa que tomaba forma. Ese niño era el Mesías, el Salvador, o por lo menos, el
inicio palpable de que el Mesías llegaría, y que vendría del vientre de Eva. Aquel hijo era la
victoria y la revancha contra el demonio. Su subsistencia era la clave de la
redención de toda la humanidad. Ella no lo podría dejar ni por un
momento, prodigándose en cuidados y caricias, y él, ya saliendo de sus oscuros remordimientos,
tensaría todos sus músculos para proveer y defender la Esperanza que tomaba
cuerpo en esa dupla de una dulzura tan extensa como el cielo que abría, sin
pensar en otra cosa hasta la noche, en que al volver a su casa debe haber
cantado a la luz de la luna y, por primera vez después de la salida del
paraíso, después de tanto llanto y culpa, las más hermosas plegarias de
gratitud al Padre que se hayan podido escribir nunca jamás, ni aún en el
paraíso.
Esta misión enorme de Eva como “madre”
marcaría a todas las mujeres del pueblo de la Promesa. En sus vientres
se jugaba el destino de toda la humanidad, de ellos saldría alguna vez el
Mesías esperado. Y esto podría ocurrir en cualquier momento. Cada una de ellas,
ya en Canaán, ya en Egipto, ya en aquel interminable Éxodo, rezaban a Dios
sobre sus vientres para ser acreedoras de aquel infinito privilegio de ser las
madres, las abuelas o las bisabuelas del Bienamado de las gentes. Las estériles
desconsoladas y las fértiles urgidas ¡sino en esta generación será en la próxima! pero TODO se jugaba en las generaciones de sus
vientres.
Quizá con cierta simpleza viril entendamos
que toda aquella historia era por encontrar una “tierra”
de la que manaba leche y miel, pero este destino que hacía de sus
vientres la verdadera tierra prometida estaba bien marcado en sus mujeres, en
la leche y la miel de sus cuerpos. Hay relatos increíbles de ello, como el de
aquella Tara, que desairada por su cuñado Onán (condenado a muerte por evitar la generación) esperó a su suegro
Judá a la vera del camino disfrazada de ramera, desplegando su voluptuosidad de
mujer para lograr ser parte de este destino sagrado, para con un engaño poder
cumplir con su destino generativo, y que con ello, ¡logró ser ascendiente del Mesías! ¡Qué maravillosa
y “descontracturada” providencia de Dios!
Aquella audacia de donación, en que puso en juego su voluptuosidad y su
bienaventuranza, la convirtió en una de las “madres”
del Mesías. (Sin duda el relato bíblico no es un asunto
de puritanos).
Más tarde, el más maravilloso alago
pronunciado a una mujer, de boca nada menos que de un ángel, dijo a aquella
bellísima Niña de Nazaret, “¡Ave María! …. ¡Bendita
tu eres entre todas las “mujeres” (no
viragos) y (porque)
bendito es el fruto de tu VIENTRE!”. Y a él –a Su Vientre– se dirigirá el grito de aquella santa mujer (Luc, 11) “¡Bendito el vientre que
te llevó, y los pechos que te amamantaron!”
Desde Eva hasta María,
miles de mujeres buscaron en la generosidad de sus vientres la salvación del
mundo (no
existía la valoración de la virginidad en las mujeres veterotestamentarias,
había que parir al Mesías), y todas sus personalidades se desarrollaron
en la esperanza de la fertilidad de sus vientres para poder cumplir ese destino
de Reina que ya anunciaban las escrituras
(y que jamás, hasta ahora,
abandonará la ambición de la mujer). No nos habla
el ángel de su preciosísimo Corazón, o de otros de sus atributos corporales, él
pronuncia y designa aquella parte del Cuerpo de María, tan íntimo, o podríamos
decir, tan inapropiadamente íntimo, al punto que sólo un ángel u otra buena y
santa mujer, podrían nombrarlo sin que un raro escalofrío corriera por las
tripas de quien lo nombrara. Y ese canto al “vientre”, ya sagrario, es la más púdica de las “inconveniencias”
jamás expresadas en la historia. En aquella
milagrosa imagen de la Guadalupana, hecha de su mano, la Virgen mostrará la
gloria de su vientre pariendo la América católica.
La civilización cristiana heredará esta
concepción de lo femenino, la de la ternura maternal centrada sobre el vientre
femenino, y aún ya producida la concepción del Cristo, las mujeres cristianas
guardarán en su memoria más visceral esta idea de sus vientres como sagrarios
de Cristo, vientres que parirán a los “electos”, a los santos, a los sabios o a los héroes
de la cristiandad –a los
sacerdotes, finalmente Cristos– y por ello ser “reinas”. A su vez, el
ideal Mariano, de la Virgen y Madre, abrirá las puertas para las religiosas
consagradas, en las que la conservación inmaculada de sus vientres renueva
aquel Sagrario, pero donde el centro de la feminidad sigue estando en este
punto tan íntimo y a la vez tan incómodo de tratar con el debido pudor.
LA REDENCIÓN COMIENZA CON ESE SÍ DE MUJER..." |
LA MUJER MODERNA
La mujer moderna rabiará con furia frente a
este “condicionamiento
cultural”, frente a esta
concepción casi exclusiva de su función de “madre” (biológica o espiritual), y pugnará por
ser tenida en cuenta como “virago”, a
la par de la condición del varón, y no “relegada” a
la mísera función de ser “un vientre”, como
se puede hablar del ganado. Pero lo más curioso, es que no otro era el centro
de la feminidad pagana y no otro, por más que chillen y pataleen (como veremos), el de la feminidad
moderna. Pero ahora no para hacer ya de sus vientres la “Puerta del Cielo” y “Causa de nuestra alegría”, sino la puerta del
gozo más humano, causa del placer. Quieran que no, aquella designación
gloriosamente visceral ¡Bendita en tu vientre! ¡Bendita por tu vientre! sigue vigiendo como centro de sus
existencias, y es en la potencialidad del gozo –sublime o voluptuoso– que de ellos se dispensa, que se hacen “acreedoras a
todo” “reinas del cielo”, y “provisionalmente
inferiores” al varón. Porque ese
varón pronto estará de rodillas ante una de ellas para implorar los favores de
la gloria o del placer, y estando claramente dispuesto a poner el mundo a sus
pies invocándola como “Reina”, del Cielo o del Mundo. Ante sus
vientres rogará un Santo Domingo o un Don Juan, ante ellas rendirán sus
ejércitos un Juan de Austria o un Enrique VIII, implorando sus favores para
salvar a la cristiandad o para perderla.
No digo que no puedan ser tiernas las
caricias de la cortesana que gana el mundo de manos de su hombre, adjetivamente
tiernas, pero la sustantividad de la ternura se da en la maternidad, donde esa “amante”, desde el fruto de su vientre gana el cielo para
ella y para todos. La religiosa consagrada, y disculpen el atrevimiento, no es
una seca, sino que lleva con toda ternura en su vientre al Cristo hecho Hostia,
como la Virgen en su tierno vientre, y desde allí acuna a toda la humanidad,
asunto que los “ciegos” no suelen percibir.
Hay en la mujer de todos los tiempos pasados
esta tendencia a ser “acreedoras de todo”
por la generosa donación de sus vientres, en la exagerada y total
entrega para el gozo de los hombres, sublime en el caso de la bienaventurada,
pecaminoso en el de la voluptuosa, pero en todos los casos, conscientes de que
hay en él una prefiguración del paraíso y del cielo, que hay en él un poder
extraordinario de atracción que salva o hunde a los hombres.
Si repasamos las páginas de la obra “Lujo y
Capitalismo” de Werner Sombart, descubriremos que ha sido el vientre de la
cortesana el que produjo el estallido del capitalismo, el que inaugura la
modernidad, donde el hombre rindió a sus pies –a su vientre‒ el mundo. Mundo que tomó una nueva forma y que pasó
de rendir culto al vientre de María, a rendir culto al de la cortesana, la que
exigió para su devoción no ya la pompa de la liturgia, sino el “lujo” de la vida que crearía la sociedad capitalista.
Dejemos esta difícil analogía donde la mujer
busca la perdición o la salvación desde un mismo lugar de su cuerpo y con una
símil disposición generosa o incalculada a la donación, haciéndose acreedora al
sustantivo o al adjetivo, con innumerables casos históricos en que esta
disposición, por más pecaminosa que fuera, no desnaturalizaba la mujer hasta el
punto de no hacerla pasible de conversión. ¡Cuántas Magdalenas!
Pero ya Sombart
nos avisa que el renacimiento va dando a luz a un ser intermedio, la “demimondaine” (casi-mundana),
que a medias de ambos tipos, mantiene una honestidad junto a una voluptuosidad
que maneja para competir por su hombre con la cortesana, pero ambas dadas a
media máquina. Esta transforma su hogar y su persona en una mezcla de ambas
cosas, pero ambas con retaceo, y con ello va dando lugar a la “honesta
burguesa” cuya despectiva descripción supiera hacer con genialidad –pero con exageración– León Bloy, definiéndola
como “la
mujer honesta, vale decir, la pareja del burgués, la condenada absoluta, a
quién ningún holocausto alcanzará a redimir”. Lo importante de este nuevo (y viejo) tipo, es la escatimación de la entrega, la donación a
medias a Dios y al varón. La tibia, la que pare una “parejita”, la que no quiere exageraciones religiosas pero
aprueba una suave pátina de religiosidad. La que con igual mediocridad cultiva
una voluptuosidad retaceada que a nadie convence.
Digo también “viejo tipo” porque siempre existieron, son este tipo de
mujeres las que negaron asilo a la Sagrada Familia en Belén por no perder su
comodidad, las que negaron refugio y comida a Cristo cuando subía a Jerusalén
para ser crucificado –por no meterse en
problemas, ni dejar que sus maridos lo hagan– provocando la ira de Juan que
pidió al Señor que haga llover fuego sobre ese pueblo. Es la que no entrega su
vientre ni a Dios ni al hombre del todo, que se reserva, que busca su comodidad
en una donación camandulera de tome y daca. Una puerta al fin apenas entornada
al gozo, que se cierra no bien se le exige mucho.
Cuando digo que la crítica de Bloy es un tanto exagerada, hay que
tener en cuenta que había ya un varón que habiendo adquirido malos hábitos,
pedía de ella dos cosas imposibles de conciliar y la ponía en la peor de las
situaciones. Los gauchos argentinos solían sobre esto hacer una chanza extraída
de su experiencia equina y la aplicaban como analogía: “la yegua, o es pa madre, o pa sillera”, y no había que andar confundiendo las opciones.
Pero no podemos dejar de ver una clara iniciativa femenina, como cuando la
manzana, y una subsiguiente debilidad del varón que espera de ella un cielo
natural.
De la obra mencionada debemos sacar como
conclusión, sabia y fundada, el enorme y principal papel de la mujer en la
conformación moral de las naciones y de las épocas, muy por encima del varón.
No debemos perder de vista que la caída del Imperio Oriental obedeció en primer
lugar a la sensualidad de la mujer cristiana oriental, sensualidad que
descubrieron los cruzados y ya comenzaron a extrañar en sus hembras, bravas
mujeres hechas para Dios y el sacrificio, aquellas que como reza el dicho, “parían
mientras iban a lavar la ropa al río”.
LA “ANTI – MUJER”
Pero hoy, si como creo, estamos inaugurando
una nueva época de la historia, no ya moderna sino “anticristiana” (o del
anticristo si prefieren), estamos viendo tomar forma una nueva varona (que desde ningún punto de vista puede ser
llamada mujer, ni como adjetivo ni como sustantivo, pues repugna de toda
ternura), y es la virago del apocalipsis, la anticristiana.
No ya la burguesa que retacea el gozo o el fruto de su vientre en un
juego de equívocos, sino la que pretende negar toda entrega, pero que, a pesar
de todo, no podrá esquivar esta atávica localización anatómica de su
personalidad.
Es la mujer que aun negando toda donación,
no le alcanza, y entonces “profana su vientre”. La que ha decido no dar
nada a Dios, ni al varón, destruyendo toda virtualidad de sus entrañas. Lesbiana y
abortera. Entregada al placer
onanista para sí misma. Pero al fin, su pirueta de negación, es un maligno acto
de donación de su vientre al demonio. En él, ahora se celebra el más horrendo
acto que se pueda concebir y que cierra toda puerta al amor, al gozo, y aún al placer
del otro.
Este último tipo que se alumbra en las
oscuridades de un tiempo renegado y apóstata, es un monstruo inexplicable fuera
de ser “la
celebración de los misterios de Satanás”. Una liturgia del odio. Un grado al que el varón nunca alcanzará, como
no alcanzará la Gloria de María. Porque ningún varón puede dar ese Sí, ni ese No. Ese
Sí que abre el cielo y ese No que nos lanza al infierno. La Redención comienza con ese Sí de mujer,
y termina su tiempo con este No de varona.
No caben diálogos ni razones
con el demonio. No cabe frente al crimen espantoso del aborto otra cosa que la
oración, el anatema, la excomunión y el exorcismo. La pública expresión de la
fe en liturgias reparadoras. El aborto no es negación a la función natural del
vientre femenino, que eso es la voluptuosidad y aún el retaceo burgués; no es a
la “vida” que se niega en un acto
de egoísmo, sino que esto es una afrenta sobrenatural, un negar la vida
sobrenatural realizada con total conciencia y en íntima relación con las
potestades infernales.
Dardo Juan Calderón.
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